Clifford Geertz: La ideología como sistema cultural

La ideología como sistema cultural

Clifford Geertz

Parte IV, Cap. 8 de Geertz, Clifford. La interpretación de las culturas. México, Editorial Gedisa, 1987 [1973].


I

Una de las pequeñas ironías de la historia intelectual moderna consiste en que el término "ideología" ha llegado a estar él mismo completamente ideologizado. Un concepto que antes significaba sólo un conjunto de proposiciones políticas, quizás algún tanto intelectualistas e impracticables —"novelas sociales" como alguien, quizá Napoleón, las llamó— se ha convertido ahora en, para citar el Webster's, "las aserciones, teorías y metas integradas, que constituyen un programa político-social, a menudo con la implicación de artificiosa propaganda; por ejemplo, el fascismo que fue modificado en Alemania para ajustarse a la ideología nazi", una proposición mucho más temible. Aun en obras que en nombre de la ciencia declaran que usan el término en un sentido neutro, el efecto de su empleo tiende sin embargo a ser claramente polémico: en The American Business Creed (obra excelente en muchos aspectos) de Sutton, Harris, Kaysen y Tobin, por ejemplo, a una afirmación de que "uno ya no tiene por qué sentirse consternado u ofendido cuando se caracterizan sus propios puntos de vista como "ideología" de la misma manera en que el famoso personaje de Moliere no tenía por qué sentirlo cuando descubrió que toda su vida había estado hablando en prosa", sigue inmediatamente la enumeración dé las principales características de la ideología entendida como parcialidad, ultrasimplificación, lenguaje emotivo y adaptación a los prejuicios públicos.[163] Nadie (por lo menos fuera del bloque comunista) que tenga una concepción distintiva del papel institucionalizado del pensamiento en la sociedad se llamaría a sí mismo ideólogo o consentiría sin protestar en que los demás así lo llamaran. Casi universalmente ahora el familiar paradigma paródico reza así: "Yo tengo una filosofía social; tú tienes opiniones políticas; él tiene una ideología".

El proceso histórico por el cual el concepto de ideología vino a formar él mismo parte de la cuestión a que el concepto se refiere fue trazado por Mannheim; el darse cuenta (o quizá se tratara sólo de una admisión) de que el pensamiento sociopolítico no procede de una reflexión desencarnada sino que "está siempre vinculado con la situación existente en la vida del pensador" parecía contaminar ese pensamiento con la vulgar lucha por adquirir ventajas sobre la cual pretendía elevarse.[164] Pero lo que es aún más importante inmediatamente, es la cuestión de establecer si esta absorción en su propio referente destruyó su utilidad científica en general; saber si, habiéndose convertido en una acusación, puede ser un concepto analítico. En el caso de Mannheim, este problema fue el motivo conductor de toda su obra: la construcción, como él dice, de una "concepción no evaluativa de la ideología". Pero cuanto más Mannheim ahondaba en el problema, más profundamente envuelto se veía en sus ambigüedades hasta que, empujado por la lógica de sus supuestos iniciales a someter hasta su propio punto de vista al análisis sociológico, terminó, como se sabe, en un relativismo ético y epistemológico que a él mismo le resultaba incómodo. Y la obra posterior que se hizo en este terreno, tendenciosa o descuidadamente empírica, comprendía el empleo de una serie de expedientes metodológicos más o menos ingeniosos para escapar a lo que podríamos llamar (porque, lo mismo que la paradoja de Aquiles y de la tortuga, afectaba los fundamentos mismos del conocimiento racional) la paradoja de Mannheim.

Así como la paradoja de Zenón planteaba (o por lo menos articulaba) inquietantes cuestiones sobre la validez del razonamiento matemático, la paradoja de Mannheim las planteaba con respecto a la objetividad del análisis sociológico. Donde, si es que en alguna parte, termina la ideología y comienza la ciencia fue el enigma de la esfinge de buena parte del pensamiento sociológico moderno y el arma sin herrumbre de sus enemigos. Se adujeron pretensiones de imparcialidad en nombre de una disciplinada adhesión a procedimientos impersonales de investigación, se hizo notar el aislamiento institucional en que se encuentra el hombre de estudio respecto de las preocupaciones del día, y se hizo valer su vocación a la neutralidad y a una conciencia deliberadamente cultivada que le permitía ver y corregir sus propias inclinaciones e intereses personales. A esas pretensiones se opuso la negación de la impersonalidad (y de la efectividad) de los procedimientos, de la solidez del aislamiento y de la profundidad y autenticidad de la autoconciencia. Un reciente analista de las preocupaciones ideológicas de los actuales intelectuales norteamericanos concluye con cierta nerviosidad: "Me doy cuenta de que muchos lectores sostendrán que mi propia posición es ella misma ideológica".[165] Cualquiera que sea la suerte que puedan correr sus otras predicciones, la validez de ésta es innegable. Aunque repetidamente se haya proclamado el advenimiento de una sociología científica, el reconocimiento de su existencia dista mucho de ser universal, aun entre los propios científicos sociales, y en ninguna esfera es mayor la resistencia a sus pretensiones de objetividad que en el estudio de la ideología.

En la literatura apologética de las ciencias sociales se han señalado repetidas veces las fuentes de esa resistencia. La naturaleza cargada de valores de todo el asunto es tal vez la más frecuentemente invocada: a los hombres no les importa tener creencias a las cuales puedan asignar gran significación moral examinadas desapasionadamente, por pura que sea su finalidad; y si los hombres están ideologizados en alto grado, puede resultarles imposible creer que un tratamiento desinteresado de las cuestiones fundamentales de convicción social y política pueda ser otra cosa que una impostura escolástica. El carácter inherentemente evasivo del pensamiento ideológico, expresado como está en intrincadas urdimbres simbólicas tan vagamente definidas como emocionalmente cargadas; el hecho admitido de que el especial alegato ideológico, a partir de Marx, estuvo muy a menudo envuelto en el ropaje de la "sociología científica" y la actitud defensiva de las clases intelectuales establecidas que ven la prueba científica en las raíces sociales de las ideas como algo que amenaza su posición de intelectuales, son hechos que también se mencionan con frecuencia. Y cuando todo lo demás fracasa siempre es posible señalar una vez más que la sociología es una ciencia joven, que ha sido tan recientemente fundada que todavía no tuvo tiempo de llegar a los niveles de solidez institucional necesarios para sustentar sus pretensiones de libertad de investigación en terrenos delicados. Todos estos argumentos tienen sin duda cierta validez. Pero lo que no se considera con tanta frecuencia —en virtud de una curiosa omisión selectiva que los rigurosos podrían muy bien tildar de ideológica— es la posibilidad de que una buena parte del problema esté en la falta de un refinamiento conceptual dentro de la ciencia social misma, de que la resistencia de la ideología al análisis sociológico es tan grande porque dichos análisis son en realidad fundamentalmente inadecuados, pues el marco teórico que emplean es notoriamente incompleto.

En este ensayo trataré de mostrar que en efecto así es: que las ciencias sociales no han desarrollado todavía una concepción no evaluativa de la ideología; que este defecto se debe menos a indisciplina metodológica que a tosquedad teórica; que esta falta de efectividad se manifiesta principalmente al tratar la ideología como una entidad en sí misma, como un sistema ordenado de símbolos culturales en lugar de discernir sus contextos sociales y psicológicos (con respecto a los cuales nuestro aparato analítico es mucho más refinado), y que la posibilidad de escapar a la paradoja de Mannheim está por eso en el perfeccionamiento de un aparato conceptual capaz de tratar más efectivamente la significación. En otras palabras, necesitamos una aprehensión más exacta de nuestro objeto de estudio si no queremos vernos en la situación de aquel personaje del cuento folklórico javanés, ese "estúpido muchacho" que habiendo sido aconsejado por su madre de que buscara una esposa callada, regresó a su casa con un cadáver.


II

Que la concepción de la ideología hoy imperante en las ciencias sociales es una concepción enteramente evaluativa (es decir despectiva) es un hecho bastante demostrado: "(El estudio de la ideología) versa sobre un modo de pensamiento que está entregado a su propio curso" nos informa Werner Stark; "el pensamiento ideológico... es sospechoso, dudoso, algo que deberíamos superar y expulsar de nuestra mente". No es (exactamente) lo  mismo que mentir, pues cuando el mentiroso por lo menos llega al cinismo, el ideólogo se queda en la necedad: "Ambos tienen que ver con la falsedad, sólo que mientras el mentiroso trata de falsear el pensamiento de  los demás conservando empero correcto su propio pensamiento privado, sabiendo muy bien cuál es la verdad, una persona que incurre en ideología se engaña a sí misma en su pensamiento privado y, si induce a los demás al error, lo hace sin quererlo y sin darse cuenta de ello".[166] Discípulo de Mannheim, Stark sostiene que todas las formas de pensamiento están socialmente condicionadas por su misma naturaleza, pero que la ideología presenta además la desdichada condición de estar psicológicamente "deformada" ("torcida", "contaminada", "falsificada", "anublada", "desfigurada") por la presión de emociones personales como el odio, el deseo, la ansiedad o el miedo. La sociología del conocimiento trata del elemento social en la búsqueda y percepción de la verdad, y de su inevitable confinamiento en una u otra perspectiva existencial. Pero el estudio de la ideología —una empresa enteramente diferente— se refiere a las causas del error intelectual:

Las ideas y las creencias, según hemos tratado de explicarlo, pueden ser referidas a la realidad de dos maneras: o bien a los hechos de la realidad, o bien a los empeños a que da nacimiento esa realidad o mejor dicho la reacción contra esa realidad. Cuando se da la primera relación, encontramos un pensamiento que, en principio, es verdadero; cuando se da la segunda relación nos encontramos con ideas que pueden ser sólo verdaderas por accidente y que probablemente estén viciadas por cierta parcialidad, tomando esta palabra en el sentido más amplio posible. El primer tipo de pensamiento merece llamarse teórico; hay que caracterizar al segundo como parateórico. Quizá también se podría caracterizar el primero como racional y el segundo como emocionalmente teñido, el primero como puramente cognitivo, el segundo como evaluativo. Para valemos de un símil de Theodor Geiger..., el pensamiento determinado por el hecho social es como el agua pura de una corriente, cristalina, clara, transparente; las ideas ideológicas como las aguas sucias de un río, barrosas y contaminadas por las impurezas que han flotado en ellas. De un agua es saludable beber; hay que evitar la otra, que es veneno. [167]

Esto es elemental, pero el mismo confinamiento del referente del término "ideología" a una forma de radical depravación intelectual también aparece en contextos en los que los argumentos políticos y científicos son mucho más refinados e infinitamente más penetrantes. Por ejemplo, en su ensayo seminal sobre "Ideología y civilidad", Edward Shils traza una pintura de la "visión ideológica" que es aún más torva que la de Stark.[168] Apareciendo "en una variedad de formas, cada una de las cuales alega ser única" —el fascismo italiano, el nacionalsocialismo alemán, el bolchevismo ruso, el comunismo francés e italiano, la Action Française, la British Union of Fascists y su pariente norteamericana, el "maccarthysmo que murió en la infancia"—, esta visión "rodeó e invadió la vida pública de los países occidentales durante los siglos XIX y XX... y amenazó con lograr el dominio universal". Fundamentalmente consiste en "el supuesto de que la política debería manejarse desde el punto de vista de una serie coherente y comprensiva de creencias que deben imponerse a toda otra consideración. Lo mismo que la política a la que presta apoyo, esta visión es dualista y opone los buenos "nosotros" a los malos "ellos", alegando que quien no está conmigo está contra mí. Es una visión enajenante por cuanto desconfía, de las instituciones políticas establecidas y trabaja para minarlas. Es doctrinaria puesto que pretende la posesión completa y exclusiva de la verdad política y rechaza todo compromiso de conciliación. Es total por cuanto aspira a ordenar toda la vida cultural y social de conformidad con la imagen de sus ideales; es futurista pues pugna por alcanzar una utópica culminación de la historia en la cual estará realizado el orden. No es en suma la clase de prosa que admitiría hablar un buen burgués gentilhombre (o un buen demócrata).

Ni siquiera en niveles más abstractos y teóricos, en los que el interés es puramente conceptual, desaparece la noción de que el término "ideología" se aplica apropiadamente a las ideas de aquellos "que tienen opiniones rígidas y siempre erróneas". En la más reciente consideración que hace Talcott Parsons de la paradoja de Mannheim, por ejemplo, "las desviaciones de la objetividad científica (social)" se manifiestan como los "criterios esenciales de una ideología": "El problema de la ideología surge cuando hay una discrepancia entre lo que se cree y lo que puede establecerse científicamente como correcto".[169] Las "desviaciones" y "discrepancias" del caso son de dos clases generales. La primera es aquella en que la ciencia social (conformada como todo pensamiento, por los valores de la sociedad en que está contenida) es selectiva en la clase de cuestiones que formula, en los particulares problemas que decide abordar, etc.; aquí las ideologías están sujetas a una selectividad "secundaria" y cognitivamente más perniciosa, por cuanto hacen resaltar algunos aspectos de la realidad social —por ejemplo, una realidad revelada por el conocimiento científico social efectivo— y descuidan o hasta elimina otros aspectos. "De esa manera la ideología de las empresas comerciales, por ejemplo, exagera sustancialmente la contribución de los hombres de negocios al bienestar nacional y subestiman la contribución de los hombres de ciencia y profesionales. Y en la actual ideología del 'intelectual' se exagera la importancia de las 'presiones sociales de la conformidad' y se ignoran o se subestiman factores institucionales en la libertad del individuo." La segunda clase de discrepancia es la del pensamiento ideológico que, no contentándose con la mera ultraselectividad, deforma positivamente hasta aquellos aspectos de la realidad que él mismo reconoce, deformación que se hace manifiesta sólo cuando las afirmaciones del caso se cotejan con las conclusiones llenas de autoridad de la ciencia social. "El criterio de la deformación consiste en que se hacen sobre la sociedad enunciaciones que los métodos de la ciencia social pueden demostrar como positivamente erróneas, en tanto que la selectividad entra en juego cuando las enunciaciones son 'verdaderas' en nivel apropiado, pero no constituyen una explicación equilibrada de la verdad accesible". Sin embargo, parece improbable que a los ojos del mundo haya mucho que decidir entre ser positivamente erróneas y dar una desequilibrada explicación de la verdad accesible.

No es necesario dar muchos ejemplos, aunque se lo podría hacer fácilmente. Más importante es la cuestión de establecer qué está haciendo un concepto tan egregiamente cargado entre los instrumentos analíticos de una ciencia social que, sobre la base de su pretensión a la fría objetividad, presenta sus interpretaciones teóricas como visiones "no deformadas" y, por lo tanto, como visiones normativas de la realidad social. Si la fuerza crítica de las ciencias sociales procede de su desinterés, ¿no queda comprometida esa fuerza cuando el análisis del pensamiento político está gobernado por semejante concepto, de la misma manera en que el análisis del pensamiento religioso quedaría comprometido (y en ocasiones ha quedado comprometido) cuando se lo expone en términos de "superstición"?

La analogía no es exagerada. Por ejemplo, en el libro de Raymond Aron The Opium of the Intellectualsno sólo el título —que irónicamente es un eco de la acre posición iconoclasta de Marx— sino toda la retórica de la argumentación ("mitos políticos", "la idolatría de la historia", "clérigos y fieles", "clericalismo secular", etc.) nos hace pensar en la literatura del ateísmo militante.[170] El propósito de Shils de tomar las patologías extremas del pensamiento ideológico —nazismo, bolchevismo, o cualquier otro— como sus formas paradigmáticas recuerda la tradición en la cual la Inquisición, la depravación de los papas del Renacimiento, el salvajismo de las guerras de religión son ofrecidos como arquetipos de creencia y conducta religiosas. Y la concepción de Parsons de que la ideología está definida por sus insuficiencias cognitivas frente a la ciencia quizá no esté tan alejada como pudiera parecer de la concepción comtiana de que la religión se caracteriza por una concepción de la realidad figurada, no crítica, que una sociología sobria purgada de toda metáfora pronto tornará obsoleta. Tal vez tengamos que esperar tanto tiempo el fin de la ideología como tuvieron que esperar los positivistas el fin de la religión. Quizá ni siquiera sea exagerado afirmar que así como el ateísmo militante de la Ilustración y el posterior fueron una respuesta a los genuinos horrores de un espectacular estallido de intolerancia, persecución y luchas religiosas (y una respuesta a un conocimiento más amplio del mundo natural), de la misma manera el enfoque militantemente hostil de la ideología es una respuesta semejante a los holocaustos políticos del pasado medio siglo (y una respuesta a un conocimiento más amplio del mundo social). Y, si esta sugestión es válida, la suerte que pueda correr la ideología podría ser semejante: quedar aislada de la corriente principal del pensamiento social.[171]

Por otro lado, tampoco puede desdeñarse la cuestión por considerársela meramente semántica. Por cierto, tiene uno la libertad de limitar el referente del término "ideología" a "algo dudoso, sospechoso", si así lo desea y tal vez puede hacerse una defensa de tipo histórico de esta actitud. Pero si uno limita así el uso del término, ya no puede escribir obras sobre las ideologías de los hombres de negocios norteamericanos o de los intelectuales "literarios" de Nueva York o de los miembros de la Asociación Médica Británica o de los dirigentes sindicales de los obreros industriales o de economistas famosos, y esperar al propio tiempo que nuestros escritos se consideren neutrales.[172] Las discusiones de ideas sociopolíticas que se acusan ab initio a causa de las palabras mismas que se emplean para designar dichas ideas, como por ejemplo la palabra deformada o alguna peor, incurren en una petición de principio. Desde luego, también es posible que el término "ideología" quede sencillamente eliminado de todo el discurso científico y sea abandonado a su suerte polémica, como ocurrió efectivamente con el término "superstición". Pero como por el momento no parece haber nada que lo reemplace y como está por lo menos parcialmente establecido en el léxico técnico de las ciencias sociales, parece más aconsejable hacer un esfuerzo para clarificarlo.[173]


III

Así como los defectos ocultos de una herramienta se revelan cuando se la usa, de la misma manera las debilidades intrínsecas del concepto evaluativo de ideología se revelan cuando se lo utiliza. Especialmente se manifiestan en los estudios de las fuentes y consecuencias sociales de la ideología, pues en tales estudios el concepto está acoplado a un aparato muy desarrollado de análisis del sistema social y del sistema de personalidad, cuya misma fuerza sólo sirve para hacer resaltar la falta de una fuerza análoga en el plano cultural (es decir en el sistema de símbolos). En investigaciones de los contextos sociales y psicológicos del pensamiento ideológico (o por lo menos en las "buenas"), la sutileza con que se tratan los contextos hace resaltar la torpeza con que se maneja el pensamiento, de manera que sobre toda la discusión se proyecta una sombra de imprecisión; una sombra que no puede disipar ni siquiera la más rigurosa austeridad metodológica.

Actualmente hay dos posiciones principales en el estudio de los determinantes sociales de la ideología: la teoría del interés y la teoría de la tensión.[174] Para la primera, la ideología es una máscara y un arma; para la segunda, es un síntoma y un remedio. Según la teoría del interés, los pronunciamientos ideológicos han de verse sobre el fondo de una lucha universal para lograr ventajas; según la teoría de la tensión, atendiendo a un permanente esfuerzo de corregir el desequilibrio sociopsicológico. Según una, los hombres persiguen el poder; según la otra, huyen de la ansiedad. Como, por supuesto, pueden hacer ambas cosas —y hasta una mediante la otra—, las dos teorías no son necesariamente contradictorias; sólo que la teoría de la tensión (que nació en respuesta a las dificultades empíricas que encontraba la teoría del interés), siendo menos simplista, es más penetrante, menos concreta, más general.

Los principios fundamentales de la teoría del interés son demasiado bien conocidos para que pasemos revista de ellos aquí; desarrollados a la perfección por la tradición marxista, ahora son elementos intelectuales corrientes del hombre de la calle, quien tiene aguda conciencia de que en la argumentación política todo se reduce a saber a qué buey se degüella. La gran ventaja de la teoría del interés era y es el hecho de colocar las raíces de los sistemas culturales en el sólido terreno de la estructura social, poniendo énfasis en las motivaciones de aquellos que profesan dichos sistemas y en la dependencia de esas motivaciones a su vez respecto de la posición social, especialmente de la clase social. Además, la teoría del interés soldó la especulación política con el combate político al señalar que las ideas son armas y que una manera excelente de institucionalizar una determinada visión de la realidad —la del grupo de uno, de la clase de uno o del partido de uno— es alcanzar el poder político e imponer dicha visión. Esas contribuciones son permanentes, y si la teoría del interés no tiene ahora la hegemonía que antes poseía, ello no se debe tanto a que se haya revelado errónea como a que su aparato teórico resultó demasiado rudimentario para afrontar la complejidad de la interacción de factores sociales, psicológicos y culturales que ella misma revelaba. A semejanza de la mecánica newtoniana, no fue tanto desplazada por lo ulteriores progresos como absorbida en ellos.

Los principales defectos de la teoría del interés son el hecho de que su psicología sea demasiado anémica y el hecho de que su sociología sea demasiado muscular. Como le falta un análisis bien desarrollado de las motivaciones, se vio constantemente obligada a fluctuar entre un estrecho y superficial utilitarismo que ve a los hombres impulsados por cálculos racionales en procura de ventajas personales, por un lado, y un historicismo más amplio, pero no menos superficial, que habla con estudiada vaguedad de las ideas de los hombres como elementos que "reflejan", "expresan" sus posiciones sociales o "corresponden" a ellas, que "surgen de ellas", o que "están condicionadas" por ellas. Dentro de semejante marco el analista debe decidir si habrá de revelar la endeblez de su psicología, que al ser tan específica no es en modo alguno plausible, o si habrá de ocultar el hecho de que no posee ninguna teoría psicológica en absoluto, pues la que expone es tan general que resulta una perogrullada. En el caso de los soldados profesionales, el argumento de que "las medidas internas (del gobierno) son importantes principalmente como medios de consolidar y ampliar la institución militar (porque) ésa es su finalidad, pues para eso son adiestrados los soldados" parece hacer poca justicia hasta a una mentalidad tan poco complicada como se supone que es la mentalidad del militar; en tanto que el argumento de que los empresarios petroleros norteamericanos "no pueden ser pura y simplemente hombres del petróleo" porque "sus intereses son del tal condición" que "también son hombres políticos", es tan esclarecedor como la teoría (ejemplo también debido a la fértil imaginación de M. Jourdain) según la cual la razón de que el opio adormezca es el hecho de que posee propiedades adormecedoras.[175]Por otro lado, la idea de que la acción social es fundamentalmente una interminable lucha para alcanzar el poder conduce a una indebida concepción maquiavélica de la ideología, entendida como una forma de astucia superior y, en consecuencia, a descuidar sus funciones sociales más amplias pero menos dramáticas. La imagen del campo de batalla que sería la sociedad vista en un choque de intereses tenuemente disfrazado como un choque de principios, aparta la atención del papel que las ideologías desempeñan en definir (u oscurecer) las categorías sociales, en estabilizar (o perturbar) las expectativas sociales, en mantener (o minar) normas sociales, en fortalecer (o debilitar) el consenso social, y en aliviar (o exacerbar) tensiones sociales. Reducir la ideología a un arma empleada en una guerre de plume presta al análisis un cálido aire de militancia, pero también significa reducir el alcance intelectual de dicho análisis y limitarlo al estrecho realismo de estrategias y tácticas. La fuerza de la teoría del interés —para decirlo con una figura de Whitehead— no es más que el galardón de su estrechez.

Así como "el interés", cualesquiera que sean sus ambigüedades, es al mismo tiempo un concepto psicológico y sociológico —que se refiere tanto a las ventajas de un individuo o de un grupo de individuos como a la estructura objetiva de la circunstancia en la cual se mueve un individuo o grupo—, también lo es la "deformación", pues ella se refiere tanto a un estado de tensión personal como a una condición de dislocación social. La diferencia está en que con la "tensión" se pintan más sistemáticamente las motivaciones y el contexto estructural social así como sus relaciones recíprocas. Lo que transforma la teoría del interés en teoría de la tensión es, en realidad, la suma de una concepción desarrollada de los sistemas de personalidad (básicamente freudianos), por un lado, y de sistemas sociales (básicamente durkheimianos), por el otro, y además el agregado de sus modos de interpretación que es el agregado parsoniano.[176] La idea clara y distinta de la cual parte la teoría de la tensión es la permanente mala integración de la sociedad. Ninguna disposición social puede tener éxito completo en resolver los problemas funcionales que inevitablemente ella afronta. Todos esos problemas presentan antinomias insolubles: entre libertad y orden político, entre estabilidad y cambio, entre eficiencia y humanidad, entre precisión y flexibilidad, etc. Hay discontinuidades entre normas en diferentes sectores de la sociedad: la economía, la política, la familia, etc. Hay discrepancias entre metas en el seno de diferentes sectores: entre los acentos puestos sobre el beneficio y la productividad en empresas industriales o entre extender el conocimiento y difundirlo en las universidades, por ejemplo. Y están las contradictorias expectativas en lo que respecta a los roles sociales, tema del que se ha ocupado tanto la reciente bibliografía sociológica norteamericana que consideró la situación del capataz, de la mujer que trabaja, del artista y del político. Las fricciones sociales lo penetran todo, lo mismo que las fricciones mecánicas... y son inevitables.

Además, esta fricción o tensión social se manifiesta en el nivel de la personalidad individual —que es ella misma inevitablemente un sistema mal integrado de deseos en conflicto, de sentimientos arcaicos y de improvisadas defensas— como tensión psicológica. Lo que se ve colectivamente como incongruencia estructural se siente individualmente como inseguridad personal, pues es en la experiencia del actor social donde se encuentran y se exacerban recíprocamente las imperfecciones de la sociedad y las contradicciones de carácter. Pero, al mismo tiempo, el hecho de que la sociedad y la personalidad sean sistemas organizados (cualesquiera sean sus deficiencias), antes que meros conjuntos de instituciones o puñados de motivos, significa que las tensiones sociopsicológicas que la sociedad y la personalidad producen son también sistemáticas, que las ansiedades derivadas de la interacción social tienen una forma y un orden que le son propios. En el mundo moderno por lo menos, la mayor parte de los hombres vive vidas de desesperación configurada.

El pensamiento ideológico es pues considerado como (una especie de) respuesta a esa desesperación: "La ideología es una reacción estructurada a las tensiones estructuradas de un rol social".[177] La ideología suministra "una salida simbólica" a las agitaciones emocionales generadas por el desequilibrio social. Y como uno puede suponer que semejantes agitaciones y perturbaciones son, por lo menos de una manera general, comunes a todos los que desempeñan un determinado papel u ocupan una determinada posición social, las reacciones ideológicas a tales perturbaciones tenderán a ser similares, una semejanza reforzada sólo por los presuntos caracteres comunes de la "estructura básica de la personalidad" de los miembros de una cultura particular, de una clase o de una categoría laboral. Aquí el modelo es no militar, sino médico: una ideología es una enfermedad (Sutton y otros mencionan el hábito de comerse las uñas, el alcoholismo, los desórdenes psicosomáticos y las "excentricidades" entre otras formas de enfermedad) que exige un diagnóstico. "El concepto de tensión no es en sí mismo una explicación de esquemas ideológicos sino que es un rótulo generalizado para designar las clases de factores que hay que buscar para elaborar una explicación."[178]

Pero más que de diagnóstico (sea médico, sea sociológico), se trata de identificar las tensiones pertinentes; uno comprende los síntomas no sólo etiológicamente sino también ideológicamente, según los modos en que obran como mecanismos para afrontar las perturbaciones que los han generado. Aquí se han empleado generalmente cuatro clases principales de explicaciones: la catártica, la moral, la de solidaridad y la de propugnación. Por "explicación catártica" se entiende la venerable válvula de escape o la teoría de la víctima propiciatoria. Las tensiones emocionales se descargan al ser desplazadas a enemigos simbólicos (los judíos, las grandes empresas, los rojos, etc.). La explicación es tan simplista como el recurso mismo; pero es innegable que al suministrar objetos legítimos de hostilidad (o de amor), la ideología puede de alguna manera suavizar el dolor de ser un pequeño burócrata, un jornalero o un insignificante tendero de una pequeña ciudad. Por "explicación moral" se entiende la capacidad de una ideología para sostener a los individuos (o grupos) frente a tensiones permanentes, ya al negarlas directamente, ya al legitimarlas en términos de valores superiores. Tanto el pequeño comerciante, que se debate y manifiesta su ilimitada confianza en la inevitable justicia del sistema norteamericano, como el artista sin éxito que atribuye su fracaso a su tenacidad en atenerse a decentes cánones en un mundo filisteo, pueden, con esos medios, continuar con su trabajo. La ideología salva la brecha emocional entre las cosas tales como son y las cosas tales como desearíamos que fueran y así asegura el desempeño de roles que de otra manera podrían ser abandonados a causa de la desesperación o la apatía. Por "explicación de la solidaridad" se entiende la fuerza que la ideología tiene para mantener unido un grupo social o una clase. En la medida en que exista, la unidad del movimiento laboral, de la comunidad de hombres de negocios o de la profesión médica evidentemente se basa en un grado significativo de común orientación ideológica; el Sur no sería el Sur sin la existencia de símbolos populares cargados con emociones de una determinada situación social general. Por último, la "explicación de propugnación" se refiere a la acción de las ideologías (y de los ideólogos) que articulan, aunque de manera parcial e indistinta, las tensiones que los impulsan con lo cual obligan al público a que las advierta. "Los ideólogos exponen los problemas para la sociedad, toman partido por las cuestiones del caso y 'las presentan en el tribunal' del mercado ideológico".[179] Si bien los abogados ideológicos (no del todo diferentes de sus réplicas legales) tienden tanto a oscurecer como a clarificar la verdadera naturaleza de los problemas tratados, por lo menos llaman la atención sobre su existencia y al polarizar las cuestiones hacen que resulte más difícil pasarlas por alto. Sin el ataque marxista no habría habido reformas laborales.

Sin embargo es aquí, en la investigación de los papeles sociales y psicológicos de la ideología (que no son sus factores determinantes) donde la teoría de la tensión comienza a rechinar y donde se evapora su superior agudeza en comparación con la teoría del interés. La mayor precisión para localizar las fuentes de la preocupación ideológica no conlleva el discernimiento de sus consecuencias, y aquí el análisis se hace flojo y ambiguo. Las consecuencias consideradas (indudablemente genuinas en sí mismas) parecen casi adventicias, subproductos accidentales de un proceso esencialmente no racional que al principio apuntaba en otra dirección, como cuando un hombre al tropezar y lastimarse un pie lanza un involuntario "¡Ay! " e incidentalmente desahoga su ira, manifiesta su disgusto, y se consuela con el sonido de su propia voz; o como cuando al perder uno un subterráneo lanza espontáneamente un "¡Maldita sea!" de frustración y luego al oír parecidos juramentos de los demás cobra cierto perverso sentido de afinidad con los compañeros que experimentan lo mismo.

Desde luego, este defecto puede encontrarse en buena parte del análisis funcional de las ciencias sociales: un esquema de conducta configurado por cierta serie de fuerzas viene (en virtud de una coincidencia plausible, pero ello no obstante misteriosa) a servir a fines sólo levemente relacionado con esas fuerzas. Un grupo de primitivos se entrega con toda honestidad a la oración para que caigan lluvias y termina fortaleciendo su solidaridad social; un político de barrio se propone permanecer junto a la pila de agua y termina oficiando de mediador entre grupos de inmigrantes no asimilados y una impersonal burocracia gubernamental; un ideólogo expone a gritos sus motivos de queja y termina contribuyendo, por la fuerza de entretenimiento de sus ilusiones, a afianzar el mismo sistema que ataca.

El concepto de función latente se invoca por lo general para cubrir este anómalo estado de cosas, pero se limita a dar nombre al fenómeno (cuya realidad no se cuestiona) en lugar de explicarlo; y el claro resultado de ello es el de que los análisis funcionales —y no sólo los de la ideología— sean irremisiblemente equívocos. El antisemitismo del insignificante burócrata puede ciertamente darle algo que hacer con la cólera acumulada y generada en él por el hecho de tener que adular a quienes considera intelectualmente inferiores y así poder desahogarse; pero ese antisemitismo puede también sencillamente acrecentar su cólera al suministrarle algo diferente ante lo cual manifestar impotente odio. El artista sin éxito puede soportar mejor su fracaso de público invocando los cánones clásicos de su arte, pero esa invocación puede dramatizar más para él el abismo que se abre entre las posibilidades de su ambiente y las exigencias de su visión artística de manera que no le parezca que valga la pena realizar el esfuerzo de salvarlo. La comunidad de percepción ideológica puede unir a los hombres, pero también puede suministrarles (como lo demuestra la historia del sectarismo marxista) un vocabulario que les permita explorar más exquisitamente las diferencias que los separan. El choque de ideólogos puede llevar un problema social a la atención pública, pero también puede cargarlo con una pasión tal que haga imposible tratarlo racionalmente. Los teóricos de la tensión tienen ciertamente conciencia de todas estas posibilidades. En realidad, tienden a hacer resaltar posibilidades y desenlaces negativos antes que positivos y suelen concebir la ideología tan sólo como un recurso faute de mieux, lo mismo que comerse las uñas. Pero lo importante es el hecho de que, a pesar de toda su sutileza en la indagación de los motivos de la empresa ideológica, el análisis que hace la teoría de la tensión de las consecuencias de la ideología es crudo, vacilante y evasivo. Desde el punto de vista del diagnóstico es convincente; funcionalmente no lo es.

La razón de esta debilidad es la virtual ausencia en la teoría de la tensión (y también en la teoría del interés) de algo que sea más que una rudimentaria concepción de los procesos de formulación simbólica. Se habla mucho de las emociones "que encuentran una salida simbólica" o que "están ligadas a símbolos apropiados", pero no se tiene casi idea de cómo realmente se realiza esta operación.

El vínculo entre las causas de la ideología y sus efectos parece adventicio porque el elemento de conexión —el proceso autónomo de la formulación simbólica— se pasa virtualmente por alto y en silencio. Tanto la teoría del interés como la teoría de la tensión van directamente desde el análisis de la fuente al análisis de la consecuencia sin examinar en ningún momento seriamente las ideologías entendidas como sistemas de símbolos en interacción, como estructuras de entretejidas significaciones. Por supuesto, se delinean temas, y en los análisis de contenido incluso se los cuenta. Pero se los trata a los efectos de dilucidarlos, no con referencia a otros temas ni a alguna teoría semántica; se los considera retrospectivamente referidos al efecto que, según es de presumir, reflejan, o proyectándolos a la realidad social que, según es de presumir, deforman. El problema de saber cómo, después de todo, las ideologías transforman el sentimiento en significación y lo hacen así socialmente accesible queda eliminado por el tosco expediente de colocar símbolos particulares y tensiones (o intereses) particulares unos junto a los otros de manera tal que el hecho de que los primeros deriven de las segundas parece cosa de mero sentido común, o por lo menos de sentido común posfreudiano, posmarxista. Y, si el analista es lo suficientemente diestro, así ocurre.[180] Pero con esto la conexión no queda explicada, sino que es meramente educida. La naturaleza de la relación entre agitaciones sociopsicológicas que incitan a actitudes ideológicas y las elaboradas estructuras simbólicas en virtud de las cuales se da existencia pública a esas actitudes es demasiado complicada para ser entendida desde el punto de vista de una vaga y no examinada noción de resonancias emotivas.


IV

Aquí resulta singularmente interesante el hecho de que, si bien la corriente general de la teoría científica social resultó profundamente influida por casi todos los movimientos intelectuales importantes del último siglo y medio —marxismo, darwinismo, utilitarismo, idealismo, freudismo, conductismo, positivismo, operacionalismo— e intentó capitalizarse en virtualmente todo campo importante de innovación metodológica, desde la ecología, la etología y la psicología comparada hasta la teoría de los juegos, la cibernética y la estadística, no fue virtualmente afectada, salvo en muy pocas excepciones, por una de las corrientes más importantes del pensamiento reciente: el esfuerzo de construir una ciencia independiente de lo que Kenneth Burke llamó "acción simbólica".[181] Ni la obra de filósofos tales como Peirce, Wittgenstein, Cassirer, Langer, Ryle o Morris ni la de críticos literarios como Coleridge, Eliot, Burke, Empson, Blackmur, Brooks o Auerbach parece haber hecho impacto apreciable en la estructura general del análisis científico social. Independientemente de unos pocos lingüistas más emprendedores (y en gran medida programáticos), como un Whorf o un Sapir, la cuestión de saber cómo los símbolos simbolizan, cómo funcionan para expresar significaciones, sencillamente se ha eludido. El físico y novelista Walker Percy escribió: "Lo malo es que hoy no existe una ciencia empírica natural de la conducta simbólicacomo tal... Las lamentaciones de Sapir por la falta de una ciencia de la conducta simbólica y por la necesidad de esa ciencia son más pertinentes hoy que hace treinta y cinco años".[182]

Faltando semejante teoría y especialmente faltando todo marco analítico dentro del cual se pueda tratar el lenguaje figurado, los sociólogos se vieron reducidos a considerar las ideologías como elaborados gritos de dolor. No teniendo idea de cómo funcionan las metáforas, la analogía, la ironía, la ambigüedad, los retruécanos, las paradojas, la hipérbole, el ritmo y todos los demás elementos de lo que solemos llamar "estilo" —y en la mayoría de los casos hasta sin siquiera reconocer que esos recursos tienen importancia en la configuración de actitudes personales en forma pública—, a los sociólogos les faltan los recursos simbólicos con los cuales pudieran construir una formulación más aguda. En el mismo momento en que las artes estaban estableciendo la fuerza cognitiva de la "deformación" y que la filosofía estaba minando la validez de una teoría emotiva de la significación, los científicos sociales rechazaban lo primero y abrazaban lo segundo. Por eso no ha de sorprender que eludan el problema de interpretar las aserciones ideológicas, pues sencillamente no reconocen aquí un problema.[183]

A fin de expresar explícitamente lo que quiero decir me valdré de un ejemplo que, según espero, es tan trivial en sí mismo que disipa toda sospecha de que yo pueda tener un oculto interés en la sustancia de la cuestión política y, lo que es más importante, pone de manifiesto que los conceptos desarrollados para el análisis de aspectos elevados de la cultura —la poesía, por ejemplo— son aplicables a los aspectos más humildes sin que se borre por ello la enorme diferencia de calidad entre ambas esferas. Al tratar las impropiedades cognitivas que para ellos definen la ideología, Sutton y otros se valen de un ejemplo en el que se destaca la tendencia del ideólogo a "ultrasimplificar" la denominación, como ocurre en el caso de la ley Taft-Hartley que hubo de ser llamada "Ley de trabajo de esclavos":

La ideología tiende a ser simple y bien definida, aun cuando su simplicidad y claridad no hagan justicia al asunto que se discute. La pintura ideológica traza líneas agudas y establece contrastes de blanco y negro. El ideólogo exagera y caricaturiza de la misma manera que el dibujante de historietas. En cambio, una descripción científica de fenómenos sociales suele ser compleja e indistinta. En la reciente ideología laboral se llamó a la Ley Taft-Hartley "ley de trabajo de esclavos". Cualquier examen desapasionado establece que la ley en modo alguno merece ese rótulo. Cualquier estimación objetiva de la ley debería considerar sus muchas disposiciones individualmente. Y cualquier escala de valores que se aplicara, aun la de los propios sindicatos, haría que esa estimación fuera un veredicto mixto. Pero los veredictos mixtos no son materia de la ideología, son demasiado complicados, demasiado peliagudos; la ideología tiene que caracterizar la ley como un todo con un símbolo para incitar a la acción a trabajadores, votantes y legisladores". [184]

Dejando de lado la cuestión meramente empírica de si, en realidad, es cierto o no que las formulaciones ideológicas de una serie dada de fenómenos sociales son inevitablemente "más simples" que las formulaciones científicas de los mismos fenómenos, en esta argumentación hay un concepto curiosamente despectivo —que podríamos hasta calificar de "ultrasimple"— de los procesos mentales de los dirigentes sindicales, por una parte, y de los "trabajadores, votantes y legisladores", por otra. Es bastante difícil creer que aquellos que acuñaron y difundieron el grito de combate creyeran ellos mismos o esperaran que otros creyesen que esa ley reduciría realmente (o tendría la intención de reducir) al trabajador norteamericano a la condición de esclavo o que el sector del público al que se dirigía el grito de combate lo percibiera en tales términos. Sin embargo es precisamente este concepto chato de las mentalidades de los demás lo que deja al sociólogo sólo con dos posibilidades de interpretación (ambas inadecuadas) sobre la efectividad del símbolo: el símbolo o bien engaña a los desinformados (según la teoría del interés) o bien excita a los irreflexivos (según la teoría de la tensión). Pero ni siquiera se considera que, en efecto, el símbolo podría derivar su fuerza de su capacidad de aprehender, formular y comunicar realidades sociales que se sustraen al templado lenguaje de la ciencia, que el símbolo puede expresar significaciones más complejas de lo que sugiere su lectura general. "La ley del trabajo de esclavos" puede ser, después de todo, no un rótulo sino un tropo.

Más exactamente, esta expresión parece ser una metáfora o por lo menos una metáfora intentada. Aunque muy pocos científicos sociales parecen haber leído mucho de ella, la bibliografía sobre la metáfora —"el poder con que el lenguaje, hasta con un pequeño vocabulario, logra abarcar millones de cosas"— es muy extensa y por ahora está en un razonable acuerdo.[185] En la metáfora tenemos, desde luego, una estratificación de significaciones en la cual una incongruencia de sentido en un nivel produce una afluencia de significaciones en otro. Como lo señaló Percy, el rasgo de la metáfora que más molesta a los filósofos (y, podría haber agregado, a los científicos) es el hecho de que sea "falsa": "La metáfora afirma de una cosa algo que es diferente de ella" y, lo que es peor aún, suele ser más efectiva cuanto más "falsa" es.[186]La fuerza de una metáfora procede precisamente de la interacción entre las significaciones discordantes que ella simbólicamente fuerza dentro de un marco conceptual unitario y la intensidad de esa fuerza depende del grado en que esa coacción logre superar la resistencia psíquica que semejante tensión semántica genera inevitablemente en quien está en condiciones de percibirla. Cuando está lograda, una metáfora transforma una falsa identidad (por ejemplo, la identidad de las medidas laborales del partido republicano y de las medidas de los bolcheviques) en una analogía pertinente; cuando no está lograda, la metáfora es una mera extravagancia.

Que para la mayor parte de la gente la figura "ley de trabajo de esclavos" era en realidad un fracaso (y, por lo tanto, que nunca sirviera con efectividad como "un símbolo para incitar a la acción a trabajadores, votantes y legisladores") parece evidente, y es ese fracaso antes que su supuesta simplicidad y claridad lo que la hace asemejarse más a una caricatura. La tensión semántica entre la imagen de un congreso conservador que declara fuera de la ley al negocio cerrado y la imagen de los campos de prisioneros de Siberia era —aparentemente— demasiado grande para resolverse en una concepción, por lo menos mediante un recurso estilístico tan rudimentario como es ese grito de combate. Excepto (tal vez) para unos pocos entusiastas, la analogía no se manifestó y la falsa identificación continúo siendo falsa. Pero el fracaso no es inevitable, ni siquiera en un nivel elemental. Aunque se trata de un veredicto nada mixto la exclamación de Sherman "La guerra es un infierno" no es una proposición de la ciencia social pero probablemente Sutton y sus asociados no la considerarían ni una exageración ni una caricatura.

Pero más importante que cualquier estimación de la propiedad o impropiedad de los dos tropos como tales es el hecho de que, como las significaciones que esos tropos intentan arrojar el uno sobre el otro tienen después de todo raíces sociales, el éxito o el fracaso del intento tiene que ver no sólo con la fuerza del mecanismo estilístico empleado sino también precisamente con esa clase de factores en los que concentra su atención la teoría de la tensión. Las tensiones de la guerra fría, los temores de un movimiento laboral surgido recientemente de una dura lucha por la existencia y el vislumbrado eclipse del liberalismo del New Deal después de dos décadas de vigencia prepararon el escenario sociopsicológico tanto para la aparición de la figura "trabajo de esclavos" como —cuando esta figura reveló que era incapaz de mostrar una analogía convincente— para su fracaso. Los militaristas japoneses de 1934 que leían su folleto sobre Teoría Básica de la Defensa Nacional y Sugestiones para su Fortalecimiento con la familiar metáfora "La guerra es el padre de la creación y la madre de la cultura", no considerarían sin duda convincente la máxima de Sherman, así como éste no consideraría convincente la máxima de los japoneses.[187] Estos se estaban preparando enérgicamente para librar una guerra imperialista en una vieja nación que trataba de insertarse en el mundo moderno; Sherman estaba librando cansadamente una guerra civil en una nación todavía no realizada y desgarrada por odios internos. No es pues la verdad lo que varía con los contextos sociales, psicológicos y culturales, sino que lo que varía son los símbolos que elaboramos en nuestros intentos, desigualmente efectivos, de aprehenderla. La guerra es un infierno y no la madre de la cultura, como hubieron de descubrirlo ulteriormente los japoneses, aunque sin duda ellos expresan este hecho en un lenguaje más grandilocuente.

La sociología del conocimiento debería llamarse la sociología de la significación pues lo que está socialmente determinado es, no la naturaleza de la concepción, sino sus vehículos. En una comunidad que bebe únicamente café solo, observa Henle, halagar a una muchacha diciéndole: "Eres la crema de mi café" daría una impresión enteramente falsa; y si la condición de omnívoro fuera considerada una característica de los osos más significativa que su tosquedad y torpeza, llamar a un hombre "viejo oso" podría significar, no que ese hombre es tosco, sino que tiene gustos universales.[188] O, para tomar un ejemplo de Burke, como en Japón las personas sonríen cuando se menciona la muerte de un amigo íntimo, el equivalente semántico (desde el punto de vista de la conducta y desde el punto de vista verbal) en un idioma occidental es no "El sonrió", sino "Se le descompuso el rostro" pues con esta versión estamos "traduciendo las usanzas sociales aceptadas del Japón a las correspondientes usanzas sociales aceptadas de Occidente".[189] Y, un ejemplo más cercano a la esfera ideológica, Sapir ha hecho notar que la presidencia de un comité tiene la fuerza figurada que le damos sólo porque pensamos que "las funciones administrativas hacen a una persona superior a quienes son administrados"; "si la gente se diera cuenta de que las funciones administrativas no son más que automatismos simbólicos, la presidencia de una comisión se reconocería casi como un símbolo petrificado y el valor particular que ahora se siente que tiene esa posición tendería a desaparecer.”[190] No es diferente el caso de "la ley del trabajo de esclavos". Si por cualquier razón los campos de trabajos forzados llegan a desempeñar un papel menos prominente en la imagen norteamericana de la Unión Soviética, lo que habrá de disolverse es, no la veracidad del símbolo, sino su significación misma, su capacidad de ser o bien verdadero o bien falso. Sencillamente uno debe formular el argumento —de que la Ley Taft-Hartley constituye una mortal amenaza al trabajo organizado— de alguna otra manera.

En suma, entre una figura ideológica como "ley de trabajo de esclavos" y las realidades sociales de la vida norteamericana en medio de las cuales aparece esa figura, existe una sutil interrelación que conceptos como "deformación", "selectividad" o "ultrasimplificación" sencillamente no pueden formular.[191] No sólo es la estructura semántica de la figura mucho más compleja de lo que parece en la superficie, sino que un análisis de esa estructura nos obliga a rastrear una multiplicidad de conexiones y referencias entre ella y la realidad social, de suerte que el cuadro final es el cuadro de una configuración de significaciones no similares de cuyo entrelazamiento deriva la fuerza expresiva y la fuerza retórica del símbolo final. Ese entrelazamiento es él mismo un proceso social, un proceso que se da no "en la cabeza" de alguien, sino en ese mundo público donde "las personas hablan unas con otras, nombran cosas, hacen afirmaciones y hasta cierto punto se comprenden unas a otras".[192] El estudio de la acción simbólica es una disciplina sociológica en no menor medida que el estudio de pequeños grupos, de las burocracias o del cambiante papel de la mujer norteamericana, sólo que está mucho menos desarrollada.


V

Haciéndonos la pregunta que la mayoría de los estudiosos de la ideología no se hacen —¿qué queremos decir precisamente cuando afirmamos que las tensiones sociopsicológicas están "expresadas" en formas simbólicas?— damos muy rápidamente en aguas bien profundas por cierto, en una teoría no tradicional y aparentemente paradójica sobre la naturaleza del pensamiento humano entendido como una actividad pública y no, o por lo menos no fundamentalmente, como una actividad privada.[193]Aquí no podemos ocuparnos de los detalles de semejante teoría, ni podemos reunir cantidades significativas de pruebas en su apoyo. Pero debemos trazar por lo menos sus líneas generales si pretendemos orientarnos desde el evasivo mundo de los símbolos y del proceso semántico hacia el (aparentemente) más sólido mundo de los sentimientos y de las instituciones, si pretendemos discernir de una manera más o menos circunstanciada los modos de interpenetración de la cultura, de la personalidad y del sistema social.

La proposición que define esta manera de abordar el pensamiento en plein air —lo que, siguiendo a Galanter y a Gerstenhaber, podemos llamar "la teoría extrínseca"— es la de que el pensamiento consiste en la construcción y manejo de sistemas de símbolos que son empleados como modelos de otros sistemas físicos, orgánicos, sociales, psicológicos, etc. de manera tal que la estructura de esos otros sistemas sea "comprendida".[194] La acción de pensar, la conceptualización, la formulación, la comprensión o lo que se quiera consiste, no en una espectral proceso que se desarrolla en la cabeza de alguien, sino en un cotejo de los estados y procesos de modelos simbólicos con los estados y procesos del mundo exterior.

Pensar con imágenes es ni más ni menos que construir una imagen del ambiente, hacer que el modelo discurra más rápido que el ambiente y predecir que el ambiente se comportará como se comporta el modelo... El primer paso en la solución de un problema consiste en construir un modelo o imagen de los "rasgos importantes" del (ambiente). Esos modelos pueden construirse con muchas cosas, incluso partes del tejido orgánico del cuerpo, y el hombre puede construirlos con papel y lápiz o haciendo verdaderos artefactos. Una vez construido el modelo se lo puede manipular bajo diversas condiciones y coacciones hipotéticas. El organismo es pues capaz de "observar" el resultado de esas manipulaciones y proyectarlas al ambiente de manera que sea posible la predicción. De conformidad con este modo de ver, un ingeniero aeronáutico está pensando cuando manipula un modelo de un nuevo avión en un túnel de viento. El automovilista está pensando cuando con su dedo recorre una línea del mapa; el dedo le sirve como modelo de los aspectos relevantes del automóvil y el mapa como modelo del camino. Modelos externos de esta clase se usan a menudo cuando se piensa en (ambientes) complejos. Las imágenes usadas en el pensamiento dependen de que sean accesibles los hechos fisicoquímicos del organismo que pueden usarse para formar modelos. [195]

Esta concepción, desde luego, no niega la conciencia: la define. Toda percepción consciente es, como lo ha sostenido Percy, un acto de reconocimiento, un acto en el cual un objeto (o un hecho, un acto, una emoción) es identificado al comparárselo con un símbolo apropiado:

No es suficiente decir que uno tiene conciencia de algo; uno tiene además conciencia de que algo es algo. Hay una diferencia entre la aprehensión de una Gestalt (un pollo percibió el efecto Jastrow tan bien como un ser humano) y la aprehensión de ella en su vehículo simbólico. Cuando paseo la mirada por la habitación, me doy cuenta de una serie de actos, realizados casi sin esfuerzo, de verificación: veo un objeto y sé lo que es. Si la mirada cae sobre algo no familiar, inmediatamente me doy cuenta de que falta uno de los términos del cotejo y pregunto qué es (el objeto), una pregunta extraordinariamente misteriosa. [196]

Lo que falta y aquello por lo que se pregunta es un modelo simbólico en el cual hago entrar "algo no familiar" para hacerlo así familiar. Si veo a cierta distancia un objeto y no lo reconozco, puedo verlo (y en realidad lo veo así) como una sucesión de cosas diferentes, cada una de las cuales es rechazada por el criterio de correspondencia a medida que me voy acercando hasta llegar a una que está positivamente certificada. Realmente puedo ver cómo un conejo una mancha de luz solar en un campo, una visión que va mucho más allá de la suposición de que puede tratarse de un conejo; no, la Gestalt percibida tiene esa configuración marcada verdaderamente por la esencia del conejo, y yo podría haber jurado que era un conejo. Al acercarme más, la forma de la luz del sol cambia lo suficiente como para que yo rechace la traza del conejo. El conejo se desvanece y yo formo otra traza, ahora se trata de una bolsita de papel, y así sucesivamente. Pero lo más significativo de todo, aun tratándose del último reconocimiento correcto, es que éste constituye una aprehensión tan mediata como las incorrectas; también se trata de una operación de cotejo, de una aproximación. Y observemos al pasar que, aun cuando sea correcta, aun cuando esté confirmada por todos los indicios, la aprehensión puede funcionar también efectivamente para ocultar así como para descubrir. Cuando reconozco a un pájaro extraño como un gorrión tiendo a desentenderme de ese pájaro con la apropiada formulación: se trata sólo de un gorrión. [197]

A pesar del tono algún tanto intelectualista de estos varios ejemplos, la teoría extrínseca del pensamiento puede también extenderse al aspecto afectivo de la vida psíquica.[198] Así como un mapa caminero transforma meras locaciones físicas en "lugares" conectados por rutas numeradas y separados por distancias medidas, lo cual no permite tomar el camino que nos lleve desde donde estamos hasta donde deseamos ir, así también un poema, como por ejemplo "Felix Randal" de Hopkins, en virtud del poder evocativo de la carga emotiva del lenguaje, suministra un modelo simbólico del impacto emocional de la muerte prematura que, si estamos tan compenetrados con él como con el mapa caminero, transforma sensaciones físicas en sentimientos y actitudes y nos permite reaccionar a semejante tragedia, no "ciegamente", sino "inteligentemente". Los ritos centrales de la religión —una misa, una peregrinación, una confirmación— son modelos simbólicos (aquí más en la forma de actividades que de palabras) de un particular sentido de lo divino, de una clase de estado anímico devoto, que tiende a producir en sus participantes la continua y repetida realización de aquéllos. Por supuesto, así como la mayoría de los actos que habitualmente llamamos de "cognición" están más en el nivel de identificar un conejo que en el nivel de trabajar con un túnel de viento, también la mayor parte de lo que habitualmente llamamos "expresión" (frecuentemente la dicotomía es exagerada y en general mal entendida) está representada más por modelos tomados de la cultura popular que del arte elevado y de los ritos religiosos formales. Pero lo importante es señalar que el desarrollo, el mantenimiento y la desaparición de "estados anímicos", "actitudes", "sentimiento", etc. no son "un espectral proceso que se da en las corrientes de la conciencia y cuyo acceso nos está vedado", así como no lo es el proceso de discernir objetos, hechos, estructuras, etc. en nuestro ambiente. También aquí "estamos describiendo los modos en que... las personas llevan a cabo partes de su conducta predominantemente públicas".[199]

Cualesquiera que sean las otras diferencias que presenten los llamados símbolos o sistemas de símbolos cognitivos y los llamados expresivos, tienen por lo menos algo en común: son fuentes extrínsecas de información en virtud de las cuales puede estructurarse la vida humana, son mecanismos extrapersonales para percibir, comprender, juzgar y manipular el mundo. Los esquemas culturales —religiosos, filosóficos, estéticos, científicos, ideológicos— son "programas"; suministran un patrón o modelo para organizar procesos sociales y psicológicos, así como los sistemas genéticos proveen un correspondiente modelo de la organización de procesos orgánicos.

Estas consideraciones definen los términos en que abordamos el problema del "reduccionismo" en psicología y en las ciencias sociales. Los niveles que hemos tratado de discernir (organismo, personalidad, sistema social, cultura)... son... niveles de organización y control. Los niveles inferiores "condicionan" y de esta manera en cierto sentido "determinan" las estructuras en las cuales ellos entran, en el mismo sentido en que la estabilidad de un edificio depende de las propiedades de los materiales de que está construido. Pero las propiedades físicas de los materiales no determinan el plano del edificio; éste es un factor de otro orden, un factor deorganización. Y la organización controla las relaciones de los materiales entre sí, las maneras en que son utilizados en la construcción y en virtud de las cuales el edificio constituye un sistema ordenado de un tipo particular; si miramos "hacia abajo" en la serie, siempre podemos investigar y descubrir conjuntos de "condiciones" de las que depende la función de un orden superior de organización. Hay así un conjunto inmensamente complicado de condiciones fisiológicas de que depende el funcionamiento psicológico, etc. Apropiadamente comprendidas y evaluadas, esas condiciones son siempre auténticos factores determinantes de procesos de los sistemas organizados en los niveles superiores siguientes. Pero también podemos mirar "hacia arriba" en la serie. En esta dirección vemos "estructuras", esquemas de organización, estructuras de significación, "programas", etc. que constituyen el centro de la organización del sistema en el nivel en el que hemos concentrado nuestra atención.[200].

Esos patrones simbólicos son necesarios, como se ha observado frecuentemente, porque la conducta humana es en extremo plástica. No estando estrictamente controlada, sino estándolo sólo de manera muy difusa por programas o modelos genéticos —fuentes intrínsecas de información—, la conducta humana tiene que estar controlada en un grado importante, si ha de alcanzar alguna forma efectiva, por programas o modelos extrínsecos. Las aves aprenden a volar sin túneles de viento y las reacciones de los animales inferiores a la muerte son en gran parte innatas, están fisiológicamente preformadas.[201] El carácter extremadamente general, difuso y variable de la capacidad de respuesta innata del hombre significa que los particulares esquemas que asume su conducta están guiados predominantemente por patrones culturales antes que genéticos. El hombre, ese animal que fabrica herramientas, que ríe o que miente, es también un animal incompleto, o más exactamente, un animal que se completa a sí mismo. Siendo agente de su propia realización, el hombre crea, valiéndose de su capacidad general para construir modelos simbólicos, las aptitudes específicas que lo definen. O —para volver por fin a nuestro tema— el hombre se hace, para bien o para mal, un animal político por obra de la construcción de ideologías, de imágenes esquemáticas de orden social.

Además, como las diversos tipos de sistemas de símbolos culturales son fuentes extrínsecas de información (modelos para organizar procesos sociales y psicológicos) ellos entran decisivamente en juego en situaciones en las que falta el tipo particular de información que ellos contienen, en situaciones en que las guías institucionalizadas de conducta, de pensamiento o de sentimiento son débiles o no existen. Uno necesita poemas y mapas camineros en un terreno que no es familiar emocional o topográficamente.

Lo mismo ocurre con la ideología. En entidades políticas firmemente insertas en el conjunto, señalado por Edmund Burke, de "antiguas opiniones y antiguas reglas de vida", el papel de la ideología, en un sentido explícito, es marginal. En esos sistemas políticos realmente tradicionales los participantes obran (para emplear otra frase de Burke) como hombres de sentimientos inculcados; están guiados tanto emocionalmente como intelectualmente en sus juicios y actividades por prejuicios no examinados que no los dejan "vacilar en el momento de la decisión, en una actitud escéptica, desconcertada o irresoluta".

Pero cuando (como en la Francia revolucionaria y también en la conmovida Inglaterra) llegan a cuestionarse esas opiniones y reglas de vida consagradas, florece el afán de encontrar formulaciones ideológicas sistemáticas, ya para reformar aquellas opiniones y reglas, ya para reemplazarlas. La función de la ideología consiste en hacer posible una política autónoma al proveer conceptos llenos de autoridad que le den sentido, al suministrar imágenes persuasivas por medio de las cuales pueda captársela sensatamente.[202]

Las ideologías formales tienden primero a nacer y luego a mantenerse precisamente en el momento en que un sistema político comienza a liberarse del gobierno inmediato de la tradición recibida, de la guía directa y detallada de cánones religiosos o filosóficos, por un lado, y de los preceptos irreflexivos de la moral, por el otro.[203]La diferenciación de una política autónoma implica la diferenciación también de un modelo cultural distinto de acción política, pues los viejos modelos, no especializados, son o bien demasiado generales o bien demasiado concretos para ofrecer la clase de guía que exige semejante sistema político. Esos modelos traban la conducta política al obstaculizarla con significaciones trascendentes o ahogan la imaginación política al sujetarla al crudo realismo del juicio habitual. Las ideologías comienzan a convertirse en hechos decisivos como fuentes de significaciones y actitudes sociopolíticas cuando ni las orientaciones culturales más generales de una sociedad ni sus orientaciones más "pragmáticas" y positivas alcanzan ya a suministrar una imagen adecuada de proceso político.

En cierto modo, esta afirmación no es sino otro modo de decir que la ideología es una respuesta a un estado de tensión. Sólo que ahora estamos abarcando la tensión cultural, así como la tensión social y psicológica. Lo que más directamente da nacimiento a la actividad ideológica es una pérdida de orientación, una incapacidad (por falta de modelos viables) de comprender el universo de las responsabilidades y derechos cívicos en que uno se encuentra. El desarrollo de una política diferenciada (o de una mayor diferenciación interna en el seno de esa política) puede (y comúnmente ocurre así) acarrear severa dislocación social y severa tensión psicológica. Pero también aporta consigo confusión conceptual a medida que las imágenes establecidas de orden político pierden vigencia o caen en el descrédito. La razón por la cual la revolución francesa fue la más grande incubadora de ideologías extremistas, de ideologías "progresistas" y de ideologías "reaccionarias" por igual, en la historia humana, no fue la de que la inseguridad personal o el desequilibrio social fueran más profundos y más agudos que en muchos otros períodos anteriores —aunque ciertamente fueron muy profundos y agudos— sino la de que el principio central de organización de la vida política, el derecho divino de los reyes, estuviera aniquilado.[204] Es la confluencia de tensiones sociopsicológicas, cuando faltan recursos culturales mediante los cuales se pueda dar sentido a las tensiones, lo que prepara el escenario para que aparezcan ideologías sistemáticas (políticas, morales o económicas).

Y, a su vez, es el intento de las ideologías de dar sentido a situaciones sociales incomprensibles, de interpretarlas de manera que sea posible obrar con significación dentro de ellas, lo que explica la naturaleza en alto grado figurada de las ideologías y la intensidad con que, una vez aceptadas, se las sostiene. Así como la metáfora extiende el lenguaje al ampliar su alcance semántico y al permitir expresar significaciones que no puede manifestar literalmente, del mismo modo el desplazamiento de las significaciones literales en la ideología —la ironía, la hipérbole, la antítesis exagerada— ofrece nuevos marcos simbólicos para medir la multitud de "hechos no familiares" que, cual un viaje a un país extraño son producidos por una transformación de la vida política. Cualquier otra cosa que además puedan ser las ideologías —proyecciones de temores no reconocidos, disfraces de ulteriores motivos, expresiones de solidaridad grupal— son, de manera sumamente clara, mapas de una realidad social problemática y matrices para crear una conciencia colectiva. Que en cada caso particular el mapa sea preciso o la conciencia loable es una cuestión aparte, a la cual difícilmente se pueda dar la misma respuesta en el caso del nazismo y el sionismo, de los nacionalismos de McCarthy y de Churchill, de los defensores de la segregación y de sus opositores.


VI

Si bien, desde luego, el fermento ideológico está muy difundido en la sociedad moderna, en este momento quizá su localización más prominente esté en los nuevos (o renovados) estados de Asia, África y algunas partes de América Latina, pues en esos estados, comunistas o no comunistas, es donde se están dando los pasos iniciales para apartarse de la tradicional organización política fundada en la mansedumbre y la tradición. El logro de la independencia, el derrocamiento de las clases gobernantes establecidas, la popularización de la legitimidad, la racionalización de la administración pública, el surgimiento de elites modernas, la difusión de la instrucción y de las comunicaciones de masas y la propulsión de, se quiera o no se quiera, gobiernos inexpertos en medio de un precario orden internacional que ni siquiera sus participantes más antiguos entienden muy bien, son todos factores que crean una sensación de desorientación, una desorientación frente a la cual las imágenes recibidas de autoridad, de responsabilidad y de finalidad cívica parecen radicalmente inadecuadas. La busca de un nuevo marco simbólico que permita concebir y formular los problemas políticos y la manera de reaccionar a ellos, ya sea en la forma del nacionalismo, del marxismo o del liberalismo, o del racismo, o del populismo, o del cesarismo, o del clericalismo, o alguna variedad de reconstruido tradicionalismo (o, que es lo más común, una confusa mezcla de varias de estas posturas) es por lo tanto tremendamente intensa.

Intensa..., pero indeterminada. En su mayor parte, los nuevos estados andan aún a tientas tratando de usar conceptos políticos que todavía no comprenden; y el resultado es en casi todos los casos (por lo menos en los casos no comunistas) inseguro, no tan sólo en el sentido de que el desenlace de todo proceso histórico es incierto, sino en el sentido de que resulta extremadamente difícil estimar de una manera general la dirección del proceso. Intelectualmente todo está en movimiento y las palabras de un poeta extravagante en política, Lamartine, escritas sobre la Francia del siglo XIX se pueden aplicar a los nuevos estados quizá con mayor propiedad aun que a la moribunda Monarquía de Julio:
Estos son tiempos de caos; las opiniones son un revoltijo, los partidos representan una arrebatiña; el lenguaje de las nuevas ideas no ha sido creado; nada es más difícil que dar una buena definición de uno mismo en religión, en filosofía, en política. Uno siente su causa, la conoce, la vive y, llegado el caso, muere por ella, pero no puede nombrarla. El problema de este tiempo es clasificar las cosas y los hombres... El mundo tiene revuelto su catálogo. [205]

En el mundo actual (1964), esta observación no es más cierta de lo que es en Indonesia, donde todo el proceso político está cubierto por la costra de símbolos ideológicos, cada uno de los cuales intenta desenmarañar el catálogo de la república, nombrar su causa y dar sentido y finalidad a su organización política. Es un país de falsos comienzos y frenéticas revisiones, de una búsqueda desesperada de un orden político cuya imagen, cual un espejismo, retrocede tanto más rápidamente cuanto más ansiosamente se aproxima uno a ella. El lema salvador en medio de toda esta frustración es: "La revolución está inconclusa", y así es en efecto, pero sólo porque nadie sabe, ni siquiera aquellos que lo proclaman en voz más alta, cómo llevar a cabo precisamente la tarea de completarla.[206]

Los conceptos de gobierno más desarrollados de la tradición indonesia fueron aquellos sobre los que se construyeron los clásicos estados hinduizados de los siglos IV a XV, conceptos que persistían en formas algún tanto revisadas y debilitadas aun después de haber sido islamizados dichos estados y luego reemplazados o sometidos por el régimen colonial holandés. Y de esos conceptos el más importante era lo que podríamos llamar la teoría del centro ejemplar, la idea de que la ciudad capital (o, más exactamente, el palacio del rey) era al propio tiempo un microcosmos del orden sobrenatural —"una imagen del universo en una escala menor"— y la corporización material del orden político.[207] La capital era no meramente el núcleo, el motor o el eje del estado, era el estado.

En el período hindú, el castillo del rey comprendía virtualmente toda la ciudad. "Ciudad celestial" cuadrada, construida de conformidad con las ideas de la metafísica india, era algo más que la sede del poder, era un paradigma sinóptico de la forma ontológica de la existencia. En su centro estaba el divino rey (una encarnación de una deidad india), su trono simbolizaba el Monte Mera, morada de los dioses; los edificios, calles, muros de la ciudad y hasta, en el plano ceremonial, las mujeres del rey y el personal que lo servía estaban dispuestos de manera cuadrangular alrededor de él y según las direcciones de los cuatro vientos sagrados. No sólo el rey mismo sino también su ritual, su realeza, su corte y su castillo tenían significación carismática. El castillo y la vida del castillo eran la esencia del reino y quien (a menudo después de haber meditado en el desierto para alcanzar elevado estado espiritual) se apoderaba del castillo, se apoderaba de todo el imperio, lograba todo el carisma del puesto y desplazaba al rey, que ya no era sagrado.[208]

Las primeras entidades políticas no eran, pues, tanto unidades territoriales solidarias como sueltos conjuntos de aldeas orientadas hacia un centro urbano común, y cada uno de esos centros competía con los demás para alcanzar el poder. El grado de hegemonía regional o a veces de hegemonía interregional dependía, no de la sistemática organización administrativa de extensos territorios gobernados por un solo rey, sino de las diferentes aptitudes de los reyes para movilizar y emplear efectivas fuerzas de choque para saquear las capitales rivales, aptitudes de las cuales se creía que se fundaban en bases religiosas, es decir místicas. Y la configuración no era exclusivamente territorial, sino que consistía en una serie de círculos concéntricos de poder religioso-militar que se extendían alrededor de las diversas ciudades capitales, como las ondas de la radiotelefonía se difunden desde un transmisor. Cuanto más cerca estaba una aldea de una ciudad, mayor era el impacto cultural de la corte en la aldea. E inversamente, cuanto mayor era el desarrollo de la corte —rey, sacerdotes, artesanos y nobles—, mayor era su autenticidad como epítome del orden cósmico, mayor era su fuerza militar y mayor era el alcance efectivo del poder con sus círculos concéntricos que se extendían hacia afuera. Excelencia espiritual y eminencia política eran una misma cosa. Los poderes mágicos y la influencia ejecutiva fluían en una sola corriente hacia afuera y hacia abajo, desde el rey a través de la escala descendente de los rangos del personal real y de las cortes menores que estaban subordinadas al rey, para llegar por fin a la masa campesina, residual espiritual y políticamente. Era aquel un concepto facsímil de organización política, un concepto en el que el reflejo del orden sobrenatural microscópicamente reproducido en la vida de la capital era a su vez reflejado cada vez más tenuemente en el interior del país produciendo así una jerarquía de copias, cada vez menos fieles, de la esfera eterna, trascendente. En semejante sistema, la organización administrativa, militar y ceremonial de la corte ordena el mundo alrededor de ella irónicamente al darle un parangón tangible.[209]

Cuando llegó el Islam, la tradición política hindú quedó en cierta medida debilitada, especialmente en los reinos comerciales y costeros del mar de Java. La cultura cortesana persistió sin embargo, aunque fue sobrepasada, mezclada con símbolos e ideas islámicos y extendida a la masa urbana, étnicamente más diferenciada, que miraba con menos reverencia el orden clásico. El continuo crecimiento, especialmente en Java, del control administrativo holandés desde mediados del siglo XIX a principios del siglo XX redujo aún más la tradición. Pero como los niveles inferiores de la burocracia continuaron siendo ocupados casi enteramente por indonesios de las antiguas clases superiores, la tradición continuó aun entonces siendo la matriz del orden político de las aldeas. La Regencia o la oficina del distrito continuó siendo no sólo el eje de la entidad política sino la corporización de ella, una entidad política con respecto a la cual la mayor parte de los campesinos eran no tanto actores como público.

Fue esa tradición con la que se quedó la nueva elite de la Indonesia republicana después de la revolución. Esto no quiere decir que la teoría del centro ejemplar persistiera inmutable, flotando como algún arquetipo platónico a través de la eternidad de la historia indonesia, pues (lo mismo que la sociedad en su conjunto) evolucionó y se desarrolló para terminar por ser quizá más convencional y menos religiosa en sus líneas generales. Tampoco significa que ideas extranjeras (del parlamentarismo europeo, del marxismo, de la moral islámica) no desempeñaran un papel esencial en el pensamiento político indonesio, pues el nacionalismo indonesio moderno dista mucho de ser meramente un viejo vino metido en un odre nuevo. Lo que sencillamente ocurre es que por ahora el paso conceptual desde la clásica imagen (de una entidad política como centro concentrado de pompa y poder que daba motivo a la veneración popular y a las acciones militares a expensas de otros centros rivales) a una imagen de una entidad política vista como una comunidad nacional sistemáticamente organizada no se ha completado aún a pesar de todos estos cambios e influencias. En realidad, ese proceso ha quedado detenido y hasta cierto punto se ha invertido.

Ese fracaso cultural es manifiesto por el creciente clamoreo ideológico, aparentemente interminable, que se mantuvo en la política indonesia desde la revolución. El intento más prominente de construir (por medio de una extensión figurada de la tradición clásica, de una reelaboración esencialmente metafórica de ella) un nuevo marco simbólico dentro del cual se pudiera dar forma y significación a la emergente política republicana fue el famoso concepto de Pantjasila del presidente Sukarno, expuesto primero en un discurso público hacia el final de la ocupación japonesa.[210]

Siguiendo la tradición india de una serie fija de números de preceptos —las tres joyas, los cuatro sublimes estados, la óctuple senda, las veinte condiciones de buen gobierno, etc.—, el Pantjasila consistía en cinco (pantja) principios (sila) que debían formar los "sagrados" fundamentos ideológicos de una Indonesia independiente. Lo mismo que todas las buenas constituciones, el Pantjasila era breve, ambiguo e impecablemente noble; los cinco puntos eran "nacionalismo", "humanitarismo", "democracia", "bienestar social", "monoteísmo" (pluralista). Por último, estos conceptos modernos, introducidos tan impasiblemente en un marco medieval, estaban explícitamente identificados con un concepto campesino indígena, el cotong rojong (literalmente, "el soportar colectivamente cargas"; en sentido figurado, "la piedad de todos en interés de todos"), y así reunían la "gran tradición" del estado ejemplar, las doctrinas del nacionalismo contemporáneo y las "pequeñas tradiciones" de las aldeas en una luminosa imagen.» Las razones por las cuales fracasó este ingenioso proyecto son muchas y complejas y sólo algunas son propiamente culturales, como por ejemplo la fuerza que tenían en ciertos sectores de la población los conceptos islámicos de orden político, que son difíciles de conciliar con el secularismo de Sukarno. El Pantjasila, fundándose en el artificio de microcosmos y macrocosmos y en el tradicional sincretismo del pensamiento indonesio, tenía la finalidad de abarcar los intereses políticos de musulmanes y cristianos, de gente acomodada y campesinos, de nacionalistas y comunistas, de comerciantes y agricultores, de javaneses y de grupos de las islas exteriores de Indonesia, es decir, reelaborar el antiguo esquema del facsímil para crear una estructura constitucional moderna dentro de la cual estas varias tendencias pudieran encontrar un modus vivendi en cada nivel de la administración y de la lucha partidaria. El intento no fue tan enteramente ineficaz ni tan intelectualmente fatuo como a veces se lo ha pintado. El culto del Pantjasila (pues literalmente se convirtió en eso, completado con ritos y comentarios) ofreció por un momento un flexible contexto ideológico en el cual las instituciones parlamentarias y los sentimientos democráticos se desarrollaron sensiblemente, aunque de manera gradual, tanto en el nivel local como en el nacional. Pero la acción combinada de una deteriorada situación económica, de las relaciones irremisiblemente patológicas con la ex metrópoli, del rápido crecimiento de un partido totalitario (en principio) subversivo, el renacimiento del fundamentalismo islámico, la incapacidad (o falta de disposición) de los dirigentes con competencia intelectual y técnica para granjearse el apoyo de las masas, junto con la incapacidad administrativa, la ignorancia económica y las deficiencias personales de quienes podían contar con un apoyo de las masas del cual estaban demasiado ávidos, todos estos factores determinaron un choque de facciones de tal gravedad que todo aquel aparato se vino abajo. En el momento de la Convención Constitucional de 1957, el Pantjasila había pasado de un lenguaje de consenso a un vocabulario de engaños e insultos, pues cada facción lo usaba más para expresar su irreconciliable oposición a otras facciones que para someterse a las reglas del juego; y la Convención, el pluralismo ideológico y la democracia constitucional cayeron en un solo montón.[211]

Lo que los reemplazó es algo muy parecido al viejo esquema del centro ejemplar, sólo que ahora se funda en una base doctrinaria consciente en lugar de hacerlo en una convención religiosa instintiva y está forjado en el idioma del igualitarismo y del progreso social más que en el de la jerarquía y la grandeza de los patricios. Por un lado, se daba (en la famosa teoría del presidente Sukarno de la "democracia guiada" y su exhortación a reimplantar la constitución revolucionaria, es decir autoritaria, de 1945) una homogeneización ideológica en la que las corrientes de pensamiento discordantes —especialmente las del modernismo musulmán y del socialismo democrático— quedaron sencillamente suprimidas por declarárselas ilegítimas) y, por otro lado, se producía una acelerada proliferación de brillantes símbolos, como si habiendo fracasado el esfuerzo de hacer viable una forma no familiar de gobierno, se intentara ahora desesperadamente insuflar nueva vida a una forma familiar. Además el acrecentamiento del papel político del ejército, no tanto como cuerpo ejecutivo administrativo sino más bien como una entidad-filtro con poder de veto en toda la extensión de las instituciones políticamente importantes, desde la presidencia y la administración pública hasta los partidos y la prensa, formaba la otra mitad —amenazadora— del cuadro tradicional.

Lo mismo que antes el Pantjasila, la concepción revisada (o revivificada) fue presentada por Sukarno en un importante discurso —"El redescubrimiento de nuestra Revolución— pronunciado en el Día de la Independencia (17 de agosto) de 1959, un discurso que luego, según decretó el presidente, debía llegar a ser (junto con las notas aclaratorias preparadas por un cuerpo de asesores personales conocidos como el Consejo Asesor Supremo) el 'Manifiesto político de la República"':

Así nació un catecismo sobre las bases, finalidades y deberes de la revolución indonesia, sobre las fuerzas sociales de la revolución indonesia, sobre su naturaleza, su futuro y sus enemigos; y sobre su programa general, que abarcaba los campos político, económico social, mental, cultural y de seguridad. A principios de 1960, se declaró que el mensaje del célebre discurso consistía en cinco ideas —la constitución de 1945, el socialismo al estilo de Indonesia, la democracia guiada, la economía guiada y la personalidad indonesia—, y las primeras letras de estas cinco frases se combinaron para formar el acrónimo USDEK. Como el "manifiesto político" hubo de designarse "Manipol", el nuevo credo llegó a ser conocido como "Manipol-USDEK". [212]

Y, lo mismo que antes el Pantjasila, la imagen de orden político del ManipolUSDEK encontró cálida respuesta en una población cuyas opiniones se habían convertido ciertamente en un revoltijo, la acción de sus partidos en una arrebatiña y los tiempos en un caos:

Muchos se sentían atraídos por la idea de que lo que-Indonesia necesitaba sobre todo eran hombres rectos, probos, con verdadera dedicación patriótica. "Retornar a nuestra propia personalidad nacional" era una idea que atraía a muchos que deseaban sustraerse a los desafíos de la modernidad y también a quienes deseaban creer en el gobierno aunque se daban cuenta de que éste no podía modernizarlo todo tan rápidamente como ocurriera en países como la India y Malasia. Y en cuanto a los miembros de algunas comunidades indonesias, especialmente muchos javaneses (de mentalidad índica), encontraban verdadera significación en los complejos esquemas que el presidente presentaba en el Manipol-USDEK y que explicaban la peculiar significación y las peculiares tareas en la actual fase de la historia. (Pero) quizá la atracción más importante del Manipol-USDEK consistiera en el simple hecho de que prometía dar a los hombres un pegangan, algo a lo cual aferrarse. La gente se sentía atraída no tanto por el contenido de ese pegangan como por el hecho de que el presidente hubiera ofrecido un pegangan en un momento en que se sentía agudamente la falta de sentido y finalidad en todo. Como los valores y los sistemas cognitivos cambiaban y estaban en conflicto, los hombres buscaban ansiosamente formulaciones dogmáticas y esquemáticas del bien político.[213]

Mientras el presidente y sus colaboradores se preocupan casi exclusivamente por la "creación y la recreación de la mística", el ejército se ocupa principalmente en combatir las numerosas protestas, las conspiraciones, los motines y rebeliones que suelen darse cuando esa mística no logra su esperado efecto y cuando facciones rivales pretenden llegar al poder.[214] Aunque interviene en algunos aspectos de la administración pública, en el manejo de las empresas holandesas confiscadas y hasta en las actividades del gabinete (no parlamentario), el ejército no ha logrado imponer una unidad interna, ni dar una dirección a las tareas administrativas, de planificación y de organización del gobierno con algún detalle o con alguna efectividad. Como resultado de ello, estas tareas o bien no se cumplen o bien se realizan de manera muy inadecuada, de suerte que la entidad política supralocal, el estado nacional, se encoge cada vez más hasta llegar a los límites de su dominio tradicional, la ciudad capital —Yakarta—, y una serie de ciudades tributarias semi-independientes que muestran un mínimo de lealtad bajo la amenaza de la fuerza central.

Que este intento de hacer revivir la entidad política de la corte ejemplar dure mucho es bastante dudoso. Ya está siendo severamente minado por la incapacidad de los hombres de afrontar los problemas técnicos y administrativos propios del gobierno de un estado moderno. Lejos de detener la decadencia de Indonesia hacia lo que Sukarno llamó "el abismo de la aniquilación", el abandono del vacilante parlamentarismo (que según se admitía funcionaba de manera torpe y frenética en el período del Pantjasila) para abrazar la alianza del Manipol-USDEK entre un presidente carismático y un ejército-perro guardián probablemente la aceleró. Pero es imposible decir qué cosa haya de suceder a esta estructura ideológica cuando, como parece seguro, también ella se está disolviendo, ni de dónde procederá una concepción de orden político más adecuada a las necesidades y ambiciones contemporáneas de Indonesia.

Los problemas de Indonesia no son puramente ideológicos, ni siquiera primariamente, y no desaparecerán —como ya lo piensan muchísimos indonesios— mientras no se produzca un cambio profundo de sentimientos políticos. El desorden es general y la incapacidad de crear un marco conceptual dentro del cual se pueda elaborar una entidad política moderna es en gran parte un reflejo de las tremendas tensiones sociales y psicológicas por las que están pasando el país y su población. Las cosas no parecen meramente revueltas, están revueltas, y se necesitará algo más que una teoría para desenredarlas. Será necesario desplegar destreza administrativa, conocimientos técnicos, coraje y resolución personales, paciencia y tolerancia sin límites, enormes sacrificios, una conciencia pública virtualmente incorruptible y una dosis muy grande de buena suerte en el sentido más material de la expresión. Las formulaciones ideológicas, por elegante que sea su presentación, no pueden sustituir a ninguno de estos elementos que, si faltan, hacen que la ideología genere, como ha ocurrido en Indonesia, en una pantalla de humo para ocultar el fracaso, en una maniobra de distracción para retardar la desesperación, en una máscara para ocultar la realidad, en lugar de ser un retrato que la revele. Con un tremendo problema de población, con una extraordinaria diversidad étnica, geográfica y regional, con una economía moribunda, con una grave falta de personal capacitado, con una pobreza popular de la peor clase y con un implacable y creciente descontento social, los problemas de Indonesia parecen virtualmente insolubles aun cuando no existiera ese pandemónium ideológico. El abismo que Sukarno sostiene haber entrevisto es un abismo real.

Sin embargo, al mismo tiempo parece completamente imposible que Indonesia (o, según imagino, cualquier nación nueva) pueda encontrar su camino a través de esta selva de problemas sin alguna guía ideológica.[215] La motivación de buscar (y, lo que es aún más importante de usar) destreza y conocimientos técnicos, la flexibilidad emocional para ejercitar la necesaria paciencia y resolución y la fuerza moral capaz del autosacrificio y de la incorruptibilidad deben llegar de alguna parte, de alguna visión de metas públicas anclada en una imagen compulsiva de la realidad social. Que todas estas cualidades puedan no estar presentes, que la actual tendencia a hacer revivir el irracionalismo y la fantasía desenfrenada pueda continuar, que la siguiente fase ideológica se aparte aún más de los ideales por los cuales ostensiblemente se hizo la revolución, que Indonesia pueda continuar siendo, como dijo Bagehot de Francia, el escenario de experimentos políticos que otros aprovechan en tanto que ella aprovecha de ellos muy poco, o que el desenlace final pueda ser nefastamente totalitario y violentamente fanático, todo esto es muy cierto. Pero cualquiera que sea la dirección en que se muevan los acontecimientos, las fuerzas determinantes no serán enteramente sociológicas o enteramente psicológicas, sino que en parte serán culturales, es decir, conceptuales. Forjar un marco teórico adecuado al análisis de estos procesos tridimensionales es la tarea del estudio científico de la ideología, una tarea que apenas ha comenzado.


VII

Las obras críticas e imaginativas son respuestas a cuestiones planteadas por la situación en la que ellas surgieron. No son meramente respuestas, son respuestas estratégicas , respuestas estilizadas. Pues hay una diferencia de estilo o de estrategia si uno dice: "Sí" en un tono que implica "¡Gracias a Dios!" o en un tono que implica "¡Ay!". De manera que yo propondría una distinción inicial de trabajo entre "estrategias" y "situaciones" en virtud de la cual concebiríamos toda obra de crítica o imaginación... como una obra que adopta varias estrategias para abarcar situaciones. Esas estrategias circunscriben las situaciones, nombran su estructura y elementos sobresalientes y los nombran de una manera tal que supone una actitud respecto de ellos.

Este punto de vista en modo alguno nos compromete adoptar un subjetivismo personal o histórico. Las situaciones son reales; las estrategias para tratarlas tienen contenido público; en la medida en que las situaciones se superponen de individuo en individuo o de un período histórico a otro, las estrategias poseen validez universal.

Kenneth Burke, The Philosophy of Literary Form

Como la ciencia y la ideología son "trabajos" críticos e imaginativos (es decir estructuras simbólicas), una formulación objetiva de las pronunciadas diferencias que presentan y de la naturaleza de la relación que guardan entre sí parece lograrse mejor partiendo de ese concepto de estrategias estilísticas antes que de un nervioso interés por la condición epistemológica o axiológica de las dos formas de pensamiento. Así como los estudios científicos sobre la religión no deberían comenzar con innecesarias preguntas sobre la legitimidad de las pretensiones de la religión, tampoco los estudios científicos de la ideología deberían comenzar con semejantes preguntas. La mejor manera de tratar la paradoja de Mannheim, como cualquier otra paradoja verdadera, es pasar a su lado eludiéndola y reformular un enfoque teórico propio, a fin de echar a andar una vez más por la senda tan trillada de argumentación que condujo a la paradoja en primer término.

Las diferencias entre la ciencia y la ideología en tanto sistemas culturales han de buscarse en las clases de estrategias simbólicas que abarquen las situaciones que aquellas respectivamente representan. La ciencia nombra la estructura de las situaciones de manera tal que la actitud asumida respecto de ellas es una actitud desinteresada, objetiva. Su estilo es contenido, sobrio, resueltamente analítico: al rehuir los expedientes semánticos que con mayor efectividad formulan sentimientos morales, la ciencia trata de maximizar la claridad intelectual. Pero la ideología nombra la estructura de las situaciones de manera tal que la actitud asumida frente a ellas es una actitud de participación. Su estilo es adornado, vivido, deliberadamente sugestivo: al objetivizar sentimientos morales valiéndose de esos mismos expedientes que la ciencia rehúye, la ideología trata de motivar acción. Ciencia e ideología están interesadas en definir una situación problemática y son respuestas a un sentimiento de falta de la información requerida. Pero la información requerida es completamente diferente aun en casos en que la situación sea la misma. Un ideólogo es un pobre científico social, así como un científico social es un pobre ideólogo. Los dos se encuentran —o por lo menos deberían encontrarse— en líneas de trabajo completamente diferentes, líneas tan diferentes que poco se gana y mucho se oscurece estimando las actividades de uno según las finalidades del otro.[216]

Mientras la ciencia es el diagnóstico, la dimensión crítica de la cultura, la ideología es la dimensión justificativa, apologética, pues se refiere "a esa parte de la cultura activamente interesada en establecer y defender estructuras de creencia y de valor".[217] Claro está, hay una tendencia natural a que ambas choquen, especialmente cuando están dirigidas a interpretar la misma gama de situaciones; pero que el choque sea inevitable y que las conclusiones de la ciencia (social) necesariamente minen la validez de las creencias y valores que la ideología decidió defender y propagar parecen suposiciones sumamente dudosas. Una actitud a la vez crítica y apologética ante la misma situación no supone una contradicción interna (aunque a menudo puede resultar una contradicción empírica) sino que es señal de cierto nivel de refinamiento intelectual. Recuerda uno el cuento, probablemente ben trovato, según el cual Churchill dijo sus famosas palabras a la aislada Inglaterra: "Lucharemos en las playas, lucharemos en los lugares de desembarco, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en los montes..." y volviéndose hacia un ayudante habría susurrado, "y les romperemos las cabezas con botellas de soda porque no tenemos armas".

De manera que la cualidad de la retórica social en ideología no es prueba de que la visión de la realidad sociopsicológica en que aquélla se basa sea falsa y que derive su poder persuasivo de alguna discrepancia entre lo que se cree y lo que se pueda establecer, ahora o algún día, como científicamente correcto. Que la ideología pueda perder todo contacto con la realidad en una orgía de fantasía autística —pues la ideología tiene fuerte tendencia a hacerlo así en situaciones en que no está sujeta por la ciencia o por otras ideologías rivales con buenas raíces en la estructura social general—, es por cierto evidente. Pero por interesantes que sean las patologías para clarificar el funcionamiento normal (y por comunes que sean empíricamente), inducen a error como prototipos del funcionamiento normal. Aunque afortunadamente nunca hubo que ponerlo a prueba, parece muy probable que los británicos habrían luchado ciertamente en las playas, lugares de desembarco, calles y montes —con botellas de soda llegado el caso—, pues Churchill formuló exactamente el estado de ánimo de sus compatriotas y al formularlo lo movilizó para convertirlo en una posesión pública, en un hecho social, antes que en una serie de emociones privadas inconexas. Aun las expresiones ideológicas moralmente detestables pueden captar de manera sumamente aguda el estado anímico de una persona o de un grupo. Hitler no estaba deformando la conciencia alemana cuando exponía a sus compatriotas el demoníaco odio de sí mismo en la figura tropológica del judío mágicamente corrupto; sencillamente estaba objetivándola, transformando una neurosis predominantemente personal en una vigorosa fuerza social.

Pero aunque la ciencia y la ideología sean empresas diferentes, no dejan de estar relacionadas. Las ideologías exponen pretensiones empíricas sobre la condición y la dirección de la sociedad y a la ciencia le corresponde estimar esa condición y esa dirección (y cuando falta conocimiento científico para hacerlo el sentido común realiza esta tarea). La función social de la ciencia frente a las ideologías es, primero, comprenderlas —lo que son, cómo operan, qué les da nacimiento— y luego criticarlas, obligarlas a llegar a un arreglo con la realidad, aunque no necesariamente a rendirse. La existencia de una vital tradición de análisis científicos de cuestiones sociales es una de las más eficaces garantías contra el extremismo ideológico, pues esa tradición ofrece una fuente incomparablemente digna de confianza de conocimientos positivos a la imaginación política para que ésta trabaje con ellos y los honre. Y no es ése el único freno. Como ya dijimos, la existencia de ideologías rivales sustentadas por otros grupos poderosos de la sociedad es igualmente importante, así como lo es un sistema político liberal en el que los sueños de poder total son obvias fantasías, así como lo son las condiciones sociales estables en las que las expectativas convencionales no se vean continuamente frustradas y en las que las ideas convencionales no resulten radicalmente incompetentes. Pero la ideología entregada con callada intransigencia a su propia visión es quizá la más indomeñable.

Geertz: La interpretación de las culturas (1973)

La interpretación de las culturas

Clifford Geertz

La interpretación de las culturas: Ensayos seleccionados es un libro de 1973 del antropólogo estadounidense Clifford Geertz. El libro figuraba en el Suplemento literario de Times como una de las 100 publicaciones más importantes desde la Segunda Guerra Mundial.

Fecha de publicación original: 1973

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