Ezequiel Martínez Estrada: Civilización y barbarie (Radiografía de la pampa, 1933)
Civilización y barbarie
Ezequiel Martínez Estrada
Tomado de Radiografía de la pampa (1933)
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Ezequiel Martínez Estrada: Radiografía de la pampa (1933) |
Los creadores de ficciones eran los promotores de la civilización, enfrente de los obreros de la barbarie, más próximos a la realidad repudiada. Al mismo tiempo que se combatía por desalojar lo europeo, se lo infiltraba en grado supremo de apelación contra el caos. El procedimiento con que se quiso extirpar lo híbrido y extranjerizo, fue adoptar las formas externas de lo europeo. Y así se añadía lo falso a lo auténtico. Se llegó a hablar francés e inglés; a usar frac; pero el gaucho estaba debajo de la camisa de plancha, y precisamente se afirmaba un estado de barbarie consustancial con la apariencia, convirtiéndose en materia de cultura lo que era abigarramiento de las exterioridades de la cultura. Todas las cartas quillotanas transpiran ese penetrante concepto. Los males eran muy graves, pero los bienes que se proponían en su lugar, por la imprenta, del sistema de gobierno, la reiterada imitación de Virgilio y la hipervaluación del cosmético cultural, resultaron peores todavía. Eran los males de la apariencia, de la parodia, que podrían durar vigentes mayor o menor cantidad de años, pero que al cabo habían de caer, como el disfraz heroico del coreuta al fin del espectáculo, dejando visible la piel del cabrío. Se tapaba con estiércol el almácigo de la barbarie, sin advertir que los pueblos no pueden vivir de utopías y que la civilización es una excoriación natural, o no es nada. Se ganaba en el tiempo, anticipando largos períodos del proceso, y en cambio se construía como la herida que cierra en falso. Alberdi fue el que más claro vio ese peligro, y su fisiológica enemistad con Sarmiento y su pequeña figura ante el coloso, es la puntería de David que asesta a Goliath una pedrada en la frente.
El más perjudicial de esos soñadores, el constructor de imágenes, fue Sarmiento. Su ferrocarril conducía a Trapalanda y su telégrafo daba un salto de cien años en el vacío. Con razón consideró el destructor de sueños, su enemigo, que se habían incorporado con ellos, a la vida argentina, nuevos elementos de atraso, poniendo la palabra «Bárbaro» en el fastigio de todas las obras de progreso Sarmiento fue el primero de los que alzaron puentes sobre la realidad; Pellegrini el último. Aquél es el genuino hijo de la colonia que se revuelve contra la invasión de las fuerzas autóctonas; éste, el genuino hijo del inmigrante que quiso realizar en las finanzas la voluntad del europeo amante de lo estable contra el desorden ambiente. Cincuenta años dura la influencia de cada cual; cuando decae el vigor insuflado por uno, lo recobra el vigor del otro; y en 1910 hace crisis la última utopía para permitir la revancha de las fuerzas aborígenes vencidas. Viene luego el asalto en masa contra la línea de fronteras espirituales, la invasión de un elemento sofocado cuyo derecho a la vida era irrefutable, y que con Alem ingresa a la demolición de las cúpulas bizantinas e inicia la vuelta a la normalidad. La generación de 1880 es la forma colectiva típica de esa seudoestructura de civilización, forjada por un infinito amor patriótico; el período pueril de asimilar formas sin sentido, dándoles su propio sentido; la etapa infantil. Fue Sarmiento el primero que en el caos habló de orden; que en la barbarie dijo lo que era civilización; que en la ignorancia demostró cuáles eran los beneficios de la educación primaria; que en el desierto explicó lo que era la sociedad; que en el desorden y la anarquía enseñó lo que eran Norteamérica, Francia e Inglaterra. El creador de nuevos valores era un producto, por reacción, de la barbarie. Hizo guerra a la guerra, oponiendo el libro a la tacuara; la imprenta a la montonera; el frac al chiripá; a los ímpetus del instinto y de la inspiración del baquiano y del payador y a los vicios endémicos del campo abierto, la perseverancia, la paciencia y el cálculo. Arranca lo que hay y planta lo que no hay. Facundo fue un libro de escuela para adultos y Conflicto y armonía de las razas en América, su testamento para la juventud. Su prédica ininterrumpida suministró materiales pedagógicos para esos párvulos de barba cerrada. Todas sus fundaciones, desde las Sociedades Protectoras de Bibliotecas y de Animales hasta el Consejo Nacional de Educación y las instituciones científicas, son falanges en combate contra la realidad, la afirmación de «otra realidad». Quiso violenta, abnegadamente lo que existía en otras partes; y paladín integérrimo de la veracidad, frente a un estado cuya autenticidad le afligía, adoptó la forma de engañarse como sistema. Convirtió su vida y su mente en la solución de los problemas argentinos; produjo a todos los grandes, por colaboración o por oposición; hombres, cosas y valores giran en torno de él. Así el general Mansilla, su defensor también resentido contra la realidad, converso y paulino hasta el ridículo, lo llevó a la presidencia y después salió a la lucha contra el hereje vestido como un dandy. En su maleta de campaña llevaba a Shakespeare, cuyos versos en inglés embutía en su diario de expedición.
Se quiso renegar de la verdad, y la táctica de destruirla parecía volverle la cara y mirar a otra parte. Un movimiento de reacción se inició en todas las esferas de la actividad: comenzó con la construcción de edificios públicos y el trazado de líneas ferroviarias y telegráficas, con la edición profusa de periódicos, con la imitación de los autores de las Analectas, con el uso del crédito, con la lectura de obras excelsas; y terminó con la fábrica de la ficción, con la emisión sin respaldo de valores de adelanto. Esa realidad superpuesta a la realidad tomó a veces aspectos de delirio, y es curioso que en el vórtice de tales obras de ingeniería no se advirtiera la sima que se dejaba debajo. Doce bancos se inauguran en época de Juárez Celman; se abren bibliotecas y universidades; crece el valor de la propiedad raíz, la fermentación del caos agranda las cosas; y todas esas conquistas fueron las conmociones ideológicas de veinte hombres ansiosos del engrandecimiento de la Nación. Un trastorno imaginativo.
El oro extranjero colmó las arcas, aunque no se diluyó en el cuerpo de la economía nacional, del trabajo y de las empresas privadas. El capital afluyó impelido por los alisios de la inmigración, y ésta vino tras el capital, en un movimiento de perro que quiere morderse el rabo. El crédito suministró material combustible a la utopía; esos soñadores de grandeza eran demiúrgicos y ricos. Pero no eran grandes ricos, sino lo mismo que habían sido hasta entonces, con la misma perspectiva enfrente, la misma casa y el mismo panorama en torno. Contra el trabajo pirotécnico de la imaginación, se desenvolvía el trabajo hidráulico de la realidad, que comenzó a vencer los puentes, los diques y los artilugios de la ilusión. Esa crisis señalaba el descenso de las aguas y la formación de un estrato nuevo. Toda la teoría de este ensueño está contenida en Sarmiento. Los cincuenta y dos tomos de su obra evidente y cierta corresponden a cincuenta y dos años de realidad también evidente y cierta. Esa ilusión tuvo consistencia; fue tan fuerte como para imponerse a lo categórico y conminatorio de la realidad, porque en auxilio del utopista llegaron con fuerzas de relevo otros grandes que se pusieron a su lado, frente o tras él. De haber estado realmente solo no se hubiera podido sostener el jinete sobre el potro. Todos vivieron en el ardor de la aventura y como Rivadavia, Rawson y Vélez Sársfield, murieron en el más desolado escepticismo. Los colaboradores de la empresa de aquel Jasón perfectamente lógico, sensato y hasta positivista[15], trabajaron en favor de sus planes, aun cuando se le oponían. Quien todavía está contra Sarmiento, lo está en función de él, como todo el que no está con Yrigoyen procede por reacción. Hacen la contraprueba. Ambos desquiciaron el tesoro público, el uno construyendo y el otro demoliendo. Para Sarmiento la realidad había tomado los caracteres constitutivos de su misma personalidad, y si aun hoy nos parece su persona mental y temperamental tan ceñida a la realidad, hasta el extremo de coincidir puntualmente ambas configuraciones, es porque esa realidad que vemos es la que elaboró él con su genio. Los cuatro problemas fundamentales de nuestra vida social son los cuatro puntos cardinales de la mente y vida de Sarmiento. Poseemos una tierra en gran parte inculta, donde prosperan por igual las plantas útiles y los yuyos; geografía y demografía engendran, por natural coincidencia, el analfabetismo. En la raíz de nuestros males están la carencia de institutos de educación cívica y moral, la falta de enseñanzas de tradición y de hogar, la libertad usada para encadenar al hombre a sus apetitos y a sus defectos originarios. Sarmiento vio la escuela y puso en ello una vocación instintiva, que sin duda brotó en él al roce hiriente de las aristas más duras de esa realidad. Su autodidáctica, la crudeza de los contrastes que encontró en la lucha por desenvolver una inteligencia de que venía ampliamente dotado, hizo de él lo que él no había tenido: un Maestro. Y esa cualidad educacional, que se advierte hasta cuando trata de fomentar el trabajo del mimbre en el Delta, venía a coincidir con ese segmento grandioso de la realidad vacía. Y de esa afinidad entre lo que les faltaba a él y a su país quedó planteado el primer problema, el de la escuela primaria y el de toda la cultura, que depende sin duda de él y que flaquea cuanto más distancia hay entre la escuela y la Universidad.
Su espíritu viajero, la vitalidad migratoria que tuvo hasta la muerte, que encontró fuera de su país, tiene que ver también con las comunicaciones, que entre los pueblos suramericanos se convierten, cuando existen, en vías de separación y de distanciamiento. Aquellos pueblos que veía vegetar aislados, sin otro contacto que un servicio postal irregular, erizados de peligros y de dificultades, dentro del mapa nacional significaban lo mismo que su cultura esporádica dentro del mapa de las naciones civilizadas, cuyo conocimiento poseía por instinto de baquiano. El segundo punto del programa de su gestión pública y de su idiosincrasia está en las vías de comunicación. Basta leer sus itinerarios a través de Europa y América, para advertir que las distancias y las relaciones que se establecen por el conocimiento personal de las cosas y el dominio de los idiomas, le haría defender el ferrocarril y el telégrafo hasta extremos que suscitaban la risa de toda la cámara.
Despoblación e ignorancia eran las condiciones apriorísticas de la falta de unidad nacional. Conservaban aún, los pueblos del interior, como pozo de aguas estancadas, la vida colonial. Castro Barros le hizo ver cuál era la magnitud de ese peligro, infiltrado en cerebros aparentemente organizados para una nueva comprensión de las cosas. La decadencia visible de provincias y la disolución en el caos de todas las fuerzas que deben unir a los pueblos, le alejó con repugnancia de lo que trascendiera a pecado original en la religión y en la historia. El ejemplo de su hogar, disuelto, y de su vida errátil, sin vínculos de afectos profundos, porteño en provincias, provinciano en Buenos Aires, extranjero en su país y argentino en todas partes; loco frente a la inevitable certidumbre de los hechos, y cuerdo en el desastre de la ignorancia revestida de poder, lo empujó a la búsqueda de los caracteres específicos de la civilización y del progreso argentinos. El tercer problema, pues, es el de la formación del alma nacional.
Había sabido mantenerse exento de los elementales vicios de la concupiscencia, la depredación, el cohecho, la hipocresía. Humildísimo en la ambición, incapaz de obtener gloria ni fortuna sino por los caminos reales de la legalidad, nunca concibió siquiera, en sus delirios de grandeza, como Lincoln, que pudiera lograrla a costa del más insignificante sacrificio de su honradez. Y ese escrúpulo en él morboso de la veracidad y de la honradez contrastaban con las prácticas seculares del gobierno y de la vida económica de su país, sostenidas por la exacción, el soborno y el fraude. El cuarto problema de su psique y de la realidad, es el de la probidad en el ejercicio del poder. Esos cuatro planos, cerraban el tetraedro de nuestra realidad, y la sustancia de su alma. Pero dentro de esos sólidos, como el centro matemático de los volúmenes, encerrábase un germen infinitesimal, ultramicroscópico, también inextenso punto geométrico, que hacía fermentar a la realidad en el desorden, falseándola e inficionándola. Los cuatro planos fundamentales, que nadie dejó de concebir como tales, inclusive Alberdi que se le parece tanto de puro distinto que es, son cuatro puntos de vista de Sarmiento tomados según las cuatro fuerzas cardinales de su personalidad. Por suerte o por desgracia, esa alma coincidía con esta tierra, y llegó a ser el tipo representativo por antonomasia de esa realidad, transfundiendo en ella su vigor y su clarividencia con la adaptabilidad de dos sangres de tipo afín. De manera que tomar partido por la reconstrucción del país, era hacerse sarmientino, afiliarse a su escuela, siendo una misma verdad el país y él. No es sino lo más lógico posible, que después de Facundo, una historia que es una autobiografía, civilización y barbarie fueran antitéticas: había que alejarse de ésta y que echarse a ciegas en aquélla; y huir de una para entrar en la otra o viceversa, eran la misma cosa. La barbarie era una época, el pasado, el campo, el ejército montonero y el administrador de estancia en la Hacienda pública: la civilización era la historia, el futuro, la ciudad, la industria, la educación, la tabla fundamental del valor de las cosas. De la civilización se hizo un programa y de la barbarie se hizo un tabú. En torno de éste como de otros grandes hombres argentinos, se fue coagulando el silencio sobre lo que tenía estigmas de barbarie, a la vez que la voz que nombraba lo que tenía estigmas de civilización se hacía más clara y neta. Ellos poseyeron, empero, hasta Pellegrini, la idoneidad y la buena fe indispensables para nombrar las cosas por sus nombres de pila; luego lo que era tabú no se aludió siquiera, dándosele multitud de sinónimos a lo que era noa. Se comenzó a manipular ideas, valores, temas y cosas reales, con arreglo a esa tabla de raciocinio; fragmentos considerables de realidad cayeron en la subconciencia con palabras proscritas; y palabras proscritas arrastraron consigo a la subconciencia fragmentos de realidad. Al fin se perdió la sutura de ese mundo a que se aspiraba y de ese otro que se tenía delante sin poder modificarlo. Los fantasmas desalojaron a los hombres y la utopía devoró a la realidad.
Lo que Sarmiento no vio es que civilización y barbarie eran una misma cosa, como fuerzas centrífugas y centrípetas de un sistema en equilibrio. No vio que la ciudad era como el campo y que dentro de los cuerpos nuevos reencarnaban las almas de los muertos. Esa barbarie vencida, todos aquellos vicios y fallas de estructuración y de contenido, habían tomado el aspecto de la verdad, de la prosperidad, de los adelantos mecánicos y culturales. Los baluartes de la civilización habían sido invadidos por espectros que se creían aniquilados, y todo un mundo sometido a los hábitos y normas de la civilización, eran los nuevos aspectos de lo cierto y de lo irremisible. Conforme esa obra y esa vida inmensas van cayendo en el olvido, vuelve a nosotros la realidad profunda. Tenemos que aceptarla con valor, para que deje de perturbarnos; traerla a la conciencia, para que se esfume y podamos vivir unidos en la salud.
— Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la pampa (1933).
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