La sociología de Robert K. Merton, por Gonzalo Cataño (artículo, 2003)

Robert K. Merton

Gonzalo Cataño

Universidad Externado de Colombia


Resumen

El 23 de febrero de 2003 murió en la ciudad de Nueva York el sociólogo norteamericano Robert King Merton. Teniendo presente que no es fácil resumir en unas pocas páginas la obra de quien se dedicó durante 66 años del siglo XX a una intensa actividad teórica y docente en Sociología, el artículo sintetiza algunos de los rasgos mas sobresalientes de su extensa obra. Su carrera académica se desarrolló a partir del legado de las figuras de la tradición sociológica europea y norteamericana que habían afirmado de manera definitiva los conceptos, los métodos y los marcos de referencia del estudio de la sociedad. Siguiendo las huellas de los clásicos, sus intereses teóricos lo llevaron por los más diversos campos del análisis social con una mente abierta, lo cual lo llevó a incursionar en casi todas las especialidades de la Sociología. Los trabajos de Merton sobre la anomia, la estructura burocrática y las relaciones de la ciencia con el orden social dieron lugar al desarrollo de campos específicos del análisis social. En América Latina como en el resto del mundo su influencia en el desarrollo de la Sociología se ha hecho sentir a pesar de haber sido relegada con la irrupción del marxismo a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta. Su ejemplo se ha convertido en modelo de rol para generaciones enteras de analistas sociales, en el patrón a seguir por quienes eligen la Sociologías como una ocupación vocacionalmente orientada.

Robert Merton: Sociología de la ciencia (1979)
Robert Merton: Sociología de la ciencia (1979)

El 23 de febrero de 2003 murió en la ciudad de Nueva York el sociólogo norteamericano Robert King Merton. Había nacido en Filadelfia el 4 de julio de 1910, en el seno de una familia judía de escasos recursos proveniente de Europa central. En su ciudad natal cursó la enseñanza primaria, la educación secundaria y los primeros años de universidad. Al llegar a la adolescencia frecuentó las pandillas de los barrios bajos y realizó los más inusitados oficios para mitigar la penuria de su bolsillo. La magia fue uno de ellos, faena que desempeñó con alguna habilidad en escuelas, fiestas infantiles y empobrecidos circos que deambulaban por pueblos y ciudades del Este americano. Hasta los catorce años sus papeles de identificación registraban el largo y pesado judáico Meyer R. Schkolnick, nada fácil de pronunciar por maestros, compañeros, vecinos y ocasionales patronos. Aconsejado por su tutor en las artes de la prestidigitación, Charles H. Hopkins, futuro esposo de su hermana, a quien años después dedicaría su libro más citado, Teoría y estructura sociales, cambió la primitiva denominación por el muy anglosajón Robert K. Merton, firma con la cual se le conoció el resto de sus días.

Parecía irónico que un niño nacido el día de la Independencia, y en la antigua capital de la Unión, llevara la impronta de una cultura forastera que pocos podían señalar en el mapa. Aquella americanización de nombres y apellidos era por lo demás una práctica muy extendida entre los grupos de emigrados interesados en borrar diferencias y evitar obstáculos en la asimilación al Nuevo Mundo. ¿Quién recuerda hoy que el contemporáneo de Merton, el popular Kirk Douglas, hijo de dos campesinos rusos analfabetos -nacido en 1916, en Amsterdam, una pequeña ciudad manufacturera del Estado de Nueva York- se llamara al principio Issur Danielovitch Demsky?

Merton terminó su licenciatura (bachelor) en la Universidad de Temple en 1931. Al comienzo se sintió atraído por la filosofía, pero poco después abrazó con entusiasmo la sociología, una ciencia nueva y prometedora en franca expansión en la Norteamérica de los años treinta. Un joven instructor de Temple, George E. Simpson, autor de la monografía El negro en la prensa de Filadelfia (1936), lo reclutó como asistente de investigación, y en este encargo encontró la vocación de su vida y los vínculos iniciales para continuar los estudios. A continuación se fue a Harvard con una beca para adelantar la maestría y el doctorado en sociología bajo la protección de Pitirim Sorokin, el legendario sociólogo ruso que había luchado contra el zarismo y participado en el breve gobierno liberal de Alexandre Kerenski. En Harvard conoció a Talcott Parsons, comprometido por aquellos años en la redacción de la monumental Estructura de la acción social; al decano de los historiadores de la ciencia, el belga de nacimiento George Sarton; al filósofo de origen inglés Alfred N. Whitehead; y al bioquímico y sociólogo Lawrence J. Henderson; personalidades que dejaron una huella en su obra y le ayudaron a encontrar su propio camino1.

Las fatigas del doctorado finalizaron en 1936 con la disertación, “Aspectos sociológicos del desarrollo científico durante el siglo XVII en Inglaterra”, publicada con los necesarios pulimentos dos años más tarde bajo el título de Ciencia, tecnología y sociedad en la Inglaterra del siglo XVII. El marco teórico que animaba la disertación era una extensión de la tesis de Max Weber examinada en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Al final de este controvertido estudio, Weber había señalado que dejaba para futuros análisis la relación del protestantismo “con el desarrollo del empirismo filosófico y científico, con el desarrollo técnico y con los bienes intelectuales de la cultura” (2001: 235). El joven Merton hizo suya esta observación y siguiendo las huellas del sociólogo alemán, se dio a la tarea de estudiar el papel del puritanismo en la legitimación de la ciencia como institución social. Encontró que la ciencia era considerada por algunos sabios y confesiones religiosas salidas de la Reforma protestante como el medio más expedito para descubrir, comprender y exaltar las obras de Dios.


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Para la época de la disertación doctoral, el Merton de 26 años, con buenas bases en latín, podía leer en alemán, francés e italiano, lenguas que le permitieron acercarse a las grandes corrientes de la sociología europea. Tenía claro que la nueva ciencia y sus problemas provenían del Viejo Mundo, de Comte, Marx, Le Play y Spencer, pero sobre todo de Durkheim, Weber y Simmel, las figuras que habían afirmado de manera definitiva los conceptos, los métodos y los marcos de referencia del estudio de la sociedad. Con estos énfasis recogía la herencia de sus profesores. Sorokin había descrito in extenso las escuelas europeas en las Teorías sociológicas contemporáneas (un texto de 900 páginas de 1928), y Parsons había analizado “un grupo de recientes escritores europeos” -Pareto, Weber y Durkheim- en la mencionada Estructura de la acción social, cercana a las mil páginas.

(Sorokin y Parsons, poco amigos entre sí, eran muy dados al mamut, al volumen exhaustivo). Merton asimiló este legado y después de arreglar cuentas con el doctorado, tornó la mirada sobre asuntos de relevancia teórica y empírica que dieron lugar al desarrollo de campos específicos del análisis social derivados de la tradición sociológica europea y norteamericana. De estas incursiones surgieron sus investigaciones sobre la teoría de la anomia, de gran influencia en los estudios criminológicos, que aluden a la quiebra de las normas y de los valores que rigen la conducta de los individuos de una sociedad o grupo, y sus escritos sobre la estructura burocrática y las consecuencias no esperadas de la acción social. A ello se sumaron sus incursiones en la sociología del conocimiento y en el estudio de las relaciones de la ciencia con el orden social, materia que anunciaba el alba de una nueva especialidad: la sociología de la ciencia.

El escenario institucional de esta extraordinaria labor fue la Universidad de Harvard de la segunda mitad de la década del treinta, donde ejercía las funciones de instructor, el rango inferior de la carrera docente. Fueron así mismo los años de su matrimonio con Suzanne M. Carhart, una trabajadora social que había conocido en la Universidad de Temple, con quien tuvo tres hijos: Stephanie, Robert C. y Vanessa2. Pero en Harvard sólo permaneció un lustro. El tiempo pasaba, el matrimonio tenía sus demandas y las perspectivas de un cargo académico estable se hacían cada vez más remotas -los años de la depresión también consternaban las finanzas de las universidades de mayor prestigio-.

En pos de nuevas oportunidades aceptó la plaza de profesor asociado en la lejana Universidad de Tulaine, en Nueva Orleans, en el extremo sur de los Estados Unidos. Para ese momento era autor de un libro -la disertación doctoral-, de 19 ensayos publicados en revistas profesionales y de 50 reseñas bibliográficas. Y todo esto cuando apenas cumplía los 29 años de edad. Los progresos en Tulaine fueron rápidos. Al año siguiente de su llegada fue promovido al rango de profesor titular y pronto ascendió a la dirección del Departamento de Sociología. Las condiciones materiales de su carrera parecían estables, pero el deseo de vivir en un medio intelectual más estimulante lo llevó de nuevo al norte, a la polifacética Universidad de Columbia en Nueva York, donde trabajaban figuras como Robert Lynd y Robert MacIver. Desde el punto de vista de los ingresos y del estatus docente la decisión no era la mejor; la Universidad apenas le ofrecía el puesto de profesor asociado. Pero Nueva York era Nueva York, la gran ciudad con vastos recursos culturales y amplias posibilidades de visibilidad académica.

Una vez en Columbia trabó amistad con Paul Lazarsfeld, un matemático y psicólogo austríaco que emigró a Norteamérica e inició las investigaciones sobre el impacto de los medios de comunicación de masas. “El lógico más brillante de las ciencias sociales”, escribió su alumno Seymour Martin Lipset (1963, xiv). La relación Merton-Lazarsfeld fue de toda la vida. Se influyeron mutuamente y juntos escribieron y promovieron proyectos de investigación, llegando a publicar un ensayo, “La amistad como proceso social” (1954), donde establecen que las personas con opiniones similares -en asuntos políticos, raciales, educativos, estéticos, etc.- tienen la probabilidad de ser más amigas que aquellas que sostienen opiniones encontradas. En un lenguaje weberiano, derivado de Goethe, esta generalización puede enunciarse afirmando que la existencia de afinidades electivas entre personas y grupos tiene consecuencias positivas en el establecimiento y duración de las simpatías y afectos. De allí derivó los conceptos de homofilia (tendencia a la amistad entre personas con valores similares) y heterofilia (tendencia a la amistad entre personas con valores diferentes). Se sospecha, incluso, que Merton tuvo un período “lazarfeliano” que lo comprometió de lleno con la investigación social empírica (con encuestas, mediciones estadísticas, observaciones en el terreno y discusiones de método derivadas del lenguaje de variables), abandonando por algunos años sus anteriores incursiones en la sociología histórica. Y así parece haber sucedido, al menos durante los decenios del cuarenta y del cincuenta, cuando Merton, siguiendo las huellas de su amigo, dedicó buena parte de su atención a los estudios de comunicaciones, que resultaron en su libro de 1946, Persuasión de masas, en sus variados ensayos sobre técnicas de investigación, como la Entrevista enfocada de 1956, o en la evaluación -todavía inédita- de un proyecto oficial de vivienda interracial en los Estados Unidos,con Patricia West y la notable psicóloga social (la primera esposa de Lazarfeld), “la hermosa e inteligente Marie Jahoda”3.

Durante los primeros años de Columbia, Merton no olvidó sin embargo las preocupaciones del pasado. Además de sus trabajos empíricos amplió las reflexiones iniciadas en Harvard respecto de la ciencia, la anomia y la sociología del conocimiento, pero ahora con un marco general más directo y formalizado: el análisis funcional. Para Merton, la orientación funcional en sociología alude a la interpretación de los datos a partir de la observación de sus consecuencias sobre las estructuras.

¿Las afirman,las refuerzan? ¿Las impugnan,las deshacen,las moldean? Este enfoque presta especial cuidado al entramado medios-acciones-fines,esto es,a las estrategias que esbozan los individuos para alcanzar unos objetivos. Las paradojas surgen, empero, cuando los hombres y las mujeres emprenden acciones en busca de ciertas metas y encuentran que los resultados por los que tanto lucharon son diferentes o contrarios a lo esperado.Llamó a estos “consecuencias imprevistas de la acción social”,concepto que estaba implícito en la sociología europea,pero no delimitado con claridad como para que fuese un instrumento normal de investigación en el estudio de la dinámica social.Esta perspectiva permitía liberar al viejo funcionalismo,de sabor conservador,de su marcado énfasis en los patrones de conformidad que acentúan el consenso social. Merton quiso, por el contrario, subrayar las tensiones sociales mediante el estudio del comportamiento desviado (las conductas que se apartan de la norma),que lo llevó a acuñar el término disfunción, esto es, la existencia de fuentes de desorden, revuelta y trastorno que impugnan la idea de integración y ajuste como condición universal de los sistemas sociales.

Todo esto se encontraba en Teoría y estructura sociales de 1949, la obra que afirmó su nombre en la sociología occidental. El libro, que llevaba el significativo subtítulo, “hacia una codificación de la teoría y la investigación”, era una colección de ensayos escritos durante los años treinta y cuarenta, que, ampliados y revisados, surgían ahora como fruto de un esfuerzo teórico unificado. La noción de codificación aludía al ordenamiento sistemático de los materiales -el registro metódico de problemas, temas, conceptos, teorías, proposiciones etc.- que se deben tener en cuenta en un campo determinado del análisis sociológico, que Merton llamó paradigmas. Cuando abordó, por ejemplo, el caso de la sociología del conocimiento, emprendió un exhaustivo inventario de las preguntas que se deben plantear los investigadores al estudiar las ideas o cualquier otra dimensión de la cultura intelectual en relación con su entorno social. El vocablo hizo carrera y años después fue usado por su amigo Thomas Kuhn con un significado algo diferente: “paradigmas” como conjunto de supuestos y marcos de referencia compartidos por un grupo o generación de investigadores.

Teoría y estructura sociales también traía un segundo mensaje: la ruptura de la sociología con el empirismo estrecho y los grandes sistemas especulativos de pensadores como Comte, Spencer, Hobhouse, Gumplowicz y Razenhofer. Ante estas impresionantes filosofías de la historia, la sociología debía -a juicio de Merton- promover el desarrollo de “teorías de alcance medio”, de teorías intermedias entre las pequeñas hipótesis que apenas dan cuenta de un limitado objeto de estudio y las amplias y desmesuradas especulaciones que intentan explicar -encajar- todas las posibles manifestaciones de la vida social. La sociología avanzaría con mayor seguridad mediante teorías especiales adecuadas a un rango limitado de datos que dieran mayor seguridad a las generalizaciones, como la teoría del conflicto social, de los grupos de referencia (las agrupaciones que orientan la conducta y las valoraciones de un individuo que pertenece a otro grupo), de la anomia, del conjunto de roles o de la estratificación social. La sugerencia encerraba una crítica callada a su profesor Talcott Parsons, comprometido por aquellos años en la construcción de una “teoría general” del sistema social.


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La edición de Teoría y estructura sociales de 1949 tenía 429 páginas, pero ocho años más tarde apareció una segunda edición con nuevos materiales que elevaron el volumen a 645 folios. Y esto no fue todo. Once años después, en 1968, salió una tercera versión que extendió el tomo a las 702 hojas. Esta última edición, la definitiva, la summa mertoniana en teoría social, ofrecía a los lectores 21 ensayos organizados en cuatro secciones precedidas de metódicas introducciones con diestras orientaciones teóricas y metodológicas. En los capítulos estaban sus temas y contribuciones más festejadas: la anomia, la burocracia, los grupos de referencia, el teorema de Thomas4, la sociología del conocimiento, los estudios de comunicación de masas y, como era de esperar, la sociología de la ciencia. La obra fue traducida al español, francés, italiano, alemán, portugués, hebreo y checo, además del ruso y el japonés. Ahora la ciencia de Comte, de Weber y de Durkheim volvía a Europa, y las palabras que en una ocasión pronunciara William James con cierta inquietud -"a nosotros [los norteamericanos] nos parece natural escuchar mientras los europeos hablan; sin embargo, lo contrario, hablar mientras los europeos escuchan, es una costumbre todavía no adquirida" (1985:I,13)-,cobraban vida para la sociología. Los americanos exponían y los europeos tomaban nota. Un producto que los analistas del Viejo Mundo habían exportado generaciones atrás, regresaba a su antigua morada con novedosos enfoques que impulsaban el estudio de la sociedad por rumbos apenas transitados.

Los logros personales y las multiplicadas tareas de investigación de su amigo Lazarsfeld,elevaron el Departamento de Sociología de Columbia a los primeros puestos de la formación de sociólogos en los Estados Unidos. Pronto se vio frecuentado por un aluvión de estudiantes brillantes, como Daniel Bell, Philip Selznick, Ely Chinoy, Seymour M. Lipset, Alvin Gouldner, Patricia Kendall, Nathan Glazer, Rose Laub Coser, Denis Wrong, Rose K. Goldsen (profesora visitante en Colombia en varias ocasiones),Louis Schneider,Lewis Coser,Alex Inkeles, Alice S. Rossi, David L. Sills, Peter Blau, James Coleman, Morris Rosenberg, Suzanne Keller, Charles Wright, Juan Linz, Immanuel Wallerstein y Franco Ferrarotti, que luego ocuparon puestos de liderazgo en la sociología norteamericana o de otros países. Columbia contaba, por supuesto, con otros docentes de planta y con un buen número de profesores visitantes que iban y venían por el gran Nueva York. Estaban los consagrados Lynd y MacIver, este último a punto de jubilarse; el veterano Theodore Abel, un antiguo alumno de Florian Znaniecki en su Polonia natal, y algunos más jóvenes como William Goode, Herbert Hyman y el demógrafo Kingsley Davis, pero el duplo Merton-Lazarsfeld era el que empujaba el Departamento en nuevas direcciones. A ellos se sumaba el conspicuo C.

Wrigth Mills, quien había entrado a Columbia por la Oficina de Investigación Social Aplicada, el centro de investigaciones del Departamento donde los profesores adelantaban sus proyectos y los estudiantes emprendían sus prácticas de indagación social.El joven Mills desarrolló en la Oficina varios trabajos sobre los sindicatos, las clases medias y los inmigrantes puertorriqueños, que pronto afirmaron su nombre en los medios sociológicos. Los intereses iniciales de Mills y de Merton tenían más de un paralelismo. Ambos se habían graduado con tesis relacionadas con la cultura superior: Merton sobre la ciencia en el siglo XVII y Mills sobre el surgimiento y afirmación del pragmatismo en Norteamérica. Los dos se habían interesado por la sociología del conocimiento y por la asimilación del legado de la sociología europea. Pero Mills, un entusiasta de la revolución cubana muy leído en América Latina durante los años sesenta, tomó un rumbo diferente. Nunca enseñó en los cursos de graduados, decisión que lo privó de la posibilidad de tener alumnos de doctorado que extendieran su proyecto intelectual, y sus notables publicaciones sobre el poder y la estratificación social hacían parte de un propósito más amplio de crítica social y política. Merton, por el contrario, y a pesar de que en su juventud se definió como “socialista”, jamás transgredió la neutralidad del científico y sus opiniones políticas, sociales o religiosas no superaron la esfera privada, aunque en varias ocasiones apoyó las luchas por las libertades civiles (Crothers, 1987: 33).

El decenio de los cincuenta fue también la época de su concentración en los desarrollos de las unidades básicas de la estructura social: los análisis del rol y del estatus. Estas categorías, muy populares en la sociología norteamericana, le sirven a Merton para capturar la conducta socialmente orientada de hombres y mujeres en las más diversas situaciones. Los individuos ocupan una posición social (un estatus) y una serie de papeles (roles) derivadas de aquélla, que denominó conjunto de roles.

Los roles constituyen el aspecto dinámico del estatus; testimonian su ejercicio, su puesta en marcha. Al estatus de maestro rural, por ejemplo, están unidos varios papeles que surgen de sus relaciones con los alumnos, los colegas, los padres de familia, los políticos, la organización gremial o las autoridades municipales y departamentales. Con todos ellos se comporta de manera diferente aunque el punto de partida, su estatus, sea el mismo. Pero aún más. Una persona no ocupa, como se suele pensar, una sola posición social. Varios estatus fijan su existencia. El maestro rural es también un padre de familia, un directivo de su asociación gremial y quizás un pequeño comerciante veredal. Merton los llama conjunto de posiciones sociales y, como es de esperar, a cada una corresponde a su vez un conjunto de papeles. Sin embargo, todo esto apenas describe el estado de los individuos en un momento particular. Cuando se mira al maestro desde una perspectiva más dinámica, histórica -en el transcurso del tiempo- es necesario hablar de secuencias de estatus y por ende de secuencias de roles. El maestro rural fue hijo de un pequeño propietario de la tierra, alumno de la escuela normal, practicante y ayudante de un docente más experimentado. Esta sucesión de estados marca su experiencia social, su biografía, que en el plano analítico toma la forma de una secuencia de conjuntos de roles y de estatus, con sus conflictos, agobios y realizaciones particulares.

Estos apoyos analíticos constituyen la urdimbre del concepto de estructura social, un término muy usado en ciencias sociales pero nada fácil de precisar, que Merton tiende a definir como el cuerpo organizado de relaciones que mantienen unidos a los individuos en una sociedad. Sin estructura no hay orden, esto es, el requisito mínimo de estabilidad para que la gente emprenda sus tareas sin que tenga que improvisar a cada momento un procedimiento para alcanzar los objetivos deseados. Y aquí es donde surge con toda su fuerza la noción de acción tan cara a los sociólogos, vocablo que alude a las formas de obrar de los individuos considerando la conducta de los demás. Nadie actúa en el vacío; la mirada de los otros -sus modos de querer, pensar y sentir, sus “intereses”-, modela el curso de las actividades cotidianas y constriñe de manera consciente o inconsciente los deseos, apetitos e inclinaciones particulares. La acción social es, por lo tanto, la manifestación de un orden, de unos patrones de comportamiento que fijan o intentan fijar la conducta de los miembros de un grupo. O para decirlo con aliento mertoniano, la acción social, los papeles sociales en operación, designa la conducta de los que ocupan una posición orientada por las expectativas pautadas de los otros. Este rumbo teórico, de amplio uso en la sociología contemporánea, fue desarrollado a partir de una fructífera integración de las tradiciones sociológicas que van de Marx a Weber, sin olvidar las contribuciones norteamericanas de Charles H. Cooley, William I. Thomas, George H. Mead y Ralph Linton.


4. Bautizado por Merton como “la profecía que se cumple a sí misma”. El teorema -un enunciado que afirma una verdad demostrable- se desprende de una proposición del sociólogo de Chicago, William I. Thomas, quien en una ocasión escribió: “si los individuos definen las situaciones como reales, son reales en sus consecuencias”. La declaración es una defensa del papel de la subjetividad en la acción social, que indica que si los hombres y mujeres de un grupo social conciben como ciertos los rasgos de otras personas, actúan ante ellas de manera uniforme sin reparar en la exactitud de la afirmación. Ejemplo: “los sociólogos son subversivos”. Esta creencia conduce a la estigmatización de una profesión y a la inminente restricción de sus posibilidades ocupacionales en las oficinas del Estado o de la empresa privada. Al verse rechazados, los jóvenes sociólogos optan por actitudes críticas ante el establecimiento, confirmando con ello el vaticinio de los grupos con poder de disposición sobre la estructura laboral.


Lo anterior no significa que la conducta de los individuos está constreñida en su totalidad. Es cierto que las personas no actúan como desean, pero también lo es que tienen alternativas de acción. La ubicación en la estructura social coarta las posibilidades de maniobra, pero no las cierra hasta asfixiar a los actores. La vida fluye en varias direcciones y así lo experimentan las personas. Su fortuna no es el resultado de un férreo determinismo que sujeta su destino hasta hacerlo perentorio desde el comienzo. Merton llama estructura de oportunidad a este escenario en movimiento, esto es, “la escala y distribución de condiciones que ofrecen a los individuos y grupos diversas probabilidades de acción para alcanzar objetivos específicos" (Merton, 1995: 25).

Para ilustrarlo con un ejemplo tomado de la propia experiencia de Merton, la Filadelfia de los años diez y veinte contaba con una importante biblioteca pública, con una extraordinaria orquesta (dirigida por Leopold Stokowski) y con servicios artísticos y escolares a los cuales podían acceder los residentes de los diversos estratos sociales de la ciudad. El joven Merton tuvo la posibilidad de servirse de esta “capacidad instalada” con resultados desiguales. Aprovechó algunas alternativas, las escolares sobre todo, pero dejó de lado otras como la música o las artes visuales. “La oportunidad es probabilística, no determinística; abre posibilidades pero no asegura que se lleven a cabo” (Merton, 1996: 11). Un ejemplo más. “Un título de Harvard -escribió su alumno Alvin Gouldner, pensando en la experiencia de su profesor, quien se la debió contar en más de una ocasión- no implica simplemente oportunidades educativas e intelectuales de índole especial..., pero sí significa, sin duda, ventajosas oportunidades sociales y profesionales. Hasta algunos de los jóvenes más pobres que llegaban [en los años treinta] a Harvard para estudiar sociología tomaban la precaución de llevar consigo raquetas de tenis. Para quienes tenían orígenes modestos, el mero hecho de estar en Harvard significaba que ya habían alcanzado éxito en el mundo” (1973:166).

La idea no está lejos, por supuesto, de la insistencia de Weber en la noción de probabilidad -o en sus equivalentes ocasión, oportunidad y posibilidad- dirigida a moderar el análisis social ante los fieros determinismos. El uso de esta perspectiva le permitió al discurso sociológico una mirada más relajada para asir los cambiantes y huidizos acentos de la acción social, y previno al analista contra los peligros de una causalidad estrecha y de las explicaciones cerradas que terminan en posturas dogmáticas. Así, Weber abordó la noción de poder, como “la probabilidad de imponer la voluntad en una relación social”. Adoptó idéntica postura cuando discutió la dominación, “la probabilidad de obtener obediencia a un mandato”, o cuando empleó el discutido concepto de ley en ciencias sociales, que definió como “las proposiciones que anuncian las probabilidades, confirmadas por la observación, de que ante determinadas situaciones, transcurran en la forma esperada ciertas acciones sociales” (1964: I, 16, 43). Este clima de contingencia acompaña, igualmente, la infinidad de conceptos y enunciados sociológicos que aparecen una y otra vez en ese inagotable hervidero analítico de más de un millar de páginas que lleva el escueto título de Economía y sociedad.

Una bondad adicional de la teoría general de Merton, es la de estar muy cerca de los hechos y de los instrumentos de investigación. Esta estrategia atrapa y da cuenta de lo real sin mayores mediaciones. Sus conceptos se nutren de los informes de investigación y los acompañan definiciones que anuncian la medida de sus contenidos. Parten de la experiencia para extender la capacidad explicativa de los hechos, y promueven explicaciones más dinámicas y comprensivas. Sus enfoques no son producto de la derivación de conceptos y teorías abstractas lógicamente interconectadas. Se alimentan de la mejor tradición del pensamiento social occidental, pero su elaboración está abierta a la contrastación empírica, el fundamento sobre el cual se erige la pretensión científica de la sociología. Con esto se cuida de la reificación, la frecuente operación intelectual de confundir el concepto con la cosa aludida.

De allí su gran impacto en la labor cotidiana de los investigadores frente al de otros teóricos de mayor pretensión especulativa, como Sorokin o Parsons. Una muestra de ello es su salida airosa -o casi indemne- en los balances más terminantes publicados en los últimos cuarenta años en el mundo de habla inglesa. Su teoría no es conservadora ni ahistórica, ni ajena al conflicto ni al cambio social, las cuatro críticas más recurrentes erigidas contra el funcionalismo. Así, el devastador Achaques y manías de la sociología moderna y ciencias afines de Sorokin apenas lo menciona, y la demoledora Imaginación sociológica de Mills no lo cuestiona por parte alguna. La crisis de la sociología occidental de Alvin Gouldner tiende, por el contrario, a elogiarlo. Es justo reconocer, sin embargo, que las fulminantes Teorías sociológicas de nuestros días de Sorokin y las aniquiladoras Ciencias sociales como forma de brujería de Stanislav Andreski, cercenaron de un tajo su esfuerzo teórico. Para Sorokin, el paradigma funcional de su antiguo alumno era “heurísticamente estéril, empíricamente inútil y una [mera] tabla de contenido lógicamente engorrosa”. Algo similar sucedía con su elaborada teoría de los grupos de referencia: “una codificación de trivialidades bajo el ropaje de generalizaciones científicas” (cit. por Sztompka, 1986:29). El polaco Andreski, afincado en Inglaterra después de la segunda guerra mundial, no se quedó atrás. Festejó su prosa, pero encontró el método harto trivial en medio de una terminología sonora “despojada de todo poder explicativo” (1973:70).


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A mediados de la década del cincuenta empezaron a llegar los reconocimientos. En 1954 fue elegido miembro de la Academia Americana de Artes y dos años después recibió con satisfacción un grado honorario de su primigenia Universidad de Temple. Pero los más significativos aplausos llegaron de su propia cofradía. En 1956, a los cuarenta y seis años de edad, fue elegido presidente de la Asociación Norteamericana de Sociología, el máximo galardón que la sociología estadounidense confiere a sus miembros. La nominación se vio refrendada al año siguiente con el discurso presidencial, “Prioridades en los descubrimientos científicos”, una pieza clásica de sociología de la ciencia que estudia el comportamiento de los científicos, que fue el punto de partida de una joya de la sociología norteamericana: A hombros de gigantes(un libro que registra, con la picardía del Tristan Shandy de Sterne y la técnica de las mejores novelas de detectives -avanzar retrocediendo-, el nacimiento, los usos y significados del aforismo, “si vi más lejos es porque estaba montado sobre hombros de gigantes”).

Una vez que las líneas de su teoría alcanzaron un trazo firme, Merton regresó al amor de su juventud, al examen de las relaciones recíprocas entre ciencia y sociedad. Ya era claro que sus primeras investigaciones habían establecido una nueva especialidad. Era imperioso, sin embargo, delimitar los problemas de estudio, poner en acción su teoría general y unir tradiciones de investigación para alcanzar una síntesis creativa que orientara el trabajo de otros analistas.

Los cimientos estaban en los ensayos de los años treinta y cuarenta, pero aún había que afinar conceptos, sugerir indagaciones y, lo más importante, promover la investigación empírica en asuntos concretos y suficientemente delimitados. Y este fue su programa de las décadas del sesenta y del setenta que, con interrupciones en otros campos, los teóricos y los de carácter autobiográfico, prosiguió hasta sus últimos días. “Estas dos décadas -apuntó en una ocasión- han sido el período en el que la sociología de la ciencia terminó por madurar, siendo el pasado simplemente una suerte de prólogo” (Merton, 1993: 133).

Para Merton la sociología de la ciencia es una extensión de la sociología del conocimiento (el campo que estudia las condiciones sociales del origen, desarrollo y difusión del saber). El punto focal de los sociólogos interesados en la ciencia es el examen de las influencias de ésta sobre la sociedad y de la sociedad sobre la ciencia. Parten de la afirmación de que la ciencia es una actividad social organizada, aplaudida por la sociedad, o una parte significativa de ella, cuyos productos tienen consecuencias esperadas o inesperadas (positivas o negativas) para la colectividad. Los usos y aplicaciones de las tecnologías desprendidas del conocimiento científico es el ejemplo más conocido. En los períodos de guerra, el Estado reclama de sus científicos un énfasis en determinados aspectos del conocimiento que define como “necesarios” y “urgentes”. Lo mismo ocurre de manera persistente y continuada en la vida corriente, cuando la sociedad fija prioridades de investigación ante cuestiones que juzga apremiantes: las vacunas, la pobreza, el cáncer, la violencia, etc. Pero no sólo estas correspondencias más gruesas y evidentes definen el área de los sociólogos de la ciencia. También se interesan por la formación y reclutamiento de los científicos, y por el estudio de las pautas que rigen su conducta como miembros de un grupo social: la comunidad científica.

Siguiendo sus orientaciones teóricas básicas,estudió problemas como la lucha por la prioridad en los descubrimientos;los procesos de evaluación y de recompensa en la ciencia; el comportamiento desviado (sabios dados al fraude, el poder, la charlatanería o el enriquecimiento personal); la competencia por los hallazgos entre investigadores individuales o entre colectividades asentadas en laboratorios o agrupaciones similares; el papel de la estratificación y de las jerarquías dentro de la comunidad científica, o de la edad y el sexo en la organización interna de la ciencia; y aún más, la ambivalencia de los científicos expresada en conflictos internos causados por creencias discrepantes igualmente legítimas, como “el valor asignado a la originalidad, que lleva a los científicos a desear que se reconozca su prioridad, y el valor atribuido a la humildad, que los conduce a proclamar la escasa importancia de sus realizaciones” (Merton, 1977: II, 491-492). A ello se sumó un interés creciente por el esclarecimiento de las estructuras cognitivas -las pautas dominantes de temas, estilos, creencias y orientaciones teóricas y metodológicas que nutren el trabajo de los investigadores en un momento determinado. Allí los microentornos cognitivos (una universidad, un laboratorio, un centro de investigaciones, etc.) juegan un papel decisivo en cuanto medios y climas de interacción social cotidianos entre sabios y ayudantes comprometidos en un programa de investigación.

La concentración de esfuerzos en el estudio de la ciencia como institución social, estuvo asociada a una labor docente orientada a promover investigaciones en este novísimo campo. En compañía de Lazarsfeld, impulsó tesis doctorales entre los estudiantes de Columbia sobre el surgimiento de la investigación social empírica en Europa, con productos sobresalientes como los libros de Anthony Oberschall (1965) sobre Alemania y de Terry N.Clark (1973) sobre Francia. Y bajo su propio comando, orientó detalladas pesquisas sobre aspectos puntuales de la ciencia con resultados excepcionales como el estudio acerca de los premios Nobel de Harriet Zuckerman (1977), su segunda esposa, o las publicaciones de los hermanos Jonathan y Stephen Cole (1973) sobre la estratificación social en la ciencia.

Recordando al francés Frédéric Le Play, un clásico en la investigación de la clase obrera del siglo XIX, que en una ocasión afirmó que lo más importante que sale de la mina era el minero, le gustaba decir que lo más significativo del Departamento de Sociología de Columbia eran sus egresados. Con sus propias acentuaciones, ellos se encargaron de esclarecer problemas y marcos de referencia apenas sugeridos o iniciados por sus profesores (Merton, 1996: 121-122).

Estos esfuerzos estuvieron acompañados por una serie de ensayos de extensión variable encaminados a recapitular las etapas de su pensamiento, como “La sociología de la ciencia: un recuerdo episódico”(1977),“Las consecuencias imprevistas y otras ideas sociológicas emparentadas: una glosa personal” (1989) o “La estructura de oportunidad: emergencia, difusión y diferenciación de un concepto sociológico durante los años treinta y cincuenta” (1995). De manera auto ejemplificadora describió en ellos las estructuras cognitivas y los microentornos que acompañaron la gestación y desarrollo de su propia obra. Pero a pesar de este marcado apego por el recuerdo y la memoria, Merton nunca logró redactar una autobiografía, no obstante que junto a la biografía fue el género que más disfrutó y explotó en sus estudios de historia y sociología de la ciencia. Su “Reseña autobiográfica”, divulgada en las páginas de la Teoría sociológica contemporánea de George Ritzer, está más cerca de un curriculum vitae profesional en prosa, que de un registro elocuente de su vida. Algo parecido ocurrió con su animado discurso, apoyado en material fotográfico, pronunciado en 1994 con ocasión del premio concedido por el American Council of Learned Societies (difundido por primera vez en español en las páginas de la Revista Colombiana de Educación).Nunca llevó un diario y siempre se quejó de su mala memoria, dos requisitos para disponer de los detalles -momentos, sucesos y experiencias- exigidos por los relatos vitales en primera persona que deseen ganar la atención de los lectores. Esta ausencia, empero, fue cubierta en parte por el lado esquivo de la remembranza y evocación de los otros. En una docena de ensayos escritos con ocasión de festschriften, aniversarios o celebraciones académicas, emprendió de manera ejemplar un conjunto de microanálisis de las interacciones cognitivas locales que tuvieron lugar en diversos momentos de su vida con profesores -presenciales o a distancia- o con alumnos, colegas y amigos. Basado en sus propios archivos de cartas, notas de lectura y apuntes de clase (las guías de sus “publicaciones orales”), escribió sobre Sorokin, Parsons, Sarton y Florian Znaniecki; sobre Lazarsfeld, Herbert Hyman y Thomas Kuhn, y sobre Albert K. Cohen, Franco Ferrarotti, Alvin Gouldner, Peter Blau y Louis Schneider. En conjunto constituyen una fuente imprescindible para la biografía o las biografías intelectuales que en el futuro cercano o lejano se escriban sobre el autor de Teoría y estructura sociales.


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La obra de Merton se empezó a conocer en América Latina durante la década del cincuenta. Su nombre aparece en los textos de los renovadores de la sociología latinoamericana, José Medina Echavarría, Gino Germani y Florestán Fernandes.

Medina Echavarría (1980: 106) difundió sus avances en la teoría de la anomia en los cursos que dictó en la Universidad de Puerto Rico a comienzos de los cincuenta, y Germani hizo suyas “las acertadas observaciones de Merton” sobre las teorías de alcance medio. A su juicio, “lo que se necesita en el estado actual [de la sociología] no es lograr una unificación [teórica] ideal, sino integrar campos limitados pero significativos de investigación”. Y para ello sugería trabajar en temas más restringidos, pero no por ello menos importantes, como las clases sociales, los partidos políticos o la personalidad social básica (ver Germani, 1962: 46-47). Algo semejante hizo Fernandes en su comprensivo ensayo sobre el método de interpretación funcionalista en sociología, publicado en São Paulo en 1953, calificado por el propio Merton como “una monografía informativa y sistemática que recompensa una lectura aún tan apresurada y falible como la mía” (1980:160).

A estas autorizadas menciones se sumaron las traducciones, que aparecieron con timidez en la década del cincuenta y aumentaron con algún ritmo en el decenio siguiente (ver Cataño, 1997). En 1953 la “Colección todo lo nuevo" de la Editorial Deucalión de Buenos Aires, publicó su revelador ensayo acerca de la sociología del conocimiento que contiene la codificación -el paradigma- del estudio de las “producciones mentales en relación con sus bases existenciales”. Once años después, el liberador Fondo de Cultura Económica de México puso a disposición de los lectores de habla castellana su influyente Teoría y estructura sociales. Con la apertura intelectual de la universidad española que siguió a la muerte de Franco, Merton se asentó en la península ibérica. En 1977 y 1980 se difundieron en Madrid y Barcelona sus colecciones, La sociología de la ciencia y Ambivalencia sociológica y otros ensayos, y en 1986 y 1990 aparecieron en las mismas ciudades su tesis de doctorado, Ciencia, tecnología y sociedad en la Inglaterra del siglo XVI y su picaresca sociológica, A hombros de gigantes6.

Como era de esperar, las traducciones facilitaron el acercamiento de profesores y estudiantes a su obra. Algunos departamentos de Sociología, como el de la Universidad Nacional de Colombia, crearon asignaturas para examinar su pensamiento con cierto detenimiento. Pero con la irrupción del marxismo en las universidades latinoamericanas a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, la reflexión mertoniana fue relegada por “estrecha” y “limitada”, por funcionalista,positivista,neutral y aséptica.El compromiso político y el impulso revolucionario estaban al orden del día entre alumnos y mentores, y el emblema de sus corazones era la transformación y el cambio. Nada de estructuras y de orden asociados con las nociones de estatus y de rol, el embrujo norteamericano del lenguaje más llano y directo del conflicto de clases. “Para los funcionalistas -escribió un influyente autor de la época- el conflicto social únicamente realiza la función de integración social. Todas las demás clases de conflicto social, la revolución y la desintegración social, quedan fuera de la jurisdicción de la teoría y de la práctica funcionalistas” (Gunder Frank, 1976: 102). Sus escritos fueron asimilados al funcionalismo parsoniano, y la claridad y elegancia de su prosa -muy sensible a las definiciones operacionales- fue considerada obvia, redundante y superflua frente a la aparente complejidad de la escritura de las ciencias sociales europeas apenas desprendidas de la filosofía social.

Pero su obra regresó de nuevo a los claustros con el sosiego de las luchas políticas y el creciente interés por la ciencia en la década del ochenta. La historia y la filosofía de la ciencia -Koyré, Popper, Kuhn, Lakatos, Feyerabend- se ganaron los salones de clase y los Estados latinoamericanos se comprometieron por aquellos años con el diseño de políticas científicas. La ciencia, su ausencia, adquirió la categoría de problema social y los programas públicos la elevaron a requisito del desarrollo económico. La investigación científica fue juzgada la fuente más segura del conocimiento y, por extensión, un elemento esencial de la cultura nacional, que veía en sus logros una fuente no despreciable de prestigio en el escenario internacional. Y esto no sólo en lo que respecta a las ciencias naturales. En muchos aspectos las ciencias sociales se hacían más apremiantes para el examen de la dinámica social y el planteamiento y solución de las dificultades económicas. Y sobre esto los empeños de Merton y de sus asociados tenían mucho que decir a los latinoamericanos. De nuevo el Fondo de Cultura Económica de México puso a disposición los variados folios de Teoría y estructura sociales -en este caso la tercera edición ampliada de 1968-, que continuó reimprimiendo a lo largo de la década del noventa. (En este momento circula la cuarta edición -México, 2002- animada por una comprensiva introducción de su amigo, el filósofo argentino Mario Bunge).


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No es fácil resumir una obra cuya elaboración se tomó 66 años del siglo XX. Su primer texto, “La reciente sociología francesa” de 1934, publicado en la revista Social Forces, donde examinaba la escuela durkheimiana, fue seguido de una producción incesante de ensayos, compilaciones y libros que sólo se vio interrumpida por el pertinaz padecimiento cancerígeno que le arrebató la vida a los 92 años. En el futuro vendrán los ensayos póstumos, los tomos de escritos dispersos y la enorme correspondencia7. Su forma dominante de exposición fue el ensayo, el texto corto que examina un problema sin la intención expresa de agotarlo.

Recurrió al libro en pocas ocasiones: para llenar los requisitos del doctorado o para cubrir obligaciones asociadas con informes de investigación de cierta extensión. Sus ensayos más largos, los que superan el centenar de páginas -que los acercan al volumen compacto y que él tendía a llamar “monográficos”- llevan siempre la impronta del género de Montaigne (ese clima de tanteo y experimentación que evita la conclusión taxativa). Sabía que los enfoques novedosos, aquellos que implican la posibilidad y el riesgo, el sondeo y la exploración, se exponían con mayor libertad en los marcos del ensayo sociológico, la forma que con tanto éxito explotó su admirado Georg Simmel. Además, era el formato “más adecuado para mi ingobernable preferencia por la unión de los aspectos humanísticos y científicos del conocimiento social” (Merton, 1996: 124).

A esto se unía una escritura “clásica” -precisa, fina y balanceada- asistida por una sutil ironía que le confería a sus frases una tensión y nerviosismo muy particulares. Merton descubrió los secretos del idioma desde muy temprano -durante los años de Harvard tomó cursos de literatura con el exigente George L. Kittredge, la autoridad americana en Shakespeare y Chaucer (Persell, 1984: 380). Su pronta familiaridad con la prosa y la poesía inglesa de varias épocas lo habilitó para escribir una ciencia social elegante, versátil, llena de sabiduría, ajena a la pesadez de Comte, a la espesura agonista de Parsons o a la llaneza sosa de Sorokin. Cuando la frase o el párrafo se resistían a sujetar lo deseado en el tono apropiado, lo dejaba a un lado para un momento mejor. Luchaba con las palabras diccionario en mano, redactaba y volvía a corregir hasta lograr que lo escrito le gustara de tal forma que, después del más riguroso examen, nada podía ser cambiado. Pensaba que para alcanzar un buen producto era necesario pasar antes por cinco o seis borradores (Rossi, 2003: 15). Contenido y forma, materia y expresión eran para él de igual importancia y resultado del mismo esfuerzo de claridad dirigida a subyugar los hechos que se resistían al análisis. A su juicio la verdad sin belleza dejaba mucho que desear y no encontraba razón para que la sobriedad, la solidez y la veracidad de un informe de investigación tuvieran que estropear la urbanidad de las belles lettres. La lectura de Agustín de Hipona le había advertido que en asuntos de ciencia “una cosa no es necesariamente cierta porque esté mal dicha, ni falsa porque esté magníficamente dicha” (Merton, 1964: 23).

Siguiendo las huellas de los clásicos, sus intereses teóricos lo llevaron por los más diversos campos del análisis social con una mente abierta lejos de la usual especialización y estrechez temática de la sociología contemporánea. Su obra es tan completa, “que ha hecho [investigaciones] en casi todas las especialidades”, escribió el autor de su primer perfil intelectual (Hunt, 1996: 132). Al comienzo se interesó por una sociología histórica de la ciencia y por el tiempo social y la sociología del conocimiento. Luego examinó la burocracia, las tensiones raciales, la anomia, el delito y demás manifestaciones de la conducta desviada.

Después abordó la sociología de la vivienda y de las comunicaciones junto al estudio de las profesiones, para volver al punto de partida: la sociología de la ciencia. Como Durkheim -que orientado por un mismo enfoque dejó su marca en temas tan dispares como la división del trabajo, el suicidio, el socialismo, la educación, la religión primitiva, el Estado, la política y la historia del pensamiento social-,tenía una orientación teórica que quiso llevar a los más diversos campos del análisis social.

Tuvo una inclinación y dotes especiales por la teoría, pero ello no lo llevó a relegar ni a dejar a otros la investigación empírica. Conocía el proceso creador del trabajo de campo y advertía que nada reemplazaba a la experiencia directa en cuestiones relacionadas con la observación, recolección y análisis de datos. A lo largo de su vida combinó las dos fatigas que a sus ojos eran, en última instancia, una sola. Sabía que la ciencia social sólo progresa mediante una combinación mutua y fructífera entre teoría e investigación, entre los hechos y la elaboración conceptual, entre los datos y la forma de apresarlos y conferirles significado. No en vano su ejemplo se ha convertido en modelo de rol para generaciones enteras de analistas sociales, esto es, en espejo y prototipo de lo que debe ser un miembro de la cofradía sociológica: en el patrón a seguir por aquellos que eligen la sociología como una ocupación vocacionalmente orientada.


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Robert K. Merton por Gonzalo Cataño
Robert K. Merton por Gonzalo Cataño

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Cataño, Gonzalo.


Robert K. Merton.
Espacio Abierto, vol. 12, núm. 4, octubre-diciembre, 2003, pp. 471-492.
Universidad del Zulia.
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