Karl Mannheim: Diagnóstico de nuestro tiempo, Cap. 1 (1943)

I. Diagnóstico de nuestro tiempo

Karl Mannheim

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1. La importancia de las nuevas técnicas sociales

Tomemos la actitud de un doctor que trata de hacer un diagnóstico científico de la enfermedad de que todos sufrimos. No hay duda alguna de que nuestra sociedad está enferma. ¿Cuál es su enfermedad y cómo puede curarse? Si tuviera que resumir la situación en unas palabras, diría lo siguiente: “Estamos viviendo en una Época de transición del laissez-faire a una sociedad planificada. La sociedad planificada futura puede tomar una de estas dos formas: la dominación de una mino ría mediante una dictadura o un nuevo tipo de gobierno que esté todavía regulado de manera democrática, no obstante el aumento de su poder.”.

De ser cierto este diagnóstico, resulta que todos nos encontramos navegando en el mismo barco: Alemania, Rusia e Italia, lo mismo que Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Todos estamos moviéndonos en la misma dirección hacia una especie de sociedad planificada, aunque muchos aspectos sean diferentes, y la cuestión está en saber a qué especie pertenecerá esa planificación, sí a la buena o la mala; porque de todas suertes ella tendrá que imponerse, sea con una dictadura, sea sobre la base de un control democrático. Pero un diagnóstico no es una profecía. El valor de un diagnóstico no reside meramente en el pronóstico, sino en las razones que permitan sostener las afirmaciones hechas.

El valor de un diagnóstico consiste en la finura del análisis de los factores que parecen determinar el curso de los acontecimientos. Los cambios fundamentales de que somos testigos pueden imputarse, en último extremo, al hecho de que estamos viviendo en una sociedad de masas. El gobierno de las masas no puede lograrse sin una serie de invenciones y mejoras en el campo de las técnicas sociales, económicas y políticas. Entiendo por técnicas sociales 1 el conjunto de los métodos que tratan de influir la conducta humana y que en las manos del gobierno operan como un medio de control social singularmente poderoso.

Ahora bien, la cuestión fundamental respecto a estas técnicas sociales perfeccionadas no es solamente su carácter en extremo eficaz, sino el hecho de que esta eficacia fomente la dominación minoritaria. Para empezar con alguna de ellas, observemos cómo una nueva técnica militar permite una concentración de poder en manos de la minoría mayor de la que fue posible con la técnica de un periodo anterior cualquiera. Si los ejércitos de los siglos XVIII y XIX estuvieron equipados con rifles y cañones, nuestros ejércitos disponen de bombas, aviones, gases y unidades mecanizadas. Un hombre con un rifle únicamente amenaza a poca gente, un hombre con una bomba puede amenazar a miles de individuos. Esto significa que en nuestra edad el cambio en las técnicas militares contribuye en gran manera a aumentar las posibilidades de una dominación minoritaria.

Idéntica concentración ha tenido lugar en el campo del gobierno y la administración. El teléfono, el telégrafo, la radio, el ferrocarril, el automóvil y, en no menor medida, la dirección científica de una organización en gran escala, facilitan la centralización del ‘gobierno y el control. Una concentración similar puede observarse en los medios de formación .de la opinión pública. La producción mecanizada, en masa, de las ideas por medio de la prensa y la radio, actúa en igual dirección. Añádase a esto la posibilidad de controlar desde un centro único a las ‘escuelas y al ámbito todo de la educación, y se percibirá que el tránsito reciente del gobierno democrático a los sistemas totalitarios no se debe tanto a un cambio en las ideas de los hombres como a la transformación en las técnicas sociales.

La nueva ciencia de la conducta humana pone al servicio del gobierno un conocimiento de la psicología del hombre, que puede explotarse en la dirección de una mayor eficacia o puede convertirse en un instrumento con que manipular las emociones de la masa.

El desarrollo de los servicios sociales permite ejercer una influencia que penetra en nuestras propias vidas privadas. De esta suerte, se da la posibilidad de que se pongan bajo el control público procesos psicológicos que se consideraban antes enteramente personales.

La razón por la que doy tanta importancia a estas técnicas sociales, es que limitan la dirección en la cual puede desarrollarse la sociedad moderna. La naturaleza de estas técnicas sociales es más fundamental aún para la sociedad que la estructura económica o que la estratificación social de un determinado orden. Mediante ellas se puede impedir o moldear de nuevo la acción del sistema económico, destruir ciertas clases sociales y poner otras en su lugar.

Las llamo técnicas porque, como todas las técnicas, no son en sí mismas buenas ni malas. Todo depende del uso que de ellas haga la voluntad humana. Lo más importante acerca de estas técnicas modernas es que tienden a fomentar la centralización y, por tanto, la dominación minoritaria y la dictadura. Allí donde se pueda disponer de bombas, aviones y de un ejército mecanizado, del teléfono, el telégrafo y la radio como medios de comunicación, de técnicas industriales en gran -escala y de un aparato burocrático jerarquizado para la producción y distribución de bienes y para la dirección de los asuntos humanos, las decisiones fundamentales pueden tomarse desde determinadas posiciones clave. El establecimiento gradual de posiciones clave dentro de la sociedad moderna ha hecho a la Planificación no sólo posible, sino inevitable. Los procesos y los acontecimientos ya no son el resultado del juego natural entre unidades pequeñas y autolimitadas.

Los individuos y sus pequeñas empresas ya no alcanzan un equilibrio por la competencia y el ajuste mutuo. En diversas ramas de la vida social y económica se dan combinaciones gigantescas, unidades sociales complejas, que son demasiado rígidas para que puedan reorganizarse por sí mismas y que deben gobernarse, por eso, desde un centro determinado.

La mayor eficacia en muchos aspectos de los estados totalitarios no se debe meramente, como es común creer, a su propaganda más eficaz y vocinglera, sino asimismo a su percepción real de que la sociedad de masas no puede gobernarse por medio de técnicas caseras, adecuadas en una época de artesanado. El terror de su eficacia reside en el hecho de que por la coordinación de todos estos medios se esclaviza a la mayor parte de la población, imponiéndole ideologías, credos, creencias y formas de conducta, que no corresponden a la naturaleza verdadera del ciudadano.

Con esta descripción de la concentración de las técnicas sociales aludo conscientemente a los cambios que caracterizan a la verdadera estructura de la sociedad moderna. Si la razón fundamental de lo sucedido en Alemania, Italia, Rusia y en otros países totalitarios debe buscarse en las alteraciones en la naturaleza de las técnicas sociales, esto significa que es sólo cuestión de tiempo y oportunidad que algún grupo haga uso de ellas en los países hasta ahora democráticos. A este respecto, catástrofes como una guerra, una depresión rápida, una inflación considerable, una ola de desocupación creciente, hechos todos que exigen medidas extraordinarias de necesidad (es decir, la máxima concentración de poder en las manos de algún gobierno), son propicias a la precipitación del proceso indicado.

Aun antes del estallido de la guerra, la tensión originada por la mera existencia de estados totalitarios obligó con frecuencia a los países democráticos a tomar medidas semejantes a las puestas en práctica por medio de la revolución en aquellos estados. Innecesario es decir que las tendencias hacia la concentración tienen que aumentarse en gran medida en una guerra, en la que son necesidades ineludibles tanto la conscripción como la coordinación de los alimentos y otros productos.

¡Qué perspectiva más sombría!, puede decírseme con razón, luego de leer la breve descripción de las técnicas sociales que antecede. Pero ¿no hay un remedio a todo esto? ¿Somos simplemente las víctimas de un proceso que siendo ciego es empero más fuerte que todos nosotros? Ningún diagnóstico puede considerarse completo sí no trata de encontrar alguna forma de curación. Sólo vale la pena de estudiar la naturaleza real de la sociedad sí somos capaces de dar con aquellos pasos que, tomados a tiempo, pudieran hacer de la sociedad lo que ésta debe ser. Afortunadamente, un nuevo avance en el diagnóstico nos revela algunos aspectos de la situación que no tan sólo nos liberan del sentimiento de frustración, sino que nos invitan a la acción en forma muy precisa.


2. El tercer camino: una democracia militante

Lo que se ha descrito hasta aquí son meramente técnicas sociales. Como todas las técnicas no son en sí mismas ni buenas ni malas, todo depende del uso que de ellas hagan la voluntad y la inteligencia humanas.

Abandonadas a sí mismas y desarrolladas sin tutela conducen a la dictadura. En cambio, pueden considerarse como una de las realizaciones más magníficas de la humanidad si se las hace servir a un buen propósito, frenándolas continuamente, y sí en vez de enseñorearse de los hombres éstos son los verdaderos dueños. Pero sólo seremos capaces de modificar el curso de los acontecimientos y de evitar el destino de Alemania, Italia y Rusia, si mantenemos una constante vigilancia y usamos de la mejor manera posible nuestro conocimiento y nuestro juicio. El principio del laissez-faire para nada nos ayudará en lo sucesivo; hemos de enfrentar los acontecimientos futuros en el plano de un pensamiento consciente, enraizado en el conocimiento concreto de la sociedad. Semejante análisis debe partir de ciertas clarificaciones preliminares, que pueden ayudarnos en la definición de nuestra política.

Ante todo, no toda la planificación es perniciosa y mala. Debe hacerse una distinción entre la planificación como instrumento de la conformidad y la planificación como instrumento de la libertad y de la variedad. En ambos casos la coordinación juega un importante papel, es decir, la coordinación de los medios constituidos por las técnicas sociales tales como la educación, la propaganda, la administración, etc.; mas hay una diferencia entre una coordinación dirigida por el espíritu de la monotonía y una coordinación dirigida por el espíritu de la variedad. El director de una orquesta coordina los diferentes instrumentos y de él depende el que con esa coordinación se realice la monotonía o la variedad. La coordinación al paso de ganso de los dictadores es una de las más primitivas y erróneas interpretaciones que cabe pensar del sentido de la coordinación. La coordinación auténtica de la vida social significa tan sólo una mayor economía y un empleo más adecuado de las técnicas sociales de que disponemos. Cuanto más pensemos sobre las mejores formas de la planificación más pronto habremos de llegar a la decisión de que debemos abstenernos de toda interferencia en las más importantes esferas de la vida y de que más bien que perturbarlo por una dirección superflua hemos de mantener libre un ámbito a la espontaneidad. Se puede planear el horario de una escuela y decidir, sin embargo, que los alumnos gocen, enteramente libres, determinadas horas del día; subsiste, con todo, la planificación sí se es dueño de la situación total y puede decidirse que ciertos campos de la vida quedan libres de interferencia. Esta especie de abstención deliberada de toda interferencia por parte del autor de un plan, difiere radicalmente de la no interferencia sin propósito de la sociedad dominada por el laissez-faire. Y aunque parece obvio que la planificación no significa por necesidad una coordinación al paso de ganso, el espíritu burocrático y militarista de los estados totalitarios ha sido el responsable de esta interpretación errónea del sentido de la planificación.

El hecho de que no pueda sobrevivir a la larga la gran sociedad compleja sí sólo fomenta la conformidad tiene una razón sencilla. El sociólogo francés Durkheim hizo observar el primero en su De la división del trabajo social? que sólo las sociedades muy simples, como las de los pueblos primitivos, pueden funcionar sobre la base de la homogeneidad de la conformidad.

A medida que la división del trabajo se hace más compleja, es mayor la exigencia de diferenciación en los tipos. La integración y unidad de una sociedad extensa no se realiza por medio de una conducta uniforme, sino mediante el complemento mutuo de las funciones. En una sociedad industrializada en alto grado, la gente se mantiene unida porque el campesino necesita del obrero, el hombre de ciencia del pedagogo, y viceversa. Al lado de esta diferenciación profesional se requiere asimismo la diferenciación individual en méritos de la invención y del control eficaz de los nuevos desarrollos. Todo esto corrobora nuestra afirmación de que el ideal planificador burocrático y militar debe ser sustituido por el nuevo ideal de la planificación para la libertad.

Otra aclaración necesaria es la de que la planificación no necesita apoyarse en la dictadura. La coordinación y la planificación pueden realizarse sobre la base del consejo democrático. Nada hay que pueda impedir al aparato parlamentario llevar a cabo el control necesario en una sociedad planificada.

Pero no es sólo el principio abstracto de la democracia el que debe salvarse y fundirse en una nueva forma. También debe realizarse la exigencia de la justicia social si deseamos garantizar el funcionamiento del nuevo orden social. El funcionamiento del sistema económico actual abandonado a sí mismo tiende, en el tiempo más corto posible, a aumentar de tal forma las diferencias de ingresos y riqueza entre las diversas clases, que esto por sí crea insatisfacción y una tensión social continua. Pero sí el funcionamiento de la democracia se basa por esencia en el consentimiento democrático, el principio de la justicia social no es sólo una cuestión de ética, sino una condición necesaria del funcionamiento del sistema democrático en sí. La exigencia de una mayor justicia no significa necesariamente que haya de tenerse un concepto mecánico de la igualdad. Pueden mantenerse diferencias razonables en los ingresos y en la acumulación de riqueza, que constituyan el estímulo necesario al esfuerzo, pero sólo en la medida en que no interfieran con las tendencias fundamentales de la planificación y no se desarrollen hasta el punto de impedir la cooperación entre las diferentes clases.

Este movimiento hacia una mayor justicia tiene la ventaja de que puede realizarse con los medios de re forma ya existentes: impuestos, control de inversiones, obras públicas y extensión radical de los servicios sociales; y, asimismo, la de que no reclama una interferencia revolucionaria que podría conducir instantáneamente a la dictadura. La transformación aportada mediante la reforma en lugar de la revolución tiene también la ventaja de que en ella puede contarse con la ayuda de los grupos democráticos que tuvieron antes la dirección de la sociedad. Si un sistema social comienza con la destrucción de los viejos grupos directivos, destruye al mismo tiempo con ellos los valores tradicionales de la cultura europea. Un ataque despiadado a la inteligencia liberal y conservadora, y la persecución de las iglesias, conduce a la liquidación de los últimos baluartes de la cristiandad y del humanismo y a la frustración de todo esfuerzo por traer la paz a la tierra. De esta suerte, el nuevo liderazgo debe fundirse con el viejo sí la nueva sociedad ha de durar y merecer los esfuerzos que la humanidad ha hecho hasta ahora. Ambos grupos dirigentes pueden ayudar al rejuvenecimiento de valiosos elementos de nuestra tradición, manteniéndolos dentro del espíritu de la evolución creadora.

Mas es también notorio que no puede conseguirse un nuevo orden social por un simple uso más inteligente y humano de las nuevas técnicas sociales; requiere ese orden la orientación por el espíritu, que es algo más que un sistema de decisiones sobre problemas técnicos.

El sistema del laissez-faire liberal pudo dejar al azar las decisiones finales, al milagro de las fuerzas sociales y económicas equilibrándose por sí mismas. La época del liberalismo se caracterizó, en consecuencia, por un pluralismo de propósitos y valores y por una actitud neutral ante las cuestiones fundamentales de la vida.

El liberalismo del laissez-faire confundió la neutralidad con la tolerancia. Ahora bien, ni. la tolerancia democrática, ni la objetividad científica significan que debamos abstenernos de tomar posiciones firmes frente a lo que creemos verdadero, o que debamos evitar la discusión de los fines y valores últimos de la vida. El sentido de la tolerancia consiste en que todo el mundo pueda tener la probabilidad de defender su caso, pero no en que nadie deba creer ardientemente en su propia causa. Esta actitud de neutralidad llegó tan lejos en nuestra democracia moderna que, por pura liberalidad y cortesía, acabamos por dejar de creer en nuestros fines; dejamos de creer en que el ajuste pacífico es cosa deseable, que la libertad debe salvarse y que el control democrático debe ser mantenido.

Nuestra democracia, para sobrevivir, tiene que transformarse en una democracia militante. Existe desde luego una diferencia fundamental entre el espíritu combativo de los dictadores, por una parte, que tratan de imponer a sus conciudadanos un sistema total de valores y una organización social como camisa de fuerza, y una democracia militante, por la otra, que únicamente llega a serlo en defensa del procedimiento de cambio social tenido comúnmente por justo y de aquellas virtudes y valores básicos —fraternidad, ayuda mutua, decencia, justicia social, libertad, respeto por la persona, etc— que son los fundamentos del funcionamiento pacífico de un orden social. La nueva democracia militante habrá de desarrollar, por tanto, una nueva actitud frente a los valores. Habrá de diferir del laissez-faire relativista de la época anterior en la medida en que tenga el valor de llegar a un acuerdo sobre algunos valores básicos, aceptables para todo aquel que comulgue en las tradiciones de la civilización occidental.

Más que otra cosa, ha sido el desafío del sistema nazi el que nos ha hecho conscientes del hecho de que las democracias tienen en común una serie de valores básicos heredados de la Antigüedad clásica y más aún del cristianismo, y que no es difícil ni señalarlos ni ponerse de acuerdo sobre ellos. Pero una democracia militante tendrá que aceptar del liberalismo la creencia de que en una sociedad moderna en extremo diferenciada —aparte de aquellos valores básicos respecto de los cuales el acuerdo es necesario—, es mucho mejor dejar abiertos los valores más complicados a las diferencias de credo, de elección individual y de experimentación libre. La síntesis de estos dos principios habrá de reflejarse en nuestro sistema educativo en la medida en que aquellas virtudes básicas sobre las que domina el acuerdo hayan de inculcarse en el niño con todos las métodos educativos a nuestra disposición. Pero las cuestiones más complejas se dejarán abiertas para evitarnos los dañosos efectos del fanatismo.

Los problemas fundamentales de nuestro tiempo pueden expresarse en las siguientes preguntas: ¿Existe la posibilidad de una planificación que se base en la coordinación y deje, sin embargo, un ámbito a la libertad? ¿Puede abstenerse deliberadamente la nueva forma de planificación de toda interferencia que no esté dictada por la existencia de casos en donde el ajuste libre no ha llevado a la armonía sino al conflicto y al caos? ¿Existe una forma de planificación moviéndose en la dirección de la justicia social, de manera que se limite gradualmente la desproporción en ingresos y riqueza de las diversas capas de la nación? ¿Existe una posibilidad de transformar nuestra democracia neutral en una democracia militante? ¿Pueden transformarse nuestras actitudes respecto de los juicios de valor de tal suerte que sea posible un acuerdo democrático sobre determinadas cuestiones básicas, al par que se deje a la elección individual las cuestiones más complejas?


3. La situación estratégica

Nuestro diagnóstico sería incompleto sí sólo examináramos las posibilidades en abstracto. Toda terapéutica sociológica o política debe conceder atención especial a la situación concreta en que nos hallamos. ¿Cuál es esta situación estratégica? Existen ciertas fuerzas que, al parecer, se mueven automáticamente en la dirección que antes indiqué. En primer lugar, existe un desengaño creciente respecto a los métodos del laissez-faire. Se ha percibido poco a poco que esos métodos han sido destructores, y no sólo en el campo económico, donde produjeron el ciclo económico y la devastadora desocupación de grandes masas, sino que son también responsables en parte de la ausencia de preparación en los estados liberales y democráticos. El principio de dejar que las cosas se deslicen por sí solas no puede competir con la eficacia de la coordinación; es demasiado lento, se basa en exceso sobre la improvisación y fomenta todo el desperdicio acarreado por la compartimentación. En segundo lugar, existe un desengaño creciente frente al fascismo, porque si parece más eficaz ésta es la eficacia del mal. En tercer lugar, existen graves dudas respecto al comunismo aun en el espíritu de aquellos para quienes —como una doctrina— significó la panacea para todos los males del capitalismo.

No sólo se ven forzados a reflexionar sobre las probabilidades del comunismo sí éste fuera introducido por métodos revolucionarios en los países occidentales, con su diferenciada estructura social, sino que no pueden cerrar los ojos a ciertos cambios ocurridos en el tiempo que va de Lenin a Stalin. Si tienen que admitir que lo ocurrido fue un compromiso inevitable con la realidad, no menos pueden dejar de tener en cuenta la presencia de esas realidades en otras partes. Lo que esas realidades nos enseñan es, en una palabra, que el comunismo funciona, es decir, que es eficaz y tiene a su favor grandes realizaciones en la medida en que sigue marchando el estado de masas. Los falsos cálculos comienzan con el hecho de que ni la dictadura ni el estado parecen dimitir. Marx y Lenin creyeron que la dictadura era sólo un estado de transición que desaparecería luego de asentarse la nueva sociedad. Hoy sabemos que eso fue una ilusión típica del siglo XIX.

Cuando Marx concibió esa idea se podía señalar al destino del absolutismo que por todas partes cedía lentamente el paso a la democracia. Pero a la luz de nuestro análisis este proceso se debió al hecho de que en el siglo xxx las técnicas sociales eran todavía muy ineficaces y los detentadores del poder tenían que aceptar compromisos con las fuerzas actuantes desde abajo. En un estado moderno totalitario, una vez que todo el aparato ha sido apropiado por un partido único y su burocracia, hay pocas probabilidades de que éstos dimitan voluntariamente.

Existe la probabilidad de que pueda desarrollarse una actitud más reformista como resultado del miedo y la desilusión generales. La guerra creó automáticamente un frente unido, una especie de consentimiento natural, como es el necesario para esa reforma. En último extremo, de nosotros depende que saquemos todas las ventajas de esta unanimidad. La cuestión del momento consiste en sí somos capaces de comprender el sentido profundo de las llamadas medidas de necesidad.

Estas son un paso hacia la coordinación necesaria de las técnicas sociales de que disponemos, sin abandonar, por eso, el control democrático basado en la cooperación de todos los partidos. Desde luego, muchas de estas medidas de necesidad no pueden ni deben ser permanentes. Pero algunas de ellas deben durar en la medida en que son simplemente una expresión del hecho básico de que las necesidades vitales de la comunidad deben prevalecer siempre y en todas partes sobre los privilegios individuales. Por otra parte, si queremos preservar las grandes tradiciones de la civilización occidental tenemos que defender vigorosamente aquellos derechos del individuo de los que depende la libertad auténtica. En esta lucha por una autoridad nueva y más fuerte combinada con formas también nuevas de libertad, debemos basar nuestra selección sobre principios conscientes para la construcción de un nuevo sistema.

Pudiera objetarse a este análisis de la situación estratégica que no se puede esperar que dure la unidad política engendrada por la guerra una vez desaparecida la amenaza del enemigo común. La ventaja de un estado de guerra desde el punto de vista de la planificación es que crea una unidad de propósito. Mi respuesta a esta objeción es que cualquiera que sea el resultado de esta guerra, la amenaza del caos social y económico será inminente y esto puede reemplazar la amenaza del fascismo. Ahora bien, es evidente que esa nueva amenaza sólo producirá la cooperación entre los grupos y los partidos sí bajo la presión de la situación son capaces de un ajuste creador, sí son capaces de un tipo de respuesta en un plano más elevado por lo que se refiere a la moralidad y de una comprensión de la situación más plena de la requerida en condiciones normales. Si esto sucede pudiera haber entonces cooperación y acuerdo respecto a ciertas cuestiones básicas y de gran envergadura, y podría planearse de esta suerte la transición a un estadio superior de civilización. Lo mismo que en el individuo, las horas de crisis revelan también en las naciones la existencia de una vitalidad fundamental. Es ahora cuando debemos preparar el terreno para una comprensión plena del sentido del momento en que vivimos.

Debe cesar, por lo tanto, la crítica inmoderada de las formas de la libertad y la democracia que ha sido habitual en las últimas décadas. Pues aun estando de acuerdo en que la libertad y la democracia son incompletas por necesidad mientras las oportunidades sociales se encuentren impedidas por la desigualdad económica, es, sin embargo, pura irresponsabilidad no darse cuenta de las realizaciones que representan y de que mediante ellas podemos ampliar el ámbito del progreso social. Los grupos progresistas estarán cada vez más dispuestos a la defensa de medidas reformistas, pues cada día se hace más claro que las revoluciones recientes tienden a resultar en el fascismo y que las probabilidades de la revolución son insignificantes tan pronto como un partido unido ha coordinado en su beneficio todas las posiciones clave y es capaz de prevenirse de toda resistencia organizada.

Las experiencias depresivas de los últimos años nos han enseñado que una dictadura puede gobernar contra la voluntad incluso de una gran mayoría de la población. La razón está en que las técnicas de la revolución quedan muy atrás de las técnicas de gobierno. Las barricadas, los símbolos de la revolución, son reliquias de una época en donde se construían como defensa contra la caballería. Esto significa que las ventajas se inclinan del lado de los métodos evolutivos. Por lo que respecta a las clases gobernantes, dadas las transformaciones de la situación actual, existe una probabilidad de que sus secciones más inteligentes puedan preferir al fascismo una transición gradual del presente estado de capitalismo anárquico a una sociedad democráticamente planificada en servicio de determinados fines sociales. Pues aunque el fascismo no los priva formal mente de su propiedad, la interferencia del Estado crece sin cesar, subyugándolos en fin de cuentas. El problema estratégico consiste, en su caso, en dividir sus filas de tal suerte que queden separados los filofascistas de aquellos que sólo tengan que perder con un experimento fascista.

En mi opinión puede desarrollarse un nuevo orden social y cabe frenar las tendencias dictatoriales encerradas en las técnicas sociales modernas siempre que nuestra generación tenga el valor, la imaginación y la voluntad necesarias para adueñarse de ellas guiándolas en la dirección adecuada. Esto debe hacerse inmediatamente, mientras las técnicas sean todavía flexibles y no hayan sido aún monopolizadas por un grupo único. A nosotros nos corresponde evitar los errores de las democracias anteriores que, a causa de su ignorancia de estas tendencias fundamentales, no pudieron prevenir el desarrollo de la dictadura. La misión histórica de este país es la de crear, apoyándose en la base de su continuada tradición de democracia, libertad y reforma espontánea, una sociedad que funcione de acuerdo con el espíritu del nuevo ideal: la planificación para la libertad.

Mannheim, Karl (1969). Diagnóstico de nuestro tiempo. Fondo de Cultura Económica, México [1943]
Karl Mannheim: Diagnóstico de nuestro tiempo

Mannheim, Karl (1969). Diagnóstico de nuestro tiempo. Fondo de Cultura Económica, México [1943].

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