Clifford Geertz: El arte como sistema cultural (Conocimiento local. Ensayos sobre la interpretación de las culturas, 1983)
El arte como sistema cultural
Geertz, Clifford
Capítulo 5 de Conocimiento local. Ensayos sobre la interpretación de las culturas (1983).
I
Con cierta frecuencia, se dice que resulta difícil hacer comentarios sobre el arte. Incluso cuando está compuesto por palabras en las artes literarias, y aún más cuando está compuesto por pigmentos, sonidos, piedras o cualquier otra cosa en las artes no literarias, parece que existe en un mundo propio, más allá del alcance del discurso. En efecto, no sólo es difícil hablar de él; también parece innecesario hacerlo. Habla, como decimos, por sí mismo: un poema no debe significar, sino simplemente existir; si hemos de preguntarnos qué es el jazz, es que nunca llegaremos a conocerlo.
Los artistas perciben esto de un modo especial. Muchos de ellos consideran que lo escrito y dicho acerca de su obra, o acerca de la obra que admiran, acierta en el mejor de los casos, y provoca confusión en el peor. «Todo el mundo quiere entender el arte», escribió Picasso, «¿por qué no prueban a entender el canto de un pájaro?... La gente que intenta explicar pinturas no hace generalmente sino pedir peras al olmo.»[22] Ahora bien, si esa sentencia nos parece excesivamente vanguardista, ahí tenemos a Millet, resistiéndose a su clasificación como saintsimonista: «Las habladurías en torno a mi Cavador me parecen muy extrañas, y os agradezco me las deis a conocer, pues ello me da una nueva ocasión para admirarme de las ideas que la gente me atribuye... Mis críticos son hombres de gusto y educación, pero yo no puedo meterme en sus zapatos, y como desde que nací jamás he visto otra cosa sino campos, intento decir de la mejor manera lo que veía cuando estaba en la obra».[23].
Sin embargo, cualquier persona sensible a las formas estéticas siente algo similar. Aun aquellas personas que no tienen arrebatos místicos o sentimentales, y que ni siquiera son dadas a arranques de devoción estética, se inquietan cuando la conversación sobre una obra de arte en la que creemos vislumbrar algo valioso se prolonga durante demasiado tiempo. El abismo existente entre lo que hemos visto en la obra (o lo que nos imaginamos que hemos visto) y los balbuceos que logramos pronunciar sobre ella es tan vasto que nuestras palabras parecen huecas, flatulentas o falsas. Resulta muy su— gerente esa doctrina que señala que, una vez el arte haya hablado «de lo que no se puede hablar, se debe guardar silencio».
Por supuesto, casi nadie (y en esto se incluye a los artistas) guarda silencio, excepto los verdaderamente indiferentes. Por el contrario, la percepción de que hay algo importante en cada obra particular o en las artes en general impele a la gente a hablar (y a escribir) incesantemente sobre estas. Las cosas que tienen un sentido para nosotros, no pueden abandonarse, como si flotasen en la mera trascendencia, y por eso describimos, analizamos, comparamos, juzgamos y clasificamos; por eso construimos teorías acerca de la creatividad, la forma, la percepción, la función social; también por eso consideramos que el arte es un lenguaje, una estructura, un sistema, un acto, un símbolo, un modelo de sensaciones; finalmente, por eso empleamos metáforas científicas, espirituales, tecnológicas, políticas; y si todo esto falla, encadenamos frases oscuras y esperamos que algún otro las esclarezca por nosotros. Parece que la aparente inutilidad de toda reflexión sobre el arte rivaliza con la profunda necesidad que sentimos de hablar interminablemente de él. Y es este peculiar estado de cosas el que quiero investigar, con la intención de explicarlo, pero sobre todo para determinar qué diferencias comporta.
Hasta cierto punto, el arte se describe en todas partes por medio de lo que podrían llamarse términos profesionales (craft terms) —en términos de progresiones tonales, relaciones cromáticas o formas prosódicas—. Esto resulta particularmente cierto en Occidente, donde temas como la armonía o la composición pictórica se han desarrollado hasta alcanzar el estatuto de ciencias menores; la evolución moderna hacia el formalismo estético, representado paradigmáticamente en la actualidad por el estructuralismo y por áquellas variedades de semiótica que tratan de imitar su ejemplo, no es sino una tentativa de generalizar este enfoque hasta hacerlo más extensivo, un intento de crear un lenguaje técnico capaz de representar las relaciones internas entre mitos, poemas, danzas o melodías en términos abstractos, intercambiables. No obstante, el enfoque profesional de la reflexión artística no se halla en modo alguno limitado a Occidente o a la era moderna, como nos lo recuerdan las complejas teorías de la musicología india, la coreografía javanesa, la versificación arábiga o los relieves yoruba. Incluso los aborígenes australianos, que con frecuencia son el ejemplo favorito de pueblo primitivo, analizan sus diseños corporales y pinturas de arena en docenas de elementos formales, aislables y fijos, unidades gráficas de una gramática icónica de la representación.[24].
Ahora bien, lo más interesante, y creo también que lo más importante, es que sólo en la era moderna y en Occidente ciertas personas (todavía una minoría, destinada, a mi entender, a permanecer como tal) se las han arreglado para convencerse a sí mismas de que el debate técnico sobre el arte, sea cual fuere su desarrollo, es suficiente para una comprensión completa de este; que el secreto del poder estético está localizado en las relaciones formales entre los sonidos, imágenes, volúmenes, temas o gestos. En todas partes —y, como ya he dicho, en mayor medida entre nosotros— otras formas de reflexión sobre el arte, cuyos términos y concepciones derivan de sus contenidos culturales, pueden ofrecer, o bien reflejar, o incluso cuestionar o describir (aunque no crear por sí mismas) un muestrario de ideas sobre el arte, para conectar sus energías específicas con la dinámica general de la experiencia humana. «La propuesta de un pintor», escribió Matisse, a quien difícilmente se puede acusar de subestimar la forma, «no debe considerarse aparte de sus medios pictóricos, y estos medios pictóricos deben ser tanto más completos (no digo complicados) cuanto más profundo es su pensamiento. Soy incapaz de hacer distinción entre el sentimiento que tengo de la vida y mi manera de expresarlo.»[25].
Por supuesto, la opinión que un individuo o, lo que es más grave, puesto que nadie es una isla sino simplemente una parte del océano, la concepción que un pueblo tiene de la vida aparece en muchos otros ámbitos de su cultura, y no sólo en su arte. Aparece en su religión, en su moralidad, en su ciencia, en su comercio, en su tecnología, en su política, en sus diversiones, en su derecho, incluso en la forma en que organizan su existencia práctica cotidiana. Toda reflexión sobre el arte que no sea simplemente técnica o bien una mera espiritualización de la técnica —esto es, gran parte de ese debate— pretende básicamente situar el arte en el contexto de esas otras expresiones de la iniciativa humana, y en el modelo de experiencia que estas sostienen colectivamente. Al igual que la pasión sexual o el contacto con lo sagrado, otras dos materias sobre las que también resulta difícil pronunciarse, pero aun así necesarias, no podemos permitir que la confrontación con los objetos estéticos, opacos y herméticos, quede al margen del curso general de la vida social. Tales objetos exigen ser asimilados.
Entre otras cosas, esto implica que la definición del arte de cualquier sociedad nunca es completamente intraestética, y además, que ese tipo de definición raramente supera un carácter marginal. El principal problema que presenta el fenómeno general del impulso estético, en cualquier forma y como resultado de cualquier técnica en que pueda mostrarse, es cómo situarlo dentro de las restantes formas de la actividad social, cómo incorporarlo a la textura de un modo de vida particular. Y situarlo de tal forma, otorgar a los objetos de arte una significación cultural, es siempre un problema local; sin importar cuán universales puedan ser las cualidades intrínsecas que le otorga su poder emocional (y no pretendo negarlas), el arte no significa una misma cosa en la China clásica que en el Islam clásico, entre los indios pueblo del suroeste de Estados Unidos que en las tierras altas de Nueva Guinea. La variedad que los antropólogos han documentado en las creencias en espíritus, en los sistemas de clasificación o en las estructuras de parentesco de diversos pueblos, y no sólo en sus formas inmediatas, sino también en su modo de «estar en el mundo» que fomentan y ejemplifican, se extiende también a sus tambores, esculturas, cantos y danzas.
Es el fracaso a la hora de documentar esa variedad por parte de muchos estudiosos del arte no-occidental, y particularmente del llamado «arte primitivo», el que conduce al comentario tantas veces escuchado de que los pueblos de tales culturas no reflexionan, o no lo hacen demasiado bien, sobre su arte —que únicamente esculpen, cantan, tejen o cualquier otra cosa, silenciosos en su destreza—. Lo que se quiere señalar es que no hablan de su arte del modo en que lo hace —o le gustaría hacerlo— el observador, es decir, que no reflexionan sobre sus propiedades formales, su contenido simbólico, sus valores afectivos o sus rasgos estilísticos, sino de forma lacónica y críptica, como si tuvieran escasas esperanzas de ser comprendidos.
Por supuesto, ellos hablan sobre su arte, como lo hacen sobre cualquier otra cosa llamativa, sugerente o emocionante que pase por sus vidas; hablan sobre su modo de empleo, sobre su poseedor, sobre el momento en que se ejecuta, sobre quién lo ejecuta o realiza, sobre el papel que desempeña en esta o aquella actividad, sobre los objetos con los que puede intercambiarse, sobre su nombre, sobre su origen, etcétera. Sin embargo, a menudo se considera que esto no supone reflexionar sobre el arte, sino acerca de otra cosa —la vida cotidiana, los mitos, el comercio, o lo que sea—. Un hombre de la tribu tiv que conoció Paul Bohannan, que no sabía lo que le gustaba, pero que sabía perfectamente qué era el arte mientras cosía aleatoriamente la rafia[26] sobre una tela antes de someterla al tinte (y que no examinaba la pieza hasta tenerla completamente acabada), le apuntó en una ocasión que «si el diseño no queda bien, se lo venderé a los ibo; si queda bien, me lo guardaré; y si queda especialmente bien, se lo daré a mi suegra»; después de todo parecía que no estaba hablando de su trabajo, sino simplemente de sus actividades sociales.[27] La visión del arte ofrecida desde la perspectiva de la estética occidental (que, como Kristeller nos recordaba, sólo surgió a mediados del siglo XVIII, en combinación con nuestra propia noción ciertamente peculiar de «bellas artes»), e incluso la ofrecida desde un cierto tipo de formalismo previo, nos deslumbra por la misma existencia de los datos sobre los que podría construirse un conocimiento comparativo del arte. Y de este modo quedamos, como solía suceder en los estudios sobre totemismo, sobre castas o sobre el precio de la novia —y todavía sucede entre los estructuralistas—, en manos de una concepción externa del fenómeno que lo somete supuestamente a un intenso examen, aunque en realidad lo aparta de nuestro ángulo de visión.
Para Matisse, lo que no ha de sorprendernos, dicho enfoque era el apropiado: los medios de expresión de un arte y la concepción de la vida que lo anima son inseparables, y no podemos comprender los objetos estéticos como concatenaciones de pura forma, del mismo modo que no podemos comprender el habla como un desfile de variaciones sintácticas, o el mito como una serie de transformaciones estructurales. Tomemos como ejemplo un objeto aparentemente transcultural y abstracto como la línea, y consideremos su significado, tal y como lo describe brillantemente Robert Farish Thompson, en la escultura yoruba.[28] La precisión lineal, nos dice Thompson, la absoluta nitidez de la línea, es una de las principales preocupaciones de los escultores yoruba, preocupación que captan aquellos que aprecian el trabajo de esos escultores; el vocabulario de categorías lineales que los yoruba emplean coloquialmente para una serie de intereses más amplios que la escultura, es detallado y extensivo. Los yoruba no sólo graban líneas sobre sus estatuas, cerámicas y cosas así: hacen lo propio en sus caras. El corte, de profundidad, dirección y longitud variables, practicado en sus mejillas, se emplea como un medio de identificación del linaje, como adorno personal y como expresión del estatus; y las terminologías del escultor y del especialista en escarificaciones —diferencian los «cortes» de las «rasgaduras», y las «perforaciones» o «desgarramientos» de las «heridas abiertas»— son idénticas hasta un grado de precisión exacto. Pero todavía hay más. Los yoruba asocian la línea con la civilización: «Este país ha conseguido civilizarse» significa literalmente en yoruba «que esta tierra tiene líneas sobre su cara». «"Civilización", en yoruba», continúa Thompson, es ilájú —rostro surcado por señales—. El mismo verbo que civiliza el rostro con señales de identidad en los linajes urbanos y rurales también civiliza la tierra: Ó sá kéké; Ó sáko (Él traza las escarificaciones; él desbroza el monte). El mismo verbo que designa las señales yoruba sobre un rostro sirve también para designar aquellos caminos y lindes que se practican en la selva: Ó lánòn; Ó la áálá; Ó lapa (Él practicó un nuevo camino; trazó una nueva vía; abrió un nuevo sendero). De hecho, el verbo básico que indica cicatrizar (la) tiene múltiples asociaciones con la imposición del modelo humano sobre el desorden de la naturaleza: tanto los trozos de madera como el rostro humano y la selva son «abiertos»... al admitir la igualdad interna de la sustancia que ha de conquistarse. [29].
Por consiguiente, el profundo interés del escultor yoruba por la línea, y por formas particulares de líneas, no proviene únicamente de un placer vinculado a sus propiedades intrínsecas, a los problemas de la técnica escultórica, ni tampoco de alguna noción cultural generalizada que podría aislarse como una suerte de estética nativa. Se origina en una sensibilidad característica en cuya formación participa el conjunto de la vida —una sensibilidad en la que los significados de las cosas son las cicatrices que los hombres dejan en ellas.
Esta afirmación —que estudiar una forma de arte significa explorar una sensibilidad, que una sensibilidad semejante es esencialmente una formación colectiva y que los fundamentos de esa formación son tan amplios y profundos como la existencia social— no sólo nos aleja de la idea de que el poder estético sea una enfatización de los placeres de la técnica artística. Asimismo, nos aleja de una idea que suele considerarse funcionalista, y que además se ha opuesto a menudo a la anterior: esto es, que las obras de arte son mecanismos complejos para definir las relaciones, sostener las normas y fortalecer los valores sociales. Nada especialmente notorio le ocurriría a la sociedad yoruba en el caso de que sus escultores dejasen de preocuparse por la pureza de la línea o, lo que tampoco me sorprendería, por la escultura misma. En efecto, la sociedad no se desmoronaría; simplemente, algunas de las cosas que experimentaron no podrían expresarse —y tal vez, después de algún tiempo, tampoco podrían experimentarse—, y la vida sería por ello más gris. Por supuesto, ciertas cosas pueden desempeñar un papel importante al colaborar con el trabajo social, incluidas la pintura y la escultura, del mismo modo que cualquier cosa puede colaborar con este manteniéndose al margen. Pero la conexión fundamental entre el arte y la vida colectiva no reside en semejante plano instrumental, sino en un plano semiótico. Los apuntes de color de Matisse (el término es suyo) y las convenciones sobre la línea de los yoruba no consagran, excepto tangencialmente, una estructura social, ni tampoco promueven doctrinas útiles. Materializan un modo de experiencia y subrayan una actitud particular ante el mundo de objetos, para que los hombres puedan así escudriñar en él.
Los signos o los elementos sígnicos —el amarillo de Matisse, la escarificación yoruba— que componen ese sistema semiótico que pretendemos, con propósitos teóricos, denominar estético, se hallan conectados ideacionalmente —y no mecánicamente— con la sociedad en la que se encuentran. Son, parafraseando a Robert Goldwater, documentos primarios; no son ilustraciones de concepciones que ya están en vigor, sino concepciones que buscan por sí mismas —o para las cuales busca la gente— un lugar significativo en el repertorio de los restantes documentos, igualmente primarios.[30].
Para desarrollar este aspecto con mayor precisión y disipar así cualquier aura intelectualista o literaria que comporte palabras tales como «ideacional» o «concepción», podemos dirigir la vista por un instante a algunos aspectos de una de las pocas reflexiones sobre el arte tribal que presta atención a las cuestiones semióticas sin sumergirse por ello en una confusión de fórmulas: el análisis de Anthony Forge sobre la pintura mate en cuatro colores de los abelam de Nueva Guinea.[31] Dicho grupo produce, por emplear una frase de Forge, «acres de pinturas» sobre hojas lisas de espata de sagú, elaboradas siempre en situaciones de culto de un tipo u otro. Los detalles de todo ello se hallan perfilados en sus estudios. Pero lo que es de interés inmediato es el hecho de que, a pesar de que la pintura abelam oscila entre lo obviamente figurativo y lo totalmente abstracto (una distinción que, en tanto su pintura es declamatoria, y no descriptiva, carece de sentido para ellos), se halla principalmente conectada con el mundo más amplio de la experiencia abelam por medio de un motivo obsesivamente recurrente, un óvalo cerrado, que representa, y como tal es conocido, el vientre de una mujer. Evidentemente, la representación es, cuando menos, vagamente icónica. Pero para los abelam, la fuerza del motivo no reside en eso (pues se trata de un éxito menor) sino en el hecho de que, gracias a esa representación, pueden estudiar una inquietud propia a partir de gamas cromáticas (por sí misma, la línea apenas se emplea entre los abelam como elemento estético, mientras que la pintura tiene un poder mágico), una inquietud que aplican de formas ciertamente distintas en el trabajo, en el ritual, en la vida doméstica: la creatividad natural de lo femenino.
El interés por la diferencia entre la creatividad femenina, que los abelam consideran precultural, producto del ser físico de la mujer, y por consiguiente primaria, y la creatividad masculina, que consideran cultural, dependiente del acceso de los hombres al poder sobrenatural mediante el ritual, y por consiguiente derivativa, atraviesa el conjunto de su cultura. Las mujeres crearon la vegetación, y descubrieron las batatas que comen los hombres. Las mujeres se encontraron en primer lugar con los seres sobrenaturales, de quienes fueron amantes, hasta que los hombres, recelosos, descubrieron lo que sucedía, y al transformar a los seres sobrenaturales en tallas de madera, los situaron en el centro de sus ceremonias. Y por supuesto, las mujeres produjeron también a los hombres del fondo de sus vientres. El poder masculino, subordinado al ritual, asunto en la actualidad mantenido celosamente en secreto por las mujeres, se halla de este modo encerrado dentro del poder femenino, subordinado a la biología; y es este hecho prodigioso el que, por así decirlo, «abordan» las pinturas, repletas de óvalos rojos, amarillos, blancos y negros (Forge contó hasta once óvalos en una pequeña pintura, que estaba virtualmente compuesta por estos).
Sin embargo, las pinturas lo abordan directamente, y no de forma ilustrativa. Se podría argumentar tanto que los rituales, o los mitos, o la organización de la vida familiar o la división del trabajo, crean las condiciones implicadas en la pintura como que las pinturas reflejan las concepciones fundamentales de la vida social. Todas estas cuestiones quedan determinadas por la idea de que la cultura se genera en el seno de la naturaleza, del mismo modo que el hombre es concebido en el vientre de la mujer, lo que imprime a este hecho una suerte de expresión específica. Al igual que las líneas grabadas en las estatuas yoruba, los óvalos de colores de las pinturas abelam son significativos porque conectan con una sensibilidad en cuya creación intervienen —en este caso, una sensibilidad en la que, en lugar de cicatrices que señalen la civilización, encontramos pigmentos que señalan el poder:
Por lo general, las palabras que designan colores (o más estrictamente pigmentos) se aplican sólo a las cosas de interés ritual. Esto puede observarse muy claramente en la clasificación abelam de la naturaleza. Las especies de árboles son objeto de una elaborada clasificación, pero... los criterios empleados en esa clasificación son las formas de las hojas y de las simientes. Que el árbol tenga o no flores, así como el color de las flores o de las hojas, son criterios que rara vez se mencionan. Hablando en términos generales, los abelam hacen uso únicamente de los hibiscos y de una desconocida flor amarilla, y los emplean, junto con las batatas, como decoraciones [rituales]. Las pequeñas plantas con flores de cualquier otro color no son de su interés, y se clasifican simplemente como hierba o maleza. Sucede algo similar con los insectos: todos aquellos que pican o muerden son cuidadosamente clasificados, pero las mariposas forman una clase enorme, sin tener en cuenta su tamaño o color. En la clasificación de especies de aves, sin embargo, el color es de vital importancia... pero en ese caso los pájaros son tótems, y, a diferencia de las mariposas y flores, desempeñan un papel fundamental en la esfera ritual... Parecería... que el color sólo puede describirse cuando es de interés ritual. Las palabras que designan a los cuatro colores son— verdaderamente palabras para los pigmentos. El pigmento es esencialmente una sustancia poderosa, y quizás no resulte sorprendente que el uso de las palabras que designan colores se limite a aquellas partes del entorno natural que se consideran ritualmente relevantes...
La asociación entre el color y la significación ritual puede verse también en las reacciones de los abelam ante las importaciones europeas. A veces, las revistas en color llegan a la aldea, y ocasionalmente se arrancan algunas páginas de estas para atarlas a las esteras que se hallan en la base de la fachada de la casa de ceremonias... Las páginas seleccionadas están brillantemente coloreadas, y por lo común son anuncios de comida... [y] los abelam no tienen ni idea de lo que en ellas se representa, pero piensan que, con sus vistosos colores y su ininteligibilidad, es probable que las páginas escogidas sean [diseños sagrados] europeos, y por consiguiente, poderosos. [32] Así, en al menos dos lugares, dos materias a simple vista tan resplandecientes como la línea y el color no extraen su energía únicamente de su atractivo intrínseco, por real que este pueda ser. Sean como fueren las capacidades innatas para responder a la delicadeza escultórica o al drama cromático, esas respuestas se obtienen de intereses más amplios, menos genéricos y más llenos de contenido, y es a partir de este encuentro con lo localmente real que se revela su poder constructivo. La unidad de forma y contenido es, allí donde se produce y en el grado en que se produce, un acto cultural, y no una tautología filosófica. Si ha de existir una ciencia semiótica del arte, será ese acto el que habremos de explicar. Y para hacerlo, tendremos que prestar mayor atención de la que con frecuencia concedemos a tipos de reflexión que no suelen considerarse estéticos.
II
Una respuesta frecuente a esta clase de argumento, especialmente cuando proviene de los antropólogos, es señalar que dicho argumento puede resultar adecuado y útil para los primitivos, pues estos entremezclan los dominios de su experiencia en un conjunto amplio e irreflexivo, pero que no puede aplicarse a culturas más desarrolladas, donde el arte surge como una actividad diferenciada que responde principalmente a sus propias necesidades. Y que, como sucede con muchos de esos fáciles contrastes entre pueblos que se hallan situados en lados diferentes de la revolución alfabetizadora, ese argumento es falso, y lo es en ambas direcciones: tanto al subestimar la dinámica interna del arte en (¿cómo podríamos llamarlas?) las sociedades ágrafas, como al sobrevalorar su autonomía en las alfabetizadas. Esta vez pasaré por alto el primer género de error —la noción de que tradiciones artísticas del tipo de las yoruba y abelam carecen de una energía cinética propia—, quizás para retornar a él en otra ocasión. Por el momento, mi intención es impugnar el segundo argumento, mediante una breve observación del núcleo de la sensibilidad en dos iniciativas estéticas bastante desarrolladas y notablemente distintas: la pintura del Quattrocento y la poesía islámica.
Para la pintura italiana, contaré básicamente con la reciente obra de Michael Baxandall, Painting and Experience in Fifteenth Century Italy, que adopta precisamente el tipo de enfoque que yo defiendo.[33]Baxandall trata de definir lo que él mismo llama «el ojo de la época», es decir, «la preparación de que el público de un pintor del siglo quince [esto es, otros pintores y "las clases protectoras"] podía echar mano ante estímulos visuales complejos, como lo eran los cuadros».[34] Una pintura, señala Baxandall, es sensible a los tipos de técnicas interpretativas —modelos, categorías, inferencias, analogías— que la mente emplea:
La capacidad de un hombre para distinguir cierta clase de forma o de relación de formas habrá de tener consecuencias para la atención que presta a un cuadro. Por ejemplo, si es diestro en observar relaciones proporcionales, o si tiene práctica en reducir formas complejas a combinaciones de formas simples, o si posee un rico juego de categorías para diferentes clases de rojo y marrón, tales habilidades pueden conducirle a que su experiencia de la Anunciación de Piero della Francesca sea distinta a la de la gente que no las posea, y que sea más penetrante que la de otras personas cuya experiencia no le ha dado muchas habilidades relevantes para ese cuadro. Porque está claro que algunas habilidades perceptivas son más relevantes que otras para un cuadro dado: un virtuosismo en clasificar el recorrido de líneas curvas —habilidad que muchos alemanes, por ejemplo, poseían en esa época— o un conocimiento funcional de la musculatura de superficie en el cuerpo humano, no encontraran mucho campo frente a la Anunciación. Buena parte de lo que llamamos «gusto» está en eso, en el acuerdo entre las discriminaciones que exige un cuadro y las habilidades para discriminar que posea el espectador. [35].
No obstante, dichas técnicas, adecuadas tanto para el espectador como para el pintor, no residen en una especial sensibilidad que posee la retina para captar el espacio focal, sino que se esbozan a partir de la experiencia general, en este caso, la experiencia de vivir la vida del Quattrocento y concebir las cosas al modo cuatrocentista:
...parte del equipamiento mental con el que un hombre ordena su experiencia visual es variable, y, en su mayoría, culturalmente relativo, en el sentido de que está determinado por la sociedad que ha influido en su experiencia. Entre estas variables hay categorías con las que clasifica sus estímulos visuales, el conocimiento que usa para complementar lo que le aporta la visión inmediata y la actitud que adopta hacia el tipo de objeto artificial visto. El espectador debe usar frente a la pintura la competencia visual que posee, una competencia que sólo en pequeña proporción es, salvo casos excepcionales, específica para la pintura, y finalmente es probable que utilice los tipos de competencia que su sociedad tiene en gran estima. El pintor responde a eso: la capacidad visual de su público debe ser su medio. Cualesquiera que sean sus propias habilidades profesionales especializadas, él mismo es un miembro de la sociedad para la cual trabaja y con la que comparte su experiencia y hábitos visuales. [36].
Por supuesto, el primer hecho (aunque, como sucede con los abelam, sólo el primero) que debemos plantear en estos términos es que la mayoría de las pinturas italianas del siglo quince eran religiosas, y no sólo por lo que se refiere a los temas, sino también en las intenciones para cuyo fin fueron diseñadas. Las pinturas se concibieron para intensificar la conciencia humana de las dimensiones espirituales de la existencia; constituían invitaciones visuales con las que reflexionar sobre las verdades del cristianismo. Enfrentado a una imagen impresionante de la Anunciación, de la Asunción de la Virgen, de la Adoración de los Reyes Magos, de las Negaciones de san Pedro o de la Pasión, el espectador trataba de completar dicha imagen comparándola con el acontecimiento tal como él lo conocía, y a partir de sus relaciones personales con los misterios que la imagen narraba. «Porque una cosa es adorar una pintura», como apuntaba un fraile dominico al defender el virtuosismo del arte, «y otra muy distinta es aprender en una narración pintada qué adorar.»[37].
Aun así, la relación entre las ideas religiosas y las imágenes pictóricas (y creo que esto es cierto para el arte en general) no era simplemente expositiva; las pinturas no eran ilustraciones de catecismo. En primer lugar, el pintor, o al menos el pintor religioso, invitaba a su público a interesarse por las cosas, aunque, en segundo lugar, no desease proporcionarle una receta o sucedáneo, ni tampoco una mera transcripción: Su relación con la cultura en un sentido amplio, o con mayor exactitud, la relación de su pintura con esta, era interactiva o, como apuntó Baxandall, complementaria. Al hablar de la Transfiguración de Giovanni Bellini, una reproducción generalizada, casi tipológica, de la escena (aunque por supuesto maravillosamente plástica), Baxandall la considera un vestigio de la cooperación entre Bellini y su público —«La experiencia del siglo XV de la Transfiguración era una interacción entre la pintura, la configuración sobre el muro y la actividad visualizadora de la mente pública, una mente que tenía diferentes accesorios y diferentes disposiciones que la nuestra»—.[38] Bellini podía contar con una contribución por parte de los espectadores, y de este modo diseñar su cuadro con el fin de reclamar, y no representar, esa contribución. Su aspiración descansaba sobre la idea de construir una imagen ante la que debiese reaccionar a la fuerza una espiritualidad característica. Como señala Baxandall, el público no necesita lo que ya se ha conseguido. Lo que necesita es un objeto lo bastante rico como para reflejarse en él, lo bastante rico, incluso, para, una vez se haya visto reflejado, profundizar en él.
Por supuesto, fueron muchas las instituciones culturales que tomaron parte activa en la formación de la sensibilidad de la Italia cuatrocentista y que convergieron con la pintura para producir el «ojo de la época», y no todas eran de carácter religioso (como no todas las pinturas eran religiosas). Entre las instituciones religiosas, las más importantes fueron los sermones populares, que clasificaban y subclasificaban los acontecimientos y personajes característicos del mito cristiano mientras exponían los tipos de actitud —desasosiego, reflexión, indagación, humildad, dignidad, admiración— apropiados para cada cual, al tiempo que ofrecían un dictamen sobre el modo en que se debía representar visualmente esas cuestiones. «Los predicadores populares... instruían a sus congregaciones en un tipo de competencia interpretativa que ocupaba un lugar central en las respuestas que, en el siglo XV, evocaba la pintura.» Los gestos se clasificaban, las fisonomías se tipificaban, los colores se simbolizaban, y la apariencia física de las figuras centrales se discutía con esmero apologético. «Preguntáis», anunciaba otro predicador dominico, ¿Era la Virgen oscura o clara? Alberto Magno dice que no era simplemente morena, ni simplemente pelirroja, ni simplemente rubia. Porque cualquiera de estos colores aporta por sí mismo cierta imperfección a una persona. Ése es el motivo de que uno diga «Dios me libre de un lombardo pelirrojo», o «Dios me libre de un germano moreno», o de «un español rubio», o «de un belga de cualquier color». María era una aleación de colores, que participaba de todos ellos, porque un rostro que participa de todos ellos es un rostro hermoso. Por esta razón las autoridades médicas declaran que un color compuesto de rojo y rubio se mejora cuando se le agrega un tercer color: negro. Y a pesar de esto, dice Alberto, debemos admitirlo: estaba más cerca del lado oscuro. Hay tres razones para creerlo así: primero por una razón de color, porque los judíos tienden a ser morenos, y ella era judía; segundo, por razón de testimonio, ya que san Lucas hizo los tres retratos de ella que están ahora en Roma, Loreto y Bolonia, y estos señalan un color marrón; tercero, por una razón de afinidad. Un hijo comúnmente sale a su madre, y viceversa; Cristo era moreno, por tanto... [39].
De los restantes ámbitos de la cultura renacentista que contribuyeron a definir el modo en que los italianos del siglo quince observaban las pinturas, Baxandall encuentra dos que tuvieron una especial importancia: las danzas cortesanas, que eran otro arte, aunque menor, así como una actividad estrictamente práctica que él llama medición —es decir, la estimación de cantidades, volúmenes, proporciones, relaciones, etc., con fines comerciales.
La danza tenía relevancia para la contemplación pictórica, ya que no se trataba sólo de un arte temporal relacionado con la música, sino sobre todo de un arte gráfico relacionado con el espectáculo —desfiles religiosos, mascaradas, etc.—; una cuestión relativa al agrupamiento de figuras y no, o en todo caso no principalmente, al movimiento rítmico. Como tal, la danza dependía y agudizaba la capacidad para discernir la interacción psicológica entre figuras estáticas agrupadas mediante pautas sutiles, una suerte de ordenamiento de los cuerpos —una capacidad que los pintores compartían y empleaban para evocar con ella las respuestas de sus espectadores—. En particular, la bassa danza, una danza lentamente acompasada, casi geométrica, popular en la Italia de aquel tiempo, ofrecía modelos de agrupamiento de figuras que pintores como Botticelli, en su Primavera (que por supuesto evoca la danza de las Gracias) o en su Nacimiento de Venus, empleaban para organizar su trabajo. Según Baxandall, la sensibilidad que labassa danza encarnaba, «suponía una competencia pública para interpretar agrupamientos de figuras, una experiencia general sobre arreglos semidramáticos [de los cuerpos humanos] que facultaba a Botticelli y a otros pintores para suponer una similar aptitud pública en la interpretación de sus propios conjuntos». Dada esa familiaridad general con géneros de danza altamente estilizados, que consistían esencialmente en secuencias discretas de tableaux vivants, el pintor podía contar con una comprensión visual inmediata de su propio modelo de agrupamiento de figuras, comprensión no demasiado común en una cultura como la nuestra, donde la danza es más bien un movimiento articulado en posturas, y no unas posturas articuladas en movimientos, y donde la sensibilidad general para el gesto tácito es tenue. «El problema estriba en si es posible que la transmutación de un arte vernacular y social de los agrupamientos en un arte donde la distribución de las personas —y no personas que gesticulan, arremeten o hacen muecas— pueda estimular aún una fuerte impresión de interacción psicológica: es dudoso que tengamos la predisposición correcta para ver espontáneamente tal refinada carga de sentidos.»[40].
Más allá de esa tendencia a concebir las danzas y las pinturas como si fuesen modelos de ordenamiento del cuerpo que comportan un significado implícito se sitúa, por supuesto, otra tendencia más extendida, que afecta a la sociedad en su conjunto y particularmente a sus clases privilegiadas, por la que se considera que los agrupamientos humanos, la gama de posturas que unos adoptan en compañía de otros, no es algo accidental, sino más bien resultado de los tipos de relaciones que los hombres mantienen entre sí. Sin embargo, para Baxandall, es evidente que es el otro dominio —el de la medición— el que parece que ha tenido un mayor impacto sobre la manera en que los hombres del Renacimiento contemplaban las pinturas.
Baxandall señala que un hecho importante de la historia del arte es que las mercancías se han transportado regularmente en envases de tamaño estándar sólo desde el siglo XIX (e incluso entonces, podría haber añadido, sólo en Occidente). «Previamente, cada recipiente —fuera barril, saco o fardo— era único, y calcular rápida y exactamente su volumen era una condición del negocio.» Y lo mismo sucedía con las longitudes, como en el comercio textil, con las equivalencias, como en la correduría, o con las proporciones, como en la agrimensura. Sin esos conocimientos era imposible sobrevivir en el mundo del comercio, y eran precisamente esos comerciantes los que, en su mayor parte, encargaban las pinturas, aunque en algunos casos (como Piero della Francesca, que escribió un manual matemático sobre las mediciones) las pintaran ellos mismos.
En cualquier caso, tanto los pintores como sus mecenas poseían una educación similar en tales materias —estar alfabetizado significaba al mismo tiempo controlar las técnicas disponibles para juzgar las dimensiones de las cosas—. Por lo que se refería a los objetos sólidos, esos conocimientos implicaban la habilidad para descomponer masas irregulares o desconocidas en compuestos regulares y familiares, y por tanto calculables —cilindros, conos, cubos etc.—; en el caso de los objetos bidimensionales, una habilidad para interpretar superficies no uniformes por medio de planos simples: cuadrados, círculos, triángulos, hexágonos. Las alturas que ese saber podía alcanzar vienen indicadas en un fragmento que Baxandall extrae del manual de Piero della Francesca:
Tenemos un barril, cada uno de cuyos extremos tiene 2 bracci de diámetro; el diámetro en la parte gruesa es de 2 1/4 bracci, y en la parte intermedia entre ella y el extremo es de 2 2/9 bracci. El barril tiene 2 bracci de largo. ¿Cuál es su medida cúbica?
Eso es como un par de conos truncados. Cuádrese el diámetro de los extremos: 2x2=4. Luego, el cuadrado del diámetro medio, 2 2/9 X 2 2/9 = 4 76/81. Súmese eso, [lo que nos da] 8 76/81. Multiplicamos 2 X 2/9 = 4 4/9. Agregamos esto a 8 76/81 = 13 31/81. Dividimos por 3= 4 112/243... Ahora, el cuadrado de 2 1/4, [lo que nos da] 5 1/16. Lo agregamos al cuadrado del diámetro medio: 5 1/16 + 4 76/81 = 10 1/129. Multiplicamos 2 2/9 X 2 1/4 = 5. Lo agregamos a la suma previa, [resultando] 15 1/129. Dividimos por 3, [lo que nos da] 5 1/3888. Lo agregamos al primer resultado... 4 112/243 + 5 1/3888 = 9 1792/3888. Multiplicamos esto por 11 y luego dividimos por 14 [es decir, multiplicamos por p /4]: el resultado final es 7 23600/54432. Esta es la medida cúbica del barril. [41].
Éste es, como dice Baxandall, un mundo intelectual especial; pero en un mundo como ése vivían todas las clases cultas de lugares como Venecia y Florencia. Su conexión con la pintura, y con la percepción de esta, residía menos en los procesos de cálculo como tales que en una buena disposición para prestar atención a la estructura de formas complejas mediante otras más simples, regulares y comprensibles. Incluso los objetos implicados en las pinturas —aljibes, columnas, torres de adobe, suelos empedrados, etc.— eran los mismos que los manuales empleaban para instruir a los estudiantes en el arte de la medición. Y de este modo, cuando Piero della Francesca, esta vez en calidad de pintor, presenta laAnunciación avanzando desde el pórtico de una columnata de Perugia, compuesta de varios niveles, o a la Madonna en un pabellón abovedado, protegida a medias por un vestido, está invocando la habilidad de su público para ver tales formas como componentes de otras y con ello interpretar —mesurar, si se quiere— sus pinturas, así como comprender su significado:
Para el hombre de comercio, casi todo era reducible a cifras geométricas existentes bajo las irregularidades de superficie: la pila de granos se reduce a un cono, el barril a un cilindro, o a una combinación de conos truncados, el manto a un círculo de material apoyado en un cono de otro material, la torre de ladrillos a un cuerpo cúbico compuesta integrado por una cantidad calculable de cuerpos cúbicos más pequeños, etc. Este hábito de análisis es muy cercano al análisis de apariencias que hace el pintor. Así como un hombre calculaba un fardo, un pintor examinaba una figura. En ambos casos, hay una reducción consciente de masas irregulares y de vacíos a combinaciones de cuerpos geométricos... Al ser expertos en la manipulación de relaciones y en el análisis del volumen o la superficie de cuerpos compuestos, [los italianos del siglo quince] eran sensibles a las pinturas que acarreaban indicios de procesos similares. [42].
La famosa solidez lúcida de la pintura del Renacimiento no se originaba únicamente en las propiedades inherentes a la representación del plano, la ley matemática y la visión binocular.
En efecto, y este es un detalle fundamental, todas estas cuestiones culturales más amplias, así como otras que no he mencionado, trabajaban conjuntamente para producir la sensibilidad en la que se formó y tuvo sus inicios el arte del Quattrocento. (En un trabajo anterior, Giotto and the Orators, Baxandall conecta el desarrollo de la composición pictórica a las formas narrativas, y más especialmente a la oración periódica de la retórica humanista; la jerarquía que el orador establecía entre el período, la oración, la locución y la palabra era deliberadamente equiparada, por Alberti y otros, a la del pintor entre la pintura, el cuerpo, el miembro y el plano.)[43] Diversos pintores jugaban con diferentes aspectos de esa sensibilidad, aunque el moralismo de la predicación religiosa, el boato de las danzas, la perspicacia de la medición comercial y la grandeza de la oratoria en latín se combinaban para proporcionar lo que en efecto es el justo medio del pintor: la capacidad de su audiencia para encontrar sentido en las pinturas. Una pintura antigua, dice Baxandall, aunque podía haber omitido el atributo, es un registro de una actividad visual que uno ha aprendido a leer, como se aprende a leer un texto de una cultura diferente. «Si observamos que Piero della Francesca tiende hacia una especie de pintura del cálculo, Fra Angélico a una especie de pintura predicada, Botticelli a una especie de pintura bailada, estamos observando algo no sólo sobre ellos, sino sobre su sociedad.»[44] La capacidad, tan variable entre pueblos como entre individuos, para percibir el significado de las pinturas (o de poemas, melodías, edificios, cerámicas, dramas y estatuas) es, como todas las restantes capacidades humanas, un producto de la experiencia colectiva que la trasciende ampliamente, y donde lo verdaderamente extraño sería concebirla como si fuese previa a esa experiencia. A partir de la participación en el sistema general de las formas simbólicas que llamamos cultura es posible la participación en el sistema particular que llamamos arte, el cual no es de hecho sino una sector de esta. Por lo tanto, una teoría del arte es al mismo tiempo una teoría de la cultura, y no una empresa autónoma. Y si debe ser una teoría semiótica del arte la que trace la vida de los signos en sociedad, no podrá hacerlo mediante un mundo inventado de dualidades, transformaciones, paralelismos y equivalencias.
III
Es difícil encontrar un mejor ejemplo del hecho de que un artista trabaja con signos que tienen lugar en sistemas semióticos que se extienden mucho más allá del oficio que él practica que la función del poeta en el Islam. Un musulmán compone versos enfrentándose con una serie de realidades culturales tan objetivas para sus propósitos como las rocas o la lluvia, no menos sustanciales por ser inmateriales, y no menos tenaces por ser creadas por el hombre. Actúa, y siempre ha actuado, en un contexto donde el instrumento de su arte, el lenguaje, tiene un estatus peculiar, elevado, de una significación tan característica y misteriosa como el pigmento abelam. Todas las cosas, desde la metafísica a la morfología, desde la historia sagrada hasta la caligrafía, desde los modelos de recitación pública al estilo de conversación informal, conspiran para hacer del habla y de la palabra una cuestión cargada con una importancia, si no única en la historia humana, sí ciertamente extraordinaria. El hombre que adopta el papel del poeta en el Islam comercia, y no con total legitimidad, con la sustancia moral de su cultura.
Para empezar a demostrar esto, resulta necesario en primer lugar reducir el tamaño del objeto de estudio. No es mi intención examinar el curso completo del desarrollo poético desde la profecía en adelante, sino sólo realizar unos pocos comentarios generales, y bastante poco sistemáticos, acerca del lugar de la poesía en la sociedad islámica tradicional —más particularmente la poesía arábiga, más particularmente en Marruecos, y más particularmente en el nivel oral y popular de la versificación—. La relación entre la poesía y los impulsos fundamentales de la cultura musulmana es, creo, bastante similar casi en cualquier parte, y más o menos desde sus inicios. Pero en lugar de tratar de demostrar esta afirmación, simplemente la ^sumiré, para proceder, sobre la base de un material de algún modo especial, a sugerir lo que serían los términos de esa relación —que por otra parte es incierta y difícil.
Hay, desde esta perspectiva, tres dimensiones del problema que deben ponerse en relación. La primera, como siempre en cuestiones islámicas, es el estatus y naturaleza peculiar del Corán, «el único milagro del Islam». La segunda es el contexto de actuación de la poesía, que, como cosa viva, es tanto un arte dramático y musical como literario. Y la tercera, y la más difícil de bosquejar en un espacio corto, es la naturaleza general —agonística, como la llamaré— de la comunicación interpersonal en la sociedad marroquí. Tomadas en conjunto, hacen de la poesía un tipo de acto de habla paradigmático, un arquetipo de la conversación, que requeriría, si quisiéramos descomponerlo, y si tal cosa fuera posible, un análisis completo de la cultura musulmana.
Pero como digo, donde quiera que finalice esta cuestión, siempre empieza con el Corán. El Corán (que no significa ni «testamento», ni «enseñanza», ni «libro», sino «recitación») difiere de las otras escrituras sagradas del mundo en la medida en que contiene, no relatos acerca.de Dios emitidos por un profeta o sus discípulos, sino su palabra directa, las sílabas, palabras y sentencias de Alá. Al igual que Alá, es eterno e increado, y constituye uno de sus atributos, como la gracia o la omnipotencia, y no una de sus criaturas, como el hombre o la tierra. La metafísica es abstracta, y no se ha desarrollado de manera muy consistente, pues se ocupa, a partir de un texto eterno, la tabla bien guardada, de la traducción de la palabra de Alá a extractos de prosa árabe rimada, así como del dictado de estos, uno por uno y sin un orden particular durante un gran número de años, de Gabriel a Mahoma, y a su vez del dictado de este último a sus seguidores, los llamados recitadores del Corán, quienes los memoriza— ron y transmitieron a la comunidad en general, la cual, al repetirlos diariamente, los ha mantenido desde entonces. Pero lo importante es que todo aquel que recita los versos coránicos —sea Gabriel, Mahoma, los recitadores del Corán o los musulmanes ordinarios, durante trece siglos a lo largo de una cadena ininterrumpida— no recita palabras sobre Dios, sino de él y, en efecto, puesto que esas palabras son su esencia, es Dios mismo el que recita. El Corán, como dijo Marshall Hodgson, no es un tratado, una relación de hechos y normas, sino un acontecimiento, un acto:
Nunca fue diseñado para leerse a título de información o incluso como fuente de inspiración, sino para recitarse como un acto de compromiso en el culto... No se trataba de leer con atención el Corán, sino de adorar a Alá por medio de este; [el creyente] no debía recibirlo con pasividad, sino que debía reafirmarse en virtud de la recitación: el acontecimiento de la revelación era renovado en cada ocasión por uno de los fieles en el acto de culto, reviviendo [esto es, pronunciando de nuevo] la afirmación coránica. [45].
Ahora bien, hay un buen número de implicaciones que derivan de esta visión del Corán —entre estas, que su equivalente más próximo en el cristianismo no es la Biblia, sino Cristo—, aunque para nuestros propósitos la consecuencia más notoria sea que su lenguaje, el árabe de la Meca del siglo séptimo, se distinga no sólo como vehículo de un mensaje divino, al igual que el griego, el pali, el arameo o el sánscrito, sino como objeto sagrado en sí mismo. Incluso una recitación individual del Corán o de fragmentos de este, se considera una entidad increada, algo que ha de ofuscar a toda fe que se centre en las personas divinas, aunque para una fe islámica, centrada en la retórica divina, signifique que la palabra es sagrada en la medida en que se parece a Dios. Una consecuencia de ello es la famosa esquizofrenia lingüística de los pueblos arabófonos: la persistencia del árabe escrito «clásico» (mudári) o «puro» (fushá), logró que la lengua se atuviera en lo posible a la coránica, y que por ello fuese raramente empleada fuera de contextos rituales, junto a uno u otro lenguaje vernacular no escrito, llamado «vulgar» ('ammiya) o «común» (dárija), que se consideraba incapaz de comunicar verdades formales. Otra es que el estatus de aquellos que pretenden encarnar las palabras, especialmente para propósitos seculares, es sumamente ambicioso. Desvían la lengua de Dios para fines propios, lo cual, si no es en cierto modo sacrílego, se aproxima peligrosamente a ello; sin embargo, al mismo tiempo, manifiestan su poder incomparable, lo cual, si no constituye casi un culto, se le acerca en gran medida. La poesía, y especialmente la poesía expresada en lengua árabe, que rivalizaba únicamente con la arquitectura, llegó a ser el arte cardinal de la civilización islámica, al tiempo que rozaba los márgenes de la forma más grave de blasfemia.
Esta percepción del árabe coránico como modelo de lo que debería ser el habla, así como la constante censura aplicada a los modos corrientes de expresión, quedaba reforzada por el modelo de la vida musulmana tradicional. Casi todos los niños (y más recientemente también muchas niñas) van a escuelas en las que aprenden a recitar y memorizar versos del Corán. Si el niño es hábil y diligente, puede aprender los aproximadamente 6.200 versos de memoria, y llegar a ser un hafiz, un «memorizador», consiguiendo con ello una cierta fama entre sus parientes; pero si, como suele ocurrir, no lo consigue, podrá al menos aprender los suficientes versos como para dirigir sus oraciones, matar pollos y comprender los sermones. Si es especialmente devoto, puede incluso desplazarse a una escuela superior en algún centro urbano como Fez o Marraquech, y obtener así un sentido más exacto del significado de lo que ha memorizado. Pero tanto si un hombre se va con un puñado de versos comprendidos a medias o con la colección completa razonablemente comprendida, el énfasis principal se pone siempre sobre la recitación o sobre el aprendizaje mnemotécnico que esta exige. Lo que Hodgson ha señalado sobre el Islam medieval —que todas las afirmaciones eran consideradas verdaderas o falsas; que la suma de todas las afirmaciones verdaderas, un corpus fijo que irradia del Corán (que al menos implícitamente las contiene todas) constituía el conocimiento; y que el modo de obtener conocimiento era plasmar en la memoria las frases que se exponían en este— podría aplicarse hoy día a la mayor parte de Marruecos, donde, por debilitada que se experimente la fe, todavía no se ha relajado la pasión por la verdad recitativa.[46].
Unas actitudes y un aprendizaje semejantes hacen que la vida cotidiana quede atravesada por versos extraídos del Corán y de otros testimonios clásicos. Aparte de los contextos específicamente religiosos —las oraciones diarias, el culto del viernes, los sermones de la mezquita, las letanías con las cuentas del rosario en las hermandades místicas, la narración del Corán en ocasiones especiales tales como el mes de Ramadán, la ofrenda de versos en funerales, bodas y ceremonias de circuncisión—, la conversación ordinaria enlaza con fórmulas coránicas hasta el punto de que incluso las cuestiones más mundanas parecen quedar emplazadas en un ámbito sagrado. Los discursos públicos más importantes —por ejemplo, los que se pronuncian desde el trono— se emiten en un árabe tan clásico que muchos de los oyentes apenas sí pueden entenderlos. Los periódicos, revistas y libros árabes se escriben de forma similar, con el resultado de que el número de personas que pueden leerlos es escaso. La exigencia de arabización —la demanda popular, impulsada por las pasiones religiosas, para impartir la educación en árabe clásico, y para emplearlo en el gobierno y la administración— es una fuerza ideológica potente, que comporta una considerable hipocresía lingüística por parte de la elite política y unas dosis notables de conflicto público cuando la hipocresía se vuelve demasiado evidente. Es en un mundo de estas características, donde el lenguaje es más un símbolo que un medio, donde el estilo verbal es una cuestión moral, y donde la experiencia de la elocuencia de Dios se enfrenta con la necesidad de comunicar, en el que existe el poeta oral, y es la disposición de un mundo semejante ante los cantos y las fórmulas la que este explora, como Piero della Francesca exploraba la de Italia ante los fardos y los barriles. «Memoricé el Corán», dijo un poeta de este tipo, al intentar explicar su arte con las lógicas dificultades que ello tiene, «pero luego olvidé los versos y sólo recordé las palabras.»
Olvidó los versos durante una meditación de tres días en la tumba de un santo célebre por inspirar a los poetas, pero recuerda las palabras en el contexto de la representación. En Marruecos, la poesía no se compone para más tarde recitarse; se compone en la misma recitación, reunidas ambas acciones en el acto de cantar la poesía en un espacio público.
Por lo común, ese espacio se halla junto a la casa de alguna persona que celebra una boda o una circuncisión, y suele estar iluminado por una lámpara. El poeta se sitúa, erguido como un árbol, en el centro del espacio, mientras sus asistentes redoblan los tamboriles a ambos lados. La parte masculina de la audiencia está sentada directamente enfrente suyo, y los hombres se levantan de vez en cuando para dejar caer una moneda en su turbante, mientras la parte femenina espía discretamente desde las casas del entorno, o bien bajan los ojos desde la intimidad de los terrados. Detrás del poeta, a ambos lados, se disponen dos hileras de danzantes, con las manos de unos descansando sobre los hombros de otros mientras mueven las cabezas a medida que avanzan un par de medios pasos hacia la derecha, y un par hacia la izquierda. El poeta canta su poema, verso a verso, acompasado por los tamboriles, y en un falsete metálico, lloroso, los asistentes le acompañan en el estribillo, que suele ser fijo, y que sólo se relaciona en términos generales con el texto, mientras los danzantes adornan los temas con súbitos y extraños chillidos rítmicos.
Por supuesto, y al igual que los famosos yugoslavos de Lord Albert, el poeta no crea su texto de la pura fantasía, sino que lo construye molecularmente, pieza por pieza, como ciertos procesos artísticos de Markov, a partir de un número limitado de fórmulas establecidas. Algunas son temáticas: la inevitabilidad de la muerte («incluso si vives sobre una alfombrilla de oración»); la desconfianza ante las mujeres («que Dios salve, oh amante, a quien se deje arrebatar por sus ojos»); la inutilidad de toda pasión («tantas personas han acabado en la tumba a causa de la pasión ardiente»); la vanidad del aprendizaje religioso («¿Dónde está el erudito que puede intentar justificar el aire?»). En cambio, algunas son figuradas: las muchachas como jardines, la riqueza como un ropaje, la vida terrenal como un mercado, la sabiduría como un viaje, el amor como unas alhajas, los poetas como caballos. Y, finalmente, algunas son formales —esquemas mecánicos y estrictos de rimas, metros, versos y estrofas—. El recitante, los tamboriles, los danzantes, las solicitudes de piezas y la audiencia que profiere exclamaciones de aprobación o silbidos de censura; cada una de esas cosas se ensambla efectivamente con las restantes, formando un conjunto integral del que el poema no puede abstraerse, del mismo modo que el Corán no puede abstraerse de su recitación. Es, asimismo, un acontecimiento, un acto; constantemente nuevo, constantemente renovado.
Y, al igual que con el Corán, los individuos, o al menos muchos de ellos, matizan su habla ordinaria con versos, tropos, alusiones extraídas de la poesía oral, en ocasiones de un poema particular, otras veces relacionadas con un poeta particular cuya obra conocen, y otras del Corpus general que, aunque es amplio, está, como ya he señalado, constreñido dentro de fórmulas bastante concretas. En ese sentido, tomada en su conjunto, la poesía, la representación de lo que es general y regular, y más especialmente en el campo y entre las clases bajas en las ciudades, forma en sí misma una especie de «recitación»; otra colección; menos elevada aunque no necesariamente menos valiosa, de verdades memorizables: la lujuria es una enfermedad incurable, y las mujeres una cura ilusoria; la lucha es el fundamento de la sociedad y la firmeza la principal de las virtudes; la soberbia es la fuente de toda acción, mientras la hipocresía moral no es propia de los hombres; el placer es la flor de la vida, y la muerte el fin del placer. En efecto, el término para designar la poesía, s'ir, significa «conocimiento», y aunque ningún musulmán podría explícitamente exponer ese aspecto, permanece como una suerte de contrapeso secular, una nota a pie de página mundana, a la revelación misma. Lo que, en virtud del Corán, el hombre sabe de Dios y de los deberes contraídos con Él, de los hechos establecidos en virtud de su palabra, lo sabe de los seres humanos y de las consecuencias de serlo en virtud de la poesía.
El marco de representación de la poesía, su carácter de acto de habla colectivo, refuerza las dos principales cualidades de esta —a caballo entre la canción ritual y la conversación llana— porque, si bien sus dimensiones formales, cuasi-litúrgicas hacen que se parezca al sermón coránico, sus dimensiones retóricas, cuasi-sociales, hacen que se parezca al habla cotidiana. Como ya he dicho, no es posible describir aquí con verdadera concreción el tono general de las relaciones interpersonales en Marruecos; uno sólo puede señalar, y esperar luego que le crean, que dicho tono es ante todo combativo, un testimonio constante del afán con el que los individuos luchan para apropiarse de lo que codician, defender lo que tienen y recuperar lo que han perdido. Por lo que se refiere al habla, la poesía concede a todo, incluso a la charla más insustancial, la categoría de combate espontáneo de palabras, una colisión frontal de blasfemias, promesas, mentiras, excusas, súplicas, órdenes, proverbios, argumentos, analogías, citas, amenazas, evasivas, halagos, que no sólo otorga un enorme prestigio a la fluidez verbal, sino que concede a la retórica una fuerza directamente coercitiva; 'andu klam, «él poseía palabras, oratoria, máximas, elocuencia», significa también, y no sólo metafóricamente, «el tenía poder, influencia, fuerza, autoridad».
En el contexto poético, este espíritu agonístico aparece por todas partes. Ahora bien, no sólo aparece en el contenido de lo que el poeta argumenta —al denunciar la frivolidad de los hombres de ciudad, la bellaquería de los mercaderes, la perfidia de las mujeres, la avaricia de los ricos y la hipocresía de los moralistas—, sino que se recita en función de objetivos precisos, normalmente los de aquellos espectadores presentes. Un maestro coránico local, que había criticado los fastos matrimoniales (y la poesía recitada en estos) por considerarlos inmorales, es censurado públicamente, y se le expulsa de la aldea:[47].
Mira cuántas cosas abyectas hacía el maestro;
Sólo trabajaba para llenar sus bolsillos
Es codicioso, corrupto
Por Dios, tras esta humillación,
Dale simplemente su dinero y dile «vete»
«Deja la carne de gato y sigue con la de perro.»
...
Averiguaron que el maestro
únicamente había memorizado
cuatro capítulos del Corán
[una referencia a la obligación que tenía
de memorizar todo el libro]
Si conociese a fondo el Corán,
y pudiera considerarse un erudito,
No habría concluido tan rápidamente sus oraciones
Su alma está poseída por malos pensamientos
Ya que, incluso en medio de la oración,
su mente sólo piensa en mujeres;
acosaría a una si pudiese encontrarla
Un huésped tacaño no recibe mejor trato:
En cuanto a aquel que es débil y avaro, se sienta solo,
y es posible que no haga nada
...
Los que vinieron al banquete
se sintieron como en una prisión
[la comida era tan mala como en aquélla],
La gente quedó hambrienta durante toda la noche
y nunca satisfecha
...
La esposa del huésped se pasó toda la tarde
haciendo lo que quiso,
Por Dios, no quería ni siquiera levantarse a preparar el café
Y un curandero, un antiguo amigo con quien el poeta se había peleado,
mereció treinta versos del estilo que ahora sigue:
Oh, el curandero ya no es un hombre sensato
Tomó el camino que lleva a ser poderoso,
y se transformó en un loco traidor
Siguió el sendero del diablo; decía que era afortunado,
mas no creo que lo fuese.
Y así sucesivamente. El poeta no censura únicamente a individuos (pueden pagarle para que ejerza su crítica; una gran parte de esos asesinatos verbales son contratos de trabajo): también a los habitantes de una aldea, facción, o familia rival; a un partido político (una confrontación poética entre miembros de partidos, donde cada uno de ellos estaba representado por su propio poeta, tuvo que ser disuelta por la policía cuando pasaron de las palabras a los golpes); sus víctimas pueden ser incluso grupos enteros de individuos, por ejemplo, panaderos o funcionarios. Además, puede modificar la actitud de su audiencia en medio de la actuación. Cuando se lamenta de la veleidad de las mujeres, osa hablar de la penumbra de las azoteas;[48] y cuando finalmente arremete contra la lujuria de los hombres, su mirada rinde la multitud a sus pies. En efecto, toda la representación poética tiene un tono agonístico, por mucho que la audiencia grite en señal de aprobación (y arroje su dinero al poeta), o bien le silbe y abuchee en señal de desaprobación, a veces hasta el punto de provocar su desalojo de la escena.
Pero tal vez las expresiones más genuinas de ese tono sean los combates directos entre poetas que intentan superarse entre sí con sus versos. Como punto de partida, se elige un tema cualquiera —puede ser simplemente un objeto como un vaso o un árbol—, y entonces los poetas cantan alternativamente, en ocasiones durante toda la noche (y a pesar de que la multitud vocifera su decisión) hasta que uno se retira, derrotado por el otro. A continuación proporciono unos breves extractos de una contienda de tres horas, en cuya traducción se ha perdido prácticamente todo excepto el espíritu del propio hecho: Metido de lleno en la batalla, el poeta A, desafiante, «se pone en pie y dice»:.
Lo que Dios le concedió [al poeta rival]
lo malgasta comprando vestidos de nylon
a una muchacha;
encontrará lo que está buscando
Y comprará lo que quiere [esto es, sexo]
e irá a visitar todo tipo de lugares [indecentes],
A su vez, el poeta B responde:
Lo que Dios le concedió [es decir, a sí mismo, al poeta B]
lo empleó en la oración, en el diezmo y en la caridad
Y no se dejaba guiar por malas tentaciones,
ni por muchachas elegantes,
ni por muchachas pintadas; [49]
recuerda que debe alejarse del fuego del infierno
Entonces, aproximadamente una hora más tarde, el poeta A, aún desafiante, y pese a que era respondido con eficacia, se pasó al enigma metafísico:
De un cielo a otro cielo transcurrirían 500.000 años,
y después de eso, ¿qué ocurriría?
El poeta B, puesto en guardia, no le responde directamente, sino que, tomándose su tiempo, irrumpe en amenazas:
Alejadle de mí [al poeta A],
o pediré auxilio a las bombas,
pediré auxilio a los aviones,
y a soldados de terrible apariencia.
...
Haré, oh señores, la guerra ahora,
incluso si es una guerra menor
Vean, tengo el poder más grande.
Y aún más tarde, el poeta B, estimulado tras esas arengas, se recupera y replica al enigma de los cielos, pero no lo responde, sino que lo satiriza con una serie de acertijos irrebatibles, concebidos para exponer la estupidez de plantear cuestiones del tipo: «¿cuántos ángeles caben sobre la cabeza de un alfiler?»
Voy a responder a aquel que dijo, «Sube hasta el cielo
y observa la distancia que hay entre un cielo y otro,
en línea recta»
Voy a decirle, «Cuenta para mí todas las cosas que hay en la tierra»
Responderé al poeta, aunque esté loco
Dime, ¿qué pecados hemos cometido, que serán castigados en el más allá?
Dime, ¿cuántas semillas hay en el mundo, que podamos consumir?
Dime, ¿cuántos árboles hay en el bosque, que puedas quemar?
Dime, ¿cuántas bombillas existen, de oeste a este?
Dime, ¿cuántas teteras están llenas de té?
En ese punto, el poeta A, injuriado, abucheado, enojado y derrotado, dice,
Dame la tetera
Voy a asearme para la oración
He tenido suficiente por hoy
y se retira.
En suma, en tanto habla, o más exactamente en tanto acto del habla, la poesía se halla situada entre los imperativos divinos del Corán y el ir y venir retórico de la vida diaria, y es esa posición la que le confiere su estatus incierto y su extraña fuerza. Por un lado, forma una especie de para-Corán, al recitar unas verdades que no son transitorias pero que tampoco llegan a ser eternas con un estilo que está más estudiado que el coloquial, pero que no llega a ser tan misterioso como el clásico. Por otro, proyecta el espíritu de la vida diaria en el ámbito, si no de lo sagrado, al menos sí de lo inspirado. La poesía es moralmente ambigua, porque no es lo bastante sagrada como para justificar el poder que realmente tiene, y no es lo bastante secular como para que ese poder sea equiparable a la elocuencia ordinaria. El poeta oral marroquí habita una región entre dos tipos de habla que es al mismo tiempo una región entre dos mundos, entre la palabra de Dios y la lucha de los hombres. Y si eso no se entiende, difícilmente podremos comprenderle a él o a su poesía, por muchos descubrimientos de estructuras latentes o análisis gramaticales de formas poéticas que podamos hacer. La poesía, o en todo caso esta poesía, construye una voz al margen de las voces que la rodean. Si puede decirse que posee una «función», sin duda es esta.
El «arte», reza mi diccionario, cuya mediocridad me resulta particularmente útil, consiste en «la producción o combinación consciente de colores, formas, movimientos, sonidos u otros elementos de una manera tal que conmueva nuestro sentido de la belleza», un modo de plantear la cuestión que, al parecer, sugiere que los hombres han nacido con el poder de percibir, como han nacido con el poder de captar las bromas, y que únicamente se les han de proporcionar las ocasiones para ejercer dicho poder. Como deberían indicar las afirmaciones que he hecho a lo largo de este capítulo, no creo que esto sea cierto (tampoco creo que sea cierto por lo que se refiere al humor); antes bien, mis afirmaciones señalan que «el sentido de belleza», o como quiera llamarse a cualquier capacidad para responder con inteligencia ante cicatrices faciales, óvalos pintados, pabellones abovedados o insultos rimados, no es menos un artefacto cultural que los objetos y mecanismos inventados para «conmover» dicho sentido. El artista trabaja con las capacidades de su audiencia —capacidades para ver, escuchar, palpar, a veces incluso degustar y oler—, esto es, con su comprensión. Y aunque ciertos elementos de estas capacidades son en efecto innatos —lógicamente, es preferible no ser daltónico—, estos se hallan introducidos en la existencia real mediante la experiencia de vivir en medio de ciertos tipos de cosas que hemos de considerar, escuchar y manipular, sobre las que debemos reflexionar, a las que hemos de enfrentarnos y ante las que debemos reaccionar; variedades particulares de mariposas, tipos particulares de reyes. El arte y las aptitudes para comprenderlo se confeccionan en un mismo taller.
Si una aproximación a la estética puede considerarse semiótica —esto es, si se ocupa de la significación de los signos—, eso significa que no puede ser una ciencia formal como la lógica o las matemáticas, sino que debe ser una ciencia social, como la historia o la antropología. Difícilmente puede prescindirse de la armonía y la prosodia, como tampoco de la composición y la sintaxis; pero exponer la estructura de una obra de arte y dar testimonio de su impacto no son la misma cosa. Lo que Nelson Goodman ha llamado «el absurdo y peligroso mito del aislamiento de la experiencia estética», la idea de que los mecanismos del arte generan su propio sentido, no puede producir una ciencia de signos o de cualquier otra cosa; sólo un vacuo virtuosismo en el análisis verbal.[50].
Si hemos de poseer una semiótica del arte (o de cualquier sistema de signos que no sea axiomáticamente independiente), tendremos que dedicarnos a una especie de historia natural de los signos y símbolos, a una etnografía de los vehículos del significado. Tales signos y símbolos, tales vehículos del significado, desempeñan un importante papel en la vida de una sociedad, o en alguna parte de una sociedad, y es eso lo que, de hecho, les otorga validez. También en este caso, el significado es uso, o con mayor exactitud, proviene del uso, y sólo analizando esos usos de una forma tan exhaustiva como la que solemos aplicar a las técnicas de irrigación o a las costumbres matrimoniales seremos capaces de averiguar algo general sobre ellos. Esto no constituye un alegato en favor del inductivismo —ciertamente no nos hace falta un catálogo de ejemplos—, sino en favor de una transferencia de los poderes analíticos de la teoría semiótica, ya sea la de Peirce, la de Saussure, la de Lévi-Strauss o la de Goodman, desde una investigación de los signos en abstracto hacia una investigación de estos en su hábitat natural —el mundo corriente en el que los hombres observan, nombran, escuchan y actúan.
Tampoco es un alegato en favor de una exclusión de la forma; más bien, de una búsqueda de las raíces de esta, no en una cierta versión actualizada de la psicología facultativa, sino en lo que yo he denominado en el capítulo segundo «la historia social de la imaginación moral» —esto es, en la construcción y deconstrucción de sistemas simbólicos con los que los individuos o grupos de individuos intentan dotar de algún sentido al sinfín de cosas que les suceden—. Como señala Jacques Maquet, cuando un jefe bamileké asumió el poder, ya se había esculpido su estatua; y «tras su muerte, y aunque la estatua fue respetada, el tiempo fue erosionándola lentamente, del mismo modo que su recuerdo fue erosionándose en la mente de su pueblo».[51] ¿Dónde está la forma en este caso? ¿En la figura de su estatua, o bien en la trayectoria de su cargo? Por supuesto, esta se halla en ambas. Sin embargo, ningún análisis de la estatua que no tenga en cuenta su destino final, un destino tan premeditado como lo es la estructura de su volumen o el brillo de su superficie, comprenderá su sentido o percibirá su fuerza.
Al fin y al cabo, no hemos de enfrentarnos únicamente con estatuas (o pinturas, o poemas), sino con los factores que hacen que esas cosas parezcan importantes —es decir, que les conceden importancia— para aquellos que las elaboran o poseen, y esos factores son tan variados como la vida misma. Si existe algún punto en común entre el conjunto de las artes y los lugares donde uno las encuentra (en Bali, los hombres componen estatuas con monedas, mientras en Australia realizan dibujos con arena) que justifique incluirlas bajo una única rúbrica de origen occidental, no es el hecho de que todas las artes apelen a un cierto sentido universal de la belleza. Tal vez ese sentido exista, aunque, según mi experiencia, lo realmente importante es si esos puntos en común permiten responder o no a la gente ante las artes exóticas con algo más que un mero sentimentalismo etnocéntrico en ausencia de un conocimiento de lo que aquellas artes son o de una comprensión de la cultura en la cual se originan. (El uso occidental de motivos «primitivos», aparte de su indudable valor en sí mismo, sólo ha acentuado esto; estoy convencido de que muchas personas contemplan la escultura africana como una derivación de Picasso, y escuchan la música javanesa como si estuviese compuesta por un Debussy ruidoso.) Si existe un punto en común, reside en el hecho de que parece que ciertas actividades están específicamente diseñadas en todas partes para demostrar que las ideas son visibles, audibles y —se necesita acuñar una palabra en este punto— tangibles, que pueden ser proyectadas en formas donde los sentidos, y a través de los sentidos las emociones, puedan aplicarse reflexivamente La variedad de expresiones artísticas proviene de la variedad de concepciones que los hombres tienen del modo en que son las cosas, pues se trata en efecto de una misma variedad.
Para lograr que la semiótica tenga un uso eficaz en el estudio del arte, debe renunciar a una concepción de los signos como medios de comunicación, como un código que ha de ser descifrado, para proponer una concepción de estos como modos de pensamiento, como un idioma que ha de ser interpretado. No necesitamos una nueva criptografía, especialmente cuando esta consiste en reemplazar un código por otro aún menos inteligible, sino un nuevo diagnóstico, una ciencia que pueda determinar el significado de las cosas en razón de la vida que las rodea. Por supuesto, habremos de ejercitarnos en la significación, y no en la patología, y deberemos tratar con ideas, y no con síntomas. Sin embargo, conectando estatuas con incisiones, palmeras de sagú coloreadas, frescos murales y versos recitados con claros en la selva, ritos totémicos, consecuencias comerciales o argumentos callejeros estaremos tal vez empezando a localizar las fuentes de su encanto en el contenido mismo de su entorno.
Notas:
[22] Citado en R. Goldwater yM. Treves, Artists on Art, Nueva York, 1945, pág. 421. [Robert Goldwater y Marco Treves, El arte visto por los artistas, Barcelona, Seix-Barral, 1953, pág. 448. (T.)]
[23] Citado en ibíd., págs. 292-293. [Ibíd., págs. 215-216. (T.)]
[24] Véase N. D. Munn, Walbiri Iconography, Ithaca, Nueva York, 1973.
[25] Citado en Goldwater y Treves, Artists on Art, pág. 410. [Ibíd. pág. 311. (T.)]
[26] Fibra muy resistente, extraída de la palmera del mismo nombre, muy común en algunas zonas de Asia y África. (T.)
[27] P. Bohannan, «Artist and Critic in an African Society», en Anthropology and Art, comp. por C.M. Otten, Nueva York, 1971, pág. 178.
[28] R. F. Thompson, «Yoruba Artistic Criticism», en The Traditional Artist in African Societies, edición a cargo de W. L. d'Azaredo, Bloomington, Ind., 1973, págs. 19-61.
[29] Ibíd., págs. 35-36.
[30] R. Goldwater, «Art and Anthropology: Some Comparisons of Methodology», en Primitive Art and Society, edición a cargo de A. Forge, Londres, 1973, pág. 10.
[31] A. Forge, «Style and Meaning in Sepik Art», en Primitive Art and Society, edición a cargo de Forge, págs. 169-192. Véase también A. Forge, «The Abelam Artist», en Social Organization, edición a cargo deM. Freedman, Chicago, 1967, págs. 65-84.
[32] A. Forge, «Learning to See in New Guinea», en Socialization, the Approach from Social Anthropology, edición a cargo de P. Mayer, Londres, 1970, págs. 184-186.
[33]M. Baxandall, Painting and Experience in Fifteenth Century Italy, Londres, 1972. [M. Baxandall, Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento. Arte y experiencia en el Quattrocento, Barcelona, Gustavo Gili, 1978 (trad. Homero Alsina Thevenet). (T.)]
[34] Ibíd., pág. 38. [Ibíd., pág. 59. (T.)]
[35] Ibíd., pág. 34. [Ibíd., págs. 53-54. (T.)]
[36] Ibíd., pág. 40. [Ibíd., pág. 60. (T.)]
[37] Citado en ibíd., pág. 41. [Ibíd., pág. 61. (T.)]
[38] Ibíd., pág. 48. [Ibíd., pág. 69. (T.)]
[39] Citado en ibíd., pág. 57. [Ibíd., pág. 57. (T.)]
[40] Ibíd., pág. 76. [Ibíd., pág. 102. (T.)]
[41] Ibíd., pág. 86. [Ibíd., pág. 113. (T.)]
[42] Ibíd., págs. 87-89, 101. [Ibíd., pág. 116. (T.)]
[43]M. Baxandall, Giotto and the Orators, Oxford, 1971.
[44] Baxandall, Painting and Experience, pág. 152. [M. Baxandall, Pintura..., pág. 187. (T.)]
[45]M. G. S. Hodgson, The Venture of Islam, vol. 1, Chicago, 1974, pág. 367.
[46] Ibíd., vol. 2, pág. 438.
[47] Estoy agradecido a Hildred Geertz, que recopiló la mayor parte de estos poemas, por haberme permitido hacer uso de ellos.
[48] En el Magreb se considera generalmente que las azoteas son un espacio destinado fundamentalmente al sexo femenino, cuya intimidad debe ser preservada de miradas indiscretas, por lo que esos espacios constituyen una fuente de peligro potencial nada desdeñable. (T.)
[49] En el Magreb el tatuaje, especialmente con henna, se utiliza tanto en contextos rituales como con intenciones estéticas. (T.)
[50] N. Goodman, Languages of Art, Indianápolis, 1968, pág. 260. [Nelson Goodman, Los lenguajes del arte, Barcelona, Seix-Barral, 1976. (Trad. Jem Cabanes). (T.)]
[51] J. Maquet, «Introduction to Aesthetic Anthropology», en A Macaleb Module in Anthropology, Reading, Mass., 1971, pág. 14.
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Clifford Geertz: Conocimiento local. Ensayos sobre la interpretación de las culturas (1983) |
Conocimiento local: ensayos sobre la interpretación de las culturas
Clifford Geertz
Grupo Planeta (GBS), 1994
Ésta es una colección de textos que aborda los fenómenos culturales como sistemas significativos, como grandes texturas de causas y efectos. Y lo hace situándolos en "marcos locales del conocimiento", en forma de ensayos variados. Geertz se enfrenta a cuestiones como la relación entre las humanidades y las ciencias sociales, o la influencia de la semiótica en la antropología, para llegar a la conclusión de que la sociología no es una disciplina que aún no ha empezado su andadura, sino materia que se halla dispersa en varios sistemas. "Geertz -decía James Kaufmann en Christian Science Monitor- es un escritor espléndido y uno de nuestros más originales y activos pensadores sociales... Y este libro es Geertz en estado puro: desvelando para nosotros lo imperceptible al ojo humano."
Título Original.
Local Knowledge. Further Essay in Interpretative Anthropology (1983).
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