Maurice Halbwachs: Memoria individual y memoria colectiva (1925)
Memoria individual y memoria colectiva
Maurice Halbwachs
Este texto es la traducción del capítulo 2 del libro La mémoire collective de Maurice Halbwachs (1925). Traducción de Pablo Gianera.
Recurrimos a los testimonios para corroborar o invalidar, pero también para completar, aquello que sabemos de un acontecimiento acerca del cual ya estamos de alguna manera informados, y del que, sin embargo, muchas circunstancias nos siguen resultando oscuras. Ahora bien, los primeros testigos a quienes siempre podemos apelar somos nosotros mismos. Cuando una persona dice: "no puedo creer lo que veo con mis propios ojos", siente que conviven en ella dos seres: uno, el ser sensible, es como un testigo que viene a contar aquello que vio ante mí que no lo he visto realmente, pero que tal vez lo he visto antes, y, quizá también, me he formado una opinión basándome en los testimonios de los otros. Así, cuando regresamos a una ciudad en la que estuvimos anteriormente, aquello que percibimos nos ayuda a reconstruir un cuadro del que muchas partes estaban olvidadas. Si lo que vemos hoy tuviera lugar en el marco de nuestros recuerdos precedentes, estos recuerdos se adaptarían, inversamente, al conjunto de nuestras percepciones actuales. Todo sucede como si enfrentáramos testimonios diversos. Y precisamente porque, a pesar de algunas divergencias, coinciden en lo esencial, podemos reconstruir un conjunto de recuerdos de tal modo que resulten reconocibles.
Ciertamente, si nuestra impresión puede fundarse no sólo en nuestro recuerdo sino también en los de los otros, la confianza en la exactitud de nuestro recuerdo será mayor, como si una misma experiencia fuera reiniciada ya no única· mente por la misma persona sino por varias. Cuando nos reencontramos con un amigo del que la vida nos separó sentimos primero cierta dificultad al reanudar el contacto con él. Pero luego, cuando evocamos juntos distintas circunstancias que cada uno de nosotros recuerda -y que no son las mismas aunque se refieran a los mismos acontecimientos- ¿no conseguimos pensar nuestro recuerdo en común, y no cobran más relieve los hechos pasados, no creemos revivirlos con más fuerza porque ya no estamos solos para representarlos, como los vemos ahora, como los hemos visto antes, cuando los observábamos al mismo tiempo con nuestros ojos y con los de un otro? Sin embargo, nuestros recuerdos siguen siendo colectivos, y nos son recordados por otros, ya se trate de acontecimientos en los que sólo nosotros hemos estado implicados O bien de objetos que sólo nosotros hemos visto. Es que, en realidad, nunca estamos solos. No es necesario que otros hombres estén allí, que se distingan materialmente de nosotros, puesto que tenemos siempre con nosotros y en nosotros una cantidad de personas que no se confunden. Llego por primera vez a Londres y paseo en sucesivas ocasiones, a veces con un compañero. a veces con otro. Puede ser un arquitecto, que me hace notar los edificios, sus proporciones, su disposición. Otras veces se trata un historiador: me entero de que esta calle se trazó en tal época, que en esta nació un hombre famoso, que ocurrieron, aquí O allá, hechos importantes. Con un pintor, soy sensible a la tonalidad de los parques, a la línea de los palacios, de las iglesias, a los juegos de luz y sombra sobre las paredes y las fachadas de Westmister, del templo, sobre el Támesis. Un comerciante, un hombre de negocios me arrastra a las calles populosas de la ciudad, me obliga a detenerme en las tiendas, las librerías, los grandes almacenes. Pero aunque ninguno me hubiera acompañado, basta con que hubiera leído descripciones de la ciudad hechas desde todos estos distintos puntos de vista, que se me hubiera aconsejado ver tales aspectos, o, simplemente, que hubiera estudiado un mapa.
Supongamos que paseo completamente solo. ¿Podría decirse que, de este paseo, no puedo conservar recuerdos individuales que no son míos? Sin embargo, paseo solo únicamente en apariencia. Al pasar frente a Westmister, pensé en lo que me había dicho mi amigo historiador (o, lo que viene a ser lo mismo, lo que había leído en un libro de historia). Al cruzar un puente, consideré el efecto de perspectiva que mi amigo pintor me había señalado (o que me había conmovido en un cuadro, en un grabado). Caminé, en consecuencia, orientado por el pensamiento de mi mapa. La primera vez que estuve en Londres, frente a Sr. Paul o Mansion House, sobre el Strand, en los alrededores de la Court's of Law, muchas impresiones me recordaban las novelas de Dickens que había leído en mi infancia: paseaba entonces con Dickens. En todos esos momentos, en todas esas circunstancias, no puedo decir que estaba solo, que reflexionaba solo, puesto que en el pensamiento me reubicaba en talo cual grupo, el que componía con este arquitecto, o con este pintor (y su grupo), con el geómetra que había diseñado ese mapa, con un novelista. Otros hombres tenían estos recuerdos en común conmigo. Es más, me ayudan a recordarlos: para recordar mejor, vuelvo a ellos, adopto momentáneamente su punto de vista, vuelvo a entrar en su grupo, del cual sigo formando parte, puesto que encuentro en mí muchas ideas y formas de pensar a las que no habría llegado solo y a través de las cuales permanezco en contacto con ellos.
De esta manera, para confirmar o evocar un recuerdo, los testigos -en el sentido ordinario del término, es decir, individuos presentes bajo una forma material y sensible- no son necesarios.
Por otra parte, tampoco serían suficientes. Ocurre, en efecto, que una o más personas, al reunir sus recuerdos, pueden describir con suma exactitud hechos u objetos que vimos al mismo tiempo que ellas, y reconstruir incluso toda la secuencia de nuestros actos y nuestras palabras en circunstancias definidas, sin que nosotros recordemos nada de todo eso. Se trata, por ejemplo, de un hecho cuya realidad es indiscutible. Se nos aportan pruebas claras de que tal acontecimiento se produjo que estuvimos presentes, que participamos activamente. Sin embargo, esta escena sigue resultándonos extraña, como si cualquier otra persona hubiera estado en nuestro lugar. Para volver a un ejemplo que se nos objetó, hay en nuestra vida una serie de acontecimientos que no pudieron dejar de suceder. Es cierto que un día fui por primera vez al colegio, un día entré por primera vez a una clase, en cuarto año, en tercer año, etc. Con todo, aunque este hecho pueda localizarse en el tiempo y en el espacio, aunque padres o amigos me hicieran un relato exacto y fiel, me encuentro en presencia de un dato abstracto al que me resulta imposible vincular con algún recuerdo vivo: no recuerdo nada. Y no reconozco tampoco un determinado lugar por el cual pasé ciertamente una o más veces, a determinada persona con quien ciertamente me encontré. No obstante, los testigos están allí. ¿Sería su papel entonces totalmente accesorio y complementario, y me servirían sin duda para precisar y completar mis recuerdos, pero a condición de que estos reaparezcan primero, es decir, se hayan conservado en mi espíritu? Pero no hay nada que deba asombrarnos. No basta que haya asistido o participado en una escena de la cual otros hombres eran espectadores o protagonistas para que, más tarde, cuando sea recordada ante mí, cuando reconstruyan puntualmente la imagen en mi espíritu, esta construcción artificial se anime repentinamente y adopte la forma de una cosa viva, y que la imagen se transforme en recuerdo.
Frecuentemente, tales imágenes -que nos son impuestas por nuestro ámbito modifican la impresión que podemos conservar de un hecho antiguo, de una persona que conocimos antes. Es probable que estas imágenes reproduzcan inexacta· mente el pasado, y que el elemento o la parcela de recuerdo que se encontraba antes en nuestro espíritu sea su expresión más exacta: a algunos recuerdos reales se les añade así una masa compacta de recuerdos ficticios. Por el contrario, puede ocurrir que los testimonios de los otros sean los únicos exactos, y que corrijan y rectifiquen nuestro recuerdo, a la vez que se incorporan en él. En uno y otro caso, si las imágenes se funden tan íntimamente con los recuerdos, y si parecen pedir prestada a éstos su sustancia, pasa que nuestra memoria no era una tabla rasa, y que nos sentimos capaces, por nuestras propias fuerzas, de percibir, como en un espejo empañado, algunos rasgos y contornos (acaso ilusorios) que nos devolvieran la imagen del pasado. De la misma manera que resulta necesario introducir un germen en un medio saturado para que cristalice, en este conjunto de testimonios exteriores a nosotros es necesario añadir una suerte de simiente de rememoración para que se transforme en una masa consistente de recuerdos. Si, por el contrario esta escena parece no haber dejado, como se dice, ningún rastro en nuestra memoria, es decir, si en ausencia de esos testigos nos sentimos enteramente incapaces de reconstruir una parte cualquiera, aquellos que nos lo describan podrán hacernos entonces un cuadro vivo, pero no será jamás un recuerdo.
Cuando decimos que un testimonio no nos recordará nada si no permanece en nuestro espíritu algún vestigio del acontecimiento ocurrido que se trata de evocar, no queremos dar a entender que el recuerdo, o alguna de sus partes, deba pervivir en nosotros tal como es, sino solamente que, dado que tanto nosotros como los testigos formamos parte de un mismo grupo y pensamos en común algunos aspectos, seguimos en contacto con ese grupo y somos aún capaces de identificarnos con él y de confundir nuestro pasado con el suyo. Podría decirse también: es preciso que, desde ese momento, no hayamos perdido el hábito ni el poder de pensar y de recordar en cuanto miembros de aquel grupo del cual ese testigo y nosotros mismos formábamos parte, es decir, situándonos en su punto de vista y utilizando todos los conceptos que son comunes a sus miembros. Consideremos a un profesor que ha enseñado en un colegio durante diez o quince añitos. Se encuentra con uno de sus antiguos alumnos y apenas si lo reconoce. Éste le habla de sus antiguos compañeros. Recuerda los lugares que ocupaban en los distintos bancos del aula. Evoca diversos acontecimientos escolares que tuvieron lugar en esa aula y durante ese al10: los éxitos de tales o cuales, las extravagancias y travesuras de tales otros, ciertas partes del curso, explicaciones que afectaron o interesaron especial.
mente a los alumnos. Ahora bien, es posible que el profesor no conserve recuerdo alguno de todo eso. Sin embargo, su alumno no se equivoca. Por otra parte, es rigurosamente cierto que aquel año, durante todos los días, el profesor tuvo bien presente el cuadro que le ofrecía el conjunto de los alumnos, así como la fisonomía de cada uno ellos, y todos estos acontecimientos o incidentes que modifican, aceleran, rompen o retrasan el ritmo de la vida en el aula, y hacen que ésta tenga una historia. ¿Cómo pudo olvidar todo eso? ¡Y cómo puede suceder que más allá de un reducido número de reminiscencias bastante vagas, las palabras de su anti, gua alumno no despierten en su memoria ningún eco del pasado' Es que el grupo que constituye una clase es esencialmente efímero, por lo menos si se considera que la clase comprende al maestro y a los alumnos a la vez, y ya no es la misma cuando los alumnos -acaso los mismos- pasan de una clase a otra y se encuentran en otros bancos. Terminado el año, los alumnos se dispersan y esta clase definida y particular no volverá a formarse jamás. No obstante, se impone una distinción.
En el! caso de los alumnos, sobrevivirá aun algún tiempo; por lo menos, se les presentará frecuentemente la ocasión de pensar en el pasado y recordarlo. Tomando en cuenta que tienen aproximadamente la misma edad y quizá pertenecen al mismo medio social, no olvidarán que estuvieron ante el mismo profesor. Las informaciones que les comunicó llevan su impronta cuando vuelvan a pensar en esa época, a través y más allá de los conceptos, redescubrirán por lo general al maestro que se las reveló y a sus compañeros de clase que las recibieron al mismo tiempo que ellos. Para el maestro, en cambio, las cosas serán muy distintas.
Cuando estaba en clase, ejercía su función: ahora bien, el aspecto técnico de su actividad no tiene más relación con una clase que con otra. En efecto, mientras que el profesor dicta, de un año a otro, la misma clase, cada uno de sus años de enseñanza no se opone tan nítidamente a los demás como para los alumnos cada uno de sus años de colegio. Nuevas para los alumnos, sus enseñanzas, sus exhortaciones, sus reprimendas, incluso sus muestras de afecto con algunos de ellos, sus gestos, su acento, sus propias bromas, no representan para él sino una serie de actos y maneras de ser habituales y derivadas de su profesión. Nada puede fundar un conjunto de recuerdos relativo a una clase más que a otra. No existe ningún grupo duradero del cual el profesor siga formando parre, acerca del cual tenga la oportunidad de volver a pensar, ni un punto de vista en el que pueda reubicarse para recordar el pasado.
Pero lo mismo ocurre en todos los casos en los que otros reconstruyen para nosotros los acontecimientos que vivimos juntos, sin que podamos recrear el sentimiento de déja vu. Entre estos acontecimientos -aquellos que estaban ligados a ellos y nosotros mismos- existe efectivamente una discontinuidad, no solamente porque e! grupo en el seno del cual los percibíamos entonces ya no existe materialmente, sino porque no lo hemos pensado más, y porque que no tenemos medio alguno de reconstruir su imagen . Cada uno de los miembros de esta saciedad se definía, ante nuestros ojos, por el lugar que ocupaba en el conjunto de los demás, y no por sus relaciones, que ignorábamos, con otros ámbitos. Todos los recuerdos que podían nacer dentro de la clase se apoyaban mutuamente, y no en recuerdos exteriores. En consecuencia, la duración de esa memoria estaba limitada forzosamente a la duración del grupo. Si subsisten, no obstante, testigos; si, por ejemplo, antiguos alumnos recuerdan y pueden intentar hacer recordar a su profesor aquello que él ya no recuerda, es porque dentro de la clase, con algunos compañeros, o fuera de la clase, con sus padres, formaban pequeñas comunidades más reducidas, y por eso mismo más duraderas; y porque los acontecimientos de la clase interesaban también a estas sociedades más pequeñas: tenían su repercusión, dejaban rastros. Pero el propio profesor estaba excluido; o, en todo caso, si los miembros de estas sociedades lo hubieran incluido, él no se habría enterado.
¿Cuántas veces no ocurre, en efecto, que en sociedades de cualquier naturaleza que los hombres forman entre sí, uno ellos no se hace una ídea exacta del lugar que ocupa en el pensamiento de los otros, y cuantos malosentendidos y desilusiones no tienen su origen en esta diversidad de puntos de visra! En el orden de las relaciones afectivas, donde la imaginación juega un papel central, un ser humano que es muy querido y que ama moderadamente, no advierte sino muy tardíamente, o tal vez nunca, la importancia que se le atribuye a sus menores gestos, a sus palabras más insignificantes. Aquél que más ama recordará después declaraciones y promesas de las que el otro no conserva recuerdo alguno. Esto no es siempre efecto de la inconstancia, la infidelidad, la imprudencia. Se trata simplemente de que estaba menos comprometido que el otro en esa sociedad fundada en un sentimiento desigualmente compartido. De la misma manera, un hombre muy piadoso, cuya vida fue puramente edificante y que fue santificado después de su muerte, quedaría pasmado si retornara a la vida y conociera su leyenda: ésta se compuso, sin embargo, con la ayuda de recuerdos preciosamente conservados y redactados con fe por aquellos con los que pasó parte de su vida. En este caso, es probable que muchos de los acontecimientos recogidos, que el santo no reconocería, no hubiesen ocurrido; pero algunos de ellos, que acaso no lo hubiesen conmovido porque concentraba su atención en la imagen interior de Dios, conmovieron a quienes lo rodeaban puesto que su atención recaía sobre todo en él.
Pero podemos también estar interesados, en cierto momento, tanto como en los otros e incluso más que en ellos, en tal acontecimiento y no conservar, sin embargo, ningún recuerdo, hasta el punto de no reconocerlo cuando nos lo describen, porque, desde el momento en que se produjo salimos del grupo que lo observó y ya no volvimos a entrar en él. Se dice de algunas personas que viven siempre en el presente, es decir: que no se interesan sino por las personas y las cosas del ámbito en el que se mueven en un determinado momento, y que están en relación con el objeto actual de su actividad, empleo o distracción. Terminado un asunto, concluido un viaje, ya no piensan en quienes fueron sus socios o compañeros. Se ven luego absorbidas por otros intereses e implicadas en otros grupos.
Una suerte de instinto vital los obliga a desviar su pensamiento de todo aquello pueda distraerlos de sus preocupaciones actuales. A veces, las circunstancias son tales que estas personas giran de alguna manera en un mismo círculo y son llevadas de un grupo a otro, como en esos viejos pasos de baile donde cambiando continuamente de bailarín nos reencontramos con el mismo a intervalos regulares.
Así, no las perdemos sino para reencontrarlas y, dado que la misma facultad de olvido se ejerce alternativamente en detrimento y en ventaja de cada uno de los grupos que estas personas atraviesan, se puede decir que se las reencuentra enteramente. Pero sucede también que siguen de allí en adelante un camino que ya no se cruza con aquel que abandonaron y que las aleja incluso cada vez más. Ocurre entonces que si más tarde nos encontramos con miembros de la sociedad que se convirtieron ahora en extraños, no conseguimos reconstruir con ellos el antiguo grupo. Es como si abordáramos un camino que se recorrió anteriormente, pero de manera sesgada como si se lo observara desde un punto de vista desde el que nunca antes se lo había percibido. Resituamos los diversos detalles dentro de otro conjunto constituido por nuestras representaciones del momento. Parece que arribamos a un nuevo camino. En efecto, los detalles no adoptarían su sentido precedente sino en relación a otro conjunto que nuestro pensamiento ya no abarca.
Podremos recordar todos los detalles y su orden respectivo. Es del conjunto de donde será necesario partir. Ahora bien, eso ya no nos resulta posible porque, desde hace mucho tiempo, estamos alejados de eso y sería necesario que nos remontáramos muy atrás.
Todo sucede como en el caso de esas amnesias patológicas que se refieren a un conjunto bien definido y limitado de recuerdos. Se ha constatado que, a veces, luego de una conmoción cerebral, se verifica un olvido de todo un período, por lo general anterior a la conmoción, que se remonta a una determinada fecha, mientras que se recuerda todo el resto. O bien se olvida toda una categoría de recuerdos del mismo orden, cualquiera sea el momento en que se los adquirió: por ejemplo, todo lo que se sabía de una lengua extranjera y de esta solamente.
Desde el punto de vista fisiológico, este fenómeno parece explicarse no por el hecho de que los recuerdos de un mismo periodo o de una misma especie se localicen en tal parte del cerebro, que sería la única dañada más bien, la función cerebral del recuerdo debe ser afectada en su conjunto. El cerebro deja entonces de realizar algunas operaciones -y ésas solamente- del mismo modo que un organismo debilitado no está ya en condiciones, durante cierto tiempo, de caminar, de hablar, de asimilar los alimentos, aun cuando sus otras funciones subsistan . Pero se podría decir también que lo afectado es la facultad general de entrar en relación con los grupos que componen una sociedad. Nos desvinculamos entonces de uno o varios de ellos, pero de ellos únicamente. Todo el conjunto de recuerdos que tenemos en común se extingue bruscamente. Olvidar un período de vida es perder contacto con los que entonces nos rodeaban. Olvidar una lengua extranjera supone no estar ya en condiciones de comprender a quienes de dirigían a nosotros en esa lengua) ya se tratara de personas vivas y presentes ü de autores cuyas obras leíamos. Cuando nos dirigíamos a ellos adoptábamos una actitud definida, de la misma manera que en presencia de cualquier grupo humano. Ya no depende de nosotros adoptar esa actitud. Podrenl0s encontrar ahora alguien que nos asegure que aprendimos bien esa lengua v, hojeando nuestros libros y nuestros cuadernos) descubrir en cada página una prueba irrefutable de que tradujimos ese texto, que sabíamos aplicar esas reglas. Nada será suficiente para restablecer el contacto interrumpido entre nosotros y todos los que se expresan o escribieron en esta lengua.
No tenemos ya suficiente capacidad de atención para permanecer en relación con este grupo y a la vez con otros, con los cuales tenemos sin duda una relación más actual y estrecha. Por otra parte, no hay por qué asombrarse de que estos recuerdos se diluyan y se anulen al mismo tiempo. Es que forman un sistema independiente, puesto que son los recuerdos de un mismo grupo, ligados y apoyados mutuamente; y este grupo es netamente distinto de todos los otros, de modo que podemos, al mismo tiempo, estar dentro de todos estos y fuera de aquél. Menos brutalmente, en ausencia de desórdenes patológicos, nos alejamos y nos aislamos poco a poco de algunos ámbitos que no nos resultan remotos pero de los que conservamos apenas un recuerdo muy vago. Podemos definir todavía en términos generales los grupos con los cuales nos relacionamos. Pero ya no nos interesa, por· que en el presente todo nos separa de ellos.
Supongamos ahora que hicimos un viaje con un grupo de compañeros que no hemos vuelto a ver después. Nuestro pensamiento estaba entonces a la vez muy cerca y muy lejos de ellos. Charlábamos con ellos. Nos interesábamos por los detalles de la ruta y por los distintos avatares del viaje. Pero, al mismo tiempo, nuestras reflexiones seguían un curso que les escapaba. En efecto, llevábamos con nos; otros sentimientos e ideas que tenían su origen en otros grupos, reales o imaginarios: es con otras personas con quienes conversábamos interiormente; recorriendo este país, lo poblábamos, en el pensamiento, con otros seres: rallugar, tal circunstancia asumían entonces ante nuestros ojos un valor que no podían tener para quienes nos acompañaban. Más adelante, quizás, nos encontraremos con uno de ellos y hará alusión a ciertas particularidades de este viaje, que recuerda y que también nosotros deberíamos recordar. Pero olvidamos todo lo que él evoca y que se esfuerza en vano por hacernos recordar. En cambio, nos acordaremos de aquello que experimentábamos entonces a espaldas de los demás, como si esta clase de recuerdo hubiese dejado una impresión más profunda en nuestra memoria porque no tenía relación sino con nosotros. En este caso, por un lado, los testimonios de los otros serán impotentes para reconstruir nuestro recuerdo suprimido; por otro, recordaremos, aparentemente sin el apoyo de los otros, impresiones que no comunicamos a nadie.
¿Se deriva de esto que la memoria individual, en tanto se opone a la memoria colectiva, es una condición necesaria y suficiente del acto de recordar [rappeLJ y del reconocimiento de los recuerdos [souvenirsl? De ninguna manera. Porque si ese primer recuerdo es suprimido, si ya no nos resulta posible recobrarlo, es que, desde hace mucho tiempo, nosotros no formaba mas parte del grupo en cuya memoria éste se conservaba. Para que nuestra memoria reciba la ayuda de la de los otros, no basta con que éstos nos aporten sus testimonios: es necesario también que ella no haya dejado de coincidir con sus memorias y que existan bastantes puntos de contacto entre una y las otras para que el recuerdo que nos recuerdan pueda reconstruirse sobre una base común. No alcanza con reconstruir pieza por pieza la imagen de un acontecimiento del pasado para obtener un recuerdo.
Es necesario que esta reconstrucción se opere a partir de datos o nociones comunes que se encuentren en nuestro espíritu así como en el de los otros, puesto que pasan sin cesar de éstos a aquél y a la inversa, lo que sólo es posible si formaron y siguen formando parte de una misma sociedad. Sólo así es posible comprender que un recuerdo pueda ser, a la vez, reconocido y reconstruido. ¿Qué me importa que los otros estén dominados aún por un sentimiento que yo experimentaba antes con ellos antes y que hoy ya no experimento más? No puedo despertarlo en mí porque, desde hace tiempo, mis antiguos compañeros y yo no tenemos nada en común. Una memoria colectiva más vasta, que incluía la mía y la de ellos, sencillamente desapareció. Del mismo modo, sucede a veces que hombres a quienes acercaron las necesidades de una obra común, la dedicación de uno de ellos, el ascendiente de alguno, una preocupación artística, etc., se separan enseguida en varios grupos: cada uno de éstos es sumamente limitado para conservar todo lo que ocupó el pensamiento del partido, del cenáculo literario, de la asamblea religiosa que anteriormente los contenía a todos. Por eso se dedican a un aspecto de este pensamiento y no conservan el recuerdo sino de una parte de esta actividad.
De ahí surgen varios cuadros del pasado común que no coinciden y de los cuales ninguno es realmente exacto. En efecto, desde que se separaron ninguno de ellos puede reproducir todo el contenido del antiguo pensamiento. Si ahora dos de esos grupos vuelven a entrar en contacto, lo que les falta precisamente para entenderse y confirmar mutuamente los recuerdos de ese pasado de vida común es la facultad de olvidar las barreras que los separan en el presente. Un malentendido pesa sobre ellos, como en el caso de dos hombres que se encuentran y que, como suele decirse, no hablan ya la misma lengua. En cuanto al hecho de que conservemos impresiones que ninguno de nuestros compa ñeros de aquella época puede conocer, no constituye una prueba de que nuestra memoria puede bastarse y no tener siempre necesidad de apoyarse en la de los demás. Supongamos que en el momento en que salimos de viaje con unos amigos nos encontrábamos obsesionados por una viven preocupación, que ellos ignoraban ~lhsorbid os por una idea o por un sentimiento, todo lo que afectaba nuestros ojos o nuestros oídos se relacionaba con eso: nutríamos nuestro pensamiento secreto con todo aquello que, en el campo de nuestra percepción, pudiendo guardar algún tipo de relación. Si pensamos más tarde en ese viaje, no puede decirse que nos situaremos en el punto de vista de quienes lo hicieron con nosotros. Aun el ellos mismos no los recordaremos sino en la medida en que estuvieran comprendidos en el horizonte ele nuestras preocupaciones. Así, cuando se entra por primera vez en una habitación a la caída de la noche, cuando vemos las paredes, los muebles y todos los objetos hundidos en una penumbra, esas formas fantásticas o misteriosas permanecen en nuestra memoria como el cuadro apenas real del sentimiento de inquietud, sorpresa o tristeza que nos acompañaba en el momento en que afectaban nuestras mi radas. No bastaría con revisar la habitación a plena luz del día para recordárnoslo: sería necesario que imagináramos al mismo tiempo nuestra tristeza, nuestra sorpresa o nuestra inquietud. ¿Er:l. entonces nuestra reacción personal en presencia de estas cosas aquello que las transfiguraba hasta tal punto respecto de nosotros' Si se quiere, sí; pero con la condición de no olvidar que nuestros sentimientos y nuestros pensamientos más personales busca n su fuente en ámbitos y circunstancias sociales definidos; y que el efecto de contTHste provenía sobre todo de lo que buscábamos en esos objetos, no aquéllos que nos era n familiares, sino los que se vinculaban a las preocupaciones de otros hombres cuyo pensamiento se aplicaba por primera vez a esta habitación con nosotros.
Si este análisis es correcto, el resultado al que nos conduce permitiría quizá responder a la objeción más seria, y por otra parte más natural, a la que nos exponemos al afirmar que sólo tenemos la capacidad de recordar cuando nos situanl0s en el punto de vista de uno o de varios grupos y nos ubicamos nuevamente en una o más corrientes de pensamiento colectivo.
Se nos concederá, tal vez, que un gran número de recuerdos reaparecen porque otros hombres nos los recuerdan; se nos concederá, incluso, cuando estos hombres no están materialmente presentes, que se puede hablar de memoria colectiva siempre que mencionemos un acontecimiento que tenía un lugar en la vida de nuestro grupo y que consideramos; y que consideramos también ahora, en el momento en que lo recordamos desde el punto de vista de este grupo. Tenemos derecho a pedir que se nos conceda este segundo punto, puesto que tal actitud mental sólo es posible en un hombre que forma o formó parte de una sociedad y porque, al menos a la distancia, sufre aún su influjo. Basta que no podamos pensar en tal objeto para que nos comportemos como miembro de un grupo, para que la condición de este pensamiento sea obviamente la existencia del grupo. Esta es la razón por la que, cuando un hombre entra a su casa sin estar acompañado por alguien, sin duda durante algún tiempo "él ha estado solo", según la lengua corriente. Pero sólo lo estuvo aparentemente, puesto que, incluso en este intervalo, sus pensamientos y sus actos se explican por su naturaleza de ser social y él no ha dejado ni un instante de estar encerrado en esa sociedad. La dificultad no reside allí.
Pero no hay recuerdos que reaparezcan sin que, de alguna manera, sea posible ponerlos en relación con un grupo, porque el acontecimiento que reproducen fue percibido por nosotros mientras estábamos solos, no en apariencia, sino realmente solos, y cuya imagen no se ubica en el pensamiento de un grupo de hombres. ¿Los recordaremos (espontáneamente por nosotros mismos) colocándonos en un punto de vista que no puede ser otro que el nuestro' Aunque hechos de este tipo fueran muy raros, e incluso excepcionales, bastaría que pudieran certificarse algunos para demostrar que la memoria colectiva no explica todos nuestros recuerdos y, acaso, que no explica por sí sola la evocación de cualquier recuerdo.
Después de todo, nada prueba que todos los conceptos y las imágenes prestadas a los medios sociales de los que formamos parte, y que se producen en la memoria, no cubren, como una pantalla de cine, un recuerdo individual, aun cuando no lo percibamos. Toda la cuestión consiste en saber si tal recuerdo puede existir, si es concebible. El hecho de que se produjera, incluso una única vez, bastaría para demostrar que nada se opone a que se produzca en todos los casos. Existiría entonces, en la base de todo recuerdo, la evocación de un estado de conciencia pura· mente individual que -para distinguirlo de las percepciones en las que ingresan elementos del pensamiento social- admitiremos que se llama intuición sensible.
"Experimentamos alguna inquietud", decía Charles Blondel, uen ver eliminar, o casi, del recuerdo todo reflejo de esta intuición sensible que no es, seguramente, toda la percepción, sino que, a pesar de todo, es el preámbulo obviamente indispensable y la condición sine qua non... Para que no confundamos la reconstrucción de nuestro propio pasado con la que podemos hacer del de nuestro prójimo, para que este pasado empírica, lógica y socialmente posible nos parezca identificarse con nuestro pasado real, es necesario que por lo menos en algunas de sus partes haya algo más que una reconstrucción hecha con materiales prestados." (Revue philosophique, 1926:296.).
Désiré Roustan, por su parte, escribía:
Si se limitan a decir: cuando alguien crece evocar el pasado hay el 99 % de reconstrucción y el 1% d(; evocación verdadera; este residuo del 1% que resistiría a su explicación, bastaría para poner nuevamente en Cuestión todo el problema de I::t conservación del recuerdo. ¿Ahora bien, puede evitarse este residuo?
Es difícil encontrar recuerdos que nos lleven (t un momento en que nuestras sensaciones no eran más que el reflejo de los objetos exteriores, donde no existían ninguna de las imágenes, ninguno de los pensamientos por los cuales dependíamos de los hombres y de los grupos que nos rodeaban. Si no recordamos nuestra primera infancia, es que en efecto nuestras impresiones no pueden relacionarse con ningún soporte, en tanto no somos aún un ser social.
Mi primer recuerdo, dijo Stendhal, es haber mordido la mejilla o la frente de la Sra. Pison-Dugalland, mi prima, mujer de veinticinco años que era muy gorda y colorada... Veo la escena, pero seguramente porque inmec.liaran1ente me llamarían criminal y dirían que habría cometido un crimen.
Del mismo modo, se acuerda que un día pinchó a una mula que lo derribó.
Faltó poco para que se muriera, decía a mi abuelo. Me imagino el acontecimiento, pero probablemente no se trata de un recuerdo directo, sino que sólo recuerdo la imagen que me formé de la cosa muy tempranamente, en la época en que me hicieron los primeros datos (Vie de Henri Bnilard, p. 31 y 58).
Sucede lo mismo con muchos supuestos recuerdos de la infancia. El primero recuerdo al que creí durante mucho tiempo poder remontarme, era nuestra llegada a París. Tenía entonces dos años y medio. Subíamos la escalera por la noche (el departamento estaba en el cuarto piso), y nosotros, los niños, decíamos en voz alta que en París se vivía en un sótano. Ahora bien, es posible que uno de nosotros haya hecho esta observación. Pero era natural que nuestros padres) a quienes la observación les resultó graciosa, la hayan retenido y nos la hayan relatado más adelante. Veo aún nuestra escalera iluminada: pero la he visto después muchas veces.
Veamos ahora un acontecimiento de la infancia contado por Benvenuto Cellini al comienzo de sus Memorias:
no es cierto que sea un recuerdo. Si lo reproducimos es porque nos ayudara a comprender mejor el interés del ejemplo que seguirá, y sobre el cual insistiremos. Tenía alrededor de tres años, cuando mi abuelo Andrea Cellini aún vivía y había pasado ya los cien. Un día, habíamos cambiado el caño de una pileta y había salido un enorme escorpión sin que nos diéramos cuenta. Se había deslizado al suelo y se había escondido debajo de un banco. Yo lo vi, corrí hacia él y lo atrape. Era tan grande que la cola y las dos pinzas no cabían en mi mano. Me contaron que corrí muy alegre hacia mi abuelo diciendo: 'Mira, abuelo, la linda langosta que encontré. Advirtió inmediatamente que era un escorpión, y casi se muere del susto. Me lo pidió con mucha delicadeza; pero yo lo apretaba cada vez más fuerte, llorando, porque no quería dárselo a nadie. Mi padre, que estaba también en la casa, salió gritando. En su estupefacción, no sabía cómo actuar para que ese animal venenoso no me quitara la vida; de pronto, vio una tijera. La tomó y, mientras me hablaba cariñosamente, cortó la cola y las pinzas del escorpión. Cuando me salvó de este peligro, consideró el acontecimiento como un buen presagio." Animada y dramática, esta escena se desarrolla íntegramente dentro de la familia. Cuando el niño toma el escorpión, no imagina que se trata de un animal peligroso: es una pequeña langosta, como aquéllas que sus padres le mostraron, que le hicieron tocar, como si fuera un juguete. En verdad, un elemento extraño, venido del exterior, ha entrado en la casa, y su abuelo y su padre reaccionan cada uno a su manera: los llantos del niño, las súplicas y acritudes cariñosas de los padres, su angustia, su terror, y ulterior explosión de alegría: reacciones familiares que definen el sentido del acontecimiento. Admitamos que lo recuerda: la imagen se reubica en el marco familiar, porque desde el comienzo estaba enmarcada en ella y jamás salió de allí.
Escuchemos ahora a Charles Blondel.
Me acuerdo -dice- que cuando era nii1o, al explorar una casa abandonada, me hundí bruscamente en un estanque oscuro lleno de agua hasta la mitad; y puedo reconoce r mas o n1enos fácilmente dónde y cuando sucedieron las cosas, pero aquí mi saber es completamente secundario a mi recuerdo.
Entendemos que el recuerdo se presentó como una imagen que no estaba localizaba. No es entonces pensando primero en la casa , es decir, situándose en el punto de vista de la familia que la habitaba, que podemos recordarlo; sobre todo tomando en cuenta que, nos d ice M. Blondel, nunca le contó este incidente a sus padres, y que está seguro de no haber vuelto a pensar en él.
En ese caso -agrega- necesito reconstruir el entorno de mi recuerdo, pero no necesito reconstruir el propio recuerdo. Parece realmente que, en los recuerdos de este tipo, tenemos un contacto directo con el pasado, que precede y condiciona la reconstrucción histórica. (op. cit., p. 297).
Ese relato se distingue nítidamente del anterior, dado que Benvenuto Cellini nos indica, en primer lugar, en qué tiempo y lugar se ubica la escena que recuerda, cosa que M. Blandel ignora toralmente cuando evoca su caída en un pozo lleno hasta la mitad. E incluso insiste en eso. Pero quizás no sea ésta la diferencia esencial entre uno y otro. El grupo del cual el niño formaba parte íntimamente, en aquella época, y que no deja de contenerlo, es la familia. Ahora bien, esta vez el niño salió de la familia. No sólo no ve ya a sus padres, sino que puede parecer incluso que ellos no están presentes en su espíritu. En todo caso, no intervienen en la historia, porque no fueron informados o porque no le confirieron la suficiente importancia para conservarlo en su recuerdo y contárselo más tarde a quien lo protagonizó. ¿Pero basta para decir que realmente estaba solo' ¿Es cierto que la novedad y lo vívido de la impresión -impresión dolorosa de abandono, impresión extraña de sorpresa en presencia de lo inesperado y de lo nunca visto o experimentado- explican que su pensamiento se haya desviado de sus padres' ¿No será, por el contrario, porque era un niño, es decir, un ser más íntimamente ligado que el adulto a la red de los sentimientos y pensamientos domésticos, que se encontró repentinamente en una situación de desamparo? Pero entonces pensaba en los suyos y no estaba solo sino en apariencia. Poco importa, entonces, que no recuerde en que época precisa y qué lugar se encontraba y que no pueda relacionarlo con un marco espacial y temporal. Es el pensamiento de la familia ausente aquello que suministra el marco, y el niño no tiene necesidad, como dice Blondel, de reconstruir el ámbito de su recuerdo", puesto que el recuerdo se presenta en ese ámbito.
Que el niño no se haya dado cuenta, que su atención no se haya fijado, en ese momento, en este aspecto de su pensamiento; que más tarde, cuando el hombre evoque este recuerdo de infancia, tampoco lo nme, no tiene nada de asombroso.
Una "corriente de pensamiento" social es por lo general tan invisible como el aire que respiramos. Sólo reconocemos su existencia, en la vida normal, cuando nos resistimos; pero un niño que llama a los suyos y que necesita su ayuda, no le ofrece resistencia.
Blondel podría objetamos, con razón, que aparece en el hecho que recuerda un conjunto de particularidades sin relación alguna con aspectos de su familia.
Al explorar un estanque oscuro, cayó en un pozo lleno de agua hasta la mitad. Supongamos que al mismo tiempo tuviese miedo de estar lejos de los suyos.
Lo esencial del hecho, detrás del cual todo el resto parece borrarse, es esta imagen que, en sí misma, se presenta completamente alejada del ambiente doméstico. Ahora bien, es la conservación de esta imagen lo que sería necesario explicar. Efectivamente, en cuanto tal, se distingue de rodas las otras circunstancias en las que me encontraba cuando me di cuenta de que estaba lejos de los míos; donde me volvía hacia el mismo medio, y hacia el mismo 'entorno', para encontrar ayuda. En otras palabras, no advertimos cómo un marco tan general como una familia podría reproducir un hecho tan particular.
En estas formas que son los marcos colectivos impuestos por la sociedad, dice también Blondel, resulta necesaria una materia. ¿Por qué no admitir simplemente que esta materia existe realmente, y no es otra que todo aquello que, precisamente, en el recuerdo no tiene relación alguna con el marco, es decir, las sensaciones e intuiciones sensibles que revivirían en ese cuadro? Cuando Pulgarcito fue abandonado en el bosque por sus padres, pensó ciertamente en ellos; pero se le ofrecían mucho otros objetos: siguió uno o varios senderos, subió a un árbol, percibió una luz y se acercó a una casa abandonada, etc. Cómo resumir todo esto en simples observaciones: ¿se perdió y no encontró a sus padres? Si hubiera seguido otro camino, encontrado otras cosas, el sentimiento de abandono habría sido el mismo y, sin embargo, habría conservado otros recuerdos.
A lo que nosotros diremos qué, cuando un niño se extravía en un bosque o en una casa, todo sucede como si, arrastrado hasta entonces en la corriente de pensamientos y sentimientos que lo vinculan a los suyos, se encontrara preso al mismo tiempo de otra corriente que lo alejara de ellos. De Pulgarcito puede decirse que permanece en el grupo familiar puesto que lo acompañan sus hermanos.
Pero se pone a la cabeza de ellos, los cuida, y los dirige, es decir, del lugar de niño pasa al de padre; entra en el grupo de los adultos, y no por eso deja de ser un niño.
Pero esto se aplica también a aquel recuerdo que evoca Blondel, y que es a la vez un recuerdo de niño y un recuerdo de adulto; puesto que el niño se encontró por primera vez en una situación de adulto. En cuanto nii10, todos sus pensamientos estaban a la altura de un infante. Acostumbrado a juzgar los objetos exteriores mediante conceptos que recibía de sus padres, su asombro y su temor procedían de la dificultad que experimentaba para reubicar en su pequeño aquello que ahora veía. Adulto era en el sentido de que, al no estar los suyos a su alcance, se encontraba en presencia de objetos nuevos e inquietantes para él, pero seguramente que no lo eran, por lo menos con la misma intensidad, para una persona adulta. Es posible que haya permanecido muy poco tiempo en el fondo de ese corredor oscuro. No por ello dejó de estar en contacto con un mundo que volverá a encontrar mas tarde, cuando estuviera librado a sí mismo. Por otra parte, haya lo largo de roda la infafl ~ia muchos momentos en que nos enfrentamos a lo que no es ya la familia; ya sea porque chocamos o somos heridos en el contacto con los objetos, o bien que debamos someternos y doblegarnos a la fuerza de las cosas, de modo que pasamos ineluctablemente por toda una serie de pequeñas experiencias que constituyen una preparación para la vida adulta: es la sombra que proyecta sobre la infancia la sociedad de los adultos; e incluso más que una sombra, puesto que el niño puede ser llamado a tomar parte de preocupaciones y responsabilidades cuyo peso recae generalmente sobre hombros mas fuertes que los suyos; y que es entonces colocado, por lo menos temporalmente, en el grupo de aquéllos que son más viejos que él. Esta es la razón por la que decimos a veces de algunos hombres que no tuvieron infancia, porque la necesidad de ganarse el sustento, impuesta a muy corta edad, los obligó a entrar en las regiones de la sociedad donde los hombres luchan por la vida, mientras que la mayoría de los niños ni siquiera saben que tales regiones existen, o bien porque a consecuencia de una muerte conocieron una cierta clase de sufrimiento reservada por lo general a los adultos, y debieron enfrentar la situación en el mismo plano que ellos.
El contenido original de tales recuerdos, y que los destaca entre todos los otros, se explicaría así por el hecho de que se encuentran en el punto de intersección de dos o varias series de pensamientos, que las vinculan a su vez con grupos diferentes. No bastaría con decir: en el punto de intersección de una serie de pensamientos que nos relaciona con un grupo (aquí la familia) y de otra que comprende solamente las sensaciones que nos llegan de las cosas: todo sería puesto en cuestión nuevamente, dado que, al no existir esa imagen de las cosas sino para nos' otros, una parte de nuestro recuerdo no se apoyaría en ninguna memoria colectiva. Pero un niño tiene miedo a la oscuridad, o cuando se extravía en un lugar desierto, porque puebla ese lugar de enemigos imaginarios, porque en el medio de la noche teme encontrar no sabe qué seres peligrosos. Rousseau cuenta que una noche de otoño muy oscura, Lambercier le dio la llave del templo y le pidió que fuera a buscar una Biblia que había dejado en el púlpito.
Al abrir la puerta percibí en la bóveda una cierta resonancia que yo creí semejante a voces y que comenzó a ablandar mi coraje. Una vez abierta la puerta, yo quería entrar; pero después de dar apenas unos pasos, me detuve. Al advertir la profunda oscuridad que reinaba en ese vasto lugar, fui presa de un terror que me erizó el cabello. Tropezaba entre los bancos, no sabía ya dónde estaba y, sin encontrar ni el púlpito ni la puerta, caí en una confusión inexpresable.
Si el templo hubiera estado iluminado, se habría dado cuenta de que no había nadie y no habría tenido miedo. Para el niño, el mundo no está nunca vacío de seres humanos, de influencias benéficas O malignas. A los puntos (y las épocas) donde estas influencias se encuentran e intersecan, corresponderán tal vez, en el cuadro de su pasado, las imágenes más distintas, porque un objero que iluminamos sobre las dos caras y con dos luces nos revela más detalles y se impone más fuertemente a nuestra atención. (Que un miembro de una sociedad penetra en otra, que los pensamientos que vinculan la una y la otra se encuentran).
No insistamos más en los recuerdos de la infancia. Podríamos alegar un gran número de recuerdos de adultos tan originales y que se presenta con tal carácter de unidad, que parecen resistir a toda descomposición. Pero, en el caso de estos ejemplos, nos sería siempre posible denunciar la misma ilusión. Que tal miembro de un grupo forma parte al mismo tiempo de otro grupo; que los pensamientos que tiene del uno y del otro se encuentran repentinamente en su espíritu; por hipótesis, sólo él percibe ese contraste. ¿Cómo creería entonces que no se produce en sí una impresión sin medida común con lo que pueden experimentar los otros miembros de estos dos grupos, si éstos no tienen otro punto de contacto que él? Por su parte, este recuerdo está comprendido a la vez en dos marcos pero uno de estos marcos le impide ver el otro, e inversamente: fija su atención en el punto donde se encuentran, y no llega a percibirlos a ellos mismos. Es por eso que, cuando se pretende encontrar en el cielo dos estrellas que forman parte de constelaciones diferentes, satisfecho de haber trazado una línea imaginaria de una a otra, nos figuramos con placer que el mero hecho de alinearlas de este modo confiere a su conjunto una especie de unidad, sin embargo, cada una ellas no es más que un elemento incluido en un grupo y, si pudimos encontrarlas, es porque ninguna de las constelaciones estaba en ese momento oculta por una nube. De la misma manera, por el hecho de que dos pensamientos, una vez aproximados, y porque contrastan entre sí, parecen reforzarse mutuamente, creemos que forman un todo que existe por si mismo, independientemente de los conjuntos de donde provienen, y no percibimos que en realidad consideramos a la vez a los dos grupos, pero cada uno desde el punto de vista del otro.
Retomemos ahora la suposición que desarrollamos anteriormente. Hice un viaje con personas conocidas desde hacía poco tiempo y que estaba destinado a volver a verlas luego de prolongados intervalos. Viajábamos por placer. Pero yo hablaba poco, y no escuchaba casi nada. Tenía el espíritu absorbido por pensamientos e imágenes que no podían interesar a los otros, que los ignoraban porque se vinculaban a mis padres, a mis amigos, de quienes estaba momentáneamente alejado. Así entonces, personas que amaba, que tenían los mismos intereses que yo, toda una comunidad a la cual me hallaba estrechamente ligado se encontraba introducida, sin saberlo, en un cierto ámbito, envuelta en acontecimientos, asociada con paisajes que les eran enteramente extraños o indiferentes. Consideremos entonces nuestra impresión. Se explica indudablemente por aquello que estaba en el centro de nuestra vida afectiva o intelectual. No obstante, ésta se desarrollaba en un marco temporal y espacial y en medio de circunstancias sobre las cuales nuestras preocupaciones de entonces proyectaban su sombra, pero que, por su parte, modificaban el curso y el aspecto: Como las casas construidas al pie de un monumento antiguo, y que no tienen la misma edad. Cuando recordamos luego este viaje, no nos colocamos, desde luego, en el mismo punto de vista que nuestras compañeros, puesto que ante nuestros ojos el viaje se resume en una secuencia de impresiones que sólo nosotros conocemos. Pero tampoco puede decirse que nos situamos únicamente en el punto de vista de nuestros amigos, nuestros padres, nuestros autores preferidos, cuyo recuerdo nos acompañaba. Mientras avanzábamos por el camino de montaña a lado de personas de cierto aspecto física, de cierto carácter cuando participábamos distraídamente en su conversación, y nuestro pensamiento permanecía en el interior de nuestro antiguo ámbito, las impresiones que se sucedían en nosotros eran como otros tantos modos particulares) originales, nuevos, de considerar a las personas que queríamos y los vínculos que nos unían a ellas. No obstante, en otro sentido, estas impresiones, precisamente porque son nuevas y contienen muchos elementos extraños al curso previo y a lo más íntimo del curso actual de nuestros pensamientos, son también extrai1as a los grupos que nos ligan más estrechamente. Éstas los expresan pero, al mismo tiempo, no los expresan de esa manera sino a condición de que ya no estén materialmente allí; pues todos los objetos que vemos, todas las personas a quienes oímos acaso no nos afectan sino en la medida en que nos hacen sentir la ausencia de los primeros. Este punto de vista, que no es ni el de nuestros compañeros actuales ni plenamente y sin mezcla el de nuestros amigos de ayer y de mañana, ¡cómo no distinguirlo de unos y de otros para atribuírnoslo? ¡No es cierto que aquello que nos afecta, cuando evocamos esa impresión, es lo que, en ella, no se explica por nuestras relaciones con tal o cual grupo, aquello que sobresale en su pensamiento y en su experiencia? Sé que ésta no podría ser compartida, ni aun descubierta, por mis compañeros. Sé también que, bajo esa forma y dentro de ese marco, no habría podido serme sugerida por los amigos, los padres, en los que pensaba en el momento al que yo me transporto ahora por la memoria. ¡No se trata entonces de un residuo de impresión que escapa tanto al pensamiento como a la memoria de unos y de otros, y no existe sino para mí? En el primer plano de la memoria de un grupo se destacan los recuerdos de los acontecimientos y las experiencias que conciernen al mayor número de sus miembros y que resultan ser de su propia vida, de sus relaciones con los grupos más cercanos, con los que tienen un contacto más frecuente. En cuanto a aquéllos que conciernen a un pequeño número, y a veces a uno solo de sus miembros, aunque estén comprendidos en su memoria -ya que, por lo menos en una parte, se producen dentro de sus límites- quedan en segundo plano. Dos seres pueden sentirse estrechamente ligados y tener en común todos sus pensamientos. Si, en determinados momentos, sus vidas transcurren en ámbitos diferentes -aunque puedan, por cartas, descripciones o relatos darse a conocer detalladamente las circunstancias en que se encontraban cuando no estaban en contacto- sería necesario que se identificasen uno con el otro para que todo aquello que, a partir de sus experiencias, les resultaba extraño se asimilara en su pensamiento común.
Cuando Mlle. de Lespinasse le escribe al conde de Guibert, puede hacerle entender aproximadamente lo que siente lejos de él, pero sólo en las sociedades y ambientes mundanos que él conoce, porque se identifica también con éstos.
Puede considerar a su amante, como también ella puede considerarse a sí misma, situándose en el punto de vista de estos hombres y mujeres que lo ignoran todo de su vida novelesca; y el puede considerarla también, como ella misma se considera, desde el punto de vista del grupo oculto y cerrado que ellos constituyen.
Con todo, el está lejos y, sin que lo sepa, pueden producirse en la sociedad que ella frecuenta muchos cambios de los que sus cartas no le ofrecerán una idea acabada, de modo que algunas de sus conductas, en presencia de estos ámbitos mundanos, se le escapan y se le escaparán siempre: no basta que él la ame, como la ama, para que las descubra.
Un grupo entra generalmente en relación con otros grupos. Hay muchos acontecimientos que derivan de contactos, y muchas nociones que no tienen otro origen. A veces, esas relaciones o esos contactos son permanentes o, en todo caso, se repiten con cierta frecuencia, se prolongan durante largo tiempo. Por ejemplo, cuando una familia vive mucho tiempo en una misma ciudad, o cerca de los mis, mas amigos; ciudad y familia, amigos y familia constituyen sociedades complejas.
Nacen entonces los recuerdos, comprendidos en dos marcos de pensamiento que son comunes a los miembros de dos grupos. Para reconocer un recuerdo de este tipo, es necesario formar parte al mismo tiempo de uno y de otro. Se trata de una condición que cumple, durante algún tiempo, una parte de los habitantes de la ciudad, una parte de los miembros de la familia. Sin embargo, es desigual en distintos momentos, según sus intereses se refieran a la ciudad o a la familia. Y basta, por otra parte, que algunos de los miembros de la familia dejen esta ciudad, se muden a otra, para que tengan menos facilidad que recordar aquello que no conservaban sino porque se hallaban inmersos al mismo tiempo en dos corrientes convergentes de pensamientos colectivos, mientras que ahora experimentan casi exclusivamente la acción de una de ellas. Por lo demás, dado que solamente una parte de los miembros de uno de esos grupos esta incluida dentro del otro -y recíprocamente, cada una de esas dos influencias colectivas es más débil que si se ejerciera sola. En efecto, no es el grupo entero; la familia, por ejemplo, no es más que una fracción que puede ayudar a uno de los suyos a recordar este orden de recuerdos. Es preciso que nos encontremos o estemos en condiciones tales que permitan a esas dos influencias combinar mejor su acción para que un recuerdo reaparezca y sea reconocido. Se desprende de aquí que parezca menos familiar, que percibamos menos claramente los factores colectivos que lo determinan, y que se tenga la ilusión de que está menos sometido que los otros al poder de nuestra voluntad.
Solemos atribuirnos, como si no tuviesen su origen sino en nosotros, las ideas y reflexiones, o los sentimientos y las pasiones, que nos fueron inspiradas por nuestro grupo. Tenemos, entonces, tan buena afinación con aquéllos que nos rodean que vibramos al unísono, y no sabemos dónde se encuentra el punto de partida de las vibraciones, si en nosotros o en los otros. ¡Cuántas veces manifiesta, mas, con una convicción que parece enteramente personal, opiniones extraídas de un diario, de un libro, o de una conversación! Éstas se ajustan tan bien a nuestras manera de pensar que nos causaría horror descubrir quién es el autor, y que no somos nosotros. "Ya habíamos pensado en eso": no nos damos cuenta de que no somos sino un eco. Todo el arte del orador consiste acaso en propiciar en quienes lo escuchan la ilusión de que las convicciones y que los sentimientos que despierta en ellos no les fueron sugeridos de afuera, que nacieron de ellos mismos, que él solamente descubrió lo que se elaboraba en el secreto de sus conciencias y no hizo más que prestarle .su voz. De una U otra manera, cada grupo social se esfuerza en mantener una persuasión semejante en sus miembros. ¿Cuántos hombres tienen suficiente espíritu crítico para discernir, en aquello que piensan, la parte que pertenece a otros, y confesarse a sí mismos que, la mayoría de las veces, no agregan nada propio' Algunas veces ampliamos el círculo de sus amistades y de sus lecturas, reconocemos el mérito de su eclecticismo que nos permite ver y conciliar los diferentes aspectos de ciertas cuestiones; suele suceder también que la dosificación de nuestras opiniones, la complejidad de nuestros sentimientos y nuestras preferencias no son más que la expresión del azar que nos puso en relación con grupos diversos u opuestos, y que la parte que representamos de cada modo de pensar está determinada por la intensidad desigual de las influencias que, separadamente, ejercieron sobre nosotros. De cualquier manera, en la medida en que cedemos sin resistencia a una sugerencia exterior, de afuera, creemos pensar y sentir libremente. Es así que la mayoría de las influencias sociales a las cuales obedecemos suelen pasarnos desapercibidas. Pero es igual. y acaso con más razón, cuan, do en el! punto de encuentro de varias corrientes de pensamiento colectivo que se intersectan en nosotros se produce uno de estos estados complejos donde querer mas ver un acontecimiento único, que no existiría salvo para nosotros. Es un hombre en viaje, que repentinamente se siente dominado por influencias que emanan de un medio extraño a sus compañeros. Es un niño que se encuentra, por un concurso inesperado de circunstancias, en una situación que no es de su edad, y cuyo pensamiento se abre a sentimientos y a preocupaciones de adultos. Es un cambio de lugar, de profesión, de familia, que no interrumpe de! todo los lazos que nos vinculan a nuestros antiguos grupos. Ahora bien, sucede que en un caso similar las influencias sociales se tornan más complejas, porque cuanto mas numerosas, mas entrecruzadas. Es una razón para que se los desenmarañe menos clara, mente, y que se los distinga de manera más confusa. Se percibe cada ámbito a la luz del otro o de los otros, al mismo tiempo que al suyo, y se tiene la impresión de que él se resiste. Sin duda, de este conflicto o de esta combinación de influencias, cada una de ellas debería resurgir más nítidamente. Pero dado que estos ámbitos se enfrentan, se tiene la impresión de que no están comprometidos ni en uno ni en otro. Lo que queda en primer plano es la extrañeza de la situación en la que se encuentra, que basta para absorber el pensamiento individual. Este acontecimiento se interpone, como una pantalla, entre ella y los pensamientos sociales cuya conjugación lo ha elaborado. No puede ser comprendido plenamente por ninguno de los miembros de esos ámbitos, si no por mí mismo. En este sentido, me pertenece, y en el momento en que se produce intentaré explicarlo por y para mí.
Podría admitir, a lo sumo, que las circunstancias, es decir, el encuentro de estos ámbitos, sirvieron de ocasión, permitieron la producción de un acontecimiento comprendido desde hace tiempo en mi destino individual, la aparición de un sentimiento que estaba en potencia en mi alma. Puesto que los otros lo ignoraron, y no tuvieron (imagino) ninguna parte en su producción, más tarde, cuando reaparezca en mi memoria, tendré sólo un modo de explicarme su retorno: es que, de una u otra manera, se había conservado tal cual en mi espíritu. Pero no es el caso.
Estos recuerdos que nos parecen puramente personales se distinguen de los otros por la mayor complejidad de las condiciones necesarias para que sean recordados; pero no se trata de una diferencia más que de grado.
A veces nos limitamos a observar que nuestro pasado incluye dos clases de elementos: aquellos que nos es posible mencionar cuando lo queremos, y aquellos que, por el contrario, no obedecen a nuestra llamada. En realidad, de los primeros se puede decir que pertenecen al dominio común, en el sentido de que lo que nos es familiar o fácilmente accesible, lo es también a los otros. La idea de que nos representemos lo más fácilmente posible, compuesta por elementos tan personales y particulares como se quiera, es la idea que tienen los otros de nosotros, y los acontecimientos de nuestra vida que están siempre presentes para nosotros también se han marcado en la memoria de los grupos que tenemos más cerca. Así pues, los hechos y nociones que nos duele menos recordar pertenecen al ámbito común, al menos en el caso de uno o algunos ámbitos. Estos recuerdos son entonces de "todo el mundo", y es porque podemos apoyarnos en la memoria de los otros que SOP."'8S capaces en cualquier momento, y cuando lo queramos, de recordarlos. En segundo lugar, de aquello que no podemos recordar voluntariamente, diremos que no está en los otros, si no en nosotros. Por extraño y paradójico que parezca, los recuerdos que nos resultan más difíciles de evocar son justamente aquéllos que no nos conciernen sino a nosotros, que constituyen nuestro bien más exclusivo, como si no pudieran escaparse a los otros sino a condición de escapársenos también a nosotros mismos.
¿Diremos que nos ocurre lo mismo que a alguien que encerró su tesoro en una caja fuerte cuya cerradura es tan complicada que ya no consigue abrirla, que no encuentra ya la clave del candado, y que debe confiar en el azar para hacerla reaparecer? Pero existe una explicación más natural y más simple. Entre los recuerdos que evocamos a voluntad y aquéllos que parecemos no haber capturado, se encontrarían realmente todos los grados. Las condiciones necesarias para que unos y otros reaparezcan sólo difieren por el grado de complejidad. Éstos están siempre a nuestro alcance porque se conservan en grupos donde somos libres de entrar cuando queramos, en pensamientos colectivos con los cuales siempre permanecemos en estrecha relación, aunque todos sus elementos, todas las conexiones entre estos elementos y los caminos más directos de unos a otros nos son familiares. Éstos nos son menos y más raramente accesibles, porque los grupos que nos los ofrecerían son más distantes, y sólo entramos en contacto con ellos de manera intermitente. Hay grupos que se asocian, o que se encuentran a menudo, aunque podemos pasar de uno a otro, o estar al mismo tiempo en uno y en otro; las relaciones son tan reducidas, tan poco visibles, que no tenemos ni la ocasión ni la idea de seguir los caminos desdibujados por los que se comunican. Ahora bien, es sobre tales caminos, sobre tales sendas ocultas, que encontraríamos los recuerdos que son nuestros, de la misma manera que un viajero puede considerar suyos un manantial, un grupo de rocas, un paisaje que no se alcanza sino saliendo del camino, de encontrar otro por un sendero mal trazado y poco transitado. Los atractivos de estos atajos pertenecen a dos caminos y los conocemos: pero resulta necesario algo de atención, y tal vez algo de azar para encontrarlos; y podemos recorrer muchas veces uno y otro sin tener la idea de cómo buscarlos, sobre todo cuando no se puede contar con los paseantes que siguen algunos de estos caminos, puesto que no se preocupan en ir a donde los conducirían los otros.
No temamos volver sobre los ejemplos que dimos. Veremos que los elementos de estos recuerdos personales, que parecen pertenecernos en exclusividad, pueden encontrarse y conservarse en ámbitos sociales definidos, y que los miembros de estos grupos (de los que no dejamos de formar parte) sabrían descubrirlos y mostrárnoslos si les preguntáramos. Nuestros compañeros de viaje no conocían a los padres, a los amigos a quienes habíamos dejado detrás. Pero podían notar que nosotros no nos implicábamos totalmente con ellos. Sentían en algunos momentos que estábamos en su grupo como un elemento extraño. Si nos encontramos con ellos más adelante, podrán recordarnos que en tal parte del viaje estábamos distraídos, o que habíamos formulado una reflexión, pronunciado palabras que indicaban que nuestro pensamiento no estaba completamente con ellos. El niño que se perdió en el bosque, o que se vio en algún peligro que le despertó sentimientos de adulto, no dijo nada a sus padres. Pero estos pudieron advertir que, después del incidente, él ya no era tan descuidado como de costumbre, como si una sombra hubiese pasado sobre él, y que atestiguaba una alegría de reencontrarlos que no era ya la de un niño Si pasé de una ciudad a otra, los habitantes de ésta no sabían de dónde venía, pero antes de que me hubiera adaptado a mi nuevo medio, mis miedos, mis curiosidades, mis ignorancias no escaparon a toda una parte de su grupo. Indudablemente, estos rastros apenas visibles de acontecimientos sin gran importancia para el ámbito en sí mismo, no atrajeron durante mucho tiempo su atención. Sin embargo, una parte de sus miembros los encontraría, o sabría al menos dónde buscarlos, si les contase el acontecimiento.
Es más, si la memoria colectiva extrae su fuerza y su duración del hecho de tener como soporte un conjunto de hombres, son sin embargo los individuos quienes recuerdan, en tanto miembros del grupo. De esa masa de recuerdos comunes, y que se apoyan entre sí, los recuerdos que aparecerán con más intensidad en cada uno de ellos no son los mismos. Diríamos que cada memoria individual es un punto de vista sobre la memoria colectiva, que este punto de vista cambia según el lugar que ocupo, y que el lugar mismo cambia según las relaciones que mantengo con los otros ámbitos. No sorprende entonces que no todos aprovechen del mismo modo el instrumento común. Sin embargo, cuando intentamos explicar esta diversidad, volvemos siempre a una combinación de influencias que son, todas, de carácter social.
De estas combinaciones, algunas resultan extremadamente complejas. Es por eso que no depende de nosotros hacerlas reaparecer. Es necesario confiar en el azar, esperar que varios sistemas de ondas -los ámbitos sociales donde nos desplazamos materialmente o en pensamiento- se crucen de nuevo y hagan vibrar de la misma manera en que lo hicieron antes ese instrumento registrador que es nuestra conciencia individual. Pero la clase de causalidad es la misma aquí, y no podría ser diferente a lo que fue en otro tiempo. La sucesión de recuerdos, incluso de los más personales, se explica siempre por los cambios que se producen en nuestras relaciones con los distintos ámbitos colectivos, es decir, en definitiva, por las transformaciones de esos ámbitos, cada uno por separado y en su conjunto.
Diremos que es extraño que por más sorprendente que sea el carácter de unidad irreductible de los estados, nuestros recuerdos más personales resulten de la fusión de tantos elementos diversos y separados. En primer lugar, para la reflexión, esta unidad se convierte en una multiplicidad. Decimos a veces que, en un estado de conciencia verdaderamente personal, encontramos, profundizándolo, todo el contenido del espíritu visto desde un determinado punto de vista. Pero por contenido del espíritu deben entenderse todos los elementos que señalan sus relaciones con los distintos ámbitos. Un estado personal revela asi la complejidad de la combinación de donde salió. En cuanto a su unidad aparente, ésta se explica por una ilusión bastante natural. Los filósofos demostraron que el sentimiento de la libertad se explicaría por la multiplicidad de las series causales que se combinan para producir una acción.
Para cada una de estas influencias, concebimos que otra pueda oponerse; creemos entonces que nuestro acto es independiente de todas estas influencias, puesto que no está bajo la dependencia exclusiva de ninguna de ellas, y no percibimos que en realidad se desprende de su conjunto, y que está siempre dominado por la ley de la causalidad. Aquí, de! mismo modo, como e! recuerdo reaparece por efecto de varias series de pensamientos colectivos intrincados y enmarañados, y no podemos atribuirlo exclusivamente a ninguna de ellas, lo suponemos independiente, y oponemos su unidad a su multiplicidad. Es como suponer que un objeto pesado, suspendido en el aire por una cantidad de hilos tenues y entrecruzados, permanece suspendido en el vacío, donde se sostiene por sí mismo.
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Maurice Halbwachs: Memoria individual y memoria colectiva |
Este texto es la traducción del capítulo 2 del libro La mémoire collective de Maurice Halbwachs (1925). Traducción de Pablo Gianera.
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