Umberto Eco: Introducción (Historia de la belleza, 2002)

Historia de la belleza

Umberto Eco

Umberto Eco: Historia de la belleza, 2002
Umberto Eco: Historia de la belleza, 2002

Introducción

«Bello» —al igual que «gracioso», «bonito», o bien «sublime», «soberbio» y expresiones similares— es un adjetivo que utilizamos a menudo para calificar una cosa que nos gusta. En este sentido, parece que ser bello equivale a ser bueno y, de hecho, en distintas épocas históricas se ha establecido un estrecho vínculo entre lo Bello y lo Bueno. Pero si juzgamos a partir de nuestra experiencia cotidiana, tendemos a considerar bueno aquello que no solo nos gusta, sino que además querríamos poseer. Son infinitas las cosas que nos parecen buenas —un amor correspondido, una fortuna honradamente adquirida, un manjar refinado— y en todos estos casos desearíamos poseer ese bien. Es un bien aquello que estimula nuestro deseo. Asimismo, cuando juzgamos buena una acción virtuosa, nos gustaría que fuera obra nuestra, o esperamos llegar a realizar una acción de mérito semejante, espoleados por el ejemplo de lo que consideramos que está bien. O bien llamamos bueno a aquello que se ajusta a cierto principio ideal pero que produce dolor, como la muerte gloriosa de un héroe, la dedicación de quien cuida a un leproso, el sacrificio de la vida de un padre para salvar a su hijo...

En estos casos reconocemos que la acción es buena, pero —ya sea por egoísmo o por temor— no nos gustaría vernos envueltos en una experiencia similar. Reconocemos ese hecho como un bien, pero un bien ajeno, que contemplamos con cierto distanciamiento, aunque con emoción, y sin sentirnos arrastrados por el deseo. A menudo, para referirnos a actos virtuosos que preferimos admirar - a realizar hablamos de una «bella acción». Si reflexionamos sobre la postura de distanciamiento que nos permite calificar de bello un bien que no suscita en nosotros deseo, nos damos cuenta de que hablamos de belleza cuando disfrutamos de algo por lo que es en sí mismo, independientemente del hecho de que lo poseamos. Incluso una tarta nupcial bien hecha, si la admiramos en el escaparate de una pastelería, nos parece bella, aunque por razones de salud o falta de apetito no la deseemos como un bien que hay que conquistar.

Es bello aquello que, si fuera nuestro, nos haría felices, pero que sigue siendo bello aunque pertenezca a otra persona. Naturalmente, no estamos considerando la actitud de quien, ante un objeto bello como el cuadro de un gran pintor, desea poseerlo por el orgullo de ser su dueño, para poder contemplarlo todos los días o porque tiene un gran valor económico. Estas formas de pasión, celos, deseo de posesión, envidia o avidez no tienen ninguna relación con el sentimiento de lo bello. El sediento que cuando encuentra una fuente se precipita a beber no contempla su belleza. Podrá hacerlo más tarde, una vez que ha aplacado su deseo. De ahí que el sentimiento de la belleza difiera del deseo. Podemos juzgar bellísimas a ciertas personas, aunque no las deseemos sexualmente o sepamos que nunca podremos poseerlas. En cambio, si deseamos a una persona (que, por otra parte, incluso podría ser fea) y no podemos tener con ella las relaciones esperadas, sufriremos. En este análisis de las ideas de belleza que se han ido sucediendo a lo largo de los siglos intentaremos, por tanto, identificar ante todo aquellos casos en que una determinada cultura o una determinada época histórica han reconocido que hay cosas que resultan agradables a la vista, independientemente del deseo que experimentemos ante ellas.

En este sentido, no partiremos de una idea preconcebida de belleza, sino que iremos examinando las cosas que los seres humanos han considerado (a lo largo de los milenios) bellas. Otro de los criterios que tendremos en cuenta es que la estrecha relación que la época moderna ha establecido entre belleza y arte no es tan obvia como nos parece. Si bien ciertas teorías estéticas modernas solo han reconocido la belleza del arte, subestimando la belleza de la naturaleza, en otros períodos históricos ha ocurrido lo contrario: la belleza era una cualidad que podían poseer los elementos de la naturaleza (un hermoso claro de luna, un hermoso fruto, un hermoso color), mientras que la única función del arte era hacer bien las cosas que hacía, de modo que fueran útiles para la finalidad que se les había asignado, hasta el punto de que se consideraba arte tanto el del pintor y del escultor como el del constructor de barcas, del carpintero o del barbero. No fue hasta mucho más tarde cuando se elaboró la noción de «bellas artes» para distinguir la pintura, la escultura y la arquitectura de lo que hoy día llamaríamos artesanía. Veremos, sin embargo, que la relación entre belleza y arte se ha planteado a menudo de forma ambigua porque, aun privilegiando la belleza de la naturaleza, se admitía que el arte podía representar la naturaleza de una forma bella, incluso cuando la naturaleza representada fuese en sí misma peligrosa o repugnante. En cualquier caso, esta es una historia de la belleza y no una historia del arte (o de la literatura, o de la música) y, por tanto, se citarán las ideas que se han ido expresando sobre el arte solo cuando esas ideas establezcan una relación entre arte y belleza.

La pregunta que cabe esperar es: ¿por qué, entonces, esta historia de la belleza solo está documentada con obras de arte? Porque han sido los artistas, los poetas, los novelistas los que nos han explicado a través de los siglos qué era en su opinión lo bello, y nos han dejado ejemplos. Los campesinos, los albañiles, los panaderos o los sastres han hecho cosas que tal vez también consideraban bellas, pero nos han quedado pocos restos (una vasija, una construcción para albergar a los animales, un traje); lo más importante es que nunca escribieron una palabra para decirnos si y por qué consideraban bellas estas cosas, o para explicarnos qué era para ellos la belleza natural. Hasta que los artistas no representaron personas vestidas, cabañas y utensilios no podemos pensar que nos dieran alguna información acerca del ideal de belleza de los artesanos de su época, y ni siquiera así podemos estar completamente seguros. A veces los artistas, para representar personajes de su época, se inspiraban en las ideas que tenían acerca de la moda en tiempos de la Biblia o de los poemas homéricos; otras veces, en cambio, a la hora de representar personajes de la Biblia o de los poemas homéricos, se inspiraban en la moda de su época.

Nunca podemos estar seguros de los documentos en los que nos basamos, pero podemos intentar efectuar inferencias, siempre que sean cautas y prudentes. Muchas veces, ante un resto artístico o artesanal antiguo, recurriremos a la ayuda de textos literarios y filosóficos de la época. Por ejemplo, no podremos decir si el que esculpía monstruos en las columnas o en los capiteles de las iglesias románicas los consideraba bellos; sin embargo, existe un texto de san Bernardo (para quien estas representaciones no eran ni buenas ni útiles) que da fe de que los fieles disfrutaban con su contemplación (hasta el punto que incluso san Bernardo, al condenarlas, da muestras de sucumbir a su fascinación). Y de este modo, dando gracias al cielo por el testimonio que nos llega de donde menos cabría esperar, podremos afirmar que la representación de los monstruos, para un místico del siglo XII, era bella (aunque moralmente reprobable). Este libro se ocupa solo de la idea de la belleza en la cultura occidental. De los llamados pueblos primitivos, tenemos hallazgos artísticos como máscaras, graffiti, esculturas, pero no disponemos de textos teóricos que nos expliquen si estos objetos estaban destinados a ser admirados, a los ritos religiosos o simplemente al uso cotidiano.

Para otras culturas, con gran riqueza de textos poéticos y filosóficos (como por ejemplo la india o la china), es casi siempre difícil establecer hasta qué punto algunos conceptos pueden asimilarse a los nuestros, incluso si la tradición nos ha llevado a traducirlos en términos occidentales como “bello” o “justo”. En cualquier caso se trataría de empresa que iría más allá de los límites de este libro. Hemos dicho que utilizaríamos con preferencia documentos que proceden del mundo del arte. Pero, sobre todo al acercarnos a la modernidad, dispondremos también de documentos que no tienen una finalidad artística, sino de mero entretenimiento, de promoción comercial o de satisfacción de impulsos eróticos, como, por ejemplo, las imágenes que proceden del cine comercial, de la televisión o de la publicidad. En principio, concederemos el mismo valor a las grandes obras de arte que a los documentos de escaso valor estético, con tal de que nos ayuden a comprender cuál era el ideal de belleza en un determinado momento. Al decir esto se nos podrá acusar de relativismo, como si quisiéramos decir que la consideración de bello depende de la época y de las culturas. Y esto es exactamente lo que pretendemos decir. Hay un célebre pasaje de Jenófanes de Colofón, uno de los filósofos presocráticos, que dice así: «Si los bueyes, los caballos y los leones tuviesen manos, o pudiesen dibujar con las manos, y hacer obras como las que hacen los hombres, semejantes a los caballos representaría el caballo a los dioses, y semejantes a los bueyes el buey, y les darían cuerpos como los que tiene cada uno de ellos» (Clemente, Stromata, Y, 110).

Es posible que, más allá de las distintas concepciones de la belleza, haya algunas reglas únicas para todos los pueblos y en todos los tiempos. En esta obra no nos empeñaremos en el intento de buscarlas y hallarlas todas, sino que nos dedicaremos más bien a sacar a la luz las diferencias. Deberá ser el lector quien busque la unidad que subyace a estas diferencias. Este libro parte del principio de que la belleza nunca ha sido algo absoluto e inmutable, sino que ha ido adoptando distintos rostros según la época histórica y el país: y esto es aplicable no solo a la belleza física (del hombre, de la mujer, del paisaje), sino también a la belleza de Dios, de los santos o de las ideas. En este sentido seremos muy respetuosos con el lector. A veces mostraremos que, mientras en un mismo período histórico las imágenes de los pintores y de los escultores parecían celebrar un cierto modelo de belleza (de los seres humanos, de la naturaleza o de las ideas), la literatura celebraba otro. Es posible que algunos líricos griegos hablen de un tipo de gracia femenina que solo veremos plasmada en la pintura y en la escultura de otra época. Por otra parte, basta pensar en la estupefacción que experimentaría un marciano del próximo milenio que descubriera de repente un cuadro de Picasso y la descripción de una hermosa mujer en una novela de amor de la misma época. No entendería qué relación existe entre las dos Allen Jones concepciones de belleza. De ahí que de vez en cuando debamos hacer un esfuerzo y ver cómo distintos modelos de belleza coexisten en una misma 1973 época y cómo otros se remiten unos a otros a través de épocas distintas. El proyecto y la inspiración de la obra se anticipan desde el comienzo para hacer que el lector curioso sienta de inmediato el gusto por la obra al principio se presentan diez tablas comparativas para visualizar inmediatamente de qué modo las distintas ideas de belleza retornan y se desarrollan (tal vez transformadas) en épocas distintas y en las obras de filósofos, escritores y artistas en ocasiones muy distantes entre sí. Posteriormente, para cada época o modelo estético fundamental Se presentarán junto al texto imágenes o citas relacionadas con el problema tratado, en algunos casos con una remisión destacada también en el cuerpo del texto.

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