Peter Berger: Para comprender la teoría sociológica

Peter L. Berger (n. 1929)

Cap. 8.2 de Para comprender la teoría sociológica. Josetxo Beriain y José Luis Iturrate (editores).

Peter L. Berger nace en Viena en 1929. Teólogo luterano en origen, emigra a Estados Unidos en 1946. Se gradúa en Filosofía en el Wagner College en 1949 y obtiene en 1950 el Master of Arts en Sociología, especialidad en la que se doctora en la New School for Social Research en 1954. Profesor en la Academia Evangélica de Bob Boll, en Alemania, en el Woman’s College de la Universidad de Carolina del Norte; profesor titular, en 1967, en la New School, donde enseña de 1963 a 1970, y director de la revista «Social Research». En 1970 es igualmente profesor titular de la Universidad de New Brunswick; Doctor honoris causa por la Universidad de Loyola y Doctor en Humanidades por el Wagner College en 1973. Posteriormente enseña en la Universidad de Rutgers y desde 1979 en la de Boston y en la alemana de Darmstadt. En 1981 obtiene la cátedra de sociología de la Universidad de Boston y desde 1985 es director del Instituto para el estudio de la cultura económica de dicha institución.

Desde la hermenéutica y la neutralidad axiológica weberianas, desde la interacción simbólica y la teoría de los roles sociales de G. H. Mead, desde la intersubjetividad y la «Lebenswelt» y otros presupuestos de A. Schütz, con influencias de Gehlen, Schelsky y Carl Mayer, desde Husserl, desde la tradición del protestantismo liberal, Berger construye una obra significada y original, en una orientación fenomenológica y cualitativa, en los campos de la teoría de la sociología, la sociología del conocimiento y, especialmente, de la sociología de la religión. Él mismo reconoce estas y otras influencias («influencia intensa de Alfred Schütz y otros escritores fenomenológicos», señala), así como la colaboración de su amigo y colega Th. Luckmann, de su mujer Brigitte Berger y de su cuñado Hansfried Kellner.

Sus publicaciones arrancan de 1955. Hacia 1960 publica sus primeros ensayos sociológicos sobre aspectos de la confesionalidad, sobre sectarismo y sobre la condición de los puertorriqueños en Nueva York (The noise of solemn assemblies, The precarious 1169 vision). Aunque su amplia producción puede concretarse en los ámbitos de la sociología como ciencia, la sociología del conocimiento y la sociología de la religión, es sugerente y reiterado su discurso sobre la modernidad (Homeless mind, con H. Kellner y B. Berger, Facing up to modernity, The heretical imperative, A far glory, Modernität, Pluralismus und Sinnkrise), también sobre aspectos del capitalismo, el desarrollo, el cambio social y la ética política (Pyramids of sacrifice, con sus veinticinco tesis, y The capitalist revolution, con sus cincuenta proposiciones) y sobre el radicalismo americano («Movement and revolution», con R. Neuhaus). Se ha señalado el matiz conservador de algunas de sus obras como The capitalist revolution y The war over the family, con B. Berger.

La perspectiva sociológica («Invitation...») ayuda a aclarar la existencia social, las acciones de los hombres, desenmascara imágenes del sociólogo y se cerciora de que «las cosas no son lo que parecen». La sociología es disciplina científica y encuentra su objeto en la dialéctica individuo-sociedad y sociedad-individuo y en la vida social como drama.

Especial atendimiento tiene también para Berger la formación de la persona como ser social («Sociology...»), la sociología como «visión», como crítica y liberadora («Sociology reinterpreted...»), invocando una orientación hermenéutica, tercera vía al marxismo y al positivismo, desde la relectura de los presupuestos básicos de la sociología y en la tradición de Weber y Schütz. En Marxismo y sociología se compendian diez ensayos sobre sociología marxista, que desarrollan temarios centrales de la sociología. Berger celebra el interés del marxismo por el humanismo y por la fenomenología y piensa que éste, una vez que ha descubierto a Mead, caminará, de la mano de Schütz, al análisis histórico del desarrollo de las instituciones y, especialmente, de las instituciones de la conciencia.

La sociología del conocimiento de Berger, aunque él quiere ver en Marx, Nietzsche y Dilthey los padres de la teoría social del conocimiento (The social construction...), se mueve bajo las influencias de Scheler y Mannheim, de Mead, James y Schütz (vida cotidiana, plausibilidad, relevancia, zonas de significación, el lenguaje, el acervo de conocimiento, las relaciones sujeto-objeto...). También la presencia de Gehlen, Schelsky y Mayer sobre la institucionalización. Dos premisas presiden la sociología del conocimiento: que la realidad es una construcción social y que la sociología del conocimiento debe analizar tales procesos. El objeto a considerar es no sólo la relación entre pensamiento teórico e ideología en su referencia a la base social. Este tal proceso es dialéctico y conlleva los «momentos» de exteriorización, objetivación (institucionalización y legitimización) e interiorización. El lenguaje viene a ser el primer agente de la institucionalización. En él toma cuerpo la percepción del medio y se expresa como comunicación: él nombra lo percibido. Se quieren superar así las posiciones de Durkheim y Weber. La sociología del conocimiento presupone la sociología del lenguaje y a su vez no puede darse sin la sociología de la religión, reivindicando la importancia del conocimiento y de la conciencia para el análisis de la modernidad (de manera especial en The homeless..., cuyo subtítulo reza: «Modernization and consciusness»), donde se relaciona la sociología del conocimiento con la teoría del desarrollo.

Desde la tradición del protestantismo liberal, y de Schleiermacher en especial, Berger ha elaborado una extensa y original reflexión sobre la religión como teoría y más acentuadamente como sociología, bajo los presupuestos de la sociología fenomenológica del conocimiento (The sacred canopy, A rumor of angels, The heretical imperative, A far glory). Invoca para el estudio de la religión un «ejercicio de teoría sociológica», es decir, una perspectiva teórica general desde la teoría del conocimiento, como un «ateísmo metodológico». Resuelve el hecho social de la religión en sus propuestas de construcción social de la realidad (exteriorización, objetivación, interiorización). La religión es definida, frente al funcionalismo, como «una empresa humana por la que se establece un cosmos sagrado». O, en otras palabras, «el audaz intento de concebir el Universo entero como humanamente significativo». Son reinterpretados de manera original la alienación, la secularización, la ortodoxia, lo sagrado, lo sobrenatural, el pluralismo, el conflicto cultural, la persistencia de lo religioso, la privatización de la religión, el fundamentalismo, la moral, etc., en un intento de repensar la modernidad, las creencias e ideas religiosas desde y más allá de Troeltsch y Max Weber.


Obras

«The noise of the solemn assemblies. Christian commitment and the religious stablishment in America», Doubleday, Nueva York 1961. The precarious vision, Doubleday, Nueva York 1961.

«Sociology and eclesiology», en: Marty, M. E. (ed.), The place of Bonhöffer. Problems and possibilities in his thought, Associated Press, Nueva York 1962, pp. 53-79.

Invitation to sociology. A humanistic perspective, Doubleday, Nueva York 1963.

The human shape of work. Essays in the sociology of occudations, P. L. B., 1964.

The sacred canopy. Elements of a sociological theory of religion, Doubleday, Nueva York 1967.

Marxism and sociology. Views from Eastern Europe, Social Research, ed., Nueva York 1969.

A rumor of angels: Modern society and the rediscovery of the supernatural, Doubleday, Nueva York 1969.

«The problem of multiple realities: A. Schütz and R. Musil», en: Natanson, M. (ed.), Phenomenologie and social reality. Essays in memory of Alfred Schütz, M. Nijhoff, The Hague 1970, pp. 213-233.

Pyramyds of sacrifice. Political ethics and social change, Basic Books, Nueva York 1974.

Facing up to modernity. Excursions in society, politics and religion, Basic Books, Nueva York 1977.

The heretical Imperative, Doubleday, Nueva York 1979. «Religion and the american future», en: Lipset, S. M. (comp.), The Third Century, University of Chicago Press, Chicago 1979. (Comp.), «The other side of God», Doubleday, Nueva York 1980. The capital revolution. Fifty propositions about Prosperity, ecuality and liberty, Basic Books, Nueva York 1986.

A far glory. The quest for faith in an age of credulity, The Free Press, Nueva York 1992.

Berger, P. L.-Luckmann, Th., «The social construction of realitv. A treatise in the sociology of knowledge», Doubleday, Nueva York 1966. Berger, P. L.-Neuhaus, R. J., Movement and revolution, Doubleday, Nueva York 1970.

Berger, P. L.-Berger, B.-Kellner, H., The homeless mind. Modernization and consciousness, Random House, Nueva York 1973. Berger, P. L.-Kellner, H., Sociology reinterpreted. An essay on method and vocation, Doubleday, Nueva York 1981.

Berger, P. L.-Berger, B., The war over the family. Capturing the middle ground, Doubleday, Nueva York 1981.

Berger, P. L.-Luckmann, Th., Modernität, Pluralismus und Sinnkrise. Die Orienterung des modernen Menschen, Bertelsmann Stiftung, Gütersloh 1995.


Obras de Peter L. Berger en versión española

Introducción a la sociología. Una perspectiva humanística, Limusa, México 1967.

Para una teoría sociológica de la religión, Kairós, Barcelona 1971. El dosel sagrado. Elementos para una sociología de la religión, Amorrortu, Buenos Aires 1971.

(Comp.), Marxismo y sociología. Perspectivas desde Europa Oriental, Amorrortu, Buenos Aires 1972.

Rumor de ángeles. La sociedad moderna y el descubrimiento de lo sobrenatural, Herder, Barcelona 1975.

«Opciones del pensamiento religioso», en Revista Agustinana, 60 (1978), pp. 285-301 (editado por Octavio Uña).

«La religión y los dilemas de la modernidad», en Religión y Cultura, 107 (1978), pp. 653-665 (editado por Octavio Uña).

Pirámides de sacrificio. Ética, Política y cambio social, Sal Terrae, Santander 1979.

«La identidad como problema en la sociología del conocimiento», en: REMMLING, G. W. (Comp.), Hacia la sociología del conocimiento, FCE, México 1982, pp. 355-368.

La revolución capitalista. Cincuenta proposiciones sobre la prosperidad, la igualdad y la libertad, Península, Barcelona 1989.

Una gloria lejana. La búsqueda de la fe en época de credulidad, Herder, Barcelona 1994.

Berger, P. L.-Luckmann, Th., La construcción social de la realidad, Amorrortu, Buenos Aires 1968.

Berger, P. L.-Berger, B.-Kellner, H., Un mundo sin hogar. Modernización y conciencia, Sal Terrae, Santander 1979.

Berger, P. L.-Kellner, H., La reinterpretación de la sociología, Espasa Calpe, Madrid 1985.

Berger, P. L-Luckmann, Th., Modernidad, pluralismo y crisis de sentido, Paidós, Barcelona 1997.

Una amplia recopilación de la bibliografía de y sobre Peter L. Berger en: Palacios Gómez, J. L., La sociología del conocimiento en P. L. Berger, Universidad Complutense de Madrid, Madrid 1981. desis doctoral dirigida por Octavio Uña).

Valiosa información igualmente en: Estruch, J., «Introducción», en: Berger, P. L.-Luckmann, Th., Modernidad, pluralismo y crisis de sentido, Paidós, Barcelona, pp. 9-27.


Textos seleccionados Peter L. Berger

INTRODUCCIÓN A LA SOCIOLOGÍA Una perspectiva humanística Limusa, México 1967, pp. 235-237.

1. La sociología y otras disciplinas

El reconocimiento franco del campo de acción humanístico de la sociología denota además una comunicación en marcha con otras disciplinas cuyo interés fundamental es el de explorar la condición humana. Las más importantes de estas disciplinas son la historia y la filosofía. La simpleza de algunas obras sociológicas, especialmente en este país, podría evitarse fácilmente con ciertos conocimientos de estos dos campos de estudio. Aunque la mayoría de los sociólogos, tal vez por su temperamento o por su especialización profesional, se interesarán principalmente por los acontecimientos contemporáneos, el hacer caso omiso de la dimensión histórica es una ofensa no sólo contra el clásico ideal occidental del hombre civilizado, sino contra el propio razonamiento sociológico: es decir, esa parte de él que trata del fenómeno central de la definición previa. Una comprensión humanística de la sociología conduce a una relación prácticamente simbiótica con la historia, si no a que la sociología se conciba a sí misma como una disciplina histórica (idea todavía extraña a la mayoría de los sociólogos estadounidenses, pero bastante común en Europa). Con respecto al conocimiento filosófico, no sólo impediría la candidez metodológica de algunos sociólogos, sino que además conduciría a una comprensión más adecuada de los mismísimos fenómenos que el sociólogo desea investigar. Nada de lo dicho deberá interpretarse como una denigración de las técnicas estadísticas y demás avíos que la sociología ha tomado prestados de fuentes definidamente no humanísticas. Pero el uso de estos medios será más refinado y también (si es que podemos decirlo) más civilizado si esto se lleva a cabo con una base de conocimiento humanístico.

Desde el Renacimiento, el concepto de humanismo ha estado estrechamente relacionado con el de la liberación intelectual. En las páginas precedentes ya se ha dicho bastante que nos sirve de justificación para reivindicar a favor de la sociología un lugar legítimo dentro de esta tradición. Sin embargo, por último, podemos preguntamos de qué manera la actividad sociológica en este país (que en la actualidad constituye de por sí una institución social y una subcultura profesional), puede prestarse a esta misión humanística. Esta pregunta no es nueva y ha sido formulada mordazmente por sociólogos tales como Florian Znaniecki, Robert Lynd, Edward Shils y otros más. Pero es lo bastante importante como para no omitirla antes de poner punto final a este examen.


Textos Peter L. Berger y Hansfried Kellner seleccionados

LA REINTERPRETACIÓN DE LA SOCIOLOGÍA Espasa Calpe, Madrid 1985, p. 164.

2. Sociología y tecnocracia

Al hablar de empleo tecnocrático, queremos decir que la Sociología se entiende y se aplica como un cuerpo técnico de conocimiento al servicio de la «ingeniería social». Esta última expresión se emplea de modo deliberado porque apunta al hecho importante de que esta forma de Sociología tiene un contexto social mucho más amplio. Es parte integral de esa «mentalidad de ingeniería» que es un componente estratégico de la conciencia moderna configurada por las revoluciones tecnológicas de los últimos siglos, primero en Europa y luego en todo el mundo. Por supuesto, esta mentalidad se originó en el ámbito de la misma tecnología y está perfectamente ajustada a ella. No es posible tener ingenieros sin esta mentalidad y, supuesto que no deseamos desmantelar la estructura tecnológica del mundo moderno, carece de sentido lamentar su existencia. El problema se plantea cuando se transfiere esta mentalidad del ámbito de la tecnología en sentido estricto a otros de la vida humana. Los rasgos característicos de esta mentalidad ingenieril pueden describirse sin muchas dificultades: un enfoque atomístico o «componencial» de la realidad; el mundo se concibe como un conjunto de partes que pueden separarse y juntar de nuevo. Los medios y los fines pueden separarse con facilidad. Hay una tendencia muy intensa hacia el pensamiento abstracto y preferiblemente cuantitativo. Existe una actitud propicia a resolver problemas o a andar con remiendos. En principio, cualquier problema que se encuentra se considera resoluble si pueden encontrarse los procedimientos técnicos adecuados para ello. A ello acompaña una actitud de inventiva y una valoración positiva de innovación. Existe un grado bajo de afecto o de emotividad; los ingenieros son tipos «fríos». Se concede gran valor a lo que puede llamarse la elevación al máximo del beneficio: más producción con menos gasto. También se da la capacidad de tratar con varias cosas al mismo tiempo, esto es, la capacidad para la «multirrelación».


Textos seleccionados Peter L. Berger

Texto inédito correspondiente a la conferencia «EDUCACIÓN Y CAMBIO SOCIAL», pronunciada por P. L. Berger en el Aula Magna de la Universidad Pontificia de Salamanca, en el curso 1977-1978 Mercedes Fernández Antón, Profesora Titular de la Universidad Complutense.

3. Educación y cambio social

En las sociedades industriales avanzadas de Occidente nos encontramos inmersos en lo que Daniel Bell y otros han llamado «la segunda revolución industrial». Sus causas tecnológicas y económicas son muy complejas sin embargo, su principal consecuencia social es bastante simple: cada vez menos población activa es demandada para la producción y distribución de bienes materiales. Dicho en términos económicos, cada vez más población activa es ahora empleada en los sectores terciario y cuaternario. Algo extraordinariamente importante, que acompaña a este proceso, ha sido la emergencia de un nuevo fenómeno: la llamada industria del conocimiento (término acuñado por Fritz Machlup). Significa que un sector creciente de la población activa se gana la vida mediante la producción y distribución de conocimiento en variadas formas o, si se prefiere, mediante la producción y distribución de símbolos. Economistas como Machlup intentan comprender lo que este peculiar hecho significa para el sistema económico. Otros científicos sociales, como Bell, comienzan ahora a vislumbrar las todavía más peculiares consecuencias sociales y políticas.

Hablar sobre este fenómeno, precisamente aquí, en Salamanca, me sugiere una muy instructiva analogía en relación con este tema de actualidad antes mencionado: aquel momento en la historia de España en el que –si la memoria no me falla– entre la tercera o cuarta parte de la población española –en cualquier caso, una proporción muy elevada– eran sacerdotes y religiosos. Dicho en términos económicos, una de las mayores industrias de España en ese tiempo era la producción y distribución de símbolos religiosos y, supongo, esta universidad sería una de sus principales factorías. La analogía es instructiva, especialmente si se piensa en términos de poder político. Tanto entonces como ahora, los productores de símbolos no se contentan con producir símbolos como clase social, más bien están interesados en lo que están siempre interesadas las clases, a saber, poder, privilegios y prestigio.

La nueva industria del conocimiento ha producido una nueva clase, que de algún modo se asemeja a una nueva clase clerical. En efecto, se estratifica internamente a sí misma, tal y como el clero estaba estratificado. Así tenemos los estratos más altos de la clase del conocimiento: los Grandes Intelectuales, emisores de fuertes «pronunciamientos» desde sus centros episcopales. Por ejemplo, cuando Kenneth Galbraith publica otro libro desde la Universidad de Harvard. Luego, tenemos los regimientos de humildes escribas, que repiten hasta el infinito las palabras de los Grandes Intelectuales en sus libros menores, revistas y periódicos y, por supuesto, en los nuevos medios electrónicos de comunicación. Y en lo más bajo de la nueva clase aparecen, por decirlo así, hermanos y hermanas legos: profesores, trabajadores sociales y pequeños burócratas, cuyo trabajo consiste en mantener la maquinaria de la industria del conocimiento reproduciendo sus fundamentos básicos día a día. Quizás pueda apreciarse ya lo que implica este análisis sociológico para las instituciones educativas. Éstas deben ser entendidas no como unidades de producción y distribución de la industria del conocimiento, sino como bases del poder de la clase del conocimiento. Más específicamente, las instituciones educativas son instrumentos del poder en la lucha de clases. Lucha que se da entre la nueva clase del conocimiento y la vieja elite económica de las sociedades occidentales, es decir, los capitalistas o clase empresarial.

Si alguien se inclina a considerar la actual situación en términos de la teoría marxista, entonces, lamento decirlo, tendrá dificultades con mis observaciones. Pues el marxismo nos es de tanta ayuda para la comprensión de las sociedades contemporáneas occidentales, como nos la habría sido Platón para la comprensión de la España del siglo XVI. Permítanme introducir una sencilla tesis: la burguesía de la teoría marxista ya no existe; donde fue inventada, fue inventada por una buena razón, antes señalada: mistificar la lucha real de clases manteniendo desplazada la atención hacia una imaginaria. La lucha real de clases no se da entre burguesía y proletariado, sino entre dos clases que han emergido de aquella; en un primer período, la burguesía era a su vez la clase del conocimiento y la clase empresarial. Dicho de otro modo, la actual lucha de clases no es entre explotadores y explotados, sino entre dos diferentes grupos de explotadores. Y, como siempre, el nuevo grupo pretende que sus propios intereses de clase coincidan con los intereses de la sociedad en general. Marx entendió esto muy bien, al analizar el modo en que la naciente burguesía pretendía hablar en nombre del progreso, de los derechos humanos, del bienestar de los más desfavorecidos. Por supuesto, nadie reconoce que busca simplemente sus propios intereses. De este modo, la nueva clase, legitima sus intereses en términos de una retórica de inspiración moralista.

Pero, por una curiosa ironía de la historia, esta retórica deriva mayormente en la actualidad del lenguaje marxista. La nueva clase tiende a ser de «izquierda» en lo ideológico. Tal hecho pierde gran parte de su misterio cuando se entiende cómo se relaciona con los intereses de clase que están en juego. Intereses que han sido muy bien descritos por el sociólogo alemán Helmut Schelsky (Belehrung, Betruung, Beplanung).

En otras palabras, la nueva clase tiene interés en controlar la indoctrinación, el bienestar (lo que incluye todo el aparato del moderno Estado del bienestar) y los procesos de planificación social. En las sociedades occidentales, estos intereses encuentran resistencias, no sólo por parte de la vieja clase capitalista, cuyos intereses son diferentes, sino también por parte de la clase trabajadora organizada –no entro aquí en el hecho de que los sindicatos hayan sido invadidos por la industria del conocimiento– y otras agrupaciones sociales. Dicho de otro modo, en las sociedades occidentales la nueva clase se encuentra a sí misma en una situación competitiva, de oligopolio. Naturalmente, sueña con llegar a ser un monopolio. Este sueño monopolista, me atrevo a sugerir, es el verdadero fondo de su visión del «socialismo». La cuestión principal estriba en que tal ambición monopolista ha sido hecha realidad en las sociedades industriales avanzadas de Europa del Este (y, en este sentido, esas sociedades son «sociedades clericales» o, si se prefiere, sociedades neo-medievales). No obstante, como tantas otras veces en la historia, los sueños suelen ser decepcionantes cuando se hacen realidad.


Textos Peter L. Berger seleccionados

PARA UNA TEORÍA SOCIOLÓGICA DE LA RELIGIÓN Kairós, Barcelona 1971, pp. 39-50.

4. Religión y cosmización

Durante la creación del lenguaje, y merced a ella, se levanta el gran edificio cognoscitivo y normativo que en una sociedad se considera «conocimiento». Cada sociedad, con respecto a lo que «sabe», impone un orden común de interpretación de la experiencia, el cual se convierte en «conocimiento objetivo» gracias a los procesos de objetivación anteriormente tratados. Sólo una parte relativamente pequeña de este edificio está constituida por teorías de cualquier tipo, y ello a pesar de que el «conocimiento» teórico es particularmente importante a causa de contener en sí el cuerpo de las interpretaciones «oficiales» de la realidad. La mayor parte del «conocimiento socialmente objetivado» es preteórico. Consiste en esquemas interpretativos, máximas morales y resúmenes de sabiduría tradicional que el hombre de la calle comparte frecuentemente con los teóricos. Las sociedades varían en el grado de diferenciación que alcanza el conjunto de sus conocimientos. Pero participar en la sociedad es ser también partícipe de sus «conocimientos», es decir, convivir en su nomos.

El nomos objetivo es interiorizado en el curso de la socialización. El individuo se apropia de él y lo transforma en su propia ordenación subjetiva de la experiencia.

El nomos socialmente establecido puede entenderse, en su sentido quizás más importante, como una defensa contra el terror. Dicho de otro modo, la función más importante de la sociedad es la creación de un mundo con normas. El presupuesto antropológico de esto último es la vehemente aspiración del hombre a dar un sentido a las cosas, que parece tener la fuerza de un instinto. Los hombres están congénitamente impelidos a imponer un orden significativo a la realidad. Y este orden, a su vez, presupone la empresa social de ordenar la construcción del mundo. Quedar separado de la sociedad expone al individuo a una multiplicidad de peligros que es incapaz de afrontar por sí solo, y, en el caso extremo, le expone al peligro de la extinción inminente.

La separación de la sociedad provoca también en el individuo insoportables tensiones psicológicas, tensiones que están basadas en la raíz antropológica de la sociabilidad. Y el peligro último de esta separación es la pérdida del sentido de todo. Este peligro es la pesadilla por excelencia, en la cual el individuo queda sumergido en un mundo desordenado, loco y absurdo.

Las situaciones marginales de la existencia humana revelan la innata precariedad de todos los mundos sociales. Cada realidad socialmente definida está constantemente amenazada por escondidas «irrealidades». Cada nomos socialmente construido se enfrenta a la continua posibilidad de un colapso en la anomia. Considerado en perspectiva de la sociedad, cada nomos es un área dotada de sentido desgajada de una vasta masa que carece de él, una pequeña chispa de lucidez en la oscura y siempre ominosa jungla. Y visto en la perspectiva del individuo, cada nomos representa el «lado soleado» de la vida, denodadamente defendido contra las siniestras tinieblas de la «noche». En ambas perspectivas, cada nomos es un edificio erigido frente las poderosas y alienadoras, fuerzas del caos. Un caos que debe ser mantenido a distancia a toda costa.

Para asegurarse de ello, cada sociedad desarrolla procedimientos de ayuda a sus miembros a fin de que permanezcan «orientados hacia la realidad» (es decir, para que permanezcan dentro de la realidad tal como es «oficialmente» definida) o para que puedan «volver a la realidad» (esto es, para que puedan volver desde las esferas marginales de la «irrealidad» al nomos socialmente establecido).

Dondequiera que el nomos socialmente establecido alcance la condición de ser dado por supuesto, se da una fusión de sus significados propios con aquello que se considera el significado fundamental inherente al universo. Nomos y cosmos se nos presentan como coextensivos.

Cualesquiera que sean las variaciones históricas, la tendencia es partir de la concepción del orden construido por los hombres para proyectarlos en el universo como tal. Puede apreciarse fácilmente cómo esta proyección tiende a estabilizar las débiles construcciones nómicas, aunque la modalidad de esta estabilización tendrá que ser algo más. En todo caso, cuando es dado por supuesto que el nomos pertenece a la «naturaleza de las cosas», comprendida cosmológica o antropológicamente, queda dotado de una estabilidad que fluye de fuentes más poderosas que los meros esfuerzos históricos de los seres humanos. Y es en este momento cuando la religión hace su entrada significativa en nuestra argumentación.

Religión es la empresa humana por la que un cosmos sacralizado queda establecido. Dicho de otro modo, religión es una cosmización de tipo sacralizante. Por sagrado entendemos aquí un tipo de poder misterioso e imponente, distinto del hombre y sin embargo relacionado con él, que se cree que reside en ciertos objetos de experiencia.

Esta cualidad puede ser atribuida tanto a objetos naturales como artificiales, a hombres o a animales, o a objetivaciones de la cultura humana. Hay rocas sagradas, herramientas sagradas, vacas sagradas. El caudillo puede ser sagrado y lo mismo puede serlo una costumbre o una institución particular. Dicha cualidad puede ser atribuida al espacio y al tiempo, como en el caso de localidades o estaciones del año sagradas. Y finalmente puede ser incorporada a seres sagrados, desde espíritus altamente situados hasta grandes divinidades cósmicas. Estas últimas a su vez pueden ser transformadas en fuerzas últimas o principios mantenedores del cosmos, no ya pensados en términos personales, pero todavía dotados del estatus sagrado. Las manifestaciones históricas de lo sagrado son muy variadas, aunque existen ciertas uniformidades que observar a través de distintas culturas (no importa aquí si cabe interpretarlas como un resultado de la difusión cultural o de la lógica interna de la imaginación religiosa del hombre). Lo sagrado es aprehendido como algo «que se sale» de la rutina cotidiana normal, como algo extraordinario y potencialmente peligroso, aunque este peligro puede ser en cierto modo controlado y esta potencialidad quedar supeditada a las necesidades de la vida diaria.

Aunque lo sagrado es aprehendido como algo distinto del hombre, está, sin embargo, referido a él, de un modo en que otros fenómenos no humanos (específicamente los fenómenos cuya naturaleza no es sagrada) no lo están. El cosmos postulado por la religión incluye y a la vez trasciende al hombre. El cosmos sacro es confrontado por el hombre como una realidad inmensamente poderosa y distinta de él. Sin embargo, esta realidad se dirige a él y sitúa su vida dentro de un orden en última instancia significativo.

A un cierto nivel, lo contrario a lo sagrado es lo profano, que podríamos definir sencillamente como la ausencia de un estatus sacro. Son profanos todos los fenómenos que no se salen de lo normal como sacros. Las rutinas de la vida diaria son profanas mientras, digámoslo así, no demuestren lo contrario, en cuyo caso pasaremos a concebirlas como algo animado por un poder sagrado (como en un trabajo sagrado, por ejemplo). E incluso en estos casos la cualidad sagrada atribuida a ciertos sucesos de la vida cotidiana conserva ella misma su carácter extraordinario, carácter típicamente reafirmado por medio de varios rituales y cuya pérdida equivale a la secularización, es decir, a concebir los acontecimientos en cuestión como meramente profanos. Esta dicotomización de la realidad en esferas sagrada y profana, relacionadas empero entre sí, es algo intrínseco de la empresa religiosa. Y como tal, es evidentemente importante para cualquier análisis del fenómeno religioso.

En nivel más profundo, lo sagrado tiene, en cambio, otra categoría que se le opone, la del caos. El cosmos sagrado emerge del caos y continúa enfrentándose a éste como a su terrible contrario. Esta oposición del cosmos y el caos se expresa con frecuencia en una gran variedad de mitos cosmogónicos. El cosmos sacro que trasciende e incluye al hombre en su ordenación de la realidad, le provee así de un último escudo contra el terror anómico. Estar en «buenas relaciones» con este cosmos sacro es estar protegido contra las pesadillas amenazantes del caos. Caer fuera de esta buena relación es verse abandonado al borde del abismo de lo sin sentido. No considero irrelevante observar aquí que el vocablo inglés «caos» deriva de una palabra griega que significa «bostezo» y el vocablo «religión» de una latina que significa «ir con cuidado». Aquello respecto a lo cual el hombre religioso «va con cuidado» es, por supuesto, principalmente, el peligroso poder inherente a las manifestaciones sagradas como tales. Pero detrás de este peligro existe otro, mucho más horrible, la pérdida de conexión con lo sagrado, y el ser tragado por el caos. Todas las construcciones nómicas, tal como hemos visto, están en función de mantener este terror a raya. Pero estas construcciones encuentran su total culminación – literalmente, su apoteosis–, precisamente en el cosmos sagrado.

La existencia humana es esencialmente e inevitablemente una actividad exteriorizante. En el curso de esta exteriorización los hombres vierten significación dentro de la realidad. Toda sociedad humana es un edificio de significados exteriorizados y objetivados, siempre persiguiendo la consecución de una totalidad significativa. Cada sociedad está comprometida en la empresa, nunca acabada, de construir un mundo humanamente significativo. La cosmización implica la identificación de este mundo humanamente significativo con el mundo como tal, el primero con base en el segundo, bien reflejándolo, bien derivando de él en sus estructuras fundamentales.

Un cosmos así, como última base y título de validez de los nomoi humanos no necesita ser sagrado. Especialmente en los tiempos modernos se han hecho intentos totalmente seculares de cosmización, entre los cuales la ciencia moderna es con mucho el más importante. Podemos decir, sin embargo, y sin temor a equivocarnos, que originariamente toda cosmización tuvo un carácter sagrado. Y ello es verdad no sólo referido a los pocos milenios precedentes de la historia de la humanidad a los que llamamos civilización, sino a la mayor parte de la historia humana. Desde un punto de vista histórico, la mayoría de los mundos del hombre han sido sacralizados.

Efectivamente, parece como si solamente a través de lo sagrado pudiera el hombre hasta hace poco concebir un cosmos.

Podemos, pues, afirmar que la religión ha desempeñado un papel estratégico en la empresa humana de construcción del mundo. En la religión se encuentra la autoexteriorización del hombre de mayor alcance, su empresa de infundir en la realidad sus propios significados. La religión implica que el orden humano sea proyectado en la totalidad del ser. O, dicho de otro modo, la religión es el intento audaz de concebir el universo entero como algo humanamente significativo.


Textos seleccionados Peter L. Berger.

UNA GLORIA LEJANA La búsqueda de la fe en época de credulidad Herder, Barcelona 1994, pp. 90-92.

5. Pluralismo cultural

El pluralismo, empero, no consiste sólo en que numerosas personas de diferentes colores, idiomas, religiones y estilos de vida choquen entre sí y lleguen a alguna clase de ajuste en condiciones de paz ciudadana. No es simplemente un hecho peculiar del entorno social externo. El pluralismo también afecta a la conciencia humana, a aquello que tiene lugar dentro de nuestro espíritu. Este proceso subjetivo e interno es lo que he denominado «pluralización». El individuo experimenta la pluralidad cultural no sólo como algo externo –todas aquellas personas con las que se encuentra– sino también como una realidad interna, un conjunto de opiniones existente en su mente. En otras palabras, las diferentes culturas con las que se encuentra en su entorno social se transforman en opciones y escenarios alternativos para su propia vida. La frase misma «preferencia religiosa» (¡otra aportación estadounidense al lenguaje de la modernidad!) capta este hecho a la perfección: la religión del individuo no es algo dado de modo irrevocable, un datum que no puede cambiar, de igual manera que no puede cambiar su herencia genética. Por el contrario, la religión se convierte en elección, en una consecuencia del permanente proyecto de construcción del mundo y de sí mismo que tiene el individuo. En el habla estadounidense existe una frase muy reveladora a este respecto: «Todavía no sé lo que voy a ser cuando sea mayor». Esta frase es pronunciada no sólo por adolescentes soñadores, sino por personas que tienen más de treinta o cuarenta años. Se dice medio en broma, pero refleja una realidad seria: la de aquellas personas que –muy adentradas en su vida adulta– efectúan elecciones básicas que las autodefinen. En el terreno religioso, puede salir por ejemplo de los labios de una persona de cincuenta años que acaba de convertirse al budismo, pero que se pregunta si ésta será su última conversión, o sólo una etapa más a lo largo de una serie de transformaciones personales. Dicho en otros términos, a nivel de la conciencia humana la modernización constituye un avance desde el destino hasta la elección, desde un mundo de necesidades absolutas a un universo de posibilidades vertiginosas. Este cambio puede describirse acertadamente como una gran liberación. Sin embargo, también es preciso comprender los descontentos e incluso los terrores que pueden acompañar a esta nueva libertad.


Textos Peter L. Berger seleccionados.

UN MUNDO SIN HOGAR Sal Terrae, Santander, pp. 63-68, 78-80.

6. Pluralización de los mundos de vida social

Ser humano significa vivir en un mundo, es decir, vivir en una realidad que está ordenada y da sentido a la vida. Es ésta la característica fundamental de la existencia humana que la expresión «mundo-de-vida» trata de comunicar. Este mundode-vida es social tanto en sus orígenes como en su conservación: el orden significativo que proporciona a las vidas humanas ha sido establecido colectivamente y se mantiene en virtud de un consentimiento colectivo. Para entender plenamente la realidad cotidiana de cualquier grupo humano no basta con entender los símbolos o modelos de interacción propios de cada situación individual. Hay que entender también la estructura global de significación en la que dichos modelos y símbolos particulares están localizados y de la que obtienen el significado que comparten colectivamente. En otras palabras, para un análisis sociológico de las situaciones concretas es muy importante entender el mundode-vida social.

Creemos que las anteriores afirmaciones reflejan unas constantes antropológicas y pueden aplicarse a cualquier modelo empíricamente accesible de sociedad humana.

Nuestro interés aquí radica en la especificidad de la sociedad moderna en este asunto. Afirmamos que una de las características específicas en cuestión es la pluralidad de mundos-de vida en que el individuo suele vivir en una sociedad moderna. A lo largo de la mayor parte de la historia humana los individuos han vivido en mundosde-ida más o menos unificados.

Fueran cuales fueran las diferencias entre los diversos sectores de la vida social, éstos se mantenían unidos en un orden integrador de significación que los incluía a todos. Este orden integrador solía ser religioso. Para el individuo, esto significaba sencillamente que unos mismos símbolos integradores impregnaban los diversos sectores de su vida diaria. En la familia, en el trabajo, en la actividad política o en la participación en fiestas y ceremonias, el individuo estaba siempre en el mismo «mundo». A menos que abandonara la sociedad en la que vivía, nunca o muy raramente podía experimentar la sensación de ser sacado de su mundo-de-vida ordinario por una situación social especial.

La situación típica de los individuos en una sociedad moderna es muy diferente.

Distintos sectores de su vida cotidiana les ponen en relación con mundos de significación y de experiencia muy distintos y a menudo profundamente discrepantes. La vida moderna suele estar segmentada en un grado muy elevado, y es importante entender que esta segmentación (o pluralización, como preferimos denominarlo) no se manifiesta únicamente al nivel de la conducta social observable, sino que tiene también importantes manifestaciones al nivel de la conciencia.

Un aspecto fundamental de esta pluralización es la dicotomía entre la esfera pública y la privada. Ya hemos hablado de esta dicotomía en relación con el encuentro del individuo con los mundos de trabajo y de las grandes organizaciones como pueden ser las de la burocracia estatal. El individuo en una sociedad moderna suele ser consciente de la profunda dicotomización existente entre el mundo de su vida privada y el mundo de las grandes instituciones públicas con las que se relaciona en virtud de la diversidad de roles. Es importante señalar, sin embargo, que la pluralización tiene también lugar dentro de estas dos esferas. Esto es evidente en la experiencia individual de la esfera pública. Así, como hemos dicho anteriormente, existen grandes diferencias entre el mundo constituido por la producción tecnológica y el mundo de la burocracia. Al relacionarse con ellos, el individuo experimenta ipso facto una «migración» entre diferentes mundos-de-vida.

Ni que decir tiene que estos dos casos no agotan el tema. Así, por ejemplo, la inmensa complejidad de la división del trabajo en una economía tecnológica significa que los diferentes tipos de ocupación se han construido mundos-de-vida que no sólo son ajenos, sino totalmente incomprensibles para el espectador imparcial. Al mismo tiempo el individuo, con independencia de su ubicación en el sistema ocupacional, debe inevitablemente entrar en contacto con una serie de dichos mundos segmentados.

Imaginemos sencillamente al típico trabajador industrial y acompañémosle en su visita, respectivamente, a una clínica sanitaria y al bufete de un abogado. Pero ni siquiera la esfera privada es inmune a la pluralización. Es realmente cierto que el individuo moderno suele tratar de organizar esta esfera de tal forma que, por contraste con su desconcertante relación con los mundos de las instituciones públicas, dicho mundo privado le proporcione un orden de significaciones integradoras y sustentadoras. En otras palabras, el individuo trata de construir y mantener un «mundo doméstico» que pueda servirle de centro significativo de su vida en la sociedad. Dicha empresa es arriesgada y precaria. Los matrimonios entre personas de diferente procedencia suponen complicadas negociaciones entre las distintas significaciones de mundos discrepantes. Es inquietante comprobar que los hijos suelen emigrar del mundo de sus padres. Mundos distintos, y frecuentemente contrapuestos, afectan a la vida privada en forma de vecinos y otros tipos molestos de intrusión, y además es realmente posible que el individuo, insatisfecho por cualquier razón con la organización de su vida privada, trate de encontrar la pluralidad en otros contactos privados. Esta búsqueda de significaciones privadas más satisfactorias puede abarcar desde las «aventuras» extramatrimoniales hasta los más diversos experimentos con exóticas sectas religiosas.

Esta pluralización de ambas esferas es endémica a dos experiencias específicamente modernas: la experiencia de la vida urbana y la experiencia de la moderna comunicación de masas. La ciudad ha sido un lugar de encuentro de personas y grupos muy diferentes: un lugar de encuentros de mundos discrepantes. Por su misma estructura, la ciudad obliga a sus habitantes a ser «urbanos» con respecto a los extraños, y «sofisticados» en relación a otros modos distintos de enfocar la realidad. En cualquier sociedad, la modernidad ha significado el crecimiento gigantesco de las ciudades. Esta urbanización no ha consistido únicamente en el crecimiento físico de determinadas comunidades y en el desarrollo de instituciones específicamente urbanas; la urbanización consiste también en un proceso al nivel de la conciencia y, en cuanto tal, no se ha producido únicamente en aquellas comunidades que pueden ser apropiadamente designadas como ciudades.

La ciudad ha creado el estilo de vida (incluidos los modos de pensar, de sentir y de experimentar normalmente la realidad) que constituye la norma de la sociedad en general. En este sentido es posible «urbanizarse» y seguir viviendo en un pequeño pueblo e incluso en una granja.

Esta urbanización de la conciencia se ha producido especialmente a través de los modernos medios de comunicación de masas. El proceso probablemente se inició antes, con la generalización de la alfabetización originada por la difusión de los modernos sistemas educativos hasta los lugares más rurales y remotos del interior. En este sentido, el maestro de escuela ha sido un portador de la «urbanidad» al menos durante un par de siglos. Pero este proceso ha sido enormemente acelerado por los medios tecnológicos de comunicación. Merced a las publicaciones de masas, el cine, la radio y la televisión, las definiciones cognitivas y normativas inventadas en la ciudad se han difundido rápidamente a todo lo largo y ancho de la sociedad. La vinculación a estos medios significa una continua urbanización de la conciencia. La pluralidad es intrínseca a este proceso. Dondequiera que esté, el individuo es bombardeado con múltiples informaciones y comunicaciones. Por lo que se refiere a la información, puede decirse con propiedad que este proceso «ensancha su mente». Pero del mismo modo debilita la integridad y plausibilidad de su «mundo doméstico».

En muchos casos la pluralización ha llegado a afectar incluso los procesos de socialización primaria, es decir, aquellos procesos de la infancia en los que tienen lugar la formación básica del yo y del mundo subjetivo. Es muy probable que sea esto lo que sucede con un número cada vez mayor de individuos en las sociedades modernas. La consecuencia más importante de esto es que tales individuos no sólo experimentan una multiplicación de mundos en su vida adulta, sino desde el mismo comienzo de su experiencia social. En realidad puede decirse que dichos individuos nunca han poseído un «mundo doméstico» integrado e incontestado.

Ni que decir tiene que en los diversos procesos de socialización secundaria en la sociedad moderna, es decir, en la socialización que se produce con posterioridad a la formación inicial del yo, suele darse una pluralización de un orden superior. Muchos de estos procesos de socialización secundaria se encarnan en las instituciones de educación formal, desde los jardines de infancia hasta los diversos programas educativos que socializan al individuo para una ocupación concreta. En realidad, muchos de estos procesos de socialización secundaria sólo tienen sentido sobre la base de la pluralización. Su intención premeditada consiste en llevar al individuo de un mundo social a otro, es decir, en iniciarle en unos órdenes de significación anteriormente desconocidos para él y enseñarle modelos de conducta social que no ha podido aprender de su anterior experiencia.

Creemos que es importante entender la relación entre las diversas ideologías «pluralistas» y la pluralidad de la experiencia social arriba tratada. Podríamos afirmar que, en un número de casos muy elevado, la primera función sirve para legitimar la segunda. La coexistencia de mundos sociales muy distintos y frecuentemente discrepantes suele legitimarse en términos de valores como los de «democracia» y «progreso». No quisiéramos negar ni la sinceridad de la creencia en estas ideas ni la posibilidad de que, en algunos casos, estas ideas hayan tenido unas consecuencias sociales objetivas. Pero, en general, nos parece sociológicamente más convincente pensar que la experiencia de la pluralidad es anterior a los diversos sistemas de ideas que han servido para legitimarla. Sea cual sea su coloración ideológica concreta, toda sociedad moderna debe encontrar algún modo de adaptarse al proceso de pluralización.

Es muy probable que esto suponga alguna forma de legitimación o, al menos, una cierta dosis de pluralidad.

La pluralización de los mundos de vida social produce un notable efecto en el área de la religión. A lo largo de la mayor parte de la historia humana empíricamente accesible, la religión ha desempeñado un papel primordial de suministrar el dosel totalizante de símbolos para la integración significativa de la sociedad. Los diversos significados, valores y creencias que actúan en una sociedad fueron finalmente «unidos» en una interpretación global de la realidad que establecía una relación entre la vida humana y el cosmos en su conjunto. En realidad, desde punto de vista sociológico, le religión puede definirse como una estructura cognitiva y normativa que hace posible que el hombre se sienta «a gusto» en el universo. Esta secular función de la religión está seriamente amenazada por la pluralización. Diversos sectores de la vida social están actualmente dominados por significaciones y sistemas de significación abiertamente discrepantes. No sólo resulta cada vez más difícil, tanto para las tradiciones religiosas como para las instituciones que las encarnan, integrar esta pluralidad de los mundos-devida social en una cosmovisión totalizante y global, sino que (y esto es aún más fundamental) la plausibilidad de las definiciones religiosas de la realidad se ve amenazada desde dentro, es decir, desde el interior de la conciencia subjetiva del individuo.

Mientras los símbolos religiosos cubrían realmente todos los sectores relevantes de la experiencia social del individuo, esa experiencia en su totalidad servía para confirmar la plausibilidad de los símbolos religiosos. Dicho sencillamente, casi todas las personas con las que el individuo topaba en su vida cotidiana reconocían los mismos símbolos totalizantes y, de este modo, validaban la credibilidad de esos símbolos. Pero ya no es esto lo que ocurre en el contexto de la pluralización. A medida que ésta avanza, el induviduo se ve cada vez más obligado a tener en cuenta a quienes no creen lo mismo que cree él y cuya vida está dominada por significaciones, valores y creencias diferentes y, a veces, contradictorios. En consecuencia, y aparte de otros factores que tienden en la misma dirección, la pluralización tiene un efecto secularizador. Es decir, la pluralización hace que disminuya la influencia de la religión en la sociedad y en el individuo.

Desde el punto de vista institucional, la consecuencia más visible de esto ha sido la privatización de la religión. La dicotomización de la vida social en las esferas pública y privada ha brindado una «solución» al problema religioso de la sociedad moderna.

Aunque la religión ha tenido que «evacuar» una tras otra las áreas de la esfera pública, sin embargo ha logrado conservarse como expresión de significación privada. La separación de la Iglesia y el Estado, la autonomización de la economía en contraste con las viejas normas religiosas, la secularización de la ley y la enseñanza pública, la pérdida por parte de la Iglesia de su carácter de foco de la vida comunitaria... todas estas tendencias han sido fortísimas en la modernización de la sociedad. Pero, al mismo tiempo, los símbolos religiosos e incluso (en diversos grados, según los diversos países) las instituciones religiosas han seguido ocupando un importante lugar en la vida privada.

La gente ha seguido utilizando los viejos ritos religiosos en conexión con los grandes acontecimientos del ciclo de la vida de los individuos, y muy especialmente con ocasión del nacimiento, el matrimonio y la muerte. Es significativo, con todo, que esta misma utilización ha adoptado formas cada vez más pluralistas. Incluso en la esfera privada se han manifestado diversas opciones religiosas. Uno puede ser bautizado como católico, casarse en una iglesia protestante y –¿quién sabe?– fallecer dentro del budismo Zen (o, por lo mismo, morir agnóstico). La esfera pública, por el contrario, ha llegado a ser cada vez más dominada por credos e ideologías cívicas, con tan sólo algún vago contenido religioso, o sin ningún contenido en absoluto.

Desde el punto de vista sociopsicológico, las mismas fuerzas de la pluralización han socavado el estatus de significaciones religiosas que se daba por supuesto en la conciencia individual. En ausencia de una consistente y general confirmación social, las definiciones religiosas de la realidad han perdido su carácter de certeza y, en lugar de ello, se han convertido en objeto de elección. La fe ya no es algo socialmente dado, sino que hay que alcanzarla individualmente (bien sea por medio de un enérgico acto de decisión, en la línea de una «apuesta» al estilo de Pascal o de un «salto» kierkegaardiano, o adquirida de un modo más trivial, como una «preferencia religiosa»).

La fe, en otras palabras, es mucho más difícil de conseguir en una situación pluralista, en la que el individuo, de cualquier modo, resulta propenso a la conversión. Así como su identidad tiende a sufrir transformaciones fundamentales en el curso de su «carrera» a lo largo de la sociedad, lo mismo sucede en su relación con las definiciones últimas de la realidad.

Esta concepción de la relación entre pluralización y secularización en modo alguno trata de negar que haya habido otros factores que hayan conducido a esta última en la sociedad moderna. Los efectos que la racionalización produce en la conciencia, y que hemos descrito en los dos capítulos anteriores, deben indudablemente tomarse en cuenta.

Aunque puede dudarse de que la ciencia y la tecnología modernas sean intrínseca e inevitablemente contrarias a la religión, es evidente que han sido consideradas así por multitud de personas. Al menos en la medida en que el misterio, la magia y la autoridad han sido importantes para la religiosidad humana (como afirmaba el Gran Inquisidor de Dostoievski), la moderna racionalización de la conciencia ha minado la plausibilidad de las definiciones religiosas de la realidad. Como consecuencia, el efecto secularizador de la pluralización ha ido de la mano de otras fuerzas secularizadoras en la sociedad moderna. La consecuencia última de todo esto puede expresarse de un modo muy sencillo (aunque la simplicidad es engañosa): el hombre moderno ha sufrido los profundos efectos de la «falta de hogar» (homelessness). El correlato del carácter migratorio de su experiencia de la sociedad y del yo lo ha constituido lo que podríamos llamar una pérdida metafísica de «hogar». Ni que decir tiene que esta situación es psicológicamente difícil de soportar, y es por ello por lo que ha engendrado sus propias nostalgias: nostalgia de la situación de sentirse a gusto, de «sentirse en casa» en la sociedad, consigo mismo y, en último término, en el universo.


Textos Peter L. Berger, Brigitte Berger y Hansfried Kellner seleccionados.

UN MUNDO SIN HOGAR Modernización y conciencia Sal Terrae, Santander 1979, p. 61.

7. Burocracia y emociones

Como sucede en el caso de la producción tecnológica, los efectos sobre la emotividad se refieren primariamente a su control: es decir, la burocracia, como la producción tecnológica, impone un control sobre la expresión espontánea de los estados emocionales. Pero esto tiene también un aspecto más positivo: la burocracia asigna estados emocionales. El poner entre paréntesis la inclinación personal; la adecuada clasificación mental objetiva de cada caso; la concienzuda observancia del procedimiento oportuno, incluso en situaciones de gran tensión... todos éstos no son únicamente elementos del estilo cognitivo, sino que presuponen unos controles emocionales específicos. Éstos son, evidentemente, más importantes para el burócrata que para su cliente, pero en la medida en que este último acepta las reglas del juego burocrático, afectarán también a su emotividad. En realidad, puede plantearse el problema de si el llenar determinados formularios de solicitud no exigirá quizá un mayor control emocional que el que se requiere en quienes los manejan a diario. Una vez más, existen frustraciones emocionales («represiones») que pueden surgir como consecuencia de esto. Una vez más, se desarrolla una «segunda naturaleza», en esta ocasión estilizada de un modo específico.


Textos Peter L. Berger (comp.) seleccionados

MARXISMO Y SOCIOLOGÍA Perspectivas desde Europa Oriental Amorrortu, Buenos Aires 1972, pp. 11-12.

8. Marxismo y sociología

El marxismo, por su parte, concentró su interés sociológico, de manera abrumadora, en problemas estructurales, dejando –quizá sin advertirlo– la explicación de la conducta y de la conciencia individual a un tipo puramente mecanicista de psicología, de la cual el pavlovianismo es casi el epítome grotesco. En el marxismo contemporáneo existe un agudo malestar con respecto a este vacío teórico, que se expresa, por ejemplo, en la búsqueda de lo que los marxistas franceses han llamado «mediaciones»; es decir, mediaciones entre los desarrollos macroestructurales, tales como los conflictos de clase y conciencia individual. Los intentos de rehabilitar a Freud e incorporarlo con ropaje marxista se originan en el mismo interés teórico. En esto veo una cierta ironía; se pretende inventar una psicología social dialéctica, mientras la dialéctica de Mead está esperando ser descubierta por los teóricos marxistas, con un enfoque que, por lógica, debe resultarles mucho más afín que el enfoque fundamentalmente adialéctico del freudismo. En los artículos siguientes hay indicios de que los marxistas han comenzado a descubrir, por lo menos, a Mead; ello podría engendrar posibilidades muy interesantes de colaboración teórica. Pienso, además, que todavía queda mucho por hacer en lo que se refiere a una teoría global de las instituciones, una teoría que abarque no solamente sus aspectos estructurales sino también la institucionalización de la conciencia, esferas que hasta ahora la mayoría de los analistas de instituciones han dejado a las disciplinas marginales de la sociología del conocimiento o a la psicología social. Es mi opinión que tal empresa teórica llevará al sociólogo hacia otros dos campos: uno, el análisis fenomenológico de la Lebenswelt, iniciado con la obra del Alfred Schütz; otro, el análisis histórico del desarrollo de las instituciones específicas de la conciencia, tal como se lo practica en los trabajos de Philippe Aries. También aquí veo diversos aspectos en los cuales un intercambio permanente entre marxistas y no marxistas podría ser muy fructífero. El marxismo, a diferencia de buena parte de la sociología occidental, no ha perdido su interés filosófico e histórico, pese a que muchas de sus concepciones filosóficas e históricas tradicionales –según la opinión de gran cantidad de marxistas– necesitan con urgencia un aggiornamento. También hay bastantes indicios de esto en los artículos siguientes. Al respecto, considero auspiciosa la reciente ola de interés por la fenomenología entre los marxistas de Europa oriental.

Presentación y selección de textos a cargo de Octavio Uña (Universidad Rey Juan Carlos I, Madrid).

Peter Berger: Para comprender la teoría sociológica (por Octavio Uña)
Peter Berger: Para comprender la teoría sociológica (por Octavio Uña)

Para comprender la teoría sociológica. Josetxo Beriain y José Luis Iturrate (editores).

Peter Berger: Para comprender la teoría sociológica (por Octavio Uña)
Peter Berger: Para comprender la teoría sociológica (por Octavio Uña)

Editorial Verbo Divino, España

1ª ed.: 1998

2ª ed.: 2008 (corregida y ampliada)

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