Emil Cioran: Las dos verdades (Desgarradura, 1979)

Según una leyenda de inspiración gnóstica, en el cielo se libró una lucha entre ángeles en la que los partidarios de Miguel vencieron a los partidarios del Dragón. Los ángeles que, indecisos, se conformaron con mirar, fueron relegados aquí abajo con el fin de que llevaran a cabo la elección que no se habían atrevido a hacer allí arriba, elección todavía más penosa si cabe, dado que no conservaron ningún recuerdo del combate y aún menos de su actitud equívoca.

De este modo, el comienzo de la historia tendría por causa una vacilación y el hombre sería el resultado de una duda original, de la incapacidad de tomar partido que sufría antes de su destierro. Arrojado sobre la Tierra para aprender a optar, será condenado al acto, a la aventura, cosa para la que sólo estará preparado en la medida en que haya ahogado en él al espectador. Sólo el cielo permitía hasta cierto punto la neutralidad; la historia, por el contrario, surgirá como el castigo de quienes, antes de encarnarse, no encontraban ninguna razón para unirse a un campo antes que a otro. Se entiende así por qué los humanos se muestran tan afanosos por abrazar una causa, por aglutinarse, por reunirse en torno a una verdad. Pero Ƒen torno a una verdad de qué especie?

En el budismo tardío, especialmente en la escuela de Madhyamika, se pone el acento en la radical oposición entre la verdad verdadera o paramarta, patrimonio del liberado, y la verdad corriente o samvritti, verdad "velada", más precisamente "verdad de error", privilegio o maldición del no liberado.

La verdad verdadera, que asume todos los riesgos, incluido el de la negación de toda verdad y de la idea misma de la verdad, es la prerrogativa del que no actúa, del que deliberadamente se sitúa fuera de la esfera de los actos y para quien únicamente cuenta la aprehensión (brusca o metódica, eso no importa) de la insubstancialidad, aprehensión que no va acompañada por ningún sentimiento de frustración sino todo lo contrario, ya que la apertura a la no-realidad implica un misterioso enriquecimiento. Para él, la historia será una pesadilla, a la que se resignará dado que nadie está en disposición de hacer realidad esas pesadillas que él desearía.

Para captar la esencia del proceso histórico, o más bien su carencia de esencia, no queda más remedio que rendirse a la evidencia de que todas las verdades que acarrea son verdades de error, y que lo son porque atribuyen una naturaleza propia a lo que no la posee, una sustancia a lo que no podría tenerla. La teoría de la doble verdad permite discernir el lugar que ocupa, en la escala de las irrealidades, la historia, paraíso de los sonámbulos, obnubilación andante. A decir verdad, su falta de esencia no es absoluta, pues es esencia de engañifa, clave de todo cuanto ciega, de todo cuanto ayuda a vivir en el tiempo.

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Sarvakarmafalatyaga... Hace ya muchos años, tras escribir en una hoja de papel esta palabra fascinante con grandes letras, la colgué en la pared de mi habitación a fin de poder contemplarla durante todo el día. Permaneció allí durante meses y acabé por quitarla al percatarme de que me apegaba cada vez más a su magia y cada vez menos a su contenido. Sin embargo, lo que significa -desapego del fruto del acto- reviste tal importancia que quien verdaderamente se dejase penetrar por ella ya no tendría nada que hacer, puesto que habría alcanzado el único extremo válido, la verdad verdadera que anula todas las demás -denunciadas como vacías- y que está vacía también ella misma -pero con un vacío consciente de sí mismo-. Imaginen una toma de conciencia suplementaria, un paso más hacia el despertar: el que lo efectúe no será ya otra cosa que un fantasma.

Cuando se ha alcanzado esta verdad límite, se empieza a tener un papel bien pobre en la historia, una historia que se confunde con el conjunto de las verdades de error, verdades dinámicas cuyo principio, como debe ser, es la ilusión. Los despiertos, los desengañados, inevitablemente endebles, no pueden ser centro de los acontecimientos, debido a que han vislumbrado su inanidad. La interferencia de las dos verdades es fértil para el despertar pero nefasta para el acto. Marca el principio de un resquebrajamiento tanto para el individuo como para una civilización o incluso para una raza.

Antes del despertar, atravesamos horas de euforia, de irresponsabilidad, de ebriedad. Pero, tras el engaño de la ilusión, viene la saciedad. El despierto está desprendido de todo, es el ex fanático por excelencia, que ya no puede soportar el fardo de las quimeras, sean éstas atractivas o grotescas. Las ve tan lejanas que no entiende por qué extravío ha podido prendarse de ellas. Les debe el haber brillado y haberse reafirmado. Ahora, su pasado, al igual que su porvenir, apenas le parecen imaginables. Dilapidó su sustancia, a imagen de los pueblos que, entregados al demonio de la movilidad, evolucionan demasiado deprisa, y que, a fuerza de saldar ídolos, acaban por agotar sus reservas. Charron señalaba que, en diez años, había habido en Florencia más efervescencia y más turbulencias que en quinientos años en los Grisones, y llegaba a la conclusión de que una comunidad sólo puede subsistir si es capaz de adormilar su espíritu.

Las sociedades arcaicas duraron tanto tiempo porque ignoraban el deseo de innovar y de postrarse continuamente ante simulacros diferentes. Cuando se entra en fase de cambio con cada generación, no cabe esperar longevidad histórica. La Grecia de la Antigüedad y la Europa moderna son tipos de civilización precozmente tocadas de muerte debido a la avidez de metamorfosis y al exceso en el consumo de dioses y de sucedáneos de dioses. La China y el Egipto antiguos se apoltronaron durante milenios en una magnífica esclerosis. Lo mismo hicieron las sociedades africanas antes de su contacto con Occidente. Ellas también están amenazadas porque han adoptado otro ritmo. Tras haber perdido el monopolio del estancamiento, se afanan cada vez más, e inevitablemente van a desmoronarse como sus modelos, como esas civilizaciones febriles, incapaces de extenderse más allá de unos diez siglos. En el futuro, los pueblos que accedan a la hegemonía aún durarán menos: la historia jadeante ha sustituido inexorablemente a la historia al ralentí. šCómo no echar de menos a los faraones y a sus homólogos chinos!

Las instituciones, las sociedades, las civilizaciones difieren en duración y en significación, a la vez que se ven sometidas a una ley que quiere que su impulso indomable, factor de su ascenso, se relaje y se asiente al cabo de cierto tiempo, una ley que hace corresponder su decadencia con un debilitamiento de ese generador de fuerza que es el delirio. Comparados con los periodos de expansión -en realidad de demencia-, los de declive parecen sensatos, y lo son, lo son incluso demasiado, lo que los vuelve casi tan funestos como los otros.

Un pueblo que ha llevado a cabo su tarea, que ha gastado sus talentos y explotado hasta el límite los recursos de su genio, expía este logro no volviendo a producir nada más. Ha cumplido con su deber, aspira a vegetar, pero, para su desgracia, no tendrá la ocasión de hacerlo. Cuando los romanos -o lo que quedaba de ellos- quisieron descansar, los bárbaros se sublevaron en masa. En los manuales sobre las invasiones se puede leer que los germanos que prestaban sus servicios en el ejército y en la administración del imperio tomaban nombres latinos hasta mediados del siglo V. A partir de ese momento, el nombre germánico se generalizó. Los señores, extenuados, en retroceso en todos los sectores, ya no eran temidos ni respetados. ƑPara qué llamarse como ellos? "Un fatal sopor reinaba en todas partes", observaba Salviano, el más acerbo censor de la delicuescencia de la Antigüedad en su última fase.

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Imposible admitir, como hacen algunos, que lo trágico sea patrimonio del individuo y de ninguna manera de la historia. Lejos de poder escapar, la historia está más sometida y más marcada por ello que el propio héroe trágico, pues la manera en que evoluciona se halla en el centro de la curiosidad que suscita. Nos apasionamos por ella porque sabemos por instinto qué sorpresas la acechan y qué admirable escapatoria ofrece a las aprensiones... Sin embargo, para una mente sagaz, no añade gran cosa a lo insoluble, al sin-salida original. Al igual que la tragedia, no resuelve nada porque no hay nada que resolver. Es la inseguridad la que nos hace espiar siempre el porvenir. šLástima que no podamos respirar como si los acontecimientos, en su totalidad, estuviesen suspendidos! Cada vez que se hacen notar en demasía, nos invade un acceso de determinismo, de rabia fatalista. Mediante el libre albedrío, únicamente explicamos la superficie de la historia, las apariencias que reviste, sus vicisitudes externas, pero no las profundidades, el curso real, que, pese a todo, conserva un carácter desconcertante, incluso misterioso. Nos deja atónitos el hecho de que Aníbal, después de Cannas, no arremetiera contra Roma. De haberlo hecho, hoy nos vanagloriaríamos de descender de los cartagineses. Sostener que el capricho, el azar, y por lo tanto el individuo, no desempeñan ningún papel es una necedad. Sin embargo, cada vez que consideramos el devenir en su conjunto, el veredicto del Mahabharata regresa invariablemente a la mente: "El núcleo del Destino no puede deshacerse; nada en este mundo es resultado de nuestros actos".

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Víctimas de un doble maleficio, zarandeados entre las dos verdades, condenados a no poder elegir una si no es para, enseguida, echar de menos a la otra, somos demasiado clarividentes como para no estar desencantados y de vuelta de la ilusión y de la falta de ilusión; somos por ello semejantes a Rancé, quien, prisionero de su pasado, dedicó su existencia de eremita a polemizar con aquellos a los que había abandonado, con los autores de libelos que ponían en duda la sinceridad de su conversión y lo bien fundado de sus empresas, con lo que demostró que era más fácil reformar la Trapa que sustraerse el siglo. Del mismo modo, nada más fácil que denunciar la historia; en cambio, nada más arduo que desgajarse de ella, ya que de ella emergemos y puesto que no se deja olvidar. La historia es obstáculo a la revelación última, es traba que únicamente logramos hacer añicos tras percibir la nulidad de todo acontecimiento, salvo la del que representa esta percepción misma, y gracias al cual alcanzamos en ciertos momentos la verdad verdadera, es decir la victoria sobre todas las verdades. Entendemos entonces la palabra de Mommsen: "Un historiador debe ser como Dios, debe amarlo todo y a todos, incluso al diablo". En otros términos, debe dejar de preferir, perseverar en la ausencia, en la obligación de no ser ya nada. Es lícito imaginarse al liberado como un historiador repentinamente tocado por la intemporalidad.

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Sólo tenemos elección entre verdades irrespirables y supercherías saludables. Unicamente las verdades que no permiten vivir merecen el nombre de verdades. Superiores a las exigencias de lo vivo, no consienten en ser nuestras cómplices. Son verdades "inhumanas", verdades de vértigo que rechazamos porque nadie puede prescindir de apoyos disfrazados de eslóganes o de dioses. Lo que resulta desconsolador es ver que en cada época son los iconoclastas o los que pretenden serlo quienes suelen recurrir a las ficciones y a las mentiras. Muy tocado tenía que estar el mundo antiguo para necesitar un antídoto tan grosero como el que habría de administrarle el cristinanismo. El mundo moderno no lo está menos, a juzgar por los remedios cuyos milagros espera. Epicuro, el menos fanático de los sabios, fue el gran perdedor de entonces, y aún sigue siéndolo. Nos sobrecoge la extrañeza e incluso el espanto cuando oímos que los hombres hablan del liberar al Hombre. ƑCómo podrían los esclavos liberar al Esclavo? ƑY cómo creer que la historia -procesión de equívocos- pueda perdurar por mucho más tiempo? Pronto sonará la hora de cierre en los jardines de todas partes.

Emil Cioran: Las dos verdades (Desgarradura, 1979)
Emil Cioran: Las dos verdades (Desgarradura, 1979)

Emil Cioran

Las dos verdades
Desgarradura (1979)


Escrito en París en 1979 y publicado en España hace dos decenios, Desgarradura, una de las obras mayores del filósofo balcánico Emil Michel Cioran (1911-1995), se había tornado inconseguible hasta ahora, cuando Tusquets Editores la rescata. Con autorización de sus editores en México, ofrecemos a nuestros lectores, a manera de adelanto, las páginas iniciales de este libro referencial de un autor de culto, maestro de la diatriba, el sarcasmo, la paradoja, la aporía, el humor y el aforismo. Hoy empieza a circular en librerías.

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