Etienne Balibar: ¿De la lucha de clases a la lucha sin clases? (Cap. 10 de Raza, nación y clase, 1988)
¿De la lucha de clases a la lucha sin clases?
Etienne Balibar
Cap. 10 de Raza, nación y clase (1988)
Etienne Balibar: Raza, nación y clase (1988) |
* Contribución al "Hannah Arendt Memorial Symposium in Política Philosophy", New School for Social Research, Nueva York, 15 y 16 de abril de 1987.
Examinemos en primer lugar la forma de la pregunta que planteamos a los participantes en este coloquio: "Whither Marxism?", "¿Dónde va el marxismo?". Esta pregunta presupone que hay una duda, no sólo sobre la orientación del marxismo, sino respecto a su destino y a su viabilidad. En 1913, en un famoso artículo titulado "Los destinos históricos de la doctrina de Karl Marx", Lenin proponía una periodización de la historia universal que girase alrededor de la Comuna de París. Este acontecimiento señalaría la aparición pública de la "ley" que, dentro del "caos aparente" de la historia, permite ver claro y orientarse: la de la lucha de clases, tal y como Marx la formulaba en aquella época.
A sus ojos, la adecuación era tan grande que creía poder afirmar: "La dialéctica de la historia es tal que la victoria del marxismo en el terreno teórico obliga a sus propios enemigos a disfrazarse de marxistas". En otras palabras: el marxismo se convertía en "concepción del mundo" dominante. Durante varias décadas, las revoluciones socialistas no dejaron de confirmar esta certeza a millones de hombres, no todos imbéciles o ambiciosos. Paradójicamente, si exceptuamos un cuerpo considerable de funcionarios ideológicos de los Estados que han adoptado el marxismo como doctrina oficial (aunque podemos preguntarnos si se lo creen ellos mismos), hoy en día sólo podríamos encontrar este tipo de afirmación en la pluma de algunos teóricos del neoliberalismo, para los que el detalle más mínimo de política social del menor "Estado providencia" constituye ya una manifestación del "marxismo". A los ojos de los demás, la impresión dominante sería más bien que el marxismo se desmejora: the whithering away of marxism! Sin embargo, certeza por certeza, ¿de qué sirve esta nueva ortodoxia? No voy a dirimir directamente esta cuestión. El problema está mal planteado. Creo que tratamos más bien de poner de manifiesto las contradicciones encubiertas bajo estas sucesivas "aserciones de certeza anticipada" (como diría Lacan), y hacerlas funcionar un poco. En el mejor de los casos, podemos esperar un desplazamiento del debate,-pero hay que comenzar por algunas observaciones metodológicas.
En primer lugar, es una cuestión de lógica elemental que a la pregunta "¿Dónde va el marxismo?", el marxismo como teoría no pueda aportar ninguna respuesta positiva. Ni siquiera la determinación de una tendencia. Esto supondría que el marxismo tiene conocimiento de su propio "sentido". Podemos exigir del marxismo (aunque está muy lejos de haberse hecho) que estudie los efectos sobre su historia doctrinal de su "importación" a los movimientos sociales y, en consecuencia, los efectos de las situaciones históricas en la que ha operado como "fuerza material". No podemos creer que esté en condiciones de dominar por sí mismo los resultados de su dialéctica conceptual, ni los de la dialéctica "real" de su "devenir mundo". Sobre estas cuestiones, sólo podemos reflexionar, en el sentido filosófico, es decir, sin reglas preexistentes (Lyotard). Lo que pasa es que no todas las reflexiones son adecuadas para su objeto, "inmanentes" para el proceso que quieren iniciar.
En segundo lugar, hay una tesis dialéctica muy general pero difícilmente cuestionable que podemos aplicar inmediatamente al marxismo, en tanto que existe (como teoría, como ideología, como forma de organización, como toma de postura en controversias...): "Todo aquello que existe merece perecer" (cita del Fausto de Goethe, aplicada por Engels al "sistema hegeliano").
El marxismo, bajo todos sus aspectos, tiene que perecer inevitablemente, tarde o temprano. Incluido su aspecto teórico. Si el marxismo va hacia algún sitio, sólo puede ser a su destrucción. Ahora podemos añadir otra tesis (esta vez de Spinoza): "Hay más de un modo de perecer". A veces nos encontramos con disoluciones puras y simples, sin secuelas. Otras son refundiciones, relevos y revoluciones: algo .queda, aunque sólo sea como su contrario. Retrospectivamente (y sólo retrospectivamente) conoceremos, por su forma de perecer, la consistencia que tenía el marxismo. Si formulamos la hipótesis de que el proceso de "perecimiento" ya está en marcha, incluso muy avanzado (hay más de un indicio para pensarlo), la coyuntura y la intervención intelectual vuelven por sus fueros: podemos asumir el riesgo de identificar el núcleo de sentido, práctico y teórico, del que depende el desenlace del proceso, y trabajarlo en una dirección determinada.
Tercera observación. El impacto histórico del marxismo, tal como se nos aparece ahora mismo en el ciclo de su elaboración, de su uso práctico, de su institucionalización y de su "crisis", presenta una imagen extrañamente contradictoria. Incluso, doblemente contradictoria.
Por una parte, sin que se pueda decir con exactitud en qué momento se produjo este acontecimiento (quizá en el momento en que determinados partidos comunistas abandonaron el objetivo de la "dictadura del proletariado", demasiado tarde en cierto sentido y demasiado pronto en otro), se vio que las "previsiones" y el "programa" revolucionario del marxismo no se realizarían nunca tal como eran, por la sencilla razón de que las "condiciones" en las que se basaban (una determinada configuración de la lucha de clases, del capitalismo) ya no existían, dado que el capitalismo había ido "más allá" de estas condiciones y, de este modo, del propio marxismo. No obstante, ningún análisis serio de las modalidades de esta superación puede ignorar que él mismo es en cierto modo (y hasta en gran parte) un resultado oblicuo de la efectividad del marxismo: sobre todo en la medida en que las "reestructuraciones" del capitalismo en el siglo XX han sido respuestas y contraataques a los "desafíos" de la revolución soviética (retoño legítimo, o considerado como tal, del marxismo) y, sobre todo, de sus prolongaciones en los movimientos obreros, las luchas de liberación nacional. El marxismo es pues parte activa de la superación de su perspectiva de futuro.
Por otra parte, el marxismo (o un cierto marxismo, ya que no tenemos medios de rechazar a priori esta filiación) se creyó y se proclamó consumado en las "revoluciones socialistas" y en la "construcción del socialismo". Sean cuales fueren los avatares que conocieron, que siguen conociendo, la teoría y la prospectiva de la "transición", las sociedades del "socialismo real" se apoyaron en el marxismo para concebirse a sí mismas oficialmente como sociedades "sin clases" o, al menos, "sin luchas de clase". Fue sobre todo bajo este aspecto normativo como algo del marximo pasó, irreversiblemente, a las instituciones efectivas. No obstante si desde finales de la segunda guerra mundial estas sociedades no son, nada más lejos, sociedades sin historia, políticamente inmóviles, se ha debido especialmente a la forma aguda que en ellas adoptaron periódicamente las luchas de clase de tipo más clásico (luchas obreras) y hasta las luchas de clase revolucionarias (China, Polonia), estrechamente mezcladas con los combates democráticos dirigidos contra sus Estados—partido monopolistas. Aquí, a través de una nueva paradoja, es el marxismo, en tanto que problemática de los antagonismos sociales, el que aparece siempre adelantándose a su "fin".
De aquí procede la singular imbricación del marxismo en las divisiones y formaciones sociales de nuestro presente histórico: parece ser que la relación con el marxismo "estratifica" siempre el mundo contemporáneo, pero parece ser también que las luchas de clases, cuya "ley" o principio de inteligibilidad enuncia, no están nunca donde tendrían que estar...
Volvamos al tema central. Para ir al grano: está bastante claro que la identidad del marxismo depende completamente de la definición, del alcance y de la validez de su análisis de las clases y de las luchas de clase.
Sin este análisis no hay marxismo, ni como teorización específica de lo social, ni como articulación de una "estrategia" política en la historia. A la inversa, hay algo en el marxismo que se puede considerar ineludible mientras las luchas de clase sigan siendo un principio de inteligibilidad de las transformaciones sociales: si no como única "determinación fundamental" o "motor" del movimiento histórico, al menos como antagonismo irreconciliable, universal, del que no se puede abstraer ninguna política. Y esto es así independientemente de las rectificaciones que convenga aportar a su descripción y a las "leyes" que marcan sus tendencias.
El cuestionamiento se dirige precisamente hacia este punto en el que se difumina la evidencia factual del marxismo. Algunas de las nociones que había articulado en un bloque que parecía coherente se han banalizado al máximo; por ejemplo, la revolución y, sobre todo, la crisis. Por el contrario, la lucha de clases, al menos en los países "capitalistas", ha desaparecido de la escena, ya sea porque quienes la reivindican parecen tener cada vez menos influencia sobre la complejidad de lo social, o (suele ir unido) porque en la práctica mayoritaria y en las configuraciones más significativas de la política, las clases han perdido su identidad visible. Es el momento en que empiezan a presentarse como un mito; un mito fabricado por la teoría y proyectado sobre la historia real por la ideología de las organizaciones (antes que nada los partidos obreros) y más o menos completamente "interiorizado" por grupos sociales heterogéneos, a los que se habrían suministrado los medios de hacerse reconocer como portadores de derechos y de reivindicaciones en condiciones que hoy ya están ampliamente superadas. Pero, si las clases sólo tienen una identidad mítica, ¿cómo no pierde la lucha de clases toda su identidad? Es cierto que esta evidencia se puede enunciar de varias formas diferentes. La más brutal es revisar la historia de los dos últimos siglos para demostrar que la polarización de la sociedad en dos (o tres) clases antagonistas ha sido siempre un mito: su única pertinencia estaría relacionada con la historia y la psicología del inconsciente colectivo político! Se puede aceptar también que el esquema del antagonismo de clases correspondió, al menos aproximadamente, a la realidad de las "sociedades industriales" de finales del siglo XIX. Sencillamente, habría dejado de ser así, o lo sería cada vez menos, por efecto de una serie de cambios: generalización de la condición salarial, intelectualización del trabajo, desarrollo de las actividades terciarias, con la desaparición del "proletariado"; consumación de los procesos de disociación de las funciones de propiedad y de dirección, extensión del control social (es decir, del Estado) sobre la economía, con la disolución de la "burguesía". A partir de ese momento, las "clases medias", la "pequeña burguesía", la "burocracia", las "nuevas capas asalariadas", esos eternos rompecabezas teóricos y políticos con los que no ha dejado de tropezar el marxismo, acaban invadiendo la mayor parte del paisaje, para marginalizar a las figuras típicas del obrero y del patrono capitalista (aunque no desaparezcan el trabajo explotado y el capital financiero); las clases y la lucha de clases se convierten en un mito político, y el marxismo en una mitología.
Habrá quien se pregunte si no será una gigantesca impostura proclamar así la desaparición de las clases en un momento (los años setenta y ochenta) y en un contexto (la crisis económica mundial, comparada por los economistas con la de los años treinta) en los que se observan una serie de fenómenos sociales que el marxismo relaciona con la explotación y la lucha de clases: empobrecimiento masivo, paro, desindustrialización acelerada de los antiguos "bastiones" de la producción capitalista, es decir, destrucción del capital que coincide con el alza de la especulación financiera y monetaria. Mientras tanto, se aplican políticas de Estado que, con una mera capa de barniz marxista, tienen que presentarse como políticas "de clase" cuyas reivindicaciones imperativas ya no son el interés general (entendido como interés colectivo, como interés social), sino la salud de las empresas, la guerra económica, la rentabilidad del "capital humano", la movilidad de los hombres, etc. ¿No estaremos ante la lucha de clases en persona? Lo que falta (como dice muy oportunamente S. de Brunhoff) es la articulación de lo social, de lo político y de lo teórico. En consecuencia, la visibilidad de los antagonismos de clase se transforma en opacidad. Sin duda, las políticas neoliberales y neoconservadoras tienden a enredarse en la ingobernabilidad en la inseguridad de las relaciones internacionales, en las contradicciones de su populismo (y de su moralismo), pero consiguen innegables éxitos negaticos, en términos de descomposición y de deslegitimación de las formas institucionales del movimiento obrero, de la lucha de clases organizada. El que tenga que realizar esfuerzos deliberados y perseverantes podría sugerir que el mito resiste, pero estos éxitos tienen lugar cuando, en la mayor parte de los centros capitalistas, el movimiento obrero tiene tras él décadas de organización, de experiencias y de debates teóricos. Muchas de las luchas típicamente obreras, las más duras y las más masivas de los últimos años (mineros ingleses, metalúrgicos y ferroviarios franceses...) aparecen como luchas sectoriales (si se apura, "corporativistas") y defensivas, un último combate perdido de antemano y privado de significación para el futuro colectivo. Al mismo tiempo, la conflictividad social adopta una serie de aspectos diferentes, algunos de los cuales, a pesar o a causa de su inestabilidad institucional, aparentemente son mucho más significativos. Van desde los conflictos generacionales y los conflictos ligados a la amenaza tecnológica contra el entorno, hasta los conflictos "étnicos" (o "religiosos") y las formas endémicas de guerra y de terrorismo transnacional.
Ese podría ser el modo más radical de "desaparición de las clases": no el desvanecimiento puro y simple de las luchas socioeconómicas y de los intereses que reflejan, sino la pérdida de su posición política central, su reabsorción en el tejido de una conflictividad social multiforme, donde la omnipresencia del conflicto no supone ninguna jerarquización y ninguna división visible de la sociedad en "dos campos", ninguna, "última instancia" determinante de la coyuntura y "de la evolución, ningún vector de transformación, salvo la resultante aleatoria de los condicionamientos tecnológicos, de las pasiones ideológicas y de los intereses de Estado. En fin, se trata de una situación "hobbesiana" más que "marxiana", cuyo reflejo se podría encontrar en las orientaciones recientes de la filosofía política.
En mi opinión, reflexionar sobre una situación como ésta exige, en primer lugar, no tanto una "suspensión de la sentencia" por lo que se refiere a los postulados teóricos del marxismo, como una disociación clara entre el tiempo del análisis de los conceptos y de las formas históricas y el tiempo de los programas o de las consignas. Tenemos buenas razones para pensar que su confusión ha afectado sistemáticamente a la percepción por parte del marxismo de la "universalidad" y de la "objetividad" de sus enunciados, confiriéndoles por adelantado la consideración de verdades prácticas. Disipar esta confusión no es una forma de refugiarse en la teoría "pura" sino más bien una condición necesaria —o suficiente— para elaborar una articulación de la teoría y de la práctica basada en la intervención estratégica y no en el empirismo especulativo.
A continuación me propongo formular algunos elementos de esta reflexión, sometiendo el concepto de "lucha de clases" a un examen crítico. En primer lugar, aislaré algunos rasgos ambivalentes de la concepción de las clases expuesta por Marx, cuyo rastro persiste a lo largo de todos sus desarrollos ulteriores. En segundo lugar, examinaré la posibilidad de incorporar a la teoría determinados aspectos de la lucha de clases que contradicen efectivamente su imagen de sencillez. Sería también conveniente (pero eso debería ser objeto de otro trabajo) preguntarse por la forma en que, desde un punto de vista marxista, se pueden designar procesos y relaciones sociales que demuestran ser irreductibles a la teorización o incompatibles con ella, definiendo, por lo tanto, los verdaderos límites internos o, si se quiere, los límites internos de la "antropología" subyacente en el marxismo: por ejemplo, la "mecanización de la inteligencia" o las relaciones de opresión sexual, o determinados aspectos del nacionalismo y del racismo.
La "teoría marxista" de las clases
No se trata de resumir una vez más los conceptos fundamentales del "materialismo histórico", sino de destacar aquello que en la obra de Marx tomada al pie de la letra (más como una experiencia teórica que como un sistema) afecta al análisis de la lucha de clases con una ambivalencia que podría ser el origen de la "holgura" necesaria para su praxis. Apenas me detendré en los procesos que sean muy conocidos o que haya analizado en otro lugar.
Tenemos que prestar atención a un primer hecho: la enorme disparidad de las imágenes de la lucha de clases que encontramos, por una parte, en las obras historicopolíticas de Marx y por otra en El Capital.
Las primeras han sufrido, más que cualquier otro texto, las consecuencias de las circunstancias de su elaboración. Los "cuadros" que nos presentan parecen adaptaciones del esquema histórico fundamental a los imprevistos de la historia empírica (reducida básicamente a la historia europea), que oscilan permanentemente entre la rectificación a posteriori y la anticipación. Unas veces, estas adaptaciones exigen la producción de artificios conceptuales, como ocurrió con el famoso tema de la "aristocracia obrera". Otras, hacen emerger serias dificultades lógicas, como en el caso de la idea, suscitada por el bonapartismo, de que la burguesía no podría ejercer ella misma, como clase, el poder político. También ocurre que ponen de relieve una dialéctica de lo "concreto" mucho más sutil: por ejemplo, la idea de que las crisis revolucionarias y contrarrevolucionarias condensan, en una situación dramática, fenómenos de descomposición de la representación de las clases y de polarización de la sociedad en campos antagonistas. En el fondo, estos análisis no cuestionan nunca una representación de la historia que podamos llamar estratégica, como creación y enfrentamiento de fuerzas colectivas dotadas de una identidad propia, de una función social y de intereses políticos exclusivos. Es lo que el Manifiesto denomina "guerra civil, latente o abierta". De aquí la posibilidad de personificar las clases como actores materiales e ideológicos de la historia. Este tipo de personificación implica, por supuesto, una simetría fundamental de los términos que enfrente.
Esto es básicamente lo que se encuentra ausente de los análisis de El Capital (siendo profundamente incompatible con su "lógica"). El Capital expone un proceso que procede íntegramente de la lucha de clases, pero tiene una disimetría fundamental; hasta se podría decir, desde su punto de vista, que las clases antagónicas no se llegan a "encontrar" nunca. De hecho, los burgueses o los capitalistas (volveré sobre los problemas que plantea esta doble designación) no figuran nunca como grupo social, sino únicamente como la "personificación", las "máscaras", los "portadores" del capital y de sus diversas funciones. Solamente cuando se oponen entre sí estas funciones, las "fracciones de clase" capitalistas (empresarios y financieros, comerciantes) comienzan a adquirir una consistencia sociológica, y más aún cuando tropiezan con los intereses de la propiedad inmobiliaria y de las clases precapitalistas, considerados como "exteriores" al sistema. A la inversa, el proletariado figura de entrada frente al capital como una realidad concreta, tangible (el "trabajador colectivo", la "fuerza del trabajo") en el proceso de producción y reproducción. Se podría decir que en El Capital, abordado con propiedad, no figuran dos, tres y cuatro clases, sino una sola, la clase obrera proletaria, cuya existencia es a un tiempo condición de la valorización del capital, resultado de su acumulación y obstáculo con el que tropieza a cada momento el automatismo de su movimiento.
Por consiguiente, la disimetría de las dos "clases fundamentales" (la ausencia de la una corresponde a la presencia de la otra y a la inversa) no sólo no contradice la idea de la lucha de clases, sino que se presenta como la expresión directa de la estructura profunda de esta lucha ("toda ciencia sería inútil si la esencia de las cosas se confundiera con su apariencia", escribe Marx), ya que esta última está siempre funcionando dentro de la producción y la reproducción de las condiciones de la explotación y no simplemente añadida a ella.
Sin embargo, el "marxismo" es la unidad de estos dos puntos de vista (o, como trataremos de poner de manifiesto más adelante, la unidad de una definición y de una personificación económica y de una definición política de las clases en un mismo drama histórico). Esquematizando, la unidad de los puntos de vista diferentes de El Capital y del Manifiesto comunista está aparentemente asegurada por una serie de relaciones de expresión y de representación que conectan la cuestión del trabajo con la del poder y por la lógica del desarrollo de las contradicciones.
Tenemos que examinar más atentamente el modo en que Marx (el Marx de El Capital) situó el origen de las contradicciones en las condiciones de existencia del proletariado: como una situación histórica "concreta" a la que se añadirían en un momento dado el carácter insoportable de un sistema de vida enteramente gobernado por el trabajo productivo asalariado y los límites absolutos de una forma económica que descansa completamente en la explotación creciente de este mismo trabajo.
Resumamos. El análisis de El Capital articula una "forma" y un "contenido" o, si se quiere, un momento de universalidad y un momento de particularidad, La forma (el universal) es el movimiento autónomo del capital, el proceso indefinido de sus metamorfosis y de su acumulación. El contenido particular son los movimientos encadenados entre sí de la transformación del "material humano" en fuerza de trabajo asalariado (vendida y comprada como mercancía), de su utilización en un proceso de producción de plusvalía, de su reproducción a escala de la sociedad en su conjunto. Considerado en su dimensión histórica (o como tendencia que se impone en la historia de todas las sociedades a medida que experimentan la "lógica" capitalista), se puede decir que este encadenamiento es la proletarización de los trabajadores. Sin embargo, mientras el movimiento autónomo del capital obtiene aparentemente de su continuidad (a pesar de las crisis) una unidad inmediata, la proletarización sólo se puede analizar bajo un concepto único con la condición de articular al menos tres tipos de fenómenos sociales exteriormente diferentes (tres "historias", por decirlo así).
* En primer lugar, el momento de la explotación propiamente dicha, en su forma mercantil, como extorsión y apropiación de la plusvalía el capital: diferencia cuantitativa entre el trabajo necesario, equivalente a la reproducción de la fuerza de trabajo en unas condiciones históricas dadas, y el sobretrabajo, convertible en medios de producción acordes con el desarrollo tecnológico. Para que se den esta diferencia y esta apropiación productiva, tienen que existir al mismo tiempo una forma jurídica estable (el contrato de trabajo) y una relación de fuerzas permanente (en la que van a interferir los condicionamientos técnicos, las coaliciones obreras o patronales, las intervenciones reguladoras del Estado que imponen la "norma salarial").
* A continuación, un momento, al que daré el nombre de dominio: es la relación social que se establece -en la propia producción, penetrando hasta los "poros" más ínfimos del tiempo de trabajo del obrero, primero a través de la simple subsunción formal del trabajo bajo el mando del capital, luego, a través de la división del trabajo, la parcelación, la mecanización, la intensificación, para llegar a la subsunción real del tabajo a las exigencias de la valorización. Aquí es donde conviene dar un papel decisivo a la división del trabajo manual e intelectual, es decir, a la expropiación de los conocimientos obreros y a su incorporación a los dispositivos científicos para volverlos en contra de la autonomía del trabajador. Aquí conviene también estudiar, al mismo tiempo, el desarrollo de las "potencias intelectuales" de la producción (tecnología, programación, planificación) y los efectos de la forma capitalista sobre la fuerza de trabajo, que se ve condicionada y reformada periódicamente (a través de la familia, la escuela, la fábrica, la medicina social) en sus costumbres físicas, morales, intelectuales; evidentemente, no sin resistencias.
* Finalmente, el momento de la inseguridad y de la competencia entre trabajadores, que se manifiesta por el carácter cíclico, atractivo—repulsivo, dice Marx, del empleo y del paro ("riesgo específicamente proletario" en sus distintas formas, en la expresión de S. de Brunhoff). Marx pone de manifiesto en esta competencia una necesidad de la relación social capitalista que se puede contrarrestar mediante la organización de los obreros en sindicatos y el interés del capital para estabilizar a una parte de la clase obrera, aunque no se puede suprimir completamente y acaba siempre por imponerse de nuevo (especialmente en las crisis y en las estrategias capitalistas de resolución de las crisis). Relaciona directamente esta situación con las distintas formas del "ejército industrial de reserva" y de "exceso relativo de población" (que engloban la colonización, el empleo competitivo de hombres, mujeres y niños, la inmigración, etc.), es decir, con las "leyes de población" que, a lo largo de la historia del capitalismo, perpetúan la violencia inicial de la proletarización.
Nos encontramos con tres aspectos de la proletarización que son también tres fases de la reproducción del proletariado. Como sugerí en otro lugar (Balibar, 1985), contienen una dialéctica implícita de la "masa" y de la "clase": transformación continua de las masas (o de las poblaciones) históricamente heterogéneas (marcadas con distintas particularidades) en una clase obrera o en sucesivas configuraciones de la clase obrera, y" desarrollo correlativo de las formas de "masificación" propias de la situación de clase ("trabajo de masas", "cultura de masas", "movimientos de masas").
Lo que caracteriza el razonamiento de Marx es la unificación de estos tres momentos en un único tipo ideal, lógicamente coherente y empíricamente identificable, con algunas variantes circunstanciales ("de te fábula narratur", dijo a los obreros alemanes). Esta unificación se presenta como la contrapartida de la unidad del movimiento del capital, representando su otra cara.
Es una condición necesaria para poder concebir in concreto la "lógica del capital" como expansión universal de la forma valor. Solamente cuando la fuerza de trabajo es íntegramente una mercancía, la forma mercancía reina sobre la totalidad de la producción y la circulación social. Sin embargo, solamente cuando se unifican en un proceso único los distintos aspectos de la proletarización (por el efecto del mismo "remolino" que la producción material, nos dice Marx) la fuerza de trabajo se convierte íntegramente en mercancía.
Esta situación desemboca inmediatamente en dificultades históricas que sólo se pueden evitar mediante postulados empírico—especulativos cuestionables. Por ejemplo, aquel que pretende que, salvo algunas excepciones, la tendencia de la división del trabajo en la producción es la descualificación y la homogeneización de los trabajadores, para generalizar el "trabajo sencillo" indiferenciado e intercambiable, que, de alguna forma, hace existir en la realidad el trabajo "abstracto", sustancia del valor. Desemboca a continuación en un profundo equívoco relativo al sentido de las "leyes históricas" del capitalismo (y de las contradicciones de este modo de producción). Vamos a ver que este equívoco reside en el mismo centro de la representación marxista de la clase.
Prestemos un poco más de atención a la descripción de la proletarización que propone Marx. Quisiera hacer sentir en pocas palabras la ambivalencia de esta descripción frente a las categorías clásicas de lo económico y lo político. Esta ambivalencia no se nos presenta a nosostros solos, sino también al propio Marx. En todo momento son posibles dos lecturas de los análisis de El Capital, dependiendo de que se dé prioridad a lo que yo he llamado su "forma" o lo que he llamado su "contenido". De este modo, tendremos una "teoría económica de las clases" o una "teoría política de las clases" a partir del mismo texto.
Desde el primer punto de vista, todas las fases de la proletarización (y las fases de esas fases, que van hasta los detalles de la historia social de los siglos XVIII y XIX, especialmente de la inglesa) están predeterminadas en el ciclo del valor, de la valorización y de la acumulación de capital, que no constituye solamente un condicionamiento social, sino la esencia oculta de las prácticas que se adjudican a la clase obrera. Sin duda, esta esencia es, según nos dice Marx, un "fetiche", una proyección de relaciones sociales históricas en el espacio ilusorio de la objetividad y, en el fondo, una forma alienada de la esencia verdadera, que sería la realidad "última": el trabajo humano. Sin embargo, el recurso a este fundamento, lejos de impedir una lectura economicista del proceso de desarrollo de las "formas", impone una especie de horizonte insuperable. La correlación de las categorías de trabajo en general y de mercancía (o de valor) es el principio de la economía clásica. Por ello, la conflictividad política, omnipresente en la descripción de los métodos de extracción del valor y de las resistencias que provocan (desde las huelgas y las rebeliones contra la mecanización o la urbanización forzosa, hasta la legislación labora, la política social del Estado, pasando por la organización obrera), no tiene valor en sí misma, sino como expresión de las contradicciones de la lógica económica (o de la lógica del trabajo alienado en la forma "económica").
Sin embargo, esta lectura es reversible, por poco que se reemplace la prioridad de la forma por la prioridad del contenido, cuya forma es sólo su resultado "tendencial", impregnado de contingencia. La lucha de clases, en lugar de ser la expresión de las formas económicas, se convierte en la causa —necesariamente cambiante, sometida a la incertidumbre de las coyunturas y de las relaciones de fuerza—, de su coherencia relativa.
Para ello basta con entender por el término "trabajo", en lugar de una esencia antropológica, un complejo de prácticas sociales y materiales, cuya unidad sólo procede de su reunión en un lugar institucional (la producción, la empresa, la fábrica) y en una época de la historia de las sociedades occidentales (la de la disolución de los oficios a causa de la revolución industrial, la urbanización, etc.).
Lo que se ve entonces con toda claridad, incluso en los análisis de Marx en su sentido literal, no es un encadenamiento predeterminado de formas, sino un juego de estrategias antagonistas: estrategias de explotación y de dominio, estrategias de resistencia, constantemente desplazadas y relanzadas por sus propios efectos (especialmente, sus efectos institucionales: de aquí la importancia crucial que reviste el estudio de la legislación sobre el tiempo de trabajo, primera manifestación del "Estado social", alrededor del cual gira históricamente el paso de la subsunción formal a la subsunción real, de la plusvalía absoluta a la plusvalía relativa, o de la explotación intensiva a la explotación extensiva). Entonces, la lucha de clases se aparece como el fondo político (un fondo "versátil", como diría Negri, tan poco "idéntico a sí mismo" como el propio trabajo), sobre el que se recortan diversos aspectos de la economía, que no tienen en sí ninguna autonomía.
Como ya he mencionado, estas dos lecturas son finalmente reversibles, al igual que la forma y el contenido en general. Esto traduce biene el equívoco de la empresa de Marx: es "crítica de la economía política", porque evidencia los antagonismos de la producción, por la omnipresencia de las relaciones de fuerzas y de la política (allí donde la ideología liberal, soltando lastre, es decir, limitando el conflicto al Estado y el "poder", creía encontrar el reinado del cálculo racional y del interés general, garantizado por una mano invisible); al mismo tiempo es demostración, denuncia de los límites de la política como esfera pura del derecho, de la soberanía y del contrato (límites más internos que externos, porque las fuerzas políticas se revelan como fuerzas económicas desde el interior, expresando intereses "materiales").
Estas dos lecturas, debido a su carácter reversible, son inestables. Se traducen aquí y allá, en el propio Marx, por puntos de fuga del análisis (especialmente la seudodefinición economicista de las clases sociales en términos de distribución de la renta, inspirada en Ricardo, con la que termina el manuscrito del El Capital, pero también las perspectivas catastrofistas del desmoronamiento del capitalismo, una vez alcanzados sus "límites históricos absolutos"). En suma, la oscilación entre el economicismo y el politicismo no deja de afectar al conocimiento de las contradicciones del modo de producción capitalista. Estas contradicciones pueden designar la forma en que, superada una determinada etapa, los efectos económicos de las relaciones de producción capitalistas sólo podrán convertirse en sus contrarios (de "condiciones de desarrollo" para la productividad del trabajo, se convertirían en "obstáculos" para la misma, con la crisis permanente, presente desde el origen, de que la fuerza de trabajo humana sigue siendo irreductible al estado de mercancía y su resistencia cada vez más fuerte y organizada hasta la subversión del sistema (en ello consiste básicamente la lucha de clases).
Es increíble que se pueda comprender de estas dos formas el famoso enunciado de Marx sobre "la expropiación de los expropiadores", como "negación de la negación". Esta oscilación no puede mantenerse como tal.
Para que la teoría sea inteligible y aplicable, hay que fijarla en un punto. Es la función que suele desempeñar en Marx (y más aún en sus sucesores) la idea de dialéctica como idea general de la inmanencia de la política en la economía y en la historicidad de la economía. Es sobre todo el punto donde viene a insertarse, como una unidad de contrarios, llena de sentido para la teoría y para la práctica, la idea del proletariado revolucionario, que representa la adecuación "hallada por fin" de la objetividad económica y la subjetividad política. Las premisas de esta idea están muy presentes en Marx (es lo que he llamado su empirismo especulativo). Se podría decir además que se trata de la identidad ideal de la clase obrera como clase "económica" y del proletariado como "sujeto político". Podríamos preguntarnos si, en la representación estratégica de las luchas de clase, esta identidad no vale para todas las clases; hay que reconocer que la clase obrera es la única que la posee por sí misma, lo que permite caracterizarla como "clase universal" (el resto de las clases no pasan de ser una aproximación: véase de nuevo la idea significativa según la cual "la burguesía no puede dominar personalmente"; mientras que el proletariado puede —y debe necesariamente— ser revolucionario personalmente).
Naturalmente, podemos ver con facilidad los desencuentros y los obstáculos que afectan a esta unidad de principio, que retrasan en el tiempo el momento de la identidad: "retraso de la conciencia", "divisiones" profesionales o nacionales de la clase obrera, "migajas imperialistas", etc. En el fondo, se podría pensar, como Rosa Luxemburgo, que la identidad de clase del proletariado sólo existe realmente en el acto revolucionario.
Estas precisiones no pasan de confirmar el principio de una identidad que reside potencialmente en la correspondencia entre la unidad objetiva de la clase obrera, producida por el desarrollo capitalista, y su unidad subjetiva, inscrita al menos de derecho en lo radicalmente negativo de su situación, es decir, en la incompatibilidad de sus intereses y de su existencia con este desarrollo, del que es precisamente producto. Lo mismo ocurre entre la individualidad objetiva de la clase obrera, de la que participan todos los individuos que le "pertenecen", en razón de su lugar en la división social del trabajo, y el proyecto autónomo de transformación de la sociedad, que es el único que hace concebibles y organizabas la defensa de sus intereses inmediatos y el final de la explotación (es decir, la "sociedad sin clases", socialismo o comunismo).
De este modo se ve que, entre la forma en que el marxismo se representa el carácter históricamente determinante de las luchas de clases y la doble identidad subjetiva y objetiva de las clases (ante todo, la del proletariado), hay presuposición recíproca. También la hay entre la forma en que se representa el sentido de las transformaciones históricas y la continuidad de la existencia, la identidad continuada de las clases que aparecen en el escenario histórico como actores de su drama.
Las premisas de este círculo, como acabo de decir, se dan en el propio Marx; en la idea de la subjetividad revolucionaria como simple toma de conciencia de lo radicalmente negativo que implica la situación de explotación. También se dan en la idea de que esta situación traduce, incluso con grados y etapas» un proceso de proletarización unificado, que corresponde de cabo a rabo a una sola lógica. No es de extrañar que en estas condiciones la idea estructural de un antagonismo irreconciliable no haya dejado de proyectarse en la ficción histórica de una simplificación de las relaciones entre clases, a cuyo término las apuestas vitales de la aventura humana (explotación o liberación) deberían manifestarse a escala "mundial".
Para que este círculo se rompa y para que empiecen a disociarse los elementos de análisis teórico y los elementos de ideología milenarista amalgamados en la unidad contradictoria del marxismo, basta con que los desfases empíricos observables entre diferentes aspectos de la proletarización se presenten como desfases estructurales, no transitorios, sino implicados en las condiciones concretas del "capitalismo histórico" (Wallerstein). La función social de la burguesía (que no se puede concebir, al contrario de las ilusiones de Engels y Kautsky, como una "clase superflua"), no se reduce a la de "portadora" de las funciones económicas del capital. "Burguesía" y "clase capitalista" no son, ni siquiera en lo que se refiere a la fracción dominante, nombres intercambiables para un único personaje. Finalmente, y no es el menor de los obstáculos, la ideología revolucionaria (o contrarrevolucionaria) no es, desde el punto de vista histórico, otro nombre de la conciencia de sí unívoca y universal, sino el producto activo de circunstancias, de formas culturales y de instituciones especiales.
Todas estas rectificaciones y distorsiones se han puesto de manifiesto en la experiencia histórica y en la obra de los historiadores o de los sociólogos, y han desembocado en una verdadera desestructuración de la teoría marxista inicial. ¿Suponen una anulación pura y simple de sus principios de análisis? Hay razones para preguntar si no abren más bien la posibilidad de una reestructuración de esta teoría en la que, cuando se han criticado radicalmente los presupuestos ideológicos que conducen a imaginar el desarrollo del capitalismo como una "simplificación de los antagonismos de clase" (conteniendo "en sí" la necesidad de la sociedad de clases), los conceptos de clase y de lucha de clases designarían, por el contrario, un proceso de transformación sin finalidad preestablecida; en otras palabras, corresponderían en primer lugar a una transformación incesante de la identidad de las clases sociales. Entonces, el marxista podría asumir con toda seriedad, devolviendo la pelota, la idea de una disolución de las clases, entendidas como personajes investidos de una identidad y una continuidad míticas; es decir, formular la hipótesis, histórica y estructural a un tiempo, de una "lucha de clases sin clases".
Marx más allá de Marx
Volvamos por un instante a la oscilación del marxismo entre una interpretación "económica" y una interpretación "política" de la lucha de clases. Una y otra son reducciones de la complejidad histórica. Sus imágenes son actualmente muy conocidas, habiendo permitido cada una de ellas, al menos en parte, exhibir la verdad de la otra.
La tradición comunista (de Lertin a Gramsci, Mao, Althusser, etc.) ha desenmascarado en la evolución economicista del marxismo "ortodoxo" un desconocimiento del papel del Estado en la reproducción de las relaciones de explotación ligado a la integración de las organizaciones representativas de la clase obrera en el sistema de los aparatos del Estado (en palabras de Gramsci, a su subordinación a la hegemonía burguesa).
Por otra parte, por su análisis del imperialismo, dicha tradición ha relacionado esta integración con los fraccionamientos de los explotados derivados de la división internacional del trabajo. Sin embargo, esta crítica desembocó, a través de la aplicación voluntarista de la "toma del poder" y de la "primacía de la política", en la reconstrucción de aparatos de Estado menos democráticos que los de los países en los que se había desarrollado el movimiento obrero socialdemócrata, en los que se vio cómo el monopolio de un partido dirigente, que reemplazaba a la propia clase, se combinaba con el productivismo y el nacionalismo.
No deduzco estos fenómenos de ninguna lógica preexistente (al contrario de las teorías del "totalitarismo"), pero quisiera sacar algunas conclusiones de su confrontación con las dificultades de la doctrina de Marx. Pidiendo prestada a Negri su hermosa expresión para mis propios fines, intentaré demostrar de qué forma esta confrontación puede permitirnos llevar los conceptos de Marx "más allá de Marx".
El equívoco de las representaciones de la economía y de la política en Marx no debe ocultarnos la ruptura que realiza. En cierto sentido, no es más que su precio. Al descubrir que la esfera de las relaciones de trabajo no es una esfera "privada", sino inmediatamente constitutiva de las formas políticas en la sociedad moderna, Marx no se limitaba a realizar una ruptura decisiva con la representación liberal del espacio político como esfera del derecho, de la fuerza y de la opinión "públicos". Anticipaba una transformación social del Estado que se ha demostrado irreversible. Simultáneamente, mostrando que es imposible suprimir políticamente —ya sea por vías autoritarias o contractuales— el antagonismo de la producción, o llegar en el capitalismo a un equilibrio estable de intereses, a un "reparto de poder" entre las fuerzas sociales, reducía a la nada la pretensión del Estado, especialmente del Estado nacional, de crear una comunidad de individuos esencialmente "libres e iguales". Sobre este tema, hay que observar que un "Estado social" en los siglos XIX y XX (incluido el Estado socialista) no sólo es un Estado nacional, sino también un Estado nacionalista.
En este sentido, Marx daba una base histórica a la idea enigmática según la cual lo que conecta entre sí a los grupos sociales y a los individuos no es un bien común superior o un orden jurídico, sino un conflicto en perpetuo desarrollo. Por ello, la lucha de clases y las propias clases, sobre todo como conceptos "económicos", han sido siempre conceptos eminentemente políticos, en potencia, una reestructuración del concepto de la política oficial. Esta ruptura y esta reestructuración están ocultas, y más o menos completamente anuladas, tanto por el economicismo y el evolucionismo "ortodoxos" como por el estatismo revolucionario, en el que la noción de lucha de clases acaba por convertirse en una cobertura estereotipada para técnicas de organización y dictaduras de Estado. Esto nos obliga a examinar más de cerca la relación histórica que mantienen las identidades de clase, los fenómenos de organización y las transformaciones del Estado.
Para empezar plantearé que lo que se manifestó en los siglos XIX y XX como una "identidad proletaria" relativamente autónoma tiene que entenderse como un efecto ideológico objetivo. Un efecto ideológico no es un "mito" o, al menos, no se reduce a él (esto no quiere decir que la "verdad del mito" sea el individualismo: el individualismo es un efecto ideológico por excelencia, vinculado orgánicamente a la economía de mercado y el Estado moderno). Tampoco es posible reducir a un mito la presencia en la escena política de una fuerza que se identifica a sí misma y se hace reconocer como "clase obrera", sean cuales fueren las intermitencias de su intervención, de su unificación y de sus divisiones.
Sin esta presencia, la importancia de la cuestión social y su papel en las transformaciones del Estado serían ininteligibles. Por el contrario, lo que las obras de los historiadores nos obligan a tener en cuenta es que este efecto ideológico no tiene nada de espontáneo, de automático, de invariable. Procede de una dialéctica permanente de las prácticas obreras y de los sistemas de organización en la que no intervienen solamente las "condiciones de vida", las "condiciones de trabajo", las "coyunturas económicas", sino también las formas que adopta la política nacional dentro del marco del Estado (por ejemplo, la cuestión del sufragio universal, la de la unidad nacional, las guerras, la cuestión de la escuela y la religión laicas, etc); una dialéctica constantemente sobredeterminada, en la que una clase relativamente individualizada sólo se formula a través de las relaciones que mantiene con todas las demás, en el seno de una red de instituciones.
Esta inversión del punto de vista supone admitir, de acuerdo con lo que resulta históricamente observable en la superficie de las cosas, que no hay "clase obrera" sobre la única base de una situación sociológica más o menos homogénea, sino solamente allí donde existe un movimiento obrero. Además, no hay movimiento obrero si no hay organizaciones obreras (partidos, sindicatos, bolsas de trabajo, cooperativas).
Llegamos a un punto difícil e interesante. No vayamos, con un reduccionismo al revés, precisamente el que subyace bajo la representación idealizada de la "clase sujeto", a identificar paso a paso el movimiento obrero con las organizaciones obreras y la unidad —incluso relativa— de la clase con el movimiento obrero. Entre estas tres palabras siempre ha existido necesariamente un desfase generador de las contradicciones que forman la historia real, social y política de la lucha de clases. De este modo, no sólo las organizaciones obreras (principalmente los partidos políticos de clase) no han "representado" nunca a la totalidad del movimiento obrero, sino que han debido entrar periódicamente en contradicción con él, primero porque su representatividad se basaba en la idealización de determinadas fracciones del "trabajador colectivo" instaladas en posición central en una fase dada de la revolución industrial y, segundo, porque correspondía a una forma de compromiso político con el Estado. De este modo, siempre ha llegado un momento en el que el movimiento obrero debía reorganizarse contra las prácticas y las formas de organización existentes. Es la razón de que las escisiones, los conflictos ideológicos (reformismo y ruptura revolucionaria), los dilemas clásicos y siempre reverdecientes del "espontanéísmo" y de la "disciplina" no representen accidentes, sino la esencia misma de esta relación.
El movimiento obrero tampoco ha expresado e incorporado nunca la totalidad de las prácticas de clase (lo que se puede llamar las formas de la sociabilidad obrera) ligadas a las condiciones de vida y de trabajo, tal y como se desarrollan en el espacio obrero de la fábrica, la familia, el habitat, las solidaridades étnicas, etc. No ha sido por un retraso de la conciencia, sino por la diversidad irreductible de los intereses, de los modos de vida y de discurso que caracterizan a los individuos proletarizados, sea cual fuere la violencia del condicionamiento que ejerce sobre ellos la explotación (sin hablar de la diversidad de las formas de esta explotación).
Son precisamente estas prácticas de clase (costumbres profesionales, estrategias colectivas de resistencia, simbolismos culturales) las que han conferido en todas las ocasiones su capacidad de unificación al movimiento (huelgas, reivindicaciones, rebeliones) y a las organizaciones.
Podemos ir más lejos. No sólo hay un desfase permanente entre las prácticas, los movimientos, las organizaciones que forman la "clase" en su continuidad histórica relativa, sino que hay una impureza esencial en cada uno de estos términos. Ninguna organización de clase (especialmente ningún partido de masas), ni siquiera cuando desarrolla una ideología obrerista, ha sido nunca una organización puramente obrera. Todo lo contrario, siempre se ha formado en el encuentro, la fusión más o menos conflictiva de determinadas fracciones obreras de "vanguardia" con grupos intelectuales, venidos desde el exterior o creados desde el interior, como "intelectuales orgánicos". Igualmente, ningún movimiento social significativo, ni siquiera cuando reviste un carácter proletario acentuado, se ha basado nunca en reivindicaciones y objetivos puramente anticapitalistas, sino en la combinación de objetivos anticapitalistas y objetivos democráticos, nacionales, pacifistas, culturales en su acepción más amplia. Igualmente, las solidaridades elementales ligadas a las prácticas de clase, a la resistencia y a la utopía social han sido siempre, en función del medio y del momento histórico, solidaridades profesionales y solidaridades de generación, sexo, nacionalidad, vecindad urbana y rural, combate militar, etc. (Las formas del movimiento obrero en Europa a partir de 1914 no serían inteligibles sin la experiencia de los "excombatientes").
En este sentido, lo que nos muestra la historia es que las relaciones sociales no se establecen entre clases cerradas en sí mismas, sino que atraviesan las clases, incluida la clase obrera o, si se prefiere, la lucha de clases se desarrolla dentro de las propias clases. Nos muestra también que el Estado, a través de sus instituciones, sus funciones de mediación, sus ideales y sus discursos siempre está presente en la formación de las clases.
Esto es válido en primer lugar para la "burguesía", y en este punto es donde tropezó especialmente el marxismo clásico. Su concepción del aparato del Estado como un organismo o una "máquina" exterior a la "sociedad civil", a veces como instrumento neutro al servicio de la clase dominante y otras como burocracia parasitaria, concepción heredada de la ideología liberal, simplemente enfrentada con la idea del interés general, le impidió pensar en el papel constitutivo del Estado.
Me parece que se puede sostener que cualquier "burguesía" es, en el sentido estricto de la palabra, una burguesía de Estado. Es decir, la clase burguesa no se apodera del poder del Estado después de haberse conformado como una clase económicamente dominante, sino todo lo contrario, se hace dominante desde el punto de vista económico (y social, cultural) en la medida en que desarrolla, utiliza y controla el aparato del Estado, transformándose y diversificándose para poder hacerlo (o fusionándose con los grupos sociales que se ocupan del funcionamiento del Estado: militares, intelectuales). Es uno de los sentidos posibles de la idea de hegemonía de Gramsci, llevada al límite. No hay pues, en sentido estricto, "clase capitalista", sino capitalistas de distintos tipos (industriales, comerciantes, financieros, rentistas, etc.) que sólo forman una clase con la condición de que tiendan a unirse con otros grupos sociales aparentemente extraños a la "relación social fundamental": intelectuales, funcionarios, cuadros, terratenientes, etc. Buena parte de la historia política moderna refleja las vicisitudes de esta "unión". Todo esto no quiere decir que la burguesía se forme independientemente de la existencia del capital o de empresarios capitalistas, sino que la unidad de los capitalistas, la conciliación de sus conflictos de intereses, la realización de las funciones "sociales" de las que deben ocuparse para disponer de una mano de obra explotable se rían imposibles sin la mediación constante del Estado (y, por consiguiente, si no fueran capaces —y no siempre lo son— de transformarse en "gestores" del Estado y asociarse a burgueses no capitalistas alrededor de la gestión y la utilización del Estado).
En el fondo, una burguesía histórica es una burguesía que inventa periódicamente nuevas formas de Estado, al precio de su transformación (que puede ser violenta). De este modo, las contradicciones del beneficio financiero y de la función empresarial sólo se han podido regular por medio del Estado "keynesiano". El también ha suministrado las "formas estructurales" (Aglietta) que permiten a la hegemonía burguesa sobre la reproducción de la fuerza de trabajo pasar del paternalismo del siglo XIX a las políticas sociales del siglo XX. Así se puede explicar mejor que las enormes desigualdades de renta, de forma de vida, de poder y de prestigio que existen en el seno de la clase burguesa, o la escisión de la propiedad financiera y de la gestión económica y técnica (lo que se ha venido llamando "tecnoestructura"), o las fluctuaciones de la propiedad privada y la propiedad pública, conduzcan a veces a contradicciones secundarias en el seno de la clase dominante, pero pocas veces pongan en peligro su constitución, siempre que al menos la esfera política asuma efectivamente sus funciones reguladoras.
Lo que vale para la burguesía vale también, aunque de otra forma y más en contradicción con la ortodoxia marxista, para la clase explotada. Ella también está "en el Estado", a menos que se prefiera considerar que el Estado está "en ella". Puede considerarse que los tres aspectos de la proletarización analizados por Marx siempre tenderán a estar presentes en una formación capitalista, pero desde principios de la época moderna (en la época de la "acumulación inicial"), no se pudieron articular entre sí sin mediación estatal. No sólo en el sentido de una garantía exterior al orden social ejercido por el "Estado policía" o el "aparato represivo", sino en el sentido de una mediación conflictiva interna. De hecho esta mediación fue necesaria en cada uno de los momentos de la proletarización (fijación de las normas salariales y del derecho del trabajo, políticas de exportación e importación de mano de obra, es decir, políticas de territorialización y de movilización de la clase obrera); y, sobre todo, fue necesaria para articular, en un momento dado, sus evoluciones respectivas (gestión del mercado de trabajo, del paro, de la seguridad social, de la salud, de la escolarización y de la formación profesional, sin las que no habría "mercancía—fuerza de trabajo" constantemente reproducida e introducida en el mercado). Sin el Estado, la fuerza de trabajo no sería una mercancía. Al mismo tiempo, la irreductibilidad de la fuerza de trabajo a la condición de mercancía, tanto si se manifiesta por medio de una rebelión o de una crisis, o por la conjunción de ambas, obliga permanentemente al Estado a transformarse.
Con el desarrollo del Estado social, estas intervenciones, presentes desde el origen, no han hecho más que revestir una forma más orgánica, burocratizada, integrada en planificaciones en las que se trata de articular, al menos a escala nacional, los flujos de población, los flujos financieros y los flujos de mercancías. Al mismo tiempo, el Estado social y el sistema de relaciones sociales que implica, se han convertido en un objetivo y un campo inmediatos para las luchas de clases y para los efectos económicos y políticos "de crisis".
Sobre todo, porque la estatización de las relaciones de producción (lo que Henri Lefebvre denominó "modo de producción estatal") se combina con otras transformaciones de la relación salarial: la generalización formal del salario para la inmensa mayoría de las funciones sociales, la dependencia cada vez más directa de la orientación profesional en relación con la formación escolar (y, por lo tanto, el hecho de que la institución escolar ya no sea solamente reproductora de las desigualdades de clase, sino productora de estas desigualdades), la tendencia a la transformación del salario directo (individual, proporcional al "trabajo" y a la "cualificación") en salario indirecto (colectivo o determinado colectivamente, proporcional a las "necesidades" y a la situación), y, finalmente, la parcelación y la mecanización de las tareas "improductivas" (servicios, comercio, investigación científica, formación permanente, comunicaciones, etc. ), que permiten transformarlas a su vez en proceso de valorización de valores invertidos por el Estado o el capital privado, dentro del marco de una economía generalizada. Todas estas transformaciones rubrican la muerte del liberalismo (o su segunda muerte y su transformación en mito político), ya que estatización y mercantilización son ahora rigurosamente indisociables.
Esta descripción, que se podría tratar de precisar, tiene un fallo evidente: un "olvida" fundamental que falsearía, si nos quedáramos aquí, cualquier análisis y cualquier tentativa de extraer consecuencias políticas.
Me he situado implícitamente (como hace casi siempre Marx cuando habla de "formación social") en un marco nacional; he admitido que el campo de las luchas de clases y la formación de las clases sea un espacio nacional.
He neutralizado el hecho de que las relaciones sociales capitalistas se desplieguen simultáneamente dentro del marco nacional (el del Estado—nación) y en un marco mundial.
¿Cómo corregir esta laguna? Sería insuficiente hablar de relaciones de producción o de comunicación "internacionales". Necesitamos un concepto que exprese mejor el carácter originariamente transnacional de los procesos económicos y políticos de los que dependen las configuraciones de la lucha de clases. Tomaré de Braudel y de Wallerstein su concepto de una "economía—mundo" capitalista, sin prejuzgar una determinación unilateral de las formaciones nacionales por la estructura de la economía mundo, o a la inversa. Para limitarme a lo esencial, añadiré simplemente a partir de ahora dos puntualizaciones al cuadro precedente: me permitirán designar contradicciones constitutivas del antagonismo de clase que se puede decir que el marxismo clásico ha despreciado (incluso cuando se planteó el problema del imperialismo).
Desde el momento en que se ve en el capitalismo una "economía—mundo", la cuestión que se plantea necesariamente es saber si existe algo así como una burguesía mundial. Aquí nos encontramos con una primera contradicción: no sólo porque la burguesía, a escala mundial, siempre estará dividida por conflictos de intereses que pueden coincidir más o menos con aspectos nacionales —después de todo, también hay conflictos permanentes en el seno de la burguesía nacional—, sino por razones de mucho más peso.
Desde los orígenes del capitalismo moderno, el espacio de acumulación del valor ha sido siempre un espacio mundial. Braudel demostró que la economía del beneficio monetario presupone una circulación de dinero y de mercancías entre naciones, o entre civilizaciones y modos de producción diferentes, no sólo en sus fases de "prehistoria" y de "acumulación inicial" (como había expuesto Marx) sino a lo largo de su desarrollo.
Progresivamente densificada, en manos de grupos sociales específicos, determina a su vez la especialización de los centros de producción, correspondientes a "productos" y a "necesidades" cada vez más numerosos.
Wallerstein comenzó a trazar la historia detallada de la forma en que esta circulación absorbe progresivamente todas las ramas de la producción, ya sea en las relaciones salariales del centro o en las relaciones capitalistas, pero no salariales de la periferia. Este proceso implica un dominio violento de las economías de mercado sobre las economías no mercantiles; del centro sobre las periferias. Dentro de este marco, los Estados—nación se convirtieron en individuales estables, funcionando los más antiguos como obstáculos para la emergencia de centros políticos y económicos nuevos. En este sentido, se puede decir que el imperialismo es contemporáneo del capitalismo, aunque sólo a partir de la revolución industrial se haya organizado toda la producción para el mercado mundial.
Se observa entonces una tendencia a la inversión en la función social de los capitalistas. Al principio, formaban un grupo "transnacional" (y lo seguirán siendo los capitalistas financieros o los intermediarios entre naciones dominantes y naciones dominadas). Podemos sugerir que los que se imponían a escala mundial son también los que consiguieron a largo plazo reunir alrededor de ellos a otros grupos "burgueses", controlar el poder estatal y desarrollar el nacionalismo (a menos que sea en sentido inverso: el Estado que favorece el proceso de formación de una burguesía capitalista para poder ocupar su lugar en la arena de las luchas políticas mundiales). Las funciones sociales interiores de la burguesía y su participación en la competencia exterior eran complementarias entre sí. Sin embargo, en la meta (provisional) asistimos al agravamiento de una contradicción que estaba presenté desde un principio. Las grandes empresas se convierten en multinacionales, los procesos industriales fundamentales se dispersan por el mundo entero, las migraciones de mano de obra se intensifican; en otras palabras, no sólo se mundializa el capital circulante, sino el capital productivo. Al mismo tiempo, la circulación financiera y la reproducción monetaria se realizan inmediatamente a escala mundial (pronto en "tiempo real", si no es, en tiempo "anticipado", por la informatización y la interconexión de las Bolsas de valores, de los bancos principales).
Sin embargo, no puede haber ni Estado mundial ni moneda internacional única. La internacionalización del capital no conduce a ninguna "hegemonía" social y política unificada: todo lo más a la tentativa tradicional de ciertas burguesías nacionales de hacerse con una superioridad mundial, subordinando capitalistas, Estados, políticas económicas y redes de comunicación a sus propias estrategias, integrando cada vez más las funciones económicas y militares del Estado (lo que se ha venido llamando emergencia de las "superpotencias" y que he tratado de describir en otro lugar, en respuesta a E.P. Thompson, como desarrollo de un superimperialismo) (Balibar, 1982). Estas estrategias siguen siendo puramente nacionales, incluso cuando pasan por tentativas contradictorias de recrear a mayor escala determinados caracteres del Estado—nación (ejemplo prácticamente único: Europa). No se confunden con la emergencia, característica de la época actual, pero apenas esbozada, de formas políticas que se escapan más o menos completamente del monopolio del Estado—nación.
Las funciones sociales (o "hegemónicas") de la burguesía, al menos en su forma actual, están vinculadas a instituciones nacionales o casi nacionales. Los equivalentes modernos de antiguas estructuras paternalistas (por ejemplo, la actividad de las organizaciones humanitarias internaciones, públicas o privadas) sólo realizan una parte muy pequeña de las tareas de regulación de los conflictos sociales que asumía el Estado—providencia. Lo mismo ocurre con la planificación de los flujos monetarios, y demográficos que, a pesar de la multiplicación de las instituciones "supranacionales", no se puede organizar ni aplicar a escala mundial.
Puede parecer, pues, que la internacionalización del capital no conduce a un nivel superior de integración, sino a la descomposición relativa de las burguesías, o al menos parece tender a ello. Las clases capitalistas de los países subdesarrollados y de los "nuevos países industriales" ya no se pueden organizar en burguesías "sociales", "hegemónicas" bajo la protección de un mercado interior o de un Estado colonialista y proteccionista. Las clases capitalistas de los "antiguos países industriales" —incluso las del más poderoso de ellos— no pueden regular los conflictos sociales a escala mundial. Por lo que se refiere a las burguesías de Estado de los países socialistas, están obligadas, por la integración progresiva de sus economías en el mercado mundial y en la dinámica del superimperialismo, a "modernizarse", es decir, a transformarse en clases capitalistas propiamente dichas; pero por esto mismo, su hegemonía (tanto si es represiva como ideológica: en la práctica es una combinación de ambas, dependiendo del grado de legitimidad que les haya conferido el hecho revolucionario) y su unidad están en peligro.
Aquí es pertinente una segunda puntualización. La internacionalización del capital coexiste desde el principio con una pluralidad irreductible de estrategias de explotación y de dominio. Las formas de la hegemonía dependen directamente de ello. Hablando al modo de Sartre, digamos que toda burguesía histórica está "hecha" por las estrategias de explotación y que las desarrolla, sobre todo porque no las "hace". Toda estrategia de explotación representa la articulación de una política económica, ligada a una determinada combinación productiva de técnicas, de financiaciones, de condicionamientos para el sobretrabajo, y de una política social de gestión y de control institucional de la población. El desarrollo del capitalismo no hace desaparecer la diversidad original de los modos de explotación; todo lo contrario, la aumenta, añadiéndole sin cesar nuevas superestructuras tecnológicas y empresas "de nuevo tipo". Como sugerí en otro lugar siguiendo a otros autores (R. Linhart), lo que caracteriza el proceso de producción capitalista no es la simple explotación, sino la tendencia permanente a la superexplotación, sin la que no hay medio de contrarrestar la tendencia a la baja de las tasas de beneficio (o los "rendimientos decrecientes" de una combinación productiva dada, es decir, los costes crecientes de la explotación). Sin embargo, la superexplotación no es siempre igual de compatible con la organización racional de la explotación; por ejemplo, cuando implica el mantenimiento de una masa de trabajadores en un nivel de vida y de cualificación muy bajo, o la ausencia de legislación social y de derechos democráticos que, por otra parte, se han convertido en condiciones orgánicas para la reproducción y la utilización de la fuerza del trabajo (cuando no se trata, como en el caso del apartheid, de la negación pura y simple de la ciudadanía).
Por ello, la diferenciación (dinámica) entre "centro" y "periferia" de la economía—mundo corresponde también a una distribución geográfica, política y cultural de las estrategias de explotación. Contrariamente a las ilusiones del desarrollo, según las cuales las desigualdades representan solamente un retraso destinado a reabsorberse poco a poco, la valorización del capital en la economía—mundo implica que prácticamente todas las formas de explotación históricas se utilicen simultáneamente, desde las más "arcaicas" (el trabajo no remunerado de los niños en las manufacturas de alfombras marroquíes o turcas) hasta las más "modernas" (la "reestructuración de las tareas" en las industrias de punta informatizadas), desde las más violentas (el peonaje agrícola en las haciendas azucareras de Brasil) hasta las más civilizadas (el contrato colectivo, la participación en el capital, el sindicalismo de Estado, etc.).
Estas formas incompatibles entre sí (desde el punto de vista cultural, político, técnico) deben permanecer separadas. O deberían estarlo, en la medida de lo posible, para evitar la creación de "sociedades duales", en las que bloques sociales no contemporáneos se enfrenten de forma explosiva. Desviándonos un poco del sentido que se da a este término, se podría sugerir aquí que la "semiperiferia" de Wallerstein corresponde precisamente al encuentro coyuntural, en un mismo espacio estatal, de formas no contemporáneas de explotación.
Este tipo de coyuntura puede durar mucho tiempo (siglos), pero siempre será inestable (por ello, la semiperiferia es el lugar favorito de lo que llamamos la "política").
¿No se estará generalizando esta situación (incluso en los "antiguos" Estado—nación, convertidos en Estados socialnacionales) por efecto de las migraciones de fuerza de trabajo, las tranferencias de capital, las políticas de exportación del paro? Las sociedades duales tienen también proletariados "duales", que es como decir que no tienen proletariado en el sentido clásico. Tanto si estamos de acuerdo como si no con los análisis de quienes, como Claude Meillassoux, consideran el apartheid sudafricano como el paradigma de la situación de conjunto, tenemos que reconocer que la multiplicidad de las estrategias y de los modos de explotación se superpone, o al menos tiene tendencia a hacerlo, a una gran división mundial entre dos formas de reproducción de la fuerza de trabajo. Una está integrada en el modo de producción capitalista, pasa por "el consumo de masa, la escolarización generalizada, las diversas modalidades de salario indirecto, el subsidio de desempleo, aunque sea incompleto y precario (de hecho todas estas características dependen de las relaciones de fuerzas, institucionales, pero no inmutables). La otra deja la totalidad o parte de la reproducción (especialmente la "reproducción generacional") a cargo de los modos de producción precapitalistas (de los modos de producción salariales, dominados y desestructurados por el capitalismo); se comunica inmediatamente con los fenómenos de "superpoblación absoluta", de explotación destructiva de la fuerza de trabajo y de discriminación racial.
En gran medida, estos dos modos están presentes actualmente en las mismas formaciones nacionales. La línea de separación no es definitiva. Por un lado, la "nueva pobreza" va creciendo, por otro, la reivindicación de la "igualdad de derechos" sale a la luz del día.
Sin embargo, uno de estos del proletariados tiene tendencia a reproducirse por medio de la explotación del otro (lo que no le impide estar él mismo dominado). Lejos de llevar a una recomposición de la clase obrera, la fase de crisis económica (y habría que preguntarse para quién hay crisis exactamente y en qué sentido) desemboca en la separación aún más radical de los distintos aspectos de la proletarización, por medio de las barreras geográficas, pero también étnicas, generacionales, sexuales. De este modo, aunque la economía—mundo sea el verdadero campo de batalla de la lucha de clases, no existe (salvo como idea) un proletariado mundial, menos aún que una burguesía mundial.
Intentemos atar cabos y llegar a conclusiones provisionales. El cuadro que acabo de esbozar es más complejo que el que sostuvieron contra viento y marea los marxistas durante mucho tiempo. En la medida en que el programa de simplificación era inherente a la concepción marxista de la historia (a su teleología), se puede admitir que este cuadro no es marxista, incluso que representa la abolición del marxismo. Sin embargo, hemos visto también que ese programa sólo representaba un estado de cosas, aunque fuera omnipresente en Marx (que no renunció nunca a él). A quienes recuerdan los debates encarnizados de los años sesenta y setenta entre marxismo "historicista" y marxismo "estructuralista", les quisiera sugerir que la alternativa determinante no es la que opone estructura e historia, sino la que opone la teleología, subjetivista y objetivista, a la historia estructural. Por ello, para aprehender con más eficacia la historia, he intentado aplicar al menos algunos conceptos estructurales del marxismo original y exponer sus consecuencias.
En esta exposición se ha rectificado el marxismo clásico en un punto esencial. No hay separación fija de las clases sociales; ni siquiera tienden a ello: hay que arrancar, en la idea del antagonismo, la metáfora militar y religiosa de los "dos campos" (y, por lo tanto, la alternativa "guerra civil" o "consenso"). La lucha de clases adopta excepcionalmente la forma de guerra civil, en sus representaciones o físicamente, cuando está sobredeterminada por el conflicto religioso o étnico, o cuando está combinada con la guerra entre Estados; pero también puede adoptar otras muchas, cuya multiplicidad no Se puede circunscribrir a priori, que no son menos importantes, por la buena razón de que, si me han seguido hasta ahora, no hay "esencia" única de la lucha de clases (por ello, entre otras cosas, encuentro insatisfactoria la distinción de Gramsci entre la guerra de movimientos y la guerra de posiciones, atrapada en la misma metáfora). Admitamos de una vez por todas que las clases no son superindividualidades sociales, ni como objetos, ni como sujetos. En otras palabras, no son castas. Desde el punto de vista estructural, histórico, las clases se superponen, se imbrican, al menos parcialmente. Al igual que necesariamente hay proletarios aburguesados, hay también burgueses proletarizados.
Esta superposición siempre viene acompañada por divisiones materiales. En otras palabras, las "identidades de clase", relativamente homogéneas, no son consecuencia de una predestinación, sino de la coyuntura.
Remitir la individualización de las clases a la coyuntura, es decir a la contingencia de la política, no tiene nada que ver con una supresión del antagonismo.
Alejarnos de la metáfora de los "dos campos" (estrechamente ligada a la idea de que el Estado y la sociedad civil forman esferas separadas; en otras palabras, a los restos de liberalismo en el pensamiento de Marx, a pesar del cortocircuito revolucionario que opera entre la economía y la política) no quiere decir que nos acerquemos a la metáfora de un bloque social, de una simple "estratificación" o de una "movilidad generalizada". La dispersión de la proletarización en procesos parcialmente independientes, parcialmente contradictorios, no supone abolir la proletarización. Los ciudadanos de las sociedades modernas están en una situación menos igualitaria que nunca ante las tareas penosas, la autonomía y la dependencia, la seguridad de la vida y la dignidad de la muerte, el consumo y la formación (es decir, la información). Estas diferentes dimensiones "sociales" de la ciudadanía están más unidas que nunca a la desigualdad colectiva en el campo del poder y de la decisión, tanto si se trata de la administración como del aparato económico, de las relaciones internacionales, de la paz y de la guerra. Todas estas desigualdades están ligadas de modo inmediato a la expansión de la forma valor, al proceso "infinito" de acumulación. Están igualmente ligadas a la reproducción de la alienación política, al modo en que las formas de la lucha de clases pueden convertirse en impotencia de la masa, dentro del marco de una regulación de la conflictividad social por parte del Estado.
Es el dilema en el que la producción de mercancías por mercancías (incluyendo las mercancías "inmateriales") y la socialización estatal encierran las prácticas individuales o colectivas: la resistencia a la explotación permite extender esta última, la reivindicación de seguridad y de autonomía alimenta el dominio y la inseguridad colectiva (al menos en periodo de "crisis"). Con la condición de que no olvidemos que este ciclo no se realiza en un solo lugar sino que se desplaza sin cesar bajo el efecto de movimientos imprevistos, irreductibles a la lógica de la economía generalizada, subversivos del orden nacional e internacional que él mismo produce. No se trata de un determinismo. No excluye ni los enfrentamientos de masas ni las revoluciones, sea cual fuere su forma política.
En suma, la "desaparición de las clases", su pérdida de identidad o de sustancia, es una realidad y una ilusión al mismo tiempo. Es una realidad porque la universalización efectiva del antagonismo lleva a disolver el mito de una clase universal, destruyendo las formas institucionales locales bajo las cuales, durante un siglo más o menos, el movimiento obrero, por una parte, y el Estado burgués, por otra, habían unificado relativamente las burguesías y los proletariados nacionales. Sin embargo, es una ilusión, porque la identidad "sustancial" de las clases no ha sido nunca más que una consecuencia de su práctica como actores sociales y, desde este punto de vista, no hay nada nuevo: perdiendo estas "clases", de hecho no hemos perdido nada. La "crisis" actual es una crisis de formas de representación y de prácticas determinadas de la lucha de clases y, como tal, puede tener efectos históricos considerables. Sin embargo, no se trata de una desaparición del antagonismo, ni, si se prefiere, un final de la serie de formas antagónicas de la lucha de clases.
El beneficio teórico de esta crisis es que nos permitirá quizá disociar por fin la cuestión de la transición hacia una sociedad sin explotación, o de la ruptura con el capitalismo, de la de los límites del modo de producción capitalista. Si existen esos "límites" (que resulta dudoso, porque, como hemos visto, la dialéctica de las formas de integración social de los trabajadores y de su proletarización, de las innovaciones tecnológicas y de la intensificación del sobretrabajo es incesante), no tienen nada que ver directamente con la ruptura revolucionaria, que sólo puede venir de la oportunidad política que ofrece la desestabilización de la relación entre clases, es decir, del complejo económico—estatal. Se plantea de nuevo la cuestión de para quién hay "crisis" y de qué tipo.
Las revoluciones del pasado han dependido siempre estrechamente y a un tiempo de las desigualdades sociales, de la reivindicación de los derechos civiles y de las vicisitudes históricas del Estado—nación. La ha desencadenado la contradicción entre la pretensión del Estado moderno de construir una "comunidad" y la realidad de las distintas formas de exclusión. Cómo ya hemos visto, uno de los aspectos más profundos, más subversivos, de la crítica marxiana de la economía y de la política, consiste en que no fundamenta las sociedades humanas en el interés general, sino en la regulación de los antagonismos. Es cierto, como dije anteriormente, que la antropología de Marx ha convertido el trabajo en la "esencia" del hombre y de las relaciones sociales, la práctica fundamental que determina por si sola el antagonismo. Sin esta reducción, la ideología liberal, que identifica la libertad con la propiedad privada, no se habría podido cuestionar tan radicalmente.
¿Podemos ahora liberarnos de ella, sin imaginarnos que el trabajo y la división del trabajo desaparecen, cuando, por el contrario, se extienden y se diversifican sin cesar para invadir nuevas actividades (incluidas aquellas que, tradicionalmente, no formaban parte de la "producción", sino del "consumo")? Lo que está claro es que la división del trabajo se superpone necesariamente, sin confundirse con ellas, a otras divisiones, cuyos efectos sólo se pueden aislar en abstracto. Los conflictos "étnicos" (más exactamente, los efectos del racismo) son también universales, como lo son, en determinadas civilizaciones al menos, los antagonismos basados en la división sexual (implicada también en cualquier organización, cualquier creación de un grupo social, incluida la clase obrera, si estamos de acuerdo en esta punto con los análisis de F. Duroux). La lucha de clases puede y debe concebirse como una estructura determinante que cubre todas las prácticas sociales sin ser por ello la única. Más aún: precisamente porque reviste todas las prácticas, interfiere necesariamente con la universalidad de otras estructuras. Universalidad no es sinónimo de unidad, ni tampoco sobredeterminación es sinónimo de indeterminación.
Quizá nos estemos alejando cada vez más de lo que se llama marxismo. Sin embargo, formulando de este modo la tesis de la universalidad del antagonismo, ponemos de manifiesto lo que, en la problemática marxista, es más difícil de obviar que nunca. Creo que nada lo muestra mejor que el modo en que está resurgiendo la articulación del problema de las clases y del nacionalismo. Tanto en sus formas liberal—democráticas, como en las populistas—autoritarias, el nacionalismo se ha demostrado perfectamente compatible, tanto con el individualismo económico como con la planificación estatal o con las diversas combinaciones entre ambos. Ha sido la clave de la unificación de los modos de vida y de las ideologías particulares en una sola ideología dominante, capaz de perdurar y de imponerse a los grupos "dominados", de neutralizar políticamente los efectos de ruptura de las "leyes" económicas. Sin él, la burguesía no habría podido constituirse, ni en la economía ni en el Estado. Se podría decir, con la terminología del análisis de sistemas, que el Estado nacional y nacionalista se ha convertido en el principal "reductor de complejidad" de la historia moderna. De aquí viene la tendencia del nacionalismo a constituirse en concepción del mundo "total" (y su presencia, aunque se niegue, allí donde estén oficializadas estas concepciones del mundo). Sugerí más arriba que era poco verosímil que los nacionalismos supranacionales esbozados aquí o allá (refiriéndose a "Europa", a "Occidente", a la "comunidad socialista", al "Tercer Mundo", etc.) consigan llegar a la misma totalización. A la inversa, no queda más remedio que reconocer que la ideología socialista de las clases y de la lucha de clases, que se había desarrollado en una confrontación permanente con el nacionalismo, ha acabado por calcarse sobre él, por un efecto de mimetismo histórico. Entonces, esta ideología se convirtió a su vez en un "reductor de complejidad", que sencillamente reemplazó el criterio de clase (o al criterio de origen de clase) por el criterio de Estado (con sus presupuestos étnicos) en la síntesis de las múltiples prácticas sociales (a la espera de fusionarlas desde la perspectiva de un "Estado de clase"). Esta es la incertidumbre de la situación actual: para que la crisis del nacionalismo no desemboque en el exceso de nacionalismo y en su reproducción amplificada, la instancia de la lucha de clases tiene que emerger al campo de la representación de lo social, pero como su otro yo irreductible: la ideología de las clases o de su lucha, independientemente del nombre que se le dé, tiene que reconstruir su autonomía liberándose del mimetismo. "¿Dónde va el marxismo?": a ningún sitio, a no ser que afronte esta paradoja con todo lo que implica.
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