Norberto Bobbio: Los vínculos de la democracia (Cap. 3 de El futuro de la democracia)

III. Los vínculos de la democracia

Norberto Bobbio

Cap. III de El futuro de la democracia. FCE, México, 1986.

Cuando se plantea el problema de la "nueva forma de hacer política", con una fórmula desgastada por el largo uso y abuso y, como todas las fórmulas políticas, más llena de fuerza sugestiva que de significado, no se deben contemplar únicamente los nuevos sujetos eventuales y los nuevos instrumentos eventuales, sino también, y ante todo, las reglas del juego dentro de las cuales se desarrolla la lucha política en un determinado contexto histórico.

El discurso sobre las reglas del juego es extremadamente importante, y no puede ser eliminado si uno no quiere encontrarse frente a un problema mal planteado y por tanto irresoluble. Esto al menos por dos razones. Ante todo porque lo que distingue a un sistema democrático de los sistemas no democráticos es un conjunto de reglas del juego. Más precisamente, lo que distingue a »n sistema democrático no es solamente el hecho de que tenga sus reglas del juego (todo sistema las tiene, más o menos claras, más o menos complejas), sino el hecho de que estas reglas sean mucho más elaboradas, a través de siglos de pruebas y contrapruebas, que las reglas de otros sistemas, y hayan sido casi en todas partes, como sucedió en nuestro país, constitucionalizadas. Ya he tenido ocasión de decir, y no me canso de repetir, que quien no se ha dado cuenta de que por sistema democrático se entiende hoy, inicialmente, un conjunto de reglas procesales de las que la principal, pero no la única, es la regla de la mayoría, no ha entendido nada y continúa sin entender nada de la democracia.98 Con esto no quiero decir que sea suficiente que un gobierno respete las reglas del juego democrático para que sea un buen gobierno, solamente quiero decir que en un determinado contexto histórico, en el que la lucha política es llevada al cabo de acuerdo con ciertas reglas —cuyo respeto constituye el fundamento de legitimidad, que hasta ahora no ha sido desmentido a pesar de todo— por el sistema; quien plantea el problema del nuevo modo de hacer política no puede dejar de expresar su parecer sobre estas reglas, si las acepta o no, si pretende sustituirlas al no aceptarlas, etcétera.

En general, me parece que la izquierda no tiene las ideas muy claras (salvo los que oponen a la lucha organizada la lucha indiscriminada a golpes, la cruda violencia) sobre la importancia, la naturaleza y la reforma o sustitución de las "reglas de la democracia". Citaré dos ejemplos: primero, en una conocida intervención (conocida porque dio lugar a un debate que duró meses y que terminó en un libro)39 Althusser escribe que el partido "respetará las reglas del juego en las que sus interlocutores consideran, de acuerdo con la ideología jurídica clásica, la esfera de lo político", pero inmediatamente después agrega que 'la destrucción del Estado burgués no significa supresión de toda regla del juego, sino profunda transformación de sus aparatos".4" ¿No es una afirmación demasiado genérica? De acuerdo; según Althusser, no se trata de suprimir todas las reglas del juego: pero ¿se puede saber cuáles serán suprimidas y cuáles no? Ya he tenido ocasión de expresar mi satisfacción por el hecho de que no todas las reglas del juego serán suprimidas, pero al mismo tiempo he mostrado mi desencanto porque no se me ha dicho con anticipación cuáles serán las reglas buenas que deben conservarse y las reglas malas que deben eliminarse.41 Pero ¿es posible en un sistema, tan compacto y coherente como es el sistema democrático, dicho esto desde el punto de vista de los procedimientos a los que ha dado vida y que han sido corroborados por siglos, distinguir con tanta seguridad las reglas que deben mantenerse y las que deben desecharse? ¿Conservaremos el sufragio universal, pero no la libertad de opinión? ¿La libertad de opinión, pero no la pluralidad de los partidos? ¿La pluralidad de los partidos, pero no la protección jurídica de los derechos civiles? En suma, afirmar que no todas las reglas del juego serán suprimidas, es un modo de evadir la obligación de precisar el propio punto de vista sobre un problema tan importante como lo es, precisamente, el de las reglas del juego; y es todo un síntoma de la absurda falta de ideas sobre su posible solución.

Segundo ejemplo: en un reciente artículo, interesante por muchos aspectos y que debe discutirse en otro lugar, Asor Rosa escribe que el sistema democrático tiene reglas "efectivamente indestructibles", pero condena su absolutización que considera "indebida" y considera por tanto que "la democracia, precisamente en cuanto sistema de las mediaciones, que no se absolutiza ni se erige en fin [...] es aquel juego que acepta someter a discusión las propias reglas. Si no lo hace es otra cosa".42 Que las reglas del juego puedan ser modificadas, es una afirmación indudable sobre la que un buen demócrata no puede estar en desacuerdo. Prueba de ello es que en todas las constituciones democráticas se prevén procedimientos para la revisión de las mismas normas constitucionales y que, de hecho, estas modificaciones se han dado históricamente. En consecuencia, no todas las constituciones democráticas tienen las mismas reglas (para dar un ejemplo, piénsese en la diferencia entre la forma de gobierno presidencial y la forma de gobierno parlamentaria). Otra prueba de ello es que algunas reglas llegaron solamente en un segundo o tercer momento de la evolución de tales constituciones, como las que se refieren al control de la constitucionalidad de las leyes ordinarias, las cuales, en efecto, no fueron aceptadas en todas partes. Pero, al estar de acuerdo con la tesis de que las reglas del juego pueden ser cambiadas, no hace avanzar un milímetro la solución del problema más difícil de resolver; si pueden ser cambiadas todas; y si no pueden ser cambiadas todas, cuáles pueden ser y cuáles no. Para dar el ejemplo acostumbrado ("acostumbrado", pero esta vez de ninguna manera banal): ¿se puede modificar por mayoría la misma regla de la mayoría? En pocas palabras: si una mayoría parlamentaria decide, como ha sucedido en la historia, abolir el régimen parlamentario, y atribuir el poder de tomar decisiones obligatorias para toda la colectividad a un jefe o a una oligarquía restringida, el sistema que de ello deriva ¿es todavía una democracia por el solo hecho de que fue instituido democráticamente? En verdad si una democracia no acepta poner en discusión sus propias reglas "es otra cosa". Pero ¿no se vuelve todavía más abiertamente "otra cosa" si ciertas reglas, como la regla de la mayoría, son puestas en discusión? Entonces, ¿no hay quizá un problema anterior frente al de la posibilidad de corregir el sistema, por importante que sea, si no hay límites indestructibles en este proceso de revisión continua, y si los hay, como yo no dudo que los haya, cuáles son? La segunda razón por la que en un discurso sobre los sujetos y los instrumentos del "hacer política" es necesario introducir el debate sobre las reglas del juego; éste está en el hecho de que es imposible escapar de la consideración de que existe una relación muy estrecha, entre, por un lado, las reglas del juego político, dadas y aceptadas y, por otro, los sujetos que son los actores e instrumentos de este juego que se pueden usar para llevarlo a buen término.

Para continuar la metáfora, hay una estrecha relación que vincula las reglas del juego con los jugadores y sus movimientos. Más concretamente, un juego consiste precisamente en el conjunto de reglas que establecen quiénes son los jugadores y cómo deben jugar. En consecuencia, una vez que se ha dado un sistema de reglas del juego, también se dan los jugadores y los movimientos que pueden hacer. Cualquiera puede preferir un juego en el cual los dos adversarios se den no solamente puñetazos sino también patadas, con la condición de que se dé cuenta que simplemente está proponiendo u n juego diferente, oponiendo la lucha libre al boxeo. (A ninguno le'sería permitido, si no quiere ser tomado por un loco, inventar y defender un juego en el que uno de los dos jugadores tenga el derecho de dar solamente puñetazos, y el otro patadas; sin embargo, esto sucede también en el debate político.) Ahora bien, en el juego político democrático —donde se entiende justamente por sistema democrático un sistema cuya legitimidad depende del consenso que se verifica periódicamente por medio de elecciones libres por sufragio universal— los actores principales son los partidos (en nuestro sistema estipulados constitucionalmente en el artículo 49) y la manera principal de hacer política para la inmensa mayoría de los miembros de la comunidad nacional son las elecciones. De aquí no se escapa. Aquí cabe decir, o tomas esta sopa o saltas esta ventana.* Eres absolutamente libre para saltar esta ventana, con tal de que sepas que se trata de un salto y puedes romperte el cuello, lo cual no es como salir tranquilamente por la puerta. En suma, reglas del juego, actores y movimientos hacen un todo. No se puede separar una cosa de las demás. En la teoría de las reglas se distinguen las reglas constitutivas de las reglas regulativas: mientras las segundas se limitan a regular comportamientos que los hombres realizan, aunque no haya reglas que las antecedan como por ejemplo el nutrirse, el aparejarse, el pasear por la calle, las primeras constituyen en sí mismas los comportamientos previstos. Las reglas del juego son típicamente reglas constitutivas, ya que la obligación de mover el caballo de ese modo no existe fuera del juego de ajedrez.« Muchas de las reglas del juego político son constitutivas: el comportamiento electoral no existe fuera de las leyes que instituyen y regulan las elecciones. Los hombres se aparejan, independientemente de las normas del Derecho civil que regulan el matrimonio, pero votan porque existe una ley electoral. En este sentido, reglas del juego, actores y movimientos están vinculados entre sí, porque actores y movimientos le deben su existencia a las reglas. En consecuencia no se pueden aceptar las reglas, rechazar los actores y proponer otros movimientos. Mejor dicho, se puede con tal de que se esté consciente de que es un salto por la ventana y no un salir por la puerta. Lo que es absurdo, o mejor dicho ilógico, es el aceptar una manera diferente de hacer política con actores y movimientos diferentes sin tener en cuenta que para hacerlo es necesario cambiar las reglas que previeron y crearon aquellos actores y definieron aquellos movimientos incluso en los más mínimos particulares. Este discurso puede gustar o desagradar, pero es el único discurso realista que la nueva izquierda, si todavía existe, puede hacer.

Estas consideraciones sobre la relación reglas-actores-comportamientos nos permite entender por qué el 68 (ya que se habla de nueva izquierda, el discurso sobre el 68 es inevitable) fue una verdadera y propia ruptura. En efecto, no sólo hizo surgir nuevos actores, los grupos, los grupúsculos, en general, el "movimiento", en vez de los partidos en el sentido tradicional de la palabra; no sólo inventó una nueva forma de hacer política con los nuevos actores, asambleas, manifestaciones y mítines, ocupaciones de oficinas públicas, interrupción de lecciones y de reuniones académicas, sino que también rechazó algunas de las reglas fundamentales del sistema democrático, comenzando por las elecciones (con la destrucción de los organismos representativos llamados despectivamente parlamentillos) y por la institución de la representación sin mandato imperativo y poniendo en su lugar el principio de la democracia directa y de la revocación del mandato. No es un problema que pueda ser discutido aquí por qué esta ruptura solamente produjo una serie de convulsiones y no una transformación del sistema (y probablemente contribuyó a empeorarlo). En verdad, una de las razones es la debilidad de las propuestas alternativas, precisamente en relación con las reglas del juego, o incluso la falta de una alternativa que no fuese la del cambio de las relaciones de fuerza bajo el presupuesto de que la única alternativa a la lucha regulada es la victoria del más fuerte.

Es una verdad indiscutible que la transformación no se dio y que el sistema democrático, si bien con muchas dificultades y en un proceso de lento deterioro, resistió, incluso frente a una vasta área de autonomía y de la indudable validez del partido armado. Resistió mal, resiste cada vez peor, pero ha resistido.

Cuando digo que ha resistido a pesar de sus fallas, quiero decir que sus principales actores, los partidos tradicionales, continúan sobreviviendo y recogiendo a su alrededor, a pesar de las imprecaciones, las lamentaciones, y las protestas, la inmensa mayoría de los consensos; los "ritos" electorales continúan realizándose con regularidad, incluso se han multiplicado por la duración cada vez más breve de las legislaturas, a las que se agregaron desde el año 1974 los referendum.


43 Para una ampliación sobre el tema de las reglas constitutivas remito al lector el tema escrito por mi sobre la "Norma", en el vol. IX de la Enciclopedia Einaudi, Turín. 1980, pp. 896-97.


La abstención electoral ha aumentado, pero hasta ahora no de manera preocupante; por lo demás, la apatía política de ninguna manera es un síntoma de crisis de un sistema democrático sino, como habitualmente se observa, un signo de su perfecta salud: es suficiente interpretar la apatía política no como un rechazo al sistema, sino como benevolente indiferencia. Además, a los partidos que viven y prosperan en un sistema político caracterizado por la gran abstención, como los partidos norteamericanos, el hecho de que la gente no vaya a votar no les da ni frío ni calor; incluso, mientras menos gente vote, menos presiones reciben. Nuestros partidos políticos fingen estar preocupados por el creciente abstencionismo; o por lo menos, están preocupados no tanto del abstencionismo en sí, que al fin y al cabo los dejaría más libres de realizar sus maniobras cotidianas, sino por el hecho de que las abstenciones favorezcan al partido contrario. En sustancia les preocupa que los electores del propio partido sean más abstencionistas que los de los demás.

Por otra parte, ¿cuántos fueron los grupos revolucionarios que se formaron en aquellos años (donde por "revolucionarios" se entiende exactamente que luchaban no solamente contra los actores y los comportamientos tradicionales, sino también contra las reglas del juego)? ¿Cuántos de ellos permanecieron después de haber sido descompuestos, recompuestos, de nuevo descompuestos, en un movimiento infinito? Aquellos que en un cierto punto han querido hacer política fuera del sistema de partidos y de los partidos del sistema, han dado vida, como ha hecho el partido radical, a un partido nuevo que a pesar de su novedad es un partido como todos los demás. Lo mismo han hecho, aunque con menos éxito, algunos grupos extraparlamentarios que se resignaron, casi por necesidad, a constituir partidos generalmente efímeros y con pocos seguidores, mientras algunos de sus fundadores, políticos por pasión y por vocación, prefirieron entrar en alguno de los partidos del sistema. Es natural que los mediocres resultados electorales de estos nuevos partidos hayan continuado alimentando la tentación o la ilusión de la nueva forma de hacer política, de las nuevas vías para la política. Es una realidad que estas nuevas vías hasta ahora no han llevado muy lejos. Pero también debe reflexionarse sobre la vinculación, en la que he insistido, entre las nuevas vías y la lógica del sistema que no las prevé o les deja espacios muy reducidos. El mismo discurso es válido para los sindicatos que también forman parte de un determinado sistema que llamaremos capitalista-conflictualista: un sistema que tiene sus reglas, entre las cuales está el derecho de huelga y la contratación colectiva y que no se puede desechar o sustituir fácilmente sino mediante el cambio de sistema. Aun en este caso, la nueva izquierda jamás ha delineado el sistema alternativo porque más que a nuevas formas de agresión se ha reclamado a la clase en sí misma, más que a nuevas formas de organización a la falta de toda organización, el llamado "espontaneísmo", uno de los tantos mitos de la izquierda obrera. En los sistemas de socialismo real el sindicato pierde su razón de ser porque estos sistemas ya no son capitalistas y tampoco son confluctualistas. No es fácil predecir cómo terminará el caso de Polonia.

La referencia al sindicato abre el discurso sobre la forma de hacer política, en un sistema democrático, mediante la unión de intereses parciales que se hacen valer precisamente mediante las organizaciones sindicales. Cuando la unión de intereses es la expresión de una vasta categoría, como la de los obreros, la organización y las organizaciones que los reúnen tienen una influencia política mayor que la ejercida por asociaciones de oficios menores. Pero en la actualidad se constata cada día lo grande que es el peso político de los grupos incluso restringidos que a pesar de ello son capaces de paralizar una actividad de primera importancia para la colectividad nacional como la de los transportes. Si observamos con atención todas estas diversas formas de unión de intereses constituyen una forma indirecta de hacer política en el ámbito del sistema. La tesis de que el sujeto de la transformación del sistema capitalista no sea el partido, sino el sindicato es la vieja idea del sindicalismo revolucionario que la nueva izquierda jamás ha retomado seriamente. De ninguna manera podía retomarla en un contexto histórico en el que el sindicato se había vuelto un actor previsto y de alguna manera regulado por el mismo sistema y después de que todas las diversas corrientes de la izquierda revolucionaria habían sido directamente influidas por el leninismo que había hecho del partido de vanguardia, y no del sindicato, el actor de la transformación (transformación que presuponía la conquista del poder por parte, precisamente, del partido de vanguardia).

El discurso sobre las vías de la política en un sistema democrático no estaría acabado si no se tuviese en cuenta las formas de unión no alrededor de intereses específicamente económicos, sino de intereses que se refieren a las condiciones de desarrollo de la propia personalidad o cosas semejantes, para las cuales hoy se usa la expresión, tan cómoda como sibilina, "calidad de la vida". Me refiero lo mismo a movimientos sociales, como el movimiento feminista, los diversos movimientos juveniles, los movimientos de homosexuales, así como a aquellos de opinión que contemplan la defensa y la promoción de derechos fundamentales, como las diversas ligas de los derechos del hombre, en defensa de minorías lingüísticas o raciales, como también a Amnistía Internacional que ha realizado, entre otras, una campaña por la abolición de la pena de muerte en el mundo. Estos movimientos son reconocidos, y hasta un cierto límite, variable de país a país, tolerados, en un sistema democrático con base en los dos principios fundamentales de la libertad de asociación y de opinión. Estos principios deben interpretarse como verdaderas y propias precondiciones para el funcionamiento de las reglas del juego, particularmente de la regla fundamental y representativa de acuerdo con la cual ninguna decisión colectiva obligatoria puede ser tomada y realizada si no reposa en última instancia en el consenso manifestado a través de elecciones periódicas por sufragio universal.

Libertad de asociación y libertad de opinión deben considerarse como condiciones fundamentales del buen funcionamiento de un sistema democrático porque ponen a los actores de un sistema basado en la demanda proveniente de abajo y en la libre toma de decisiones o en la libre elección de delegados que deben decidir, en la condición de expresar las propias demandas y de tomar las decisiones con conocimiento de causa, después de la libre discusión.

Naturalmente ni la libertad de asociación ni la de opinión pueden ser admitidas sin límites, como cualquier libertad. El cambio de los límites en un sentido o en otro determina el grado de democratización de un sistema. Allí donde los límites aumentan, el sistema democrático se altera, donde las dos libertades son suprimidas, la democracia cesa de existir.

Sobra decir que también esta forma de hacer política mediante movimientos sociales o movimientos de opinión, precisamente en cuanto es conocido y tolerado por el sistema e incluso forma parte constitutiva de las reglas del juego, no puede tener como efecto la transformación del sistema, por lo menos hasta que el sistema tenga el poder de controlarlo o de limitarlo sin anularlo del todo. Lo que ha sucedido en Italia es un caso ejemplar de las dificultades de distinguir las asociaciones lícitas de las ilícitas, las opiniones admitidas de las no admitidas. Pero el máximo criterio de distinción, a pesar de todo, es el de salvaguardar el sistema en su conjunto, entendiendo por sistema, como hasta aquí lo he hecho, un conjunto de reglas-actores-comportamientos.

No sé si estas consideraciones puedan ser tomadas al mismo tiempo como razonables y realistas. Pero sí sé que serán consideradas desilusionantes y desanimadoras por aquellos que —frente a la degradación de nuestra vida pública, frente al vergonzoso espectáculo de corrupción, de ignorancia, de arribismo, de cinismo, que nos ofrece cotidianamente gran parte de nuestra clase política (hay excepciones, pero no bastan para cambiar el cuadro general)— piensan que la forma de hacer política permitida por el sistema no sea suficiente —ya no digo para transformarlo, sino ni siquiera para resanarlo—, y que para los grandes males están los grandes remedios (aunque existen remedios extremos, como el del terrorismo, que han contribuido solamente a agravar el mal); quienes piensan de esta manera sufren de un estado de impotencia al que se ven obligados aceptando las reglas del juego, y quisieran salir de él sin resignarse a ser expectadores pasivos de la pérdida de tantas esperanzas.

Quien escribe pertenece a una generación que perdió las grandes esperanzas hace más de treinta años, poco tiempo después de la liberación, y ya no las recuperó más que en algunos momentos, tan raros como pasajeros y, al final, poco decisivos; uno por década, la derrota de la Ley Fraude (1952), el advenimiento del centro-izquierda (1964), el gran salto del Partido Comunista (1975).

Queriendo encontrar las líneas de un proceso podemos interpretar las tres etapas: la primera, como el freno de una involución precoz; la segunda, como el cambio del partido hegemónico de las alianzas hacia la derecha (hasta los misinos)* a las alianzas hacia su izquierda; la tercera, la prefiguración de una alternativa de izquierda. Quien tiene tras de sí muchos años de esperanzas perdidas, está más resignado frente a la propia impotencia. Más resignado porque, habiendo vivido la mitad de su vida (la edad de la formación) bajo el fascismo, continúa creyendo obstinadamente, como por lo demás la mayor parte de sus coetáneos, que .una mala democracia (y la nuestra es verdaderamente mala) siempre es preferible a una buena dictadura (como dictadura, la mussoliniana ciertamente era mejor que la hitleriana); es mejor no tener una política exterior que tener una agresiva, belicosa y destinada a la catástrofe; diez partidos rijosos más tolerables que uno solo "graníticamente" unido bajo la guía infalible de su jefe; la sociedad corporativa, pero libre, es menos insoportable que el Estado corporativo, y así por el estilo. Entiendo perfectamente que estas observaciones no valen para los más jóvenes que no conocieron el fascismo y que están familiarizados solamente con esta democracia más que mediocre, y no están igualmente dispuestos a aceptar el argumento del mal menor; digo, estos jóvenes que conocieron al contrario la etapa exaltante aunque deslumbrante del 68, y que no se resignan a aceptar que la fiesta terminó en lo banal, y desafortunadamente también en lo trágico cotidiano. Quizás se podría hacer un intento de explicación de por qué aquella etapa feliz terminó tan mal: fue un gran movimiento en la superficie, en las universidades, también en las escuelas, que llegó a alguna fábrica, a las ciudades. Pero, ¿en lo profundo y en el resto del país? Qué cosa cambió verdaderamente en la sociedad real, aquella que no se ve porque no aparece en las primeras páginas de los periódicos, en la sociedad "sumergida", aquella de quienes continuaron votando por la Democracia Cristiana, como si nada hubiese pasado, o de quienes dieron algún voto de más a los comunistas en 1975 y 1976, y luego en parte se lo quitaron, o de quienes dedican la mayor parte de las horas libres a comentar los juegos de fútbol del domingo, o que leen y continúan leyendo cuentitos y cuentotes en vez de los "Quaderni piacentini". ¿Cambió? ¿O permaneció siempre la misma? Y si cambió lentamente, ¿fue porque cambió la sociedad en la que estaba inmersa sin saberlo, y no porque cuatro jóvenes inflamados y animados por un sincero espíritu de justicia enarbolaron la bandera de la lucha contra la injusticia, contra la represión, contra la sociedad de consumo, contra los privilegios y querían la imaginación en vez de lo obtuso del poder?


* Denominación de los miembros del Movimiento Social Italiano (MSI) de raíces fascistas.


Entiendo que el mal menor es un triste consuelo, y no conforta mucho el argumento de que los cambios sociales son lentos, casi imperceptibles, y que es necesario no ser demasiado impacientes. No digo que este segundo argumento sirva para consolar a los más jóvenes de la impotencia por modificar el estado de cosas presente —con respecto al cual los años en los que estallaron las revueltas juveniles ahora pueden ser juzgados, por lo menos en nuestro país, como años de vacas gordas y de relaciones políticas y humanas todavía decentes (la degradación de nuestro sistema político debe partir de la matanza de la plaza Fontana)—, sino que digo que sirve para explicar por qué el sentido de impotencia nació el llamado reflujo.

Ya ha sido indicado que el reflujo se ha vuelto un recipiente en el que se han puesto las cosas más diversas.44 Entonces, no es inútil esbozar una fenomenología ya que me parece la única manera de comenzar a entender si se pueda salir del reflujo y cómo. Intentar una fenomenología del reflujo significa distinguir del fenómeno general los fenómenos diferentes que requieren atenciones diferentes (bajo el supuesto de que se consideren como enfermedades de las cuales se debe sanar). Me parece que se pueden localizar al menos tres, que llamo, a falta de algo mejor, la separación de la política, la renuncia a la política, el rechazo a la política.

La primera encuentra su expresión más incisiva en la fórmula: "No todo es política". Una fórmula que es la clara antítesis de la validez universal de la política, y fue uno de los grandes principios ideológicos y prácticos de la generación del 68. A fin de cuentas creo que la nueva fórmula (que es antiquísima) de ninguna manera sea regresiva, y mucho menos reaccionaria, así como tampoco que provoque la indiferencia. La politización integral de la propia vida es la vía que lleva al Estado total y a lo que Dahrendorf llamó el ciudadano total, por lo que la polis es todo y el individuo nada. En la historia, de la que somos herederos directos, el Estado no es todo, y en toda época siempre ha existido al lado del Estado el no-Estado bajo forma de sociedad religiosa contrapuesta a la sociedad política, o de la vida contemplativa contrapuesta a la vida activa, o también solamente del conjunto de relaciones económicas cerradas al ámbito de la familia o abiertas al mercado, diferentes de las relaciones de dominio que caracterizan el Estado. Sólo en momentos extraordinarios de rápidas y protundas transformaciones, la actividad política absorbe todas las energías, se vuelve predominante y exclusiva, no permite distracciones ni demarcaciones de esferas. Pero normalmente son momentos de duración breve, como fue para mi generación el compromiso con la Resistencia (terminada la cual muchos regresaron a sus ocupaciones habituales que habían interrumpido, pero no borrado de sus mentes). En los momentos en los cuales la acción política entra de nuevo en su ámbito, que es el señalado por la pasión del poder, y en el que predominan las artes del león y del zorro, el hombre común busca su escape en la vida privada que es exaltada como el puerto en el que se salva de las tempestades de la historia, y el filósofo escribe: "Estas turbas no me mueven ni al llanto ni a la risa, sino más bien a filosofar y a observar mejor la naturaleza humana [...] Por tanto dejo que cada uno viva como le plazca y quien quiera morir que muera en santa paz con tal que me dejen vivir para la verdad."45 Los epicúreos, en el periodo de la crisis de las ciudades griegas, predicaron la abstención de la vida política, esto también fue exaltado por los libertinos en la época en que arreciaron las guerras de religión. Asimismo, en estos últimos años regresa, con una intensidad que desde hace tiempo no se veía en nuestra cultura, el entusiasmo por la primacía de la vida espiritual, o de los principios morales con respecto a la pura política, en los disidentes soviéticos como Soljenitsyn o Zinoviev (por citar dos autores que culturalmente se encuentran en las antípodas). Queda inmóvil en los siglos el dicho de que se debe dar al César lo que es del César con tal de que se permita dar a Dios lo que es de Dios. La incapacidad de distinguir una esfera de otra, la concentración de todas sus energías en una de las esferas únicamente, es propia del fanático (sólo en raras ocasiones del genio). Por lo contrario, la vida de la gente común se desarrolla en la mayor parte de los casos en espacios diferentes que están fuera del espacio ocupado por la política, y que la política toca, pero no cubre jamás del todo, y cuando los cubre es signo de que el individuo se ha vuelto el engranaje de una máquina de la que no sabe exactamente quién es el guía y a dónde lo lleve.

La segunda posición, la de la renuncia, puede ser resumida con otra fórmula: "La política no es de todos."46 La diferencia entre las dos situaciones es bastante clara y no requiere un mayor desarrollo. La primera se refiere a los límites de la actividad política, la segunda a los límites de los sujetos que están llamados a participar en esa actividad. Podemos imaginar una situación en la cual la política es todo, pero no de todos, como la del Estado total; en el extremo opuesto, una situación en la que la política no es todo, pero es de todos y que corresponde al Estado democrático y al mismo tiempo liberal. Entre estos dos extremos se da la situación en la cual la política no es todo y no es de todos, ejemplificada por los Estados oligárquicos del pasado (y también disfrazados por los falsos ropajes de los Estados democráticos del presente); se da también la situación en la cual la política es todo y es de todos, y de la cual solamente tenemos un modelo ideal, que jamás se ha realizado y quizás (diría afortunadamente) jamás se realizará, la república pensada por Rousseau en el Contrato social (la más cercana al modelo que más o menos conscientemente tenían en mente quienes protestaron en el 68, salvo grupos restringidos de neomarxistasleninistas o de vetero-estalinistas).

Ambas fórmulas pueden ser interpretadas como simples juicios de hecho, es decir, como meras constataciones que cada uno de nosotros registra sin agitarse demasiado, imparcialmente, como jueces neutrales. Pero también pueden ser interpretadas como propuestas para una acción o una reforma por hacer, como si se dijese que todo es política, es verdad, pero sería mejor que no fuese así, o bien que la política es de todos, pero sería mejor que no todos se ocuparan de cosas que no les corresponden o en las que no son competentes. En esta segunda interpretación, ambas fórmulas pueden servir para expresar en vez del deseo que una cierta cosa suceda, el deseo contrario: de hecho la política no invade todo, pero sería mejor que así fuera, o bien de hecho no todos se ocupan de política, pero la sociedad ideal es aquella en la cual todos son igualmente ciudadanos. En resumen, cuando digo "no todo es política", podría decir dos cosas diferentes: a) la experiencia histórica demuestra que la política es una más de las actividades fundamentales del hombre; b) es mejor la sociedad en la cual la política no invade toda la vida del hombre. Análogamente cuando digo 'la política no es de todos", puedo decir: a) que la política está hecha por pocos es una realidad histórica que no ha sido desmentida ni siquiera en las llamadas sociedades democráticas; c) es mejor la sociedad en la cual existe una cierta división del trabajo y la mayor parte de las personas están libres del compromiso cotidiano de ocuparse de los asuntos públicos. Históricamente, al menos, se han dado dos versiones diferentes de esta fórmula interpretada como un juicio de hecho: una conservadora, la teoría de las élites, la otra revolucionaria, la teoría del partido-vanguardia de clase. Pero, independientemente de las teorías que frecuentemente están llenas de presupuestos ideológicos (y son, como hubiera dicho Pareto, teorías pseudocientíficas, o meras "derivaciones"), para el hombre de la calle no escapa la existencia del "palacio", en el cual, los que son admitidos a los trabajos (y a los banquetes) son pocos, y los otros, en la mejor de las hipótesis, se quedan mirando, cuando aún el palacio es en todo o en parte, como los castillos de los cuentos, invisible.

En fin, entendida como una propuesta positiva, es decir, como la prescripción de un comportamiento deseable, la fórmula es una típica expresión de la posición de desprecio de las oligarquías de todos los tiempos frente al vulgo, la plebe, la "chusma"; y hoy también de los grupos tecnocráticos, para los cuales la contraposición ya no es entre sabios e ignorantes, sino entre competentes e incompetentes (donde el criterio de distinción ya no es la posesión de la sabiduría, sino el conocimiento científico). En cambio como prescripción que debe ser condenada, la misma fórmula es la típica expresión del credo democrático, de la confianza en la participación popular, de la exaltación del poder desde abajo contrapuesto al poder jerárquico, de la autonomía contrapuesta a la heteronomía, de la convicción de que cada uno sea el mejor juez de sus propios intereses, de la condena de toda forma de delegación.

La tercera posición, que llamé el rechazo a la política, es más exclusiva que las primeras dos, y quizás sea la que, por su radicalismo, caracteriza mejor el fenómeno del reflujo. Anteriormente dije que las primeras dos fórmulas también pueden ser interpretadas como juicios de hecho, en cambio esta última siempre implica un juicio de valor sobre la política. En el ámbito de esta posición debe ser hecha la distinción, para completar esta rápida fenomenología, entre dos diferentes maneras de condenar la política, una más burda, la otra más noble. La primera, fundamentalmente egoísta, particularista, economicista, es propia de la indiferencia pequeño-burguesa, según la cual sabio es aquel que mira al propio "particular", y quien se mete en la política es alguien que se atiene a las consecuencias; en la política no hay ideales, y los ideales descabellados son mentiras, porque los hombres se mueven solamente por sus intereses, grandes o pequeños, de acuerdo con las condiciones y las ambiciones, y cada uno debe cultivar lo propio defendiéndolo del llamado interés público que casi siempre es el interés privado de pocos. La otra manera de condenar la política es ético-religiosa, siempre presente en nuestra tradición filosófica y religiosa, y es propia de quien no logra ver en la política otra cosa que la "faz demoniaca del poder" (mucho más trágica que la cara charlatanesca que aleja a los indiferentes); considerando la política como el lugar donde domina incontrastada la voluntad de poder, donde es justo aquello que conviene al más fuerte, donde la única manera reconocida de resolver los conflictos es la violencia, y donde, para juzgar quien tiene razón y quien no la tiene, no existe otro tribunal que la historia, la cual siempre da razón a quien gana, de manera que los ideales solamente son un medio para capturar a las masas crédulas cuando está en juego la conquista del poder y cuando sus conquistas inevitablemente son traicionadas. De estas dos posiciones, una es quizás demasiado miope; la otra demasiado présbita. De una nace la idea de una sociedad que pueda sobrevivir con un Estado reducido al mínimo, que no tenga otro interés público más que el de permitir que cada uno pueda perseguir lo más libremente posible sus propios intereses privados. De la otra brota el ideal de la sociedad de los doctos, de la república de los sabios o de los filósofos, del Estado que se vuelve Iglesia, del reino de los fines, en el que las leyes morales libremente observadas sustituyen totalmente a las leyes jurídicas impuestas por la fuerza. Si se quiere son dos utopías, pero que corresponden a estados de ánimo reales y continuamente reemergentes y como tales no podemos dejar de tomarlas en serio, no por otra cosa sino porque muestran una insatisfacción permanente frente a la realidad política. Se trata de una insatisfacción que reaparece, de acuerdo al tiempo y los ánimos, en cada uno de nosotros.

Naturalmente, esta fenomenología del reflujo puede explicar muchas cosas y hacerlo aparecer menos excepcional de como se le presenta a aquellos que, en una breve etapa de sus vidas, creyeron sinceramente en el compromiso total; pero esta fenomenología no ofrece ninguna salida a quien adopta una posición de separación, renuncia o rechazo, no frente a la política en general, sino frente a esta política nuestra, y que cree que hay por encima del modo tradicional de hacer política, frente al cual pueden valer las posiciones descritas, una nueva forma de hacer política, por encima de las concepciones negativas y también positivas de la política, cuando la política sea entendida, no como la actividad dirigida al interés propio, sino al bien común; no solamente al vivir, sino, como decía Aristóteles, al vivir bien.

Pero, ¿existen estas vías para salir? El cuestionario que se nos presentó47 se orienta hacia las nuevas formas de "práctica política", como la desobediencia civil, la autodeterminación, el veto. Con el fin de que tengan mayor relevancia, son presentados como "derechos" y, en efecto, se habla de "derecho a la desobediencia civil", de "derecho a la autodeterminación", de "derecho de veto".

Pero ¿se trata verdaderamente de derechos? Únicamente en el caso de la autodeterminación se puede hablar correctamente de derecho, si se le entiende bajo la especie del derecho de asociación previsto en el artículo 18 de la Constitución; pero con el asociacionismo en sus muy diferentes versiones se pueden, como se ha dicho, mover las aguas, pero no desencadenar las tempestades. Por lo que se refiere al derecho a la desobediencia civil, éste no existe, en cambio existe claramente el deber contrario, establecido en el artículo 54, de "observar la Constitución y las leyes". Lo mismo se debe decir del derecho de veto, si se entiende literalmente como el derecho de impedir una deliberación colectiva con un solo voto contrario, ya que en un sistema democrático es soberana la regla de la mayoría y no la de la unanimidad.48 Lo que no excluye que tanto la desobediencia civil como el veto puedan existir, en determinadas circunstancias, como formas específicas de un poder de hecho: respecto a la desobediencia civil, por dar un ejemplo, tal poder de hecho se manifiesta cuando el número de quienes se niegan a aceptar una orden de la autoridad, aunque sea una ley del Parlamento, es de tal magnitud que hace prácticamente imposible la represión; en el caso del veto, cuando el voto de una sola persona o el de un grupo es determinante para tormar una mayoría, lo que sucede todos los días frente a nosotros, en las alianzas de la Democracia Cristiana con los partidos pequeños, que tienen un peso determinante al hacer de una mayoría relativa una mayoría absoluta.49 Precisamente porque se trata de poderes de hecho, tienen necesidad o de mucha fuerza o de circunstancias excepcionales particularmente favorables; no se pueden invocar como se invocan los derechos en cualquier circunstancia en la cual se considera que hayan sido violados.

Presentarlos como derechos es engañoso, porque hace creer que están, como todos los demás derechos, garantizados, y en realidad no sucede así; quien se confía corre el riesgo de ir a la cárcel. Engañoso y peligroso puede desviar fuerzas, indispensables para la batalla actual, hacia soluciones equivocadas e impracticables. No hay duda de que las relaciones de derecho pueden ser modificadas con el cambio de relaciones de fuerza; pero, precisamente por ello, es necesario darse cuenta de que se trata de relaciones de fuerza y no de un recurso garantizado por el Derecho, y que para modificar las relaciones de fuerza es indispensable, como habría dicho el señor de La Palisse, tener la fuerza. No discuto si ésta fuerza exista, aunque es difícil creerlo, únicamente digo que no se puede tomar por Derecho una serie de hechos, incluso el deseo de que ciertos hechos acontezcan.


47 Este artículo fue concebido como respuesta a un cuestionario propuesto por Luigi Manconi, que se refiere a la crisis de la nueva izquierda, en general de los partidos tradicionales y el nacimiento de los movimientos sociales cuya práctica política deberla estar dirigida a reivindicar el derecho de desobediencia, de autodeterminación y de veto.

48 He analizado este tema en el ensayo "La regola di maggioranza, limiti e apone", en N. Bobbio, C. Offe y S. Lombardini, Democracia, maggioranza e minórame, II Mulino, Bolonia, 1981, pp. SS-72.


Concluyo. Ya he dicho que permaneciendo en los límites de las reglas del juego, las posibles alternativas son las que son y los pasos para seguir estos caminos previsibles son casi obligados; no creo que sea deseable salir de las reglas del juego, suponiendo que sea fácil, y se ha visto que no lo es, porque una vez que se ha roto la regla principal, que es la de las elecciones periódicas, no se sabe cómo terminarán las cosas. Personalmente creo que se terminaría mal. No tiene caso evocar aquí una vieja historia: el movimiento obrero nació bajo la idea de que la democracia fuese una conquista burguesa y entonces fuera necesario una nueva forma de hacer política, posteriormente no sólo adoptó sino también consolidó la democracia representativa mediante el sufragio universal. Ahora bien, en el ámbito de esta democracia representativa yo no veo para nuestro país, en el futuro próximo, otra solución más que la alternativa de izquierda (que no es la huidiza "alternativa democrática" de la que hablan los comunistas). Todo lo demás está entre los castillos en el aire y la agitación por la agitación misma, destinada a aumentar tarde o temprano la frustración. Es poco; pero ya de por sí es tan incierto este poco que buscar otra cosa significa meterse una vez más en el camino de las expectativas destinadas a frustrarse.


49 Para ulteriores reflexiones sobre la desobediencia civil y sobre el derecho de veto se puede ver mi artículo, "La resistenza all'oppresione, oggi," en Studi sassaresi, 1973, pp. 15-31, y el término "Disobbedienza civile", en el Dizionario di política, Utet, Turin, 1983, pp. 338-42.


IV. La democracia y el poder invisible

En un escrito que realicé hace algunos años me ocupé de las "paradojas" de la democracia, es decir, de las dificultades objetivas con las que se enfrenta una correcta aplicación del método democrático, precisamente en las sociedades en las que continúa creciendo la demanda de democracia.50 Para quien considera a la democracia como el ideal del "buen gobierno" (en el sentido clásico de la palabra, o sea, en el sentido que realiza mejor que ningún otro el bien común), el otro tema objetivo de continuo debate es el que se podría llamar de los "fracasos" de la democracia. Gran parte de lo que hoy se escribe sobre la democracia puede ser incluido en la denuncia, apesadumbrada o triunfante, de estos fracasos. Aquí entra el tema clásico de la teoría de las élites, y el todavía más clásico de la diferencia entre democracia formal y democracia sustancial. También puede ser abarcado el tema de la ingobernabilidad, que apareció en estos últimos años. Por otra parte, no me parece que haya tenido todavía la debida atención de los escritores políticos —como lo ameritaría— el tema sobre el cual hago esta primera investigación, del "poder invisible".


EL GOBIERNO DEL PODER PÚBLICO EN PÚBLICO

Uno de los lugares comunes de todos los viejos y nuevos discursos sobre la democracia, consiste en la afirmación de que ella es el gobierno del "poder invisible". Que pertenezca a la "naturaleza de la democracia", que "nada pueda permanecer confinado en el espacio del misterio", son frases que leemos, con pocas variaciones, todos los días.51 Con una redundancia se puede definir el gobierno de la democracia como el gobierno del poder público en público.

El error sólo es aparente porque "público" tiene dos significados: si es contrapuesto a "privado", como en la distinción clásica entre ius publicum y tus privatum, que nos llega de los juristas romanos, o si es confrontada con lo "secreto", por lo que no adopta el significado de perteneciente a la "cosa pública" al "Estado", sino de "manifiesto", "evidente", precisamente "visible".

Por ello los dos significados no coinciden: un "espectáculo público puede ser perfectamente un asunto privado, y una escuela privada (en el sentido de que no pertenece al Estado) no puede evadir la publicidad de sus actos. De esta manera, nada quita al carácter privado del poder del padre de familia, de acuerdo con la distinción entre Derecho privado y Derecho público, la obligatoria publicidad de muchos actos de su gestión, y nada quita al carácter público del poder de un soberano autocrático el hecho de que este poder sea ejercido en muchas circunstancias dentro del máximo secreto.

La democracia, como régimen del poder visible, hace pensar en la imagen, que nos llega de los escritores políticos de todos los tiempos que se reclaman al gran ejemplo de las Atenas de Péneles, del "Agora" o de la "ekklesia", es decir, en la reunión de todos los ciudadanos en un lugar público con el fin de hacer y escuchar propuestas, denunciar abusos o pronunciar acusaciones, y decidir, alzando la mano o mediante pedazos de loza, después de haber escuchado los argumentos en pro o en contra presentados por los oradores.


53 Platón, Leyes, 701a (trad. A. Cassara, Laterza, Barí, 1921, vol. I, p. 102). Víase también el fragmento anterior en el que se dice que la música no debe ser juzgada por el primero que llega, por lo que el juez de la buena música no debe juzgar tomando lecciones de los espectadores "confundido por el ruido de la muchedumbre", y se critica "lo que la ley dispone en Sicilia y en Italia, donde ella plantea el juicio a la masa de los espectadores, y proclama al vencedor alzando la mano" (659 b).


Escribe Glotz que cuando el pueblo estaba reunido el heraldo denunciaba a cualquiera que quisiese engañarlo, y para que los demagogos no abusasen de sus artes oratorias la asamblea permanecía en todo momento bajo la "mirada" (nótese esta referencia al acto de "ver") del dios. Los magistrados eran sometidos a una vigilancia continua y "nueve veces al año en cada pritania debían renovarse sus poderes con un voto de confianza, alzando la mano, y si no lo obtenía eran enviados ipso Jacto delante de los tribunales"."'2 No está fuera de lugar el hecho de que la asamblea frecuentemente haya sido comparada con un teatro o un estadio, es decir, con un espectáculo público, donde precisamente hay espectadores llamados a asistir a una acción escénica que tiene lugar de acuerdo con reglas preestablecidas y se concluye con un juicio. Platón, eri un fragmento de las leyes, en el que habla del tiempo en el cual el pueblo estaba sometido a las leyes, y toma como ejemplo el respeto a las leyes de la música, cuenta cómo poco á poco y gracias a poetas trasnochados "por un entusiasmo de adoradores de Baco" hubiese sido introducida una deplorable confusión entre los diversos modos musicales y adoptada por el vulgo la falta de respeto por las leyes musicales, de manera que 'los públicos teatrales de mudos se convirtieron en locuaces, como si entendieran lo que en el arte es bello o feo. En cambio ahora, de una aristocracia musical tenemos una miserable teatrocracia".55 Inmediatamente después redefine este término de nuevo cuño "teatrocracia" como "democracia en materia de música", interpretándola como el efecto de la pretensión del vulgo de poder hablar de todo y de no reconocer alguna ley. Platón es un escritor antidemocrático. La equiparación entre el gobierno del pueblo y el gobierno del público en teatro (con la consecuente contraposición entre gobierno del público y gobierno de los mejores) le sirve para expresar una vez más su condena contra la democracia, entendida como el reino del libertinaje y del desorden. Pero la asimilación del demos por el público de un teatro es correcta más allá del juicio de valor a que está vinculado en el fragmento platónico.54.

Es conocida la fuerza sugestiva de la democracia antigua en la época de la Revolución francesa. Aquí no importa saber si la realidad estuviese de acuerdo con el modelo o si a lo largo de los siglos haya sido transfigurada en un ideal normativo. El gobierno democrático permanece en el tiempo, y todavía más intensamente en los momentos de convulsión y de expectación del novtis ordo, como el modelo ideal del gobierno público en público. Entre las innumerables obras del tiempo de la revolución, tomo la siguiente cita del Catechismo repubblicano de Michele Natale (obispo de Vico ajusticiado en Nápoles el 20 de agosto de 1979):

¿No hay nada secreto en el gobierno democrático? Todas las actividades de los gobernantes deben ser conocidas por el pueblo soberano, excepto alguna medida de seguridad pública, que se le debe hacer de su conocimiento en cuanto el peligro haya pasado.55.

Este fragmento es ejemplar porque enuncia en pocos renglones unos de los principios fundamentales del Estado constitucional: la publicidad es la regla, el secreto es la excepción, y en todo caso es una excepción que no debe aminorar la regla, ya que el secreto está justificado al igual que todas las medidas excepcionales (para entendernos, aquella que podía tomar el dictador romano), solamente si está limitado en el tiempo.56.


54 El uso que Nietzsche le da al término "teatrocracia" en "El caso Wagner", es de una clara derivación platónica, aunque con acentuación diferente, del teatro como lugar con respecto al teatro como el conjunto de los espectadores. En este escrito Nietzsche critica el Movimiento de Bayreuth por haber animado "la presunción del profano, del idiota en arte", donde "toda esta gente organiza hoy asociaciones e impone el propio gusto y quisiera ser juez hasta in rebus musicis et musicanttbus" (aqui la influencia de Platón es indudable), y de haber cultivado la "teatrocracia", definida como "la extravagancia de una creencia en el primado del teatro, en un derecho a la supremacía del teatro, sobre las artes, sobre el arte" (Opere, a cargo de G. Colli y M. Montinari, Adelphi, Milán, 1970, vol. VI, tomo III, p. 39).

55 M. Natale, Catechismo repubblicano per l'istruzione del popólo e la rovina de' tiranni, en la reciente edición a cargo de G. Acocella, y con la presentación de F. Tessitore, Vico Equense, 1978, p. 71. Otra curiosa cita de M. Joly, Dialogue aux enfers entre Machiavel et Montesquieu ou la politique de Maquiavel au XIX siécle par un contemporain, "chez tous les libraires", Bruxelles, 1968: "pero como la publicidad es la esencia de los países libres, todas estas instituciones sólo podrían vivir mucho tiempo si funcionaran a la luz del día".

56 Una de las características de la dictadura romana es la relación entre la medida excepcional y la temporalidad. Se trata de la dictadura que Schmitt llamó dictadura "comisaria", para distinguirla de la dictadura "soberana" (La dittatura [1921], Laterza, Barí, 1975, cap. 1). La temporalidad justifica la concentración excepcional de poder. Desde el momento en que la dictadura se vuelve perpetua el dictador se transforma en tirano. La dictadura romana es un típico ejemplo de justificación de la excepción a la regla mediante la limitación en el tiempo.


Típico en el sentido de que cualquier medida excepcional, cuando esté rigurosamente limitada en el tiempo, suspende la aplicación de la regla, pero no abroga la misma, y por tanto salva el ordenamiento en su conjunto.

Siempre ha sido considerado como uno de los puntos fundamentales del régimen democrático, el que todas las decisiones y, en general, los actos de los gobernantes deban ser considerados por el pueblo soberano. El régimen democrático ha sido definido como el gobierno directo del pueblo o controlado por el pueblo (¿cómo podría ser controlado si estuviese escondido?). Aun cuando el ideal de la democracia directa es abandonado como anacrónico con el nacimiento del gran Estado territorial moderno (pero incluso el pequeño Estado territorial ya no es una ciudad-Estado) y es sustituido por el ideal de la democracia representativa, ya perfectamente delineado, en una carta de Madison a sus interlocutores'7 polemizando precisamente con la democracia de los antiguos, el carácter público del poder entendido como no secreto, como abierto al público, permanece como uno de los criterios fundamentales para distinguir el Estado constitucional del Estado absoluto. De esta manera se señala el nacimiento o el renacimiento del poder público en público. En un fragmento de su Verfassungslehre, Carl Schmitt, capta bien, quizá más allá de sus intenciones y en todo caso no en el contexto en el que se desarrollan estas observaciones, el nexo entre el principio de representación y la publicidad del poder, hasta el grado de interpretar la representación como una forma de represión, es decir, como una manera de presentar, de hacer presente, de hacer visible lo que de otra manera quedaría escondido. Vale la pena citar al menos dos fragmentos: La representación puede tener lugar solamente en la esfera de la publicidad. No hay ninguna representación que se desarrolle en secreto o a cuatro ojos... Un parlamento tiene un carácter representativo únicamente en cuanto se cree que su actividad sea pública. Reuniones secretas, acuerdos y decisiones secretas del comité que se quiera pueden ser muy significativos e importantes, pero jamás pueden tener un carácter representativo.58 El segundo fragmento es más explícito con respecto a nuestro tema: Representar significa hacer visible y hacer presente un ser invisible mediante un ser públicamente presente. La dialéctica del concepto está en que lo invisible es supuesto como ausente y al mismo tiempo se hace presente.59 Por encima del tema de la representación, la teoría del gobierno democrático ha desarrollado otro tema estrechamente vinculado con el poder visible: el tema de la descentralización entendida como revaluación de la importancia política de la periferia con respecto al centro. Se puede interpretar el ideal del gobierno local como un ideal inspirado en el principio de que el poder es más visible en cuanto es más cercano. De hecho la visibilidad no depende únicamente de la presentación en público del que está investido del poder, sino también de la cercanía espacial entre el gobernante y el gobernado. Aunque la comunicación de masas ha acortado las distancias entre el elegido y sus electores, la publicidad del Parlamento nacional es indirecta al efectuarse sobre todo por medio de la prensa, la publicación de las actas parlamentarias, o de las leyes y otras disposiciones en la Gaceta Oficial. La publicidad del gobierno de un municipio es más directa, y es más directa precisamente porque la visibilidad de los administradores y de sus decisiones es mayor; por lo menos, uno de los argumentos de los que siempre se han servido los defensores del gobierno local, el argumento de la restricción y multiplicación de los centros de poder, ha sido la mayor posibilidad que se le ofrece al ciudadano de extender su mirada a los asuntos que le conciernen, y de dejar el mínimo espacio al poder invisible.

Hace algunos años Habermas, en un libro muy conocido y discutido, presentó la historia de la transformación del Estado moderno mostrando la aparición gradual d é l o que llamó ' l a esfera privada de lo público", o, dicho de otra manera, la importancia pública de la esfera privada, de la llamada opinión pública que pretende discutir y criticar los actos del poder público, y para ello exige —y no puede dejar de hacerlo — , la publicidad de los debates, tanto de los debates propiamente políticos como de los judiciales.60 Se entiende que la mayor o menor importancia de la opinión pública —como opinión referente a los actos públicos, es decir, propios' del poder publico que es por excelencia el poder ejercido por los órganos decisionales supremos del Estado, de la "res pública"—, depende de la mayor o menor oferta al público, entendida precisamente como visibilidad, cognoscibilidad, accesibilidad, y por tanto controlabilidad, de los actos de quien detenta el poder supremo. Así entendida, la publicidad es una categoría típicamente iluminista en cuanto representa exactamente uno de los aspectos de la batalla de quien se considera llamado a, derrotar el reino de las tinieblas: donde quiera que haya extendido su dominio, la metáfora de la luz y de la iluminación (de la Aufklarung o del Énltghtment) se consagra perfectamente a la representación del contraste entre poder visible y poder invisible.61 En un fragmento de "Mito solar de la revolución", Starobinski recuerda que Fichte, partidario de la revolución, había fechado para la Heliópolis, en "el último año del antiguo oscurantismo", el discurso sobre la Reivindicación de la libertad de pensamiento frente a los príncipes de Europa que hasta ahora la han pisoteado (1793).62.


57 En particular la carta n ú m . 10 del 23 de noviembre de 1787, II Federalista, Nistri-Lischi, Pisa, 1955, p p . 56 ss. [Hay edición en español con el título de El Federalista, FCE., México].

58 C. Schmitt, Verfassungslehre, Dunker & Humboldt, München-Leipzig, 1928, p. 208.

59 Ibidem, p. 209, J, Freund (L'essence du politique, Sirey, París, 1965, p. 329) reclama la atención sobre este aspecto del pensamiento de Schmitt.

60 J. Habermas. ütrukturwandel der Óffentlichket't Luchterhand, Neuwied, 1962. El libro me parece discutible porque jamás son distinguidos, a lo largo de todo el análisis histórico, los dos significados de "público" como perteneciente a la esfera estatal, a la "res pública", que es el significado original del término latino "publicum", que nos llega de la clásica distinción entre ius privatum y ius publicum, y como digo (que es el significado del término alemán offentliches) opuesto a secreto.

61 Lo que no quita el uso de parle de los iluministas de las sociedades secretas como instrumento indispensable para combatir la batalla de las luces contra el absolutismo. Sobre este tema ver R. Koselleck, Critica illummistica e crisi delta societá borghese (1959), II Mulino, Bolonia, 1972. Koselleck señala: "Contra el misterio de los idólatras de los arcana de la política estaba el secreto de los iluministas. ¿Por que sociedades secretas? —pregunta Bode, su líder en la Alemania del norte—; la respuesta es simple: 'Porque seria una locura jugar a cartas descubiertas cuando el adversario esconde su juego' " (p. 108).


Quien más que cualquier otro contribuyó a aclarar el nexo entre opinión pública y publicidad del poder fue Kant, que justamente puede ser considerado como el punto de partida de cualquier discurso sobre la necesidad de la visibilidad del poder; una necesidad que para Kant no es solamente política sino también moral. En el famoso ensayo sobre el iluminismo Kant afirma perentoriamente que éste requiere "la más ofensiva de todas las libertades, es decir, aquella de utilizar públicamente la propia razón en todos los campos". Luego de esta afirmación comenta: "El uso público de la propia razón debe ser libre en cualquier tiempo; solamente esto puede realizar el iluminismo entre los hombres", donde por "uso público de la propia razón" se entiende "el uso que uno hace de ella como docto frente al público de lectores". Como se sabe, el comentario es acompañado por un elogio a Federico II, quien favoreció la libertad religiosa y la libertad de pensamiento, entendida esta última como la autorización a los subditos "de usar su razón" y de "exponer públicamente al mundo sus ideas sobre una mejor Constitución, criticando libremente la existente".63 Naturalmente el uso público de la propia razón exige la publicidad de los actos del soberano. Precisamente sobre este punto el pensamiento de Kant es muy explícito y merece ser resaltado, por su actualidad, más de lo que ha sido hasta ahora, incluso por los críticos más agudos. En el segundo Apéndice de la Paz perpetua, titulado De la armonía entre la política y la moral, según el concepto trascendental del Derecho público, Kant considera "concepto trascendental del Derecho público" el siguiente principio: "Todas las acciones referentes al Derecho de otros hombres cuya máxima no es susceptible de publicidad, son injustas."64 ¿Cuál es el significado de este principio? En términos generales se puede responder que una máxima que no es susceptible de volverse pública es una máxima que, si fuese hecha pública, provocaría tal reacción en el público que haría imposible su realización. Las aplicaciones que Kant hace de esto se aclaran mejor que con cualquier comentario con dos ejemplos ilustrativos, el Derecho interno y el Derecho internacional. Con respecto al Derecho interno aduce el ejemplo de Derecho de resistencia; con respecto al Derecho internacional se prefiere al Derecho del soberano de infringir los pactos establecidos con otros soberanos. Su argumento va en el siguiente sentido; en el primer caso, "la injusticia de la rebelión se hace clara porque si la máxima se conociese públicamente, haría imposible su objetivo. Por lo que necesariamente tendría que ser mantenida en secreto".65 En efecto ¿qué ciudadano en el momento de aceptar el pactum subiectionis podría declarar públicamente que se reserva el derecho de no observarlo? ¿Qué valor podría tener semejante pacto si fuese reconocido tal derecho a los contrayentes? Igualmente en el segundo caso, ¿qué cosa sucedería si en el mismo momento de establecer un tratado con otro Estado, el Estado contrayente declare públicamente que no se consideraría comprometido con las obligaciones derivadas del pacto? "Sucedería, naturalmente —responde Kant —, que cada uno lo evadiría o haría ligas con otros Estados para resistir a sus pretensiones", y en consecuencia, "la política con todas sus astucias decaería en su objetivo, razón por la cual aquella máxima debe considerarse injusta".66.

Creo que no tengo necesidad de insistir en la validez de este principio como criterio para distinguir el buen gobierno del mal gobierno. Leyendo el periódico que nos da noticias todas las mañanas de los escándalos públicos, en los que nuestro país ocupa el poco envidiable primer lugar, cada uno de nosotros puede agregar ejemplos a granel y confirmar la bondad del principio "¿qué cosa es lo que constituye un escándalo público?" Dicho de otra manera ¿qué cosa es lo que provoca un escándalo público? ¿En qué momento nace el escándalo? El momento en el que nace el escándalo es el momento en el que se hace público un acto o una serie de actos que hasta ese momento se habían mantenido en secreto y escondidos, en cuanto no podían ser hechos públicos porque, si esto sucedía, tal acto o serie de actos no hubieran podido ser realizados. Piénsese en las diversas formas que puede asumir la corrupción pública, el peculado, la malversación, la extorsión, el interés privado en actos oficiales y así por el estilo, sólo por dar ejemplos banales, cosas de todos los días. ¿Qué oficial podría declarar en público en el momento en el que toma posesión de su cargo que se apropiará del dinero público (peculado) o del dinero que no pertenece a la administración pública del que él tiene posesión debido a su cargo (malversación), u obligará a alguien a darle dinero abusando de su calidad o de sus funciones (extorsión), o utilizará su cargo para ventaja personal (interés privado en actos oficiales)? Es evidente que tales declaraciones harían imposible el acto que se declara porque ninguna administración pública confiaría un cargo a quien lo hiciese. Esta es la razón por la que tales acciones deben ser hechas en secreto y, una vez que se hacen públicas, provocan aquel sacudimiento en la opinión pública que se llama precisamente "escándalo". Solamente el tirano platónico puede realizar públicamente aquellos actos inmundos que el ciudadano privado o cumple a escondidas o habiéndolos reprimido los hace solamente en sueños, como violar a la propia madre. £11 criterio de la publicidad para distinguir lo justo de lo injusto, lo lícito, de lo ilícito, no es válido para quien, como el tirano lo público y lo privado coinciden en cuanto los asuntos del Estado son sus asuntos personales y viceversa.67.

AUTOCRACIA Y “ARCANA IMPERII” 

La importancia dada a la publicidad del poder es un aspecto de la polémica iluminista contra el Estado absoluto, más específicamente contra las diversas imágenes del soberano, padre o amo, del monarca de derecho divino, o del hobbesiano Dios terrenal. El padre que manda a sus hijos menores de edad, el amo que manda a sus subditos esclavos, el monarca que recibe de Dios el derecho de mandar, el' soberano que es comparado con un Dios terrenal, no tienen ninguna obligación de revelar a los destinatarios de sus mandatos, que no constituyen un "público", el secreto de sus decisiones. Tasso hace decir a Torrismondo: "Los secretos de los reyes a la masa vulgar / no están bien cometidos."68 Más aún, con base en el principio "salus rei publicae suprema lex", el soberano por derecho divino, por medio de naturaleza o por derecho de conquista tiene el derecho de mantener en secreto sus planes cuanto más le sea posible. A imagen y semejanza de Dios, el soberano es más potente, por tanto mientras más realiza sus funciones de gobernar súbditos ignorantes y rebeldes, en cuanto logra ver mejor lo que hacen sus súbditos sin ser visto. El ideal del soberano comparado con el Dios terrenal es el de ser, lo mismo que Dios, el omnividente invisible. La relación política, es decir, la relación entre gobernantes y gobernados, puede ser representada como una relación de intercambio, como una obligación recíproca, diría un jurista, en la que el gobernante presta protección a cambio de obediencia. Ahora bien: quien protege tiene necesidad de tener mil ojos como los de Argos, en cambio quien obedece no tiene necesidad de ver nada. Tan es oculta la protección como ciega la obediencia.

Uno de' los tenias recurrentes en los escritores políticos que con sus teorías de la razón de Estado acompañan la formación del Estado moderno es el tema de los arcana impertí. Se trata de un tema muy amplio, sobre el cual me limitaré a hacer alguna pequeña observación de acuerdo con mi objetivo.69 Clapmar, el autor del escrito más conocido sobre el argumento, De arcanis rerum publicarum (1605), define los arcana imperii: "Intimae et occultae rationes sive consilia eorum qui in república principatum obtinent." Su objetivo es doble: conservar el Estado en cuanto tal y conservar la forma de gobierno existente (o sea, impedir que una monarquía degenere en una aristocracia, una aristocracia en una democracia y así sucesivamente de acuerdo con la naturaleza de los diversos "cambios" mostrada por Aristóteles en el quinto libro de la Polüica). El autor llama a los primeros "arcana imperii" y a los segundos "arcana dominationis".70 Los unos y los otros pertenecen al género de las "simulationes", si bien "Honestae et licitae". El maquiaveliano Gabriel Naudé, en sus Considérations polüiques sur les coups d'Etat (1639) escribe "No hay algún príncipe, por más débil y carente de sentido que sea, tan insensato que ponga a juicio del público lo que difícilmente permanece secreto si es confiado a la oreja de un ministro o de un favorito."71 De esta cita se desprende que en la categoría de los arcana están comprendidos dos fenómenos diferentes aunque estén estrechamente vinculados: el fenómeno del poder oculto o que se oculta y el del poder que oculta, es decir, que se esconde escondiendo. El primero comprende el tema clásico del secreto de Estado, el segundo abarca el tema igualmente clásico de la mentira lícita y útil (es lícita porque es útil) que nada menos se remonta a Platón. En el Estado autocrático el secreto de Estado no es la excepción sino la regla: las grandes decisiones políticas deben ser tomadas lejos de las miradas indiscretas del público. El más alto grado de poder del público, es decir, el poder de tomar decisiones obligatorias para todos los súbditos, coincide con la máxima concentración de la esfera privada del príncipe. Entre los textos más autorizados para reconstruir el pensamiento político francés de la época de la monarquía absoluta está La tnonarchie de France (1519) de Claude de Seyssel, donde se lee que "también hay que tener cuidado de no comunicar las cosas que deben ser secretas en una asamblea demasiado numerosa, pues es casi imposible que no se publique lo que llega al conocimiento de varias gentes".72 De acuerdo con el autor, el rey tiene necesidad de servirse de tres consejos, como Cristo que podía contar con tres círculos de seguidores, los setenta y dos discípulos, los doce apóstoles, y los tres más cercanos, san Pedro, san Juan y san Jacobo. De estos tres consejos el último es el Consejo secreto, compuesto por no más de tres o cuatro personas seleccionadas entre "los más prudentes y experimentados", con las cuales el príncipe trata las cuestiones más importantes antes de presentarlas al consejo ordinario, y discute la opinión de este consejo cuando considera que no ha sido la más oportuna, hasta no ejecutarla y realizar lo contrario de la propia deliberación "sin decirles nada, hasta que sea puesta en práctica"." Entre las razones que socorren lo secreto hay dos que son dominantes y recurrentes: la necesidad de rapidez en toda decisión que atañe a los intereses supremos del Estado, y el desprecio por el vulgo, considerado como un objeto pasivo del poder, dominado por fuertes pasiones que le impiden tener una idea racional del bien común y lo convierten en fácil presa de los demagogos. Para entender bien, cuando hablo del poder oculto del autócrata no me refiero a su aspecto exterior.

Cuanto más absoluto es el príncipe más debe aparecer en el exterior con los signos inconfundibles de su poder: la regencia en medio de la ciudad, la corona, el cetro y los otros símbolos reales, la magnificencia de los vestidos, la corte de los nobles, la escolta de armas, la ostentación de los símbolos "vistosos" en sentido propio, los arcos de triunfo a su paso, las ceremonias solemnes para hacer públicos los principales momentos de su vida privada, bodas, nacimientos y muertes (en singular contraste con lo secreto de los actos públicos).


69 La expresión deriva de Tácito. Para una primera aproximación al tema F. Meinecke, L'idea della ragion distato nella storia moderna, Vallecchi, Florencia, 1942, vol. I, pp. 186 ss.

70 Lo cito de la edición de Amsterdam, apud Ludovicum Elzeverium, 1644. El volumen también contiene a manera de introducción el Discursus de arcanis rerum publicarum de Giovanni Corvino, el De arcana rerum publicarum discursus de Christoph Besold y el De iure publico del mismo Clapmar. El fragmento citado se encuentra en la p. 10. Ambas expresiones, arcana imperii y arcana dominationis, se encuentran en Tácito aunque sin el significado especifico que Clapmar les atribuye: la primera en Anales, II, 36, y en Historiae, I. 4; la segunda en Anales, II, 59.

71 Cito de la traducción italiana Boringhieri, Turin, 1958. El fragmento citado está en la p. 54 72 Cito de la edición de f. Poujol, Librairie d'Argences, París, 1961. El fragmento citado está en la p. 134.


A la luminosa visibilidad, casi deslumbrante, del actor, que es necesaria para infundir un sentimiento de respeto y de temor reverencial hacia el dueño de la vida y de la muerte de los propios subditos, debe corresponder lo opaco de las acciones necesario para garantizar la incontrolabilidad y la arbitrariedad.74.

Por el contrario, donde el poder supremo es oculto, el contrapoder también tiende a ser oculto. Poder visible y contrapoder invisible son dos caras de la misma moneda. La historia de todo régimen autocrático y la historia de la conjura son dos historias paralelas que se reclaman mutuamente. Donde existe el poder secreto existe casi como su producto natural el antipoder igualmente secreto bajo la forma de conjuras, complots, conspiraciones, golpes de Estado, intrigas en los corredores del palacio imperial, o bien de sediciones, revueltas o rebeliones, preparadas en lugares intransitables e inaccesibles, lejanos de la vista de los habitantes del palacio, así como el príncipe actúa lo más posible lejos de las miradas del vulgo. Al lado de la historia de los arcana dominationis se podría escribir, con la misma abundancia de particulares, la historia de los arcana seditionis. El tema ha desaparecido de los tratados de ciencia política y Derecho público escritos después del advenimiento del Estado constitucional moderno que proclamó el principio de la publicidad del poder; pero no lo ignoraban los antiguos escritores en las páginas de los cuales no sería inoportuno, por razones demasiado evidentes y dolorosamente evidentes, fijar atentamente la mirada. En los Discursos sobre la primera década Maquiavelo dedicó a las conjuras uno de los capítulos más densos y largos que comienza de la siguiente manera: "Creo que no debo omitir tratar de este asunto de las conjuras, tan peligrosas para príncipes y subditos, como lo prueba el haber perdido por ellas la vida y la corona más reyes que por los desastres de la guerra." Y continúa: "Deben, pues, los príncipes aprender a guardarse de este peligro, y los subditos meterse lo menos posible en conspiraciones [...] Hablaré extensamente de este asunto, no omitiendo ningún ejemplo que pueda servir de enseñanza a príncipes y subditos." 75.


74 Cuando ya había escrito estas páginas llegó a mis manos el libro de R. G. Schwarzenberg, Lo stato spettacolo, Edilori Riuniti, Roma, 1980, presentado con el subtítulo Attori e pubblico nel grande teatro della política mondiale. El tema del libro es la transformación de la vida política en un espectáculo en el que el gran político se exhibe —tiene necesidad de exhibirse— como un actor. El autor escribe al inicio: "Ahora el Estado se transforma en compañía teatral, en productor de espectáculo," donde el único error es el término "Ahora" (error más bien grave en un libro de política).


He dicho que el poder autocrático no sólo se esconde para no hacer saber quién es y dónde está, sino que también tiende a esconder sus reales intenciones en el momento en el que sus decisiones deben volverse públicas. Tanto el esconderse como el esconder son dos estrategias normales del ocultamiento. Cuando no puedes hacer otra cosa que mezclarte con el público te pones la máscara.

El tema de la "mentira" es un tema obligado en los escritores de la razón de Estado, así como también es obligada la cita de la "mentira inocente" de Platón o de los "discursos sofistas" de Aristóteles.76 Es communis opimo que quien detenta el poder y continuamente debe cuidarse de enemigos externos e internos, tiene el derecho de mentir, más precisamente de "simular", es decir, de hacer aparecer lo que no es, y de "disimular", es decir, de no hacer aparecer lo que es. Aquí es obligada la comparación con el médico que oculta al enfermo la gravedad de su enfermedad. Pero es igualmente acostumbrada la condena del enfermo que engaña al médico no diciéndole la verdad sobre la gravedad de su mal, impidiéndole de esta manera curarlo. Análogamente, si es verdad que el príncipe tiene el derecho de engañar al subdito, de la misma manera es verdad que el subdito no tiene derecho de engañar al príncipe. El gran Bodin escribe: "No hay que ahorrar ni las bellas palabras ni las promesas: en efecto, en este caso Platón y Jenofonte permitían mentir a los magistrados y a los gobernantes, como se hace con los niños y los enfermos. Esto hacía el sabio Pericles con los atenienses para llevarlos por la vía de la razón."77 Grocio dedica un capitulo de su De iure belli ac pacis al argumento De dolis et mendacio en las relaciones internacionales. Este capitulo es importante porque contiene una larga lista de las opiniones clásicas en pro y en contra de la mentira pública, y una copiosa casuística, tan abundante y sutil, que el lector de hoy se pierde en ella como en un laberinto en el que al final de una vía se abren otras, cada una de las cuales a su vez abre otras, hasta que el xñator se pierde y ya no logra ni encontrar la salida ni el regreso.


75 Se trata del capitulo VI del libro III.

76 Un bello repertorio de citas se encuentra en R. de Mattei, "II problema della ragion di stato nel seicento, XIV, Ragion di stato e 'mendacio'", en Revista intemazionale di filosofía del diritto, XXXVIII (1960), pp. 553-576.

77 J. Bodin, Les six limes de la République, Jacques du Puys, París 1597, IV 6, p. 474 cit. por De Mattei, // problema, (cit. p. 560 nota 27). [Hay edición en español con el titulo de Los seis Libros de la República, Aguilar, Madrid.].


Este supremo ideal, en el que se inspira el poder que pretende ser al mismo tiempo omnividente e invisible, ha sido redescubierto recientemente y descrito de manera admirable por Foucault en el análisis del Panopticón de Bentham,78 el cual no es otra cosa que un conjunto de celdas separadas con un preso cada una, ordenadas de manera circular y terminando en una torreta, en lo alto de la cual el vigilante, símbolo del poder, puede ver en cualquier momento los más mínimos actos del vigilado. Lo importante no es que los prisioneros vean quien los ve, sino que sepan que hay alguien que los ve, o mejor dicho que los puede ver. Foucault define correctamente el Panopticón como una máquina para disociar la pareja "ver-ser visto". Quien ve no es visto, quien no ve es visto. Se expresa de la siguiente manera: "En el anillo periférico se es visto totalmente, sin ver jamás: en la torre central se ve todo sin ser visto jamás."79 Otra observación interesante: la estructura arquitectónica del Panopticón instaura una relación asimétrica entre los dos sujetos de la relación de poder con respecto al acto de ver y del verse. Esta es una observación que provoca una reflexión ulterior: las relaciones de poder pueden ser simétricas o asimétricas. Idealmente la forma de gobierno democrático nace del acuerdo de cada uno con todos los demás, es decir, del pactum societatis.

Ahora bien, el contrato representa el tipo ideal de relación simétrica, fundada en el principio del do ut des, mientras el tipo ideal de relación asimétrica es la orden del soberano que instaura una relación mandato-obediencia. La estructura del Panopticón fue creada como la prisión modelo, o sea, como un tipo de institución social fundada en el principio de "el máximo de coacción y del mínimo de libertad", que vino a sustituir aquel otro tipo de instituciones, como los manicomios, los cuarteles y en parte los hospitales, que han sido llamadas totales y cuya máxima es "Todo lo que no está prohibido es obligatorio"; el Panopticón puede ser elevado perfectamente a modelo ideal del Estado autocrático cuando su principio sea llevado a su más alta perfección (aquí uso el término principio en el sentido de Montesquieu), de acuerdo con el cual el príncipe es más capaz de hacerse obedecer en cuanto es más omnividente, y es más capaz de mandar en cuanto es más invisible. Considerando la pareja mandato-obediencia como la pareja característica de la relación asimé- trica de poder, aquel que manda es más terrible en cuanto está más escondido' (el subdito sabe que quien lo ve existe, pero no sabe exactamente en dónde está); aquel que debe obedecer es más dócil en cuanto es más escrutable y visto en cualquier gesto, acto o palabra (el soberano sabe en cualquier momento en dónde está y qué hace).

El mismo Bentham entrevio la posibilidad, como Foucault puso en evidencia, de extender el mecanismo del Panoptic&n a otras instituciones, a todos los organismos "en los cuales, dentro de los límites de un espacio que no sea demasiado grande, es necesario mantener bajo vigilancia un cierto número de personas", ya que "su excelencia consiste en la gran fuerza que es capaz de dar a toda institución en la cual se aplica".80 Al final del inciso abordaré el concepto "dentro de los límites de un espacio que no sea demasiado grande". Mientras tanto, debo subrayar a qué grado de entusiasmo llegó por su criatura el inventor cuando escribió que el Panopticón "es capaz de reformar la moral, preservar la salud, fortalecer la industria, difundir la educación, aligerar las cargas públicas, estabilizar sólidamente la economía, resolver, en vez de cortar, el nudo gordiano de las Leyes de pobres: todo esto con una simple idea arquitectónica".81 La misma figura del edificio —arriba el vigilante sobre la torreta, abajo el vigilado en la celda— provoca una pregunta que es la pregunta que los escritores políticos de todos los tiempos, comenzando por Platón, han puesto como la última de toda teoría del Estado: [¿Quién vigila al vigilante?] Quis custodiet custodes? La respuesta obligada consiste en presuponer un vigilante superior, hasta que se llega necesariamente —porque en las cosas prácticas el recurso al proceso infinito está prohibido— al vigilante no vigilado, porque ya no hay algún vigilante superior a él. ¿Quién es este vigilante no vigilado? La pregunta es tan importante que las diversas doctrinas políticas pueden clasificarse con base en la respuesta que le den a ella: Dios, el héroe fundador de Estados (Hegel), el más fuerte, el partido revolucionario que conquistó el poder, el pueblo entendido como la colectividad entera que se expresa mediante el voto. Bentham, a su manera, es un escritor democrático y resuelve el problema del vigilante vigilado de la siguiente manera: el edificio podrá ser fácilmente sometido a inspección continua, no sólo por parte de inspectores designados, sino también por el público. Este expediente es una fase ulterior de la disociación de la pareja "ver-ser visto". El prisionero es el no vidente visible, el vigilante es el vidente visible, el pueblo cierra la escala en cuanto vidente no visto por otros más que por sí mismo y, por tanto, con respecto a otros, invisible. El vidente invisible es una vez más el soberano.

IDEAL DEMOCRÁTICO Y REALIDAD

Creo que las observaciones anteriores han mostrado, además de la importancia del argumento, que hasta ahora ha sido poco estudiado, también su amplitud.

Y no he hablado de un fenómeno de primera importancia en la historia del poder secreto como lo es el fenómeno del espionaje (y de la misma manera del contraespionaje, ya que el poder invisible se combate con un poder igualmente invisible), y en general de los servicios secretos. No hay Estado autocrático o democrático que haya renunciado a ellos; y ningún Estado hasta ahora ha renunciado a ellos porque no hay mejor manera de saber las cosas ajenas que conocerlas sin ser descubierto y reconocido. No por casualidad el mismo Kant, de quien anteriormente mostré la tesis de la publicidad de los actos de gobierno como remedio a la inmoralidad de la política, considera, entre los artículos preliminares para la paz perpetua interestatal, la prohibición absoluta de recurrir a los espías, comprendida ésta entre "las estratagemas que deshonran", esgrimiendo, entre otros, el argumento de que la utilización de los espías en guerra, que no es más que una estratagema "en la que sólo se explota la falta del sentido del honor de otras personas", terminaría por extenderse al Estado de paz.82 De cualquier manera, el objetivo de estas observaciones no es el de hacer un análisis histórico de las diversas formas de poder invisible, sino el de comparar el ideal de la democracia como gobierno del poder visible con la realidad —que es el punto del que partí—, advirtiendo que me refiero en particular a la situación de nuestro país. Durante siglos, de Platón a Hegel, la democracia ha sido condenada como una forma de gobierno mala en si misma porque es el gobierno del pueblo y el pueblo, degradado a masa, a muchedumbre, a plebe, no es capaz de gobernar: el rebaño tiene necesidad del pastor, la chusma del timonel, el hijo menor del padre, los órganos del cuerpo de la cabeza, por recordar algunas de las metáforas tradicionales. Desde que la democracia fue elevada al rango de la mejor forma de gobierno posible (o de la menos mala), el punto de vista desde el cual los regímenes democráticos son juzgados es el de las falsas promesas: no cumplió la promesa del autogobierno, ni la de la igualdad, no sólo formal sino sustancial. ¿Ha cumplido desenmascarando el poder invisible? Es conocido —estaba por decir, para nadie es un "secreto"— que incluso el Estado más democrático tutela una esfera privada o secreta de los ciudadanos, por ejemplo mediante la configuración del delito de violación de la correspondencia (articulo 616 C. P.), o mediante la defensa de la privacidad o intimidad de la vida individual y familiar de la mirada indiscreta de los poderes públicos o de los formadores de opinión pública; o bien exige que algunas esferas de la propia acción no sean mostradas o manifestadas al público, como sucede por medio de los artículos 683-85 C. P. —tan citado a propósito o a despropósito — que prevén como delito la publicación de las discusiones secretas del Parlamento o de las actas de procedimientos penales o de noticias concernientes a los procedimientos penales. Pero este no es el problema: siempre habrá una diferencia entre autocracia y democracia, ya que en la primera el secreto de Estado es una regla, mientras que en la segunda una excepción regulada por leyes que no permiten excesos indebidos. Tampoco me detengo en otro problema que merecería alguna reflexión, es decir, en la reaparición de los arcana imperii, bajo la forma del gobierno de los técnicos o tecnocracia: el tecnócrata posee conocimientos a los que no tiene acceso la masa, y aunque pudiera tener acceso a ellos no serian comprendidos por la mayoría, o por lo menos la mayoría (es decir, los sujetos del poder democrático) no podrían brindar alguna aportación útil para la discusión a la cual eventualmente fuesen llamados. En este caso, no se trata del tradicional desprecio del vulgo en cuanto muchedumbre irracional, incapaz de tomar decisiones racionales, incluso en interés propio, de levantar los ojos de la tierra de las propias necesidades cotidianas para elevarlos y mirar el esplendoroso sol del bien común, sino del reconocimiento objetivo de su ignorancia, o mejor dicho de su no-ciencia, de la diferencia insalvable que separa al experto del ignorante, al competente del incompetente, el laboratorio del científico o el del técnico de plaza. No me detengo en esto porque el choque entre democracia y tecnocracia más bien pertenece a lo que he llamado "paradojas" de la democracia y no tanto a sus fracasos.85 La comparación entre el modelo ideal del poder visible y la realidad de las cosas debe ser llevado a cabo teniendo presente la tendencia de cualquier forma de dominio, en la que me he detenido en las páginas precedentes, a escapar de la mirada de los dominados escondiéndose y escondiendo, o sea, mediante el secreto y el enmascaramiento.

Resuelvo rápidamente este segundo aspecto del problema, porque el ocultamiento es un fenómeno común a toda forma de comunicación pública.


82 Cf. Kant, Scritti politici, op. cit., p. 228. En la República de Ibania descrita por el disidente soviético A. Zinoviev en Cime abissali, 2 vols., Adelphi, Milán, 1977-78, el espionaje es elevado a principio general de gobierno, a regla suprema no solamente en las relaciones entre gobernantes y gobernados, sino también en las relaciones entre los mismos gobernados, de manera que el poder autocrático se funda además de sobre su capacidad de espiar a los súbditos también sobre la ayuda que le dan los súbditos aterrorizados que se espían entre ellos.


Durante un tiempo se llamaba "simulación", desde el punto de vista del sujeto' activo, es decir, del príncipe, lo que hoy se llama "manipulación" desde el punto de vista del sujeto pasivo, es decir, de los ciudadanos. Frecuentemente he tenido que hacer notar que todo problema referente a la esfera política puede ser examinado ex parte priñcipis y ex parte populi. Durante siglos los escritores políticos se interesaron por los problemas de la política desde el punto de vista del príncipe: de aquí el interés por el tema de la mentira útil, de las condiciones y de los limites de su permisibilidad. El mismo problema, considerado desde el punto de vista del destinatario del mensaje, se vuelve el problema del consenso obtenido mediante las diversas formas de manipulación de las que desde hace tiempo se ocupan los expertos de la comunicación de masas.

Los herederos directos de la mentira útil en la sociedad de masas son los sistemas ideológicos y sus derivados. Los escritores políticos supieron siempre, y hoy lo sabemos mejor que nunca, que el poder político propiamente dicho, cuyo instrumento característico es el uso de la fuerza, no puede menospreciar el poder ideológico y, por tanto, de "persuasores" conocidos como desconocidos.

El régimen democrático —aquí entiendo por "régimen democrático" el régimen en el que el poder supremo (supremo en cuanto es autorizado a usar, exclusivamente y en última instancia, la fuerza) es ejercido en nombre y por cuenta del pueblo mediante el procedimiento de las elecciones de sufragio universal realizadas periódicamente— no puede deshacerse de esto, incluso bajo ciertos aspectos tiene más necesidad de ello que el autócrata o que el grupo dirigente oligárquico frente a los cuales los subditos son una masa inerte carente de derechos.

Los escritores democráticos siempre criticaron la "mentira" del príncipe con la misma virulencia y perseverancia con la que los escritores antidemocráticos se lanzaron contra la falsa elocuencia de los demagogos. Lo que distingue el poder democrático del autocrático es que sólo el primero puede desarrollar en su seno anticuerpos y permitir formas de "desocultamiento"M por medio de la crítica libre y el derecho de expresión de los diversos puntos de vista.


85 Sería oportuno distinguir dos funciones diferentes del secreto, el no hacer saber por qué la decisión no es de todos (secreto técnico) y no para todos (secreto propiamente político).


SUBGOBIERNO, CRIPTOGOBIERNO Y PODER OMNIVIDENTE

El tema más interesante, en el que verdaderamente se puede poner a prueba la capacidad del poder visible de develar el poder invisible, es el de la publicidad de los actos del poder, que, como se ha visto, representa el verdadero y propio momento de cambio en la transformación del Estado moderno de Estado absoluto en Estado de derecho. En este punto, observando especialmente la manera como se desarrollan las cosas en nuestro país, debemos reconocer francamente que la debellatio del poder invisible por parte del poder visible no ha tenido lugar. Me refiero sobre todo al fenómeno del subgobierno y al que se podría llamar del criptogobierno. Esta división, que ya no es vertical u horizontal de acuerdo con la distinción clásica, sino en profundidad, es decir, en poder emergente (o público), semicubierto (o semipúblico) y cubierto (u oculto), no es muy ortodoxa, pero puede servir para captar aspectos de la realidad que escapan a las categorías tradicionales.

"Subgobierno" ha quedado hasta ahora como un término casi exclusivamente periodístico, sin embargo ahora merece entrar en el universo del discurso técnico de los politólogos. Quizás ha llegado el momento de intentar una teoría del subgobierno, del que existe solamente —¡y de qué manera!— una práctica.

Tal práctica está estrechamente vinculada con aquella función del Estado keynesiano (y que los neo-marxistas llaman el Estado del capital) que es el gobierno de la economía. Allí donde el Estado ha asumido la tarea económica del gobierno, la clase política ya no ejerce el poder sólo mediante las formas tradicionales de la ley, del decreto legislativo, de los diversos tipos de actos administrativos, que desde que existen un régimen parlamentario y un Estado de derecho (entiendo un Estado en el que los actos de la administración pública son sometidos a un control jurisdiccional) entraron a formar parte de la esfera del poder visible, sino también por medio de la gestión de los grandes centros de poder económico (bancos, industrias de Estado, industrias subvencionadas por el Estado, etc.) por la cual, además de todo, son posibles los medios de subsistencia de los aparatos de los partidos, de aquellos aparatos de los cuales, a su vez, mediante las elecciones, capta su propia legitimación para gobernar.


84 Precisamente una operación típica de "desocultamiento" es la denuncia de escándalos o mejor dicho la denuncia de acciones realizadas sin publicidad que una vez que se hacen públicas provocan el escándalo.


A diferencia del poder legislativo y del poder ejecutivo tradicionales, el gobierno de la economía pertenece en gran parte a la esfera del poder invisible en cuanto escapa, si no formal sí sustancialmente, al control democrático y al control jurisdiccional. Por lo que respecta al control democrático, el problema de la relación entre Parlamento y gobierno de la economía continúa siendo uno de los temas más difíciles del debate de los constitucionalistas, politólogos y políticos, por la simple razón de que, a pesar de alguna innovación, como la introducida por la ley del 24 de enero de 1978, núm. 18, referente al control parlamentario sobre las nóminas de los entes públicos, está muy lejos de ser resuelto, prueba de ello son los escándalos que saltan improvisadamente y ponen a la opinión pública frente a novedades desconcertantes, mostrando, más que la incapacidad, la impotencia del Parlamento. Por lo que respecta al control jurisdiccional de los actos administrativos, baste esta simple observación: en el Estado de derecho la justicia administrativa fue instituida para tutelar los intereses de los ciudadanos frente a los actos ilegales de la administración pública, bajo el supuesto de que tales actos dañen en mayor o menor medida al ciudadano; pero cuando un acto ilegal de una oficina pública no afecte los intereses de un ciudadano, sino por el contrario los favorezca, en otras palabras, cuando el ciudadano se beneficie de la ilegalidad pública, el presupuesto en el que se basa el instituto de la justicia administrativa se desploma.

Llamo "criptogobierno" al conjunto de acciones realizadas por fuerzas políticas subversivas que actúan a la sombra en relación con los servicios secretos, o con una parte de ellos, o por lo menos no obstaculizados por éstos. El primer episodio de este tipo en la historia reciente de Italia indudablemente fue la masacre de la plaza Fontana. A pesar del largo procedimiento judicial en muchas fases y en muchas direcciones, el misterio no ha sido develado, la verdad no ha sido descubierta, las tinieblas no han sido disipadas; sin embargo no nos encontramos en la esfera de lo incognoscible: se trata de un hecho que en cuanto tal pertenece a la esfera de lo conocible, por lo que si bien no sabemos quién fue, sabemos con certeza que alguien fue. No hago conjeturas, no doy alguna hipótesis. Me limito a evocar de nuevo la sospecha que queda después de la conclusión del proceso de que el secreto de Estado sirvió para proteger el secreto del anti-Estado. Me refiero a la matanza de la plaza Fontana, a riesgo de que parezca que me he quedado en un episodio ya pasado (pero más que pasado, olvidado), aunque retomado, porque la degeneración de nuestro sistema democrático comenzó allí, es decir, en el momento en el que un arcanum, en el sentido propio de la palabra, entró improvisa e imprevisiblemente en nuestra vida colectiva, la sacudió, y fue seguido por otros episodios igualmente graves que han quedado oscuros. La mayor parte de los hombres tienen la memoria débil, cuando no se trata de sus propias heridas.

Debe existir alguien que asuma la tarea de representar la memoria colectiva y por tanto que nos ayude a entender sin olvidar. Nuestra historia reciente ha sido tocada por muchos objetos misteriosos, y no se debe dejar de reflexionar sobre la fragilidad y sobre la vulnerabilidad de nuestras instituciones democráticas, aun desde el punto de vista sobre el que he buscado reclamar la atención en estas páginas, de lo opaco del poder (opaco como no-transparente).

Más aún si la existencia de un arcanum impertí, o dominationis es una hipótesis, en cambio no es una hipótesis, sino una dramática realidad el regreso, inimaginable hasta hace pocos años, de los arcana seditionis bajo la forma de la acción terrorista. El terrorismo es un caso ejemplar de poder oculto que atraviesa toda la historia. Uno de los padres del terrorismo moderno, Bakunin, proclamaba la necesidad de una "dictadura invisible".85 Quien decidió entrar a formar parte de un grupo terrorista está obligado a pasar a la clandestinidad, se pone la máscara, y ejerce el mismo arte de la falsedad, tantas veces descrito como una de las estratagemas del príncipe. También él respeta escrupulosamente la máxima de que el poder es más eficaz en cuanto más sabe, ve, conoce, sin dejarse ver.

Antes de terminar permítanme hacer una observación sobre el otro tema que corre paralelo al del poder invisible, el tema del poder omnividente. El mismo Bentham, como se ha visto, se habla dado perfectamente cuenta de los límites de su construcción cuando había escrito que ella era, efectivamente, aplicable a otros organismos además de la prisión, pero bajo la condición de que "el espacio no sea demasiado grande". Curiosamente el límite del Panopticón era el mismo que Rousseau admitía para la democracia directa que únicamente se podía realizar en las pequeñas repúblicas; pero hoy la idea de que la democracia directa sea posible con la ayuda de las computadoras ya no es el fruto de una imaginación extravagante. ¿Por qué el mismo uso de las computadoras no podría hacer posible un profundo conocimiento de los ciudadanos de un gran Estado por parte de quien detenta el poder? En la actualidad es imposible comparar el conocimiento que tenía de los propios súbditos un monarca absoluto como Luis XIII o Luis XIV con el que puede tener el gobierno de un Estado bien organizado de sus ciudadanos. Cuando leemos las historias de las jacqueríes nos damos cuenta de cuan poco logra "ver" el monarca con su aparato de funcionarios, y cómo las revueltas estallan sin que el poder, aunque absoluto, fuese capaz de prevenirlas, si bien cuando tal cosa sucedía no vacilaba en reprimirlas. Todo esto es poco en comparación con las enormes posibilidades que se abren para un Estado que es dueño de los grandes memorizadores artificiales. Ninguno es capaz de prever si esta perspectiva solamente es una pesadilla o un destino. De cualquier manera, sería una tendencia contraria a la que dio vida al ideal de la democracia como ideal del poder visible: no la tendencia hacia el máximo control del poder por parte de los ciudadanos, sino al contrario, hacia el máximo control de los súbditos por parte de quien detenta el poder.


85 "Este programa puede ser enunciado claramente en pocas palabras: destrucción total del mundo jurídico-estatal y de toda la llamada civilización burguesa mediante una revolución popular espontánea, dirigida de manera invisible no por una dictadura oficial, sino por una dictadura anónima y colectiva de amigos de la liberación total del pueblo de todo yugo, férreamente unidos en una sociedad secreta y guiados siempre y en cualquier lugar por un único fin y de acuerdo con un solo programa" (M. A. Bakunin a S. G. Nesaev, en A. I. Herzen, A un vecchio compagno, a cargo de V: Strada, Einaudi, Turín, 1977, p. 80).

Norberto Bobbio: Los vínculos de la democracia (Cap. 3 de El futuro de la democracia)
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Cap. III de El futuro de la democracia. FCE, México, 1986.

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