Etienne Balibar: Racismo y nacionalismo (Cap. 3 de Raza, nación y clase, 1988)

Racismo y nacionalismo

Etienne Balibar

Cap. 3 de Raza, nación y clase (1988)

Nota: Un extracto de este texto apareció en la revista M n° 18, diciembre 1987—enero 1988.


Las organizaciones racistas se suelen negar a que se las califique así, reivindicándose como nacionalismo y proclamando la irreductibilidad de ambas nociones.

¿Se trata de una simple táctica de cobertura o es el síntoma de un miedo a las palabras inherente a la actitud racista? De hecho, los discursos de raza y de nación nunca se han alejado demasiado, aunque sólo fuera como negación: de este modo, la presencia de los "inmigrados" en el suelo nacional sería la causa de un "racismo antifrancés". La propia oscilación del vocabulario nos sugiere que, al menos en un Estado nacional que ya no tiene que constituirse, la organización del nacionalismo en movimientos políticos particulares encubre inevitablemente el racismo.

Al menos parte de los historiadores han usado esta cuestión para argumentar que el racismo (como discurso teórico y como fenómeno de masas) se desarrolla ""dentro del campo del nacionalismo" omnipresente en la época moderna (1). De este modo, el nacionalismo sería, si no la causa única del racismo, en cualquier caso b condición determinante para su aparición. Mejor aún: las explicaciones "económicas" (por efecto de la crisis) o "psicológicas" (por la ambivalencia del sentimiento de la identidad personal y de la pertenencia colectiva) sólo serían pertinentes en la medida en que iluminaran presupuestos o efectos provocados por el nacionalismo.

Sin duda, una tesis semejante confirma que el racismo no tiene nada que ver con la existencia de "razas" biológicas objetivas (2). Muestra que el racismo es un producto histórico o cultural, obviando el equívoco de las explicaciones "culturalistas" que, por otra vertiente, tienden también a convertir el racismo en una especie de elemento invariable de la naturaleza humana. Esta tesis tiene la ventaja de romper el círculo que remite la psicología del racismo a explicaciones que son en sí puramente psicológicas. Finalmente, cumple una función crítica en relación con las estrategias de eufemización de otros historiadores que tienen un cuidado exquisito para situar el racismo fuera del campo del nacionalismo como tal, como si fuera posible definirlo sin incluir en él los movimientos racistas, es decir, sin remontarse a las relaciones sociales que los inducen y que son indisociables del nacionalismo contemporáneo (en particular, él imperialismo( (3). No obstante, esta acumulación de buenas razones no implica necesariamente que el racismo sea una consecuencia inevitable del nacionalismo, ni menos aún que el nacionalismo sea históricamente imposible sin la existencia de un racismo abierto o latente (4). La imprecisión de las categorías y de las articulaciones persiste. No hay que tener miedo de buscar concienzudamente sus causas, que hacen inoperante cualquier "purismo" conceptual.


La presencia del pasado

¿A partir de qué modelos, en estas postrimerías del siglo XX, hemos configurado nuestra concepción del racismo, inscrita en definiciones casi oficiales? Por una parte está el antisemitismo nazi, luego la segregación de los negros en los Estados Unidos (percibida como una larga secuela de la esclavitud) y, finalmente, el racismo "imperialista" de las conquistas, guerras y dominaciones coloniales. La reflexión teórica sobre estos modelos (ligada a políticas de* defensa de la democracia, de afirmación de los derechos humanos y de los derechos civiles, de liberación nacional ha producido una serie de diferenciaciones, porque marcan las direcciones hacia las que se orienta la búsqueda de las causas, a partir de la idea más o menos explicitada de que la supresión de los efectos depende precisamente de la de las causas.

La primera diferenciación que encontramos es entre racismo teórico (o doctrinal) y racismo espontáneo (el "prejuicio" racista), considerado unas veces como un fenómeno de psicología colectiva y otras como una estructura de la personalidad individual más o menos "consciente". Volveremos sobre esta cuestión.

Desde un punto de vista más histórico, la singularidad del antisemitismo en relación con el racismo colonial o, en los Estados Unidos, la necesidad de interpretar en forma diferente la opresión racial de los negros y las discriminaciones dirigidas contra las "etnias" inmigrantes, nos llevan a distinguir, de forma más o menos abstracta, un racismo interior (dirigido contra una población minoritaria en el espacio nacional) y un racismo exterior (considerado como una forma extrema de xenofobia). Hay que destacar que esto supone la adopción de la frontera nacional como premisa y se corre el riesgo de poderlo aplicar con cierta dificultad a las situaciones poscoloniales o casi coloniales (como la dominación norteamericana sobre América Latina), en las que la noción de frontera es mucho más equívoca que en otros casos.

Desde el momento en que el análisis del discurso racista se benefició de los métodos de análisis fenomenológico y semántico, pareció operativo caracterizar determinadas posiciones racistas como autorreferenciales (son los portadores del prejuicio, que ejercen la violencia física o simbólica, los que se autodenominan representantes de una raza superior), por oposición a un racismo heterorreferencial o "heterofóbico" (en el que, por el contrario, se asimila a las víctimas del racismo o, para ser más preciso, del proceso de racificación a una raza inferior o maléfica). Esto plantea no sólo la cuestión de cómo se forma el mito de las razas, sino también la de si el racismo es indisociable del mismo.

El análisis político, tanto si se aplica a los fenómenos actuales como si trata de reconstruir la génesis de fenómenos pasados, se esfuerza por evaluar la participación respectiva de un racismo institucional y de un racismo sociológico. Esta distinción se superpone en gran parte a la de racismo teórico y racismo espontáneo (efectivamente, es difícil imaginar o señalar en la historia instituciones estatales con un objetivo de segregación racial que no tengan una justificación doctrinal).

Sin embargo, no coincide con ella pura y simplemente, primero porque estas justificaciones se pueden tomar de ideologías teóricas diferentes de una mitología racial y, segundo, porque la noción de racismo sociológico supone una dimensión dinámica, de coyuntura, que va más allá de la psicología de los perjuicios, atrayendo nuestra atención sobre el problema que plantean los movimientos colectivos de carácter racista. La alternativa entre racismo institucional y racismo sociológico nos avisa de que no hay que despreciar las diferencias que separan la presencia del racismo en el Estado de la creación de un racismo de Estado (oficial). Sugiere también que es importante hacer averiguaciones sobre la vulnerabilidad ante el racismo de determinadas clases sociales y las formas que éstas últimas le dan en una coyuntura determinada. Sin embargo, se trata básicamente de una alternativa mistificadora que sobre todo traduce estrategias de proyección y de negación. Todo racismo histórico es a un tiempo institucional y sociológico.

Finalmente, la confrontación entre el nazismo y los Raza, Nación y Clase 67 racismos coloniales o la segregación en los Estados Unidos, ha generalizado la distinción entre un racismo de exterminio o de eliminación ("exclusivo") y un racismo de opresión o de explotación ("inclusivo"); uno trata de purificar el cuerpo social de la mancilla o del peligro que podrían representar las clases inferiores y el otro, por el contrario, de jerarquizar, de compartimentar la sociedad. Sin embargo, se pone inmediatamente de manifiesto que, incluso en los casos extremos, ninguna de estas dos formas aparece nunca en estado puro: de este modo, el nazismo combinó exterminio y deportación, "solución final" y esclavitud y los imperialismos coloniales practicaron simultáneamente los trabajos forzados, la institución de regímenes de castas, la segregación étnica y los "genocidios" o masacres sistemáticas de poblaciones.

Estas distinciones no sirven tanto para clasificar tipos de comportamiento o de estructuras idealmente puros como para identificar trayectorias históricas. Su pertinencia relativa nos conduce a la sensata conclusión de que no existe un racismo invariable, sino unos racismos que forman un espectro abierto de situaciones.

También nos hace una advertencia que puede ser indispensable desde el punto de vista intelectual y político: una configuración racista determinada no tiene fronteras fijas, es un momento de una evolución que sus potencialidades latentes y también las circunstancias históricas, las relaciones de fuerzas en la formación social, desplazarán a lo largo del espectro de los racismos posibles. En el fondo, sería difícil encontrar sociedades contemporáneas en las que el racismo estuviera ausente (sobre todo si no se puede comprobar suficientemente si sus expresiones públicas están inhibidas por la cultura dominante, o si el "paso al acto" violento está más o menos reprimido por el aparato judicial). No por ello hay que deducir que vivimos con indiferencia en "sociedades racistas", con la condición de que esta prudencia no se transforme a su vez en justificación. Es aquí donde se ve la necesidad de ir más allá de las tipologías.

Más que un tipo único, o una yuxtaposición de casos particulares que hay que clasificar dentro de categorías formales, el racismo es en sí mismo una historia singular, no lineal, es cierto (con sus puntos de retroceso, sus fases subterráneas y sus explosiones), que conecta las coyunturas de la humanidad moderna para verse a su vez afectado por ellas. Es la razón de que las imágenes del antisemitismo nazi y del racismo colonial, incluso de la esclavitud, no se puedan evocar sencillamente como modelos con los que se puede medir el grado de pureza y de gravedad de determinado "brote racista", ni siquiera como épocas o acontecimientos que delimitan el lugar del racismo en la historia; se deben considerar como formaciones que siguen estando activas, en parte conscientes y en parte inconscientes, que contribuyen a estructurar los comportamientos y los movimientos que surgen de las condiciones actuales. Podemos subrayar el hecho paradigmático de que el apartheid sudafricano mezcle estrechamente indicios de las tres formaciones que acabamos de mencionar (nazismo, colonización, esclavitud).

Además es bien sabido que la derrota del nazismo y la revelación del exterminio de los campos no se limitaron a precipitar una toma de conciencia que forma parte de la cultura llamada universal en el mundo actual (aunque esta conciencia sea desigual, insegura de su contenido y de sus implicaciones; en suma, diferente de un conocimiento). Trajeron también una prohibición, consecuencias ambivalentes, que van desde la necesidad para el discurso racista contemporáneo de eludir los enunciados típicos del nazismo (salvo "lapsus"), hasta la posibilidad de presentarse a sí mismo, habida cuenta de la existencia del nazismo, como el otro yo del racismo; desde el desplazamiento del odio hacia "objetos" diferentes de los judíos hasta la atracción compulsiva por los secretos perdidos del hitlerismo. Tengo la intención de sostener (sobre todo porque el fenómeno Raza, Nación y Clase 69 me parece cualquier cosa menos marginal) que, dentro de su pobreza, el mimetismo nazi de las bandas de jóvenes "skinheads", en la tercera generación desde el "apocalipsis", representa una de las formas de la memoria colectiva en el seno del racismo actual; o si se prefiere, una de las formas en que la memoria colectiva contribuye a dibujar las líneas estructurales del racismo actual, lo que quiere decir también que no se puede esperar librarse de él ni por la simple represión ni por la simple predicación.

Sin duda, ninguna experiencia histórica lleva en sí la fuerza necesaria para reactivarse. Para interpretar las fluctuaciones del racismo de los años ochenta entre el antinazismo verbal, lo no verbalizado y la reproducción mítica, hay que tener en cuenta las colectividades hacia las que se dirige, sus propias acciones y reacciones. El racismo es una relación social y no un simple delirio de sujetos racistas (5). La actualidad sigue estando ligada a los restos singulares del pasado. De este modo, cuando nos preguntemos en qué sentido la fijación de los odios raciales en los inmigrados magrebíes reproduce algunos de los rasgos clásicos del antisemitismo, no sólo habrá que apuntar una analogía entre la situación de las minorías judías en Europa entre los siglos XIX y XX y la de las minorías "araboislámicas" en la Francia actual, remitiéndolas al modelo abstracto de un "racismo interior" dentro del cual una sociedad proyecta sobre una parte de ella misma sus frustraciones y sus angustias (o, mejor, las de los individuos que la componen); también habrá que cuestionarse sobre el devenir, único en su género, del antisemitismo, más allá de la "identidad judía", a partir de las características francesas de su repetición y a partir de su nuevo impulso hitleriano.

Lo mismo se puede decir de los rastros del racismo colonial. No es demasiado difícil descubrir sus efectos omnipresentes a nuestro alrededor. En primer lugar, porque no ha desaparecido toda la colonización francesa directa (algunos "territorios" y sus "autóctonos" con estatuto de ciudadanos a medias han sobrevivido a la descolonización. También porque el neocolonialismo es una realidad generalizada que no se puede ignorar. Finalmente, y sobre todo, porque los "objetos" predilectos del racismo actual, los trabajadores procedentes de las antiguas colonias francesas y sus familias, aparecen como el producto de la colonización y de la descolonización y, de este modo, llegan a concentrar sobre ellos mismos la pervivencia del desprecio colonial y el resentimiento que experimentan los ciudadanos de una potencia derrocada, o incluso la obsesión imaginaria de una revancha. Sin embargo, estas continuidades no son suficientes para caracterizar la situación. Están mediatizadas (como habría dicho Sartre) o sobredeterminadas (como diría Althusser) por el reflejo en el espacio nacional (con diferencias que dependen de los grupos sociales, las posturas ideológicas) de acontecimientos y de tendencias históricas más amplias. También en este caso, aunque en una modalidad completamente extraña al nazismo, ha habido una ruptura. Para ser más precisos: una sedimentación interminable y una ruptura relativamente rápida, pero profundamente equívoca.

Podría parecer a primera vista que el racismo colonial es el ejemplo por excelencia de un "racismo exterior", variante extrema de la xenofobia que combina el temor y el desprecio, perpetuado por la conciencia que han tenido siempre los colonizadores, a pesar de su pretensión de haber creado un orden duradero, de que este orden descansaba en una relación de fuerzas reversible. En esta misma característica se han basado muchas de las antítesis entre racismo colonial y antisemitismo, al igual que en la diferencia entre opresión y exterminio (que la "solución final" nazi iniciaba a proyectar retrospectivamente sobre toda la historia del antisemitismo). De este modo, nos encontraríamos con Son modelos que tienden a ser incompatibles (lo que hace decir a algunos, no sin cierto nacionalismo judío, que el "antisemitismo no es un racismo"): por un lado, un racismo que tiende a eliminar a una minoría interior, no solamente asimilada, sino también parte integrante de la cultura y de la economía de las naciones europeas desde sus orígenes; por otra, un racismo que sigue excluyendo de hecho y de derecho, de la cultura dominante, del poder social, a una mayoría conquistada por la fuerza, es decir, "excluyéndola" indefinidamente (lo que no impide, sino todo lo contrario, el paternalismo, la destrucción de las culturas "indígenas" y la imposición a las "élites" de las naciones colonizadas modos de vida y de pensamiento propios del colonizador). ' Sin embargo, hay que observar que la exterioridad de las poblaciones "indígenas" en la colonización o, más bien, su representación como exterioridad racial, aunque recupere y asimile a su discurso imágenes muy antiguas de la "diferencia", no es en nada un estado de cosas preestablecido. Se ha producido y reproducido dentro del espacio creado por la conquista y la colonización, con sus estructuras concretas de administración, de trabajos forzados, de opresión sexual, es decir, sobre la base de una determinada interioridad. De no ser así no se podría explicar la ambivalencia del doble movimiento de asimilación y de exclusión de los "indígenas", ni la forma en que la infrahumanidad adjudicada a los colonizados viene a determinar la imagen de sí mismas que las naciones colonizadoras han desarrollado durante la época del reparto del mundo. La herencia del colonialismo es en realidad una combinación fluctuante de exteriorización continuada y de "exclusión interior". Se puede comprobar todavía observando como toma forma el complejo de superioridad imperialista.

Las castas coloniales de distintas nacionalidades (inglesa, francesa, holandesa, portuguesa, etc.) han forjado en común la idea de una superioridad "blanca", de unos intereses de la civilización que hay que defender contra los salvajes. Esta representación (la "carga del hombre blanco") ha contribuido de forma decisiva a crear la noción moderna de una identidad europea u occidental, supranacional. No es menos cierto que las mismas castas no han dejado de jugar a lo que Kipling llamaba "el gran juego", consistente en movimientos de rebelión de "sus" indígenas unos contra otros ni, yendo más lejos, de invocar una humanidad especial unas castas contra otras, proyectando la imagen del racismo sobre las prácticas coloniales de sus rivales. La colonización francesa se proclamó "asimiladora", la colonización inglesa "respetuosa de las culturas". El otro blanco es también el blanco malvado. Cada nación blanca es, en espíritu, "la más blanca": es decir, al mismo tiempo la más elitista y la más universalista, contradicción aparente a la que intentaré referirme más adelante.

Al acelerarse el proceso de descolonización, estas contradicciones cambiaron de forma. La descolonización, comparada con sus ideales, fue frustrada y, al mismo tiempo, incompleta y pervertida. Sin embargo, al cruzarse con otros acontencimientos relativamente independientes (la entrada en la era de los armamentos y de las redes de comunicación planetarias), creó un nuevo espacio político: no sólo un espacio en el que se crean estrategias, circulan capitales, tecnologías y mensajes, sino un espacio e el que poblaciones enteras sometidas a la ley del mercado se encuentran física y simbólicamente. De este modo, la equívoca configuración de interioridad-exterioridad que desde la época de las conquistas coloniales formaba una de las dimensiones extructuradoras del racismo se ve reproducida, ampliada y reactivada. No es necesario poner de manifiesto que es debido al efecto de "Tercer Mundo a domicilio" que suscita la inmigración procedente de las antiguas colonias o semicolonias hacia los "centros" capitalistas.

Sin embargo, esta forma de interiorización de lo exterior, que define la frontera en la que se mueven las representaciones de la "raza" y de la "etnicidad", sólo se puede separar en abstracto de formas aparentemente antitéticas de exteriorización de lo interior; especialmente de las derivadas de la formación, tras la marcha más o menos completa de los colonizadores, de Estados que pretenden ser nacionales (pero que lo consiguen en forma muy desigual) en la inmensa periferia del planeta, con su antagonismo explosivo entre las burguesías capitalistas o las burguesías de Estado "occidentalizadas" y las masas miserables, empujadas con ello al "tradicionalismo" (6).

Benedict Anderson sostiene que la descolonización no se tradujo en el Tercer Mundo en un desarrollo de lo que determinada propaganda llama el "contrarracismo" (antiblanco, antieuropeo) (7). Admitamos que esto se escribió antes de la reciente evolución del integrismo islámico, por cuya contribución a los flujos de "xenofobia" de nuestra coyuntura habrá que preguntarse. De todas formas, es una constatación incompleta. Si en África, Asia y América Latina no hay contrarracismo "tercermundista", hay una plétora de racismos devastadores, a un tiempo institucionales y populares, entre "naciones", "etnias", "comunidades". A la inversa, el espectáculo de estos racismos, deformado por la comunicación mundial, no deja de alimentar los estereotipos del racismo blanco, manteniendo la vieja idea según la cual las tres cuartas partes de la humanidad son incapaces de gobernarse a sí mismas. Sin duda, el telón de fondo de estos efectos miméticos está formado por la sustitución del antiguo mundo de las naciones colonizadoras y de su campo de maniobras (el resto de la humanidad) por un nuevo mundo formalmente organizado en Estados—nación equivalentes (todos "representados" en las instituciones internacionales), pero atravesado por la frontera constantemente desplazada, irreductible a las fronteras entre Estados, de dos humanidades que parecen inconmensurables: la de la miseria y la del "consumo", la del subdesarrollo y la del superdesarrollo. En apariencia la humanidad se ha reunificado con la desaparición de las jerarquías imperialistas: de hecho, en cierto sentido, solamente ahora existe la humanidad como tal, pero escindida en masas que tienden a ser incompatibles. En el espacio de la economía—mundo, que se ha convertido en el de la política—mundo, de la ideología—mundo, la división entre los infrahombres y los superhombres es estructural, pero violentamente inestable. Antes, la noción de humanidad no era más que una abstracción. A la pregunta "¿Qué es el hombre?" que, por muy aberrantes que nos parezcan sus formas, persiste en el pensamiento racista, no hay ninguna respuesta que no sufra las consecuencias de esta escisión (8).

¿Qué se puede deducir de esto? Los desplazamientos a los que acabo de hacer alusión forman parte de lo que, utilizando el vocabulario de Nietzsche, podríamos llamar transvaloraciones contemporáneas del racismo, que implican a un tiempo a la economía general de las agrupaciones políticas de la humanidad y al inconsciente colectivo de su historia. Constituyen lo que más arriba llamaba el devenir singular del racismo, que relativiza las tipologías y vuelve a elaborar las experiencias acumuladas, a contrapelo de lo que creemos que es la "educación de la humanidad". En este sentido, al contrario de lo que postula uno de los enunciados más constantes de la propia ideología racista, no es la "raza" la que constituye una memoria biológica o psicológica de los hombres, es el racismo el que representa una de las formas más insistentes de la memoria histórica de las sociedades modernas. El racismo es lo que continua operando la "fusión" imaginaria del pasado y de la actualidad en la que se despliega la percepción colectiva de la historia humana.

Por todo ello, la cuestión, que se sigue planteando sin cesar, de la irreductibilidad del antisemitismo al racismo colonialista está mal planteada. Nunca fueron totalmente independientes; no son inmutables. Tienen una descendencia común que reacciona frente a nuestro análisis de sus formas precedentes. Algunos rasgos funcionan constantemente como pantalla de otros, pero representan igualmente lo no vernalizado. De este modo, la identificación del racismo con el antisemitismo y, especialmente, con el nazismo; funciona como una justificación: permite refutar el carácter racista de la "xenofobia" que se dirige hacia los inmigrados. A la inversa, la asociación del antisemitismo (aparentemente "gratuita") con el racismo antiinmigrados dentro del discurso de los movimientos xenófohos que se desarrollan actualmente en Europa no es la expresión de un antihumanismo genérico, de una estructura permanente de exclusión del "Otro" en todas sus formas, ni tampoco el simple efecto pasivo de una tradición política conservadora (llámese nacionalista o fascista). De forma mucho más específica y mucho más "perversa", organiza el pensamiento racista proporcionándole sus modelos conscientes e inconscientes: el carácter realmente inimaginable del exterminio nazi viene de este modo a encuadrarse dentro del complejo contemporáneo, para metaforizar allí el deseo de exterminio que ronda también al racismo antiturco o antiárabe (9).


El campo del nacionalismo

Volvamos ahora a los vínculos entre nacionalismo y racismo. Comenzemos por reconocer que la propia categoría de nacionalismo es intrínsecamente equívoca.

Esto es debido, en primer lugar, a la antítesis de las situaciones históricas en las que aparecen movimientos, políticas nacionalistas. Fichte o Gandhi no son Bismarck; Bismarck o De Gaulle no son Hitler. Sin embargo, no podemos suprimir mediante una simple decisión intelectual el efecto de simetría ideológica que se impone aquí a las fuerzas antagonistas. Nada nos permite identificar pura y simplemente el nacionalismo de los dominantes y el de los dominados, el nacionalismo de liberación y el nacionalismo de conquista. Sin embargo, esto tampoco nos autoriza a ignorar que existe un elemento común, aunque sólo sea la lógica de la situación, la inscripción estructural en las formas políticas del mundo contemporáneo, entre el nacionalismo del FLN argelino y el del ejército colonial francés; ahora mismo, entre el del ANC y el de los afrikaners. Llevémoslo hasta el límite: esta asimetría formal no es extraña a una dolorosa experiencia que hemos vivido repetidamente: la de la transformación de los nacionalismos de liberación en nacionalismos de dominio (al igual que vivimos la experiencia de la transformación de las revoluciones socialistas en dictaduras de Estado), que nos lleva a cuestionarnos regularmente sobre la potencialidad opresora que lleva en sí todo nacionalismo. La contradicción, antes de residir en las palabras, reside en la propia historia (10).

¿Por qué es tan difícil definir el nacionalismo? En primer lugar, porque este concepto no funciona nunca solo, sino dentro de una cadena de la que es el eslabón central y, al mismo tiempo, el más débil. Esta cadena se enriquece constantemente (dependiendo de modalidades que varían de un idioma a otro) con nuevos términos intermedios o extremos: civismo, patriotismo, populismo, etnismo, etnocentrismo, xenofobia, chauvinismo, imperialismo, jingoísmo... desafío a cualquiera a que fije, de una vez por todas, unívocamente, estas diferencias de significación. Sin embargo, me parece que su figura de conjunto se puede interpretar con bastante sencillez.

Por lo que se refiere a la relación nacionalismo—nación, .el núcleo de sentido opone una "realidad", la nación, a una "ideología", el nacionalismo.

Esta relación se percibe en forma bien diferente por parte de unos y otros, ya que plantea algunas cuestiones oscuras: ¿la ideología nacionalista es el reflejo (necesario o circunstancial) de la existencia de las naciones? o, por el contrario, ¿son las naciones las que se crean a partir de ideologías nacionalistas (con el riesgo de que cuando éstas alcancen su "objetivo" se transformen inmediatamente)? La propia "nación (y esta cuestión no es independiente de las anteriores) ¿debe considerarse ante todo como un "Estado" o como una "sociedad" (formación social)? Dejemos en suspenso de momento estas discusiones, así como las variantes a las que pueden dar lugar con la introducción de términos como ciudadanía, pueblo, nacionalidad...

Por lo que se refiere a la relación entre nacionalismo y racismo, el núcleo de sentido enfrenta a una ideología y una política "normales" (el nacionalismo) con una ideología y un comportamiento "excesivos" (el racismo), ya sea para oponerlos o para convertir a uno en la verdad del otro. También en este caso surgen inmediatamente preguntas y distinciones conceptuales.

Antes que concentrar nuestra reflexión sobre el racismo, ¿no convendría ocuparnos de la alternativa nacionalismo/imperialismo, más "objetiva"? Esta confrontación hace aparecer otras posibilidades: por ejemplo, que el propio nacionalismo podría ser el efecto ideológico y político del carácter imperialista de las naciones, o de su supervivencia en una época y un entorno imperialistas. Se puede complicar aún más la cadena introduciendo nociones como fascismo y nazismo, con la red de preguntas aferentes: ¿son ambos nacionalismos? ¿imperialismos? De hecho, y es lo que marcan todas estas preguntas, la totalidad de la cadena lleva implícita una pregunta fundamental. Desde el momento en que "en algún punto" de esta cadena históricopolítica entra en escena una violencia intolerable, aparentemente "irracional", ¿dónde hay que situar esta entrada en escena? ¿En una secuencia en la que aún no intervienen más que "realidades" o en los conflictos "ideológicos"? Por otra parte, ¿hay que considerar la violencia como una perversión de un estado de cosas normal, una desviación en relación ¿con una hipotética "línea recta" de la historia de la humanidad o hay que admitir que representa la verdad de los momentos anteriores y que, desde este punto de vista, a partir del nacionalismo, o quizá de la existencia de las naciones, el germen del racismo está en el corazón de la política? Naturalmente, a todas estas preguntas corresponden, dependiendo del punto de vista de los observadores y las situaciones sobre las que reflexionan, una enorme variedad de respuestas. No obstante, considero que, en su misma dispersión, no hacen más que dar vueltas alrededor del mismo problema: la noción de nacionalismo se divide constantemente. Siempre hay un nacionalismo "bueno" y un nacionalismo "malo": el que tiende a construir un Estado o una comunidad y el que tiende a subyugar, a destruir; el que se remite al derecho y el que se remite al poder; el que tolera los , demás nacionalismos, o los justifica y los incluye dentro de una misma perspectiva histórica (el gran sueño de la "primavera de los pueblos"), y el que los excluye radicalmente desde una perspectiva imperialista y racista.

El que es signo de amor (incluso excesivo) y el que es signo de odio. En definitiva, la división interna del nacionalismo resulta tan esencial y tan difícil de clasificar como el paso que va de "morir por la patria" a "matar por su país"... La multiplicación de los términos "cercanos", sinónimos o antónimos, es sólo la extereorización de este fenómeno. No creo que nadie se haya escapado realmente de esta reinserción del dilema dentro del concepto mismo de nacionalismo (y cuando se lo ha expulsado por la puerta de la teoría, ha entrado otra vez por la ventana de la práctica), pero es especialmente evidente en la tradición liberal, lo que se puede explicar por el equívoco tan profundo de las relaciones entre liberalismo y nacionalismo desde hace por lo menos dos siglos (11). Es obligado destacar también que, desplazándola uno o dos puntos, las ideologías racistas pueden simular esta discusión y aprovecharla: ¿la función de nociones como "espacio vital" no es acaso suscitar la cuestión del "lado bueno" del imperialismo o del racismo? El neorracismo, cuya proliferación observamos hoy en día, desde la antropología "diferencialista" a la sociobiología, ¿no se dedica constantemente a diferenciar lo que sería inevitable y en el fondo útil (una determinada "xenofobia" que empuja a los grupos a defender su "territorio", su "identidad cultural", a preservar entre sí la "distancia apropiada") de lo que sería inútil y perjudicial en sí (la violencia directa, el pasar al acto), aunque inevitable cuando se menosprecian las exigencias elementales de la etnicidad? ¿Cómo salir de este círculo? No basta con pedir, como han hecho algunos analistas recientes, que se refuten los juicios de valor, es decir que se suspenda el juicio sobre las consecuencias del nacionalismo en coyunturas diferentes (12), o que se considere el nacionalismo como un efecto ideológico del proceso "objetivo" de formación de las naciones (y de los Estados—nación) (13). La ambivalencia de los efectos forma parte de la historia misma de todos los nacionalismos y eso es precisamente lo que se trata de explicar.

Desde este punto de vista, el análisis del lugar que ocupa el racismo dentro del nacionalismo es decisivo: si el racismo no se manifiesta con la misma fuerza en todos los nacionalismos o en todos los momentos de su historia, sigue representando, sin embargo, una tendencia necesaria para su formación. En el fondo, esta imbricación remite a las circunstancias en las que los Estados—nación, establecidos en territorios históricamente cuestionados, se esforzaron por controlar los movimientos de población y a la producción del "pueblo" como comunidad política superior a las divisiones de clase.

En este punto aparece, no obstante, una objeción, que se refiere a los mismos términos de la discusión. Es la que Máxime Rodinson, principalmente, dirige a todos aquellos que, como Collette Guillaumin, se empeñan en adoptar una definición "amplia" del racismo (14). Una definición de este tipo quiere tener en cuenta todas las formas de exclusión y de "minorización", con o sin teorización biológica. Se propone remontarse más 80 Immanuel Wallerstein, Etienne Balibar allá del racismo "étnico", hasta el origen del "mito de la raza" y de su discurso genealógico: el "racismo de clase" de la aristocracia posfeudal. Sobre todo, quiere englobar dentro del nombre de "racismo", para poder analizar su mecanismo común de naturalización de las diferencias, todas las opresiones de minorías que, en una sociedad formalmente igualitaria, conducen a diversos fenómenos de "racificación" de los grupos sociales: grupos étnicos, pero también mujeres, desviados sexuales, enfermos mentales, subproletarios, etc. (15).

Según Rodinson, habría que elegir: o bien hacer del racismo interior y exterior una tendencia del nacionalismo y, por ende, del etnocentrismo, del que el nacionalismo no sería más que una fórmula moderna; o bien ampliar la definición de racismo para comprender sus mecanismos psicológicos (proyección fóbica, negación del Otro real cubierto por los significantes de una alteridad obsesiva), pero corriendo el riesgo de disolver su especificidad histórica.

Sin embargo, esta objeción se puede retirar. Se puede hacer incluso de tal forma que la imbricación histórica del nacionalismo y del racismo sea más visible; pero con la condición de plantear algunas tesis que rectifiquen en parte la idea de una definición "amplia" del racismo o, al menos, la precisen:.

1.— Ninguna nación (es decir, ningún Estado nacional) posee de hecho una base étnica, lo que quiere decir que no se podría definir el nacionalismo como un etnocentrismo, sino, precisamente en el sentido de la producción de una etnicidad ficticia. Razonar de forma diferente sería olvidar que los "pueblos", como tampoco las "razas", no tienen una existencia natural en virtud de una descendencia, de una comunidad de cultura o de intereses preexistentes. Sin embargo, hay que crear en la realidad (y por tanto en el tiempo de la historia) su unidad imaginaria, contra otras unidades posibles.

2.— El fenómeno de "minorización" y de "racificación" que se dirige simultáneamente a distintos grupos sociales de "naturaleza" completamente diferente, especialmente a las comunidades "extranjeras" y a las "razas inferiores", las mujeres, los "desviados", no representa una yuxtaposición de comportamientos y de discursos sencillamente análogos, aplicados a una serie potencialmente indefinida de objetos independientes unos de otros, sino un sistema histórico de exclusiones y de dominaciones complementarias, vinculadas entre sí.

En otras palabras, no es que haya un "racismo étnico" y un "racismo sexual" (o sexismo) que van paralelos, sino, más bien, que racismo y sexismo funcionan juntos; concretamente, que el racismo presupone siempre un sexismo. En estas condiciones, una categoría general de "racismo" no es una abstracción, amenazada con perder en precisión y pertinencia históricas lo que gane en universalidad; es una noción más concreta que tiene en cuenta el poliformismo necesario del racismo, su función globalizante, sus conexiones con el conjunto de las prácticas de normalización y de exclusión social, como se puede ver a propósito del neorracismo, cuyo objeto predilecto no es el "árabe" o el "negro", sino el "árabe (en tanto que) drogadicto", "delincuente", "violador", etc., o también el violador y el delincuente en tanto que "árabes", "negros", etc.

3.— Es esta estructura amplia del racismo, heterogénea y sin embargo fuertemente cohesionada, en primer lugar por una red de prejuicios y en segundo por discursos y comportamientos, la que mantiene una relación necesaria con el nacionalismo y contribuye a crearlo, produciendo la etnicidad ficticia alrededor de la cual se organiza.

4.— Finalmente, aunque es necesario incluir entre las condiciones estructurales del racismo moderno, a un tiempo simbólicas e institucionales, el hecho de que las sociedades en las que se desarrolla el racismo son al mismo tiempo sociedades "igualitarias", es decir, sociedades que ignoran (oficialmente) las diferencias de condición entre los individuos, esta tesis sociológica (definida principalmente por L. Dimont (16)), no puede abstraerse del entorno nacional. En otras palabras, no es el Estado moderno el que es "igualitario", sino el Estado nacional (y nacionalista) moderno, con una igualdad que tiene como límites interiores y exteriores la comunidad nacional y como contenido esencial los actos que le dan significado directo (especialmente el sufragio universal, la "ciudadanía" política). Es ante todo una igualdad respecto a la nacionalidad.

Esta controversia (como otras semejantes a las que podríamos referirnos (17)), tiene una ventaja: empezamos a entender que el vínculo entre nacionalismo y del racismo no es ni una cuestión de perversión (porque no hay esencia "pura" del nacionalismo) ni una cuestión de similitud formal, sino una cuestión de articulación histórica. Lo que tenemos que entender es la diferencia específica del racismo y la forma en que, articulándose con el nacionalismo, en su diferencia, le resulta necesario. Es como decir que la articulación del nacionalismo y del racismo sólo puede ponerse en claro a partir de esquemas de causalidad clásicos, tanto si son mecanicistas (uno causa al otro, "produciendo" el otro, según la regla de proporcionalidad de los efectos con la causa) como espiritualistas (uno "expresa" al otro, o le da un sentido, o revela su esencia oculta). Requiere una dialéctica de la unidad de los contrarios.

Esta necesidad en ningún sitio es tan evidente como en el debate planteado una y otra vez sobre la "esencia del nazismo", verdadero espejismo para todas las hermenéuticas de la relación social en el que se reflejan (y se transponen) las incertidumbres políticas del presenta (18).

A los ojos de unos, el racismo hitleriano es el resultado del nacionalismo: viene de Bismarck (o incluso del romanticismo alemán o de Lutero), de la derrota de 1918 y de la humillación del tratado de Versalles, y suministra su ideología a un proyecto de imperialismo absoluto (el "espacio vital", la Europa alemana). Si la coherencia de esta ideología se asemeja a la de un delirio, hay que ver aquí precisamente la explicación de su influencia —breve, pero casi total— sobre la "masa" de cualquier origen social y sobre los "jefes" cuya ceguera precipita finalmente la nación a su ruina. Más allá de todas las engañifas "revolucionarias" y de todos los vuelcos de la coyuntura, la empresa de dominio mundial está en la lógica del nacionalismo que las masas y los jefes tienen en común.

Sin embargo, a los ojos de los otros, estas explicaciones no pueden menos de obviar lo esencial, por muy sutiles que sean en el análisis de las fuerzas sociales y de las tradiciones intelectuales, de los acontecimientos y de las estrategias de poder; por mucha habilidad que empleen en relacionar la monstruosidad de los nazis con la anomalía de la historia alemana. Precisamente, fue por no ver en el nazismo más que un nacionalismo análogo, poco más o menos, a su propio nacionalismo, cómo la opinión y los dirigentes de las naciones "democráticas" de entonces se ilusionaron sobre sus objetivos y creyeron poder llegar a acuerdos con él o limitar sus estragos. El nazismo es excepcional (quizá sea revelador de una posibilidad de transgresión de la racionalidad política inscrita en la condición del hombre moderno) porque en él la lógica del racismo lo desborda todo, se impone a expensas de la lógica nacionalista "pura": porque la "guerra racial", interna y externa, acaba por quitar toda su coherencia a la "guerra nacional" (cuyos objetivos de dominio siguen siendo objetivos positivos).

De este modo, el nazismo sería la imagen misma de este "nihilismo" que invocó, en la que se reúnen la exterminación del Enemigo imaginario, encarnación del Mal (el judío, el comunista), y la autodestrucción (antes la aniquilación de Alemania que la confesión del fracaso de su "élite racial", la casta de las SS y el partido nazi).

En esta controversia se ve con claridad cómo se superponen permanentemente discursos analíticos y juicios de valor. La historia se hace diagnóstico de lo normal y de lo patológico, y llega a imitar el discurso de su propio objeto, diabolizando al nazismo que, a su vez, diabolizaba a sus adversarios y a sus víctimas. Sin embargo, no es fácil salir de este círculo, porque se trata de no reducir el fenómeno a generalidades convencionales cuya impotencia práctica ha puesto precisamente de manifiesto. Tenemos la impresión contradictoria de que, con el racismo nazi, el nacionalismo bebe en lo más profundo de sus tendencias latentes, trágicamente "cotidianas", en palabras de Hannah Arendt, y, no obstante, sale de sí mismo, de la imagen media en la que consigue generalmente realizarse, es decir, institucionalizarse y penetrar de forma duradera en el "sentido común" de las masas. Por un lado, vemos (a posteriori, es cierto) la irracionalidad de una mitología racial que acaba por desarticular el Estado nacional cuya superioridad absoluta proclama. Vemos aquí la prueba de que el racismo, como complejo que asocia la banalidad de las violencias cotidianas con la embriaguez "histórica" de las masas, el burocratismo de los campos de trabajos forzados y de exterminio con el delirio del dominio "mundial" del "pueblo de los amos", ya no se puede considerar como un simple aspecto del nacionalismo. Sin embargo, nos preguntamos de inmediato: ¿cómo evitar que esta irracionalidad se convierta en su propia causa, que el carácter excepcional del antisemitismo nazi se transforme en un misterio sagrado, en una visión especulativa de la historia que la representa como la historia del Mal (y que, paralelamente, representa a sus víctimas como el verdadero Cordero de Dios)? Sin embargo, a la inversa, no está nada claro que el hecho de deducir el racismo nazi del nacionalismo alemán nos libere de todo irracionalismo. No hay más remedio que reconocerlo; solamente un nacionalismo de un poder "extremado", un nacionalismo exacerbado por un encadenamiento "excepcional" de conflic Raza, Nación y Clase 85 tos internos y externos, pudo idealizar los objetivos del racismo hasta el punto de hacer practicables las violencias por parte de un gran número de verdugos y de "normalizarlas" a los ojos de la masa de los demás. La combinación de esta banalidad y de este idealismo tiende más bien a reforzar la idea metafísica de que el nacionalismo alemán sería "excepcional" en la historia: paradigma del nacionalismo en lo que tiene de patológico en relación con el liberalismo, sería finalmente irreductible al nacionalismo "corriente". Esto nos lleva a las aporías descritas más arriba del "buen" y del "mal" nacionalismo.

Esto, que el debate sobre el nazismo pone tan de manifiesto, ¿no podríamos encontrarlo en todas las coyunturas en las que el racismo y el nacionalismo se individualicen en discursos, movimientos de masas y políticas específicas? Esta conexión interna y esta transgresión de los intereses y de los fines racionales, ¿no es la misma contradicción cuyos gérmenes creemos encontrar de nuevo en nuestra actualidad, por ejemplo, cuando un movimiento que arrastra las nostalgias del "orden nuevo europeo" y del "heroísmo colonial" agita, con el consabido éxito, la perspectiva de una "solución" del "problema inmigrante"? Generalizando estas reflexiones, diría en primer lugar que, en el campo histórico del nacionalismo, siempre hay reciprocidad de determinación entre éste y el racismo.

Se manifiesta en primer lugar en la forma en que el desarrollo del nacionalismo y su uso oficial por parte del Estado transforma en racismo, en el sentido moderno de la palabra (colocándolos bajo el significante de la etnicidad), antagonismos, persecuciones de origen completamente diferente. Esto va desde el modo en que, a partir de la España de la Reconquista, el antijudaísmo teológico se transformó en exclusión genealógica basada en la "pureza de sangre", al mismo tiempo que la raza se lanzaba a la conquista del Nuevo Mundo, hasta el modo en que, en la'Europa moderna, las nuevas "clases peligrosas" del proletariado internacional tienen tendencia a subsumirse bajo la categoría de la "inmigración", que se convierte en el nombre de la raza por excelencia en las naciones en crisis de la era poscolonial.

Esta determinación recíproca se sigue manifestando en la forma en que todos los "nacionalismos oficiales" de los siglos XIX y XX, tratando de conferir la unidad política y cultural de una nación a la heterogeneidad de un Estado pluriétnico (19), utilizaron el antisemitismo: como si la dominación de una cultura y de una nacionalidad unificada de modo más o menos ficticio (por ejemplo, la rusa, o la alemana, o la rumana) sobre una diversidad jerarquizada de etnicidades y de culturas "minoritarias", condenadas a la asimilación, tuviera que "compararse" y reflejarse como en un espejo en la persecución racificante de una seudoetnia absolutamente singular (sin territorio propio, sin lengua "nacional") que represente al enemigo interno común a todas las culturas, a todas las poblaciones dominadas (20).

Finalmente, se manifiesta en la historia de las luchas de liberación nacional, tanto si se dirigen contra los antiguos imperios de la primera colonización, contra los Estados multinacionales dinásticos o contra los imperios coloniales modernos. No procede asimilar estos procesos a un modelo único. Sin embargo, no puede ser una casualidad que el genocidio indio se convierta en sistemático inmediatamente después de la independencia de los Estados Unidos (la "primera de las nuevas naciones", según la famosa frase de Lipset (21). Tampoco lo puede ser que, según el análisis esclarecedor que propone Bipan Chandra, el "nacionalismo" y el "comunalismo" aparezcan en la India al mismo tiempo, llegando a la inextricable situación actual (debida en gran parte a la fusión histórica precoz del nacionalismo indio y del comunalismo hindú) (22). Tampoco que la Argelia independiente haga de la asimilación de los "bereberes" a la "arabeidad" una cuestión de honor del voluntarismo nacional frente a la herencia pluricultural de la colonización. Ni siquiera que el Estado de Israel, enfrentado al adversario interior y exterior y a la increíble proeza de constituir una "nación israelí", desarrolle un potente racismo, dirigido a un tiempo contra los judíos "orientales" (llamados "negros") y contra los palestinos, expulsados de sus tierras y colonizados (23).

De esta acumulación de casos, todos singulares pero encadenados históricamente unos a otros, resulta lo que podríamos llamar el ciclo de reciprocidad histórica del nacionalismo y del racismo, que es la representación temporal del dominio progresivo del sistema de los Estados—nación sobre otras formaciones sociales. El racismo surge sin cesar del nacionalismo, no sólo hacia el exterior, sino hacia el interior. En los Estados Unidos, la institución sistemática de la segregación, bloqueando el primer movimiento de los derechos civiles, coincide con la entrada de los norteamericanos en la competencia imperialista mundial y con su adhesión a la idea de una misión hegemónica de las razas nórdicas.

En Francia, la elaboración de una ideología de las "raza francesa", enraizada en el pasado "de la tierra y de los muertos", coincide con el inicio de la inmigración masiva, la preparación de la revancha contra Alemania y la creación del imperio colonial. Y el nacionalismo surge del racismo en el sentido en que no aparecería como ideología de una "nueva" nación si el nacionalismo oficial ante el que reacciona no fuera profundamente racista: de este modo, el sionismo procede del antisemitismo y los nacionalismos del Tercer Mundo proceden del racismo colonial. Sin embargo, en el interior de un gran ciclo hay una multiplicidad de ciclos particulares.

De este modo, por no tomar más que un ejemplo crucial en la historia nacional francesa, la derrota que sufrió el antisemitismo tras el caso Dreyfus, simbólicamente incorporado a los ideales del régimen republicano, abre la puerta en cierta forma a la buena conciencia colonial y permite disociar durante mucho tiempo las nociones de racismo y de colonización (al menos en la metrópolis).

Diría también en segundo lugar, que sigue habiendo una distancia entre las representaciones y las prácticas del nacionalismo y del racismo: una distancia fluctuante, entre los dos polos de una contradicción y de una identificación forzada; quizá, como prueba el ejemplo nazi, cuando esta identificación es aparentemente completa se acentúa más la contradicción. No es una contradicción entre nacionalismo y racismo como tales, sino una contradicción entre formas determinadas, entre los objetivos políticos del nacionalismo y la cristalización del racismo en determinado "objeto", en determinado momento: así ocurre cuando el nacionalismo se propone "integrar" una población dominada, potencialmente autónoma: la Argelia "francesa", la Nueva Caledonia "francesa". A partir de ahora voy a centrarme en esta distancia, en las formas paradójicas que puede adoptar, para entender mejor lo que se desprendía de la mayor parte de los ejemplos que he empleado: que el racismo no es una "expresión" del nacionalismo, sino un complemento del nacionalismo, mejor aún, un complemento interior del nacionalismo, siempre excediéndose en relación con él, pero siempre indispensable para su creación y, no obstante, aún insuficiente para acabar su proyecto, a un tiempo que el nacionalismo es indispensable y también insuficiente para terminar la formación de la nación o el proyecto de "nacionalización" de la sociedad.


Las paradojas de la universalidad

Considerar las teorías, las estrategias del nacionalismo dentro de la contradicción de la universalidad y del particularismo es una idea preconcebida que se presta a infinitos desarrollos. De hecho, el nacionalismo es uniformizador, racionalizador, y cultiva los fetiches de una identidad nacional que procede de los orígenes, que tendría que protegerse de cualquier dispersión. Lo que me interesa aquí no es la generalidad de esta contradicción, sino la forma en que el racismo la exhibe.

El racismo aparece al mismo tiempo en lo universal y en lo particular. El exceso que representa en relación con el nacionalismo y, por ende, el complemento que le aporta, tiende a universalizar, a corregir en suma* su carencia de universalidad y a particularizarlo, a corregir su falta de especificidad. En otras palabras, el racismo no hace más que sumarse a la equivocidad del nacionalismo, lo que quiere decir que a través del racismo el nacionalismo emprende una "huida hacia delante", una metamorfosis de sus contradicciones materiales en contradicciones ideales (24).

En teoría, el racismo es una filosofía de la historia, mejor aún, una historiosofía, que convierte a la historia en consecuencia de un "secreto" escondido y revelado a los hombres sobre su naturaleza, su nacimiento. Es una filosofía que hace visible la tausa invisible del destino de las sociedades y de los pueblos, cuyo desconocimiento es exponente de una degeneración o del poder histórico del mal (25). Por supuesto, hay aspectos historiosóficos en las teologías providencialistas y en las filosofías del progreso, pero también en las filosofías dialécticas.

El marxismo no está exento de ello, lo que ha contribuido no poco a alimentar los efectos de simetría entre la "lucha de clases" y la "lucha de razas", entre le motor del progreso y el enigma de la evolución, así como las posibilidades de traducción de un universo ideológico a otro. No obstante, esta asimetría tiene límites muy claros. No me refiero a la antítesis abstracta del racionalismo y del irracionalismo, ni a la del optimismo y el pesimismo, aunque sea cierto (y prácticamente decisivo) que la mayor parte de las filosofías racistas se presentan como inversiones del tema del progreso en términos de decadencia, de degeneración, de degradación de la cultura, de la identidad y de la integridad nacionales (26). Pienso, de hecho, que una dialéctica histórica, a diferencia de una historiosofía de la lucha de razas o de culturas, o del antagonismo entre "élite" y "masa", nunca puede presentarse como una simple elaboración de un tema maniqueo. Hay que reflejar no sólo la "lucha" y el "conflicto", sino la formación histórica de las fuerzas en lucha y de las formas de lucha, en otras palabras, plantear cuestiones críticas sobre su propia representación del curso de la historia.

Las historiosofías de la raza y de la cultura son, desde este punto de vista, radicalmente acríticas. Está claro que no existe una filosofía racista, sobre todo porque ésta no siempre adopta la forma del sistema. El neorracismo contemporáneo nos enfrenta hoy en día directamente a esta variedad de formas históricas y nacionales: mito de la "lucha de razas", antropología evolucionista, culturalismo "diferencialista", sociobiología, etc. Alrededor de esta constelación gravitan discursos y técnicas sociopolíticas como la demografía, la criminología, la eugenesia. Convendría también tirar del hilo de la genealogía de las teorías racistas que, a través de Gobineau o Chamberlain y también de la "psicología de los pueblos" y el evolucionismo sociológico, sé remonta hasta la antropología y la historia natural de la Ilustración (27) y hasta lo que L.

Sal—Molins llama la teología "blancobíblica" (28). Tomando el camino más corto, en primer lugar quiero recordar algunas operaciones intelectuales que ahora tienen tres siglos y siguen aplicándose al racismo teórico y le permiten articularse sobre lo que podemos llamar el "deseo de saber" del racismo cotidiano.

En primer lugar está la operación fundamental de clasificación, es decir, la reflexión en el interior de la especie humana sobre la diferencia que la conforma, la búsqueda de criterios a partir de los cuales los hombres son "hombres": ¿en qué lo son? ¿en qué medida! ¿dentro de qué género? Esta clasificación es la premisa de cualquier jerarquización. Nos puede llevar a ella porque la construcción más o menos coherente de un cuadro jerárquico de los grupos que forman la especie humana es la mejor representación de su unidad en y por la desigualdad. Sin embargo, también se puede bastar a sí misma, como "diferencialismo" puro. Al menos en apariencia, ya que los criterios de diferenciación no pueden ser "neutros" cuando están en situación. Incorporan valores sociopolíticos que en la práctica se ponen en entredicho y que hay que imponer a través de la etnicidad o la cultura (29).

Clasificación y jerarquía son operaciones de naturalización por excelencia, mejor aún, de proyección de las diferencias históricas y sociales en el horizonte de una naturaleza imaginaria. No obstante, no hay que dejarse atrapar por la evidencia del resultado. La "naturaleza humana", reforzada con un sistema de "diferencias naturales" en el seno de la especie humana, no tiene nada de categoría inmediata. En particular, incorpora necesariamente esquemas sexuales, referidos al mismo tiempo a "efectos" o a síntomas (los "caracteres raciales", ya sean psicológicos o somáticos, son siempre metáforas de la diferencia de sexos) y a "causas" (mestizaje, herencia). De aquí la importancia del criterio de la genealogía, que es cualquier cosa excepto una categoría de la "pura" naturaleza: es una categoría simbólica articulada sobre nociones jurídicas relativas, ante todo, a la legitimidad de la filiación. Hay pues una contradicción latente en el "naturalismo" de la raza, que debe superarse hacia una "supernaturaleza" originaria, "inmemorial" que ya queda proyectada en el inconsciente colectivo de lo benéfico y de lo maléfico, de la inocencia y de la perversión (30).

Este primer aspecto introduce inmediatamente un segundo: todo racismo teológico se refiere a universales antropológicos. En cierto sentido, lo que hace su evolución doctrinal es incluso la forma en que los elige y los combina. Entre estos universales figuran, por supuesto, las nociones de "patrimonio genético de la humanidad" o de "tradición cultural", pero también conceptos más específicos como la agresividad humana o, a la inversa, el altruismo "preferencia” (31), que nos conducen a las distintas variantes de las ideas de xenofobia, de etnocentrismo y de tribalismo. Vemos aquí la posibilidad de doble juego que permite al "neorracismo" darle la vuelta a la crítica antirracista: unas veces dividir y jerarquizar directamente a la humanidad, otras transformarse en explicación de la "necesidad natural del racismo".

Estas ideas, a su vez, se dejan "fundamentar" en otros universales, tanto sociológicos (por ejemplo, la idea de que la endogamia es una condición y una norma de cualquier grupo humano, y, por tanto, la exogamia es objeto de angustia y de prohibición universal), como psicológicos (por ejemplo, la sugestión y el contagio hipnótico, resortes tradicionales de la psicología de las masas).

En todos estos universales descubrimos la insistencia de una misma "cuestión": la diferencia entre la humanidad y la animalidad, cuyo carácter problemático se aprovecha para interpretar los conflictos de la sociedad y de la historia. De este modo, en el darwinismo social clásico tenemos la figura paradójica de una evolución que debe extraer la humanidad propiamente dicha (es decir, la cultura, el dominio tecnológico de la naturaleza, incluida la naturaleza humana: la eugenesia) de la animalidad, pero por los medios que caracterizan a la animalidad (la "supervivencia del más apto"); en otras palabras, a través de una competencia "animal" entre los grados de humanidad. En la sociobiología y la etología contemporáneas se representan los comportamientos "socioafectivos" de los individuos y, sobre todo, de los grupos humanos (agresividad y altruismo) como la marca indeleble de la animalidad en la humanidad evolucionada. Podríamos tener la impresión de que este tema está totalmente ausente del culturalismo diferencialista. Creo, no obstante, que existe con una forma oblicua: en el frecuente acoplamiento del discurso de la diferencia cultural con el de la ecología (como si el aislamiento de las culturas fuera la condición de la preservación del "medio natural" -de la,especie humana) y, sobre todo, en la metaforización integral de las categorías culturales en términos de individualidad, de selección, de reproducción, de mestizaje. La animalidad del hombre, en el hombre y contra el hombre (de donde procede la "bestialización" sistemática de los individuos y de los grupos humanos racificados) se transforma de este modo en el medio propio del racismo para pensar la historicidad humana. Una historicidad paradójicamente inmóvil, hasta regresiva, incluso cuando ofrece un escenario para la afirmación de la "voluntad" de los hombres superiores.

Al igual que los movimientos racistas representan la síntesis paradójica y, en determinadas circunstancias, aún más eficaz, de las ideologías contradictorias de la revolución y la reacción, el racismo teórico representa la síntesis ideal de la transformación y de la inmovilidad, de la repetición y del destino. El "secreto" cuyo descubrimiento representa sin cesar es el de una humanidad saliendo eternamente de la animalidad y eternamente amenazada por sus garras. Por ello, cuando reemplaza el significante de la raza por el de la cultura, siempre tiene que relacionar esta última con una "herencia", con una "descendencia", con un "arraigo" que son significantes del enfrentamiento imaginario entre el hombre y sus orígenes.

Sería una gran equivocación creer que el racismo teórico es incompatible con cualquier tipo de trascendencia, como hacen algunos críticos recientes del culturalismo, que, por otra parte, cometen el mismo error con el nacionalismo (32). Por el contrario, las teorías racistas incluyen necesariamente un aspecto de sublimación, una idealización de la especie cuya imagen predilecta es estética: por ello debe desembocar en la descripción y la valorización de un determinado tipo de hombre que representa el ideal humano, tanto en cuerpo como en espíritu (desde el "germano" y el "celta" de ayer hasta el "superdotado" de las naciones "desarrolladas" de hoy). Este ideal se relaciona con el hombre de los orígenes (sin degenerar) y con el hombre del futuro (el superhombre). Es un punto decisivo tanto para entender la forma en que se articulan el racismo y el sexismo (la importancia del significante fálico en el racismo), como para conectar el racismo con la explotación del trabajo y la alienación política. La estetización de las relaciones sociales es una contribución determinante del racismo a la creación del campo proyectivo de la política. Hasta la idealización de los valores tecnocráticos y de la eficacia supone una sublimación estética. No es casual que el moderno directivo, cuyas empresas van a dominar el planeta, sea al mismo tiempo deportista y seductor. Y a la inversión simbólica que, en la tradición socialista, valorizó por el contrario la figura del obrero como tipo perfecto de la humanidad futura, como "paso" de la alienación por parte del fascismo y que obligan también a preguntarse qué elementos del racismo fueron a parar al "humanismo socialista" (33).

La notable constancia de estos temas históricos y antropológicos nos permite comenzar a esclarecer la ambigüedad de las relaciones que mantiene el racismo teórico desde hace dos siglos con las ideologías humanistas (o universalistas). La crítica de los racismos "biológicos" está en el origen de esta idea, ampliamente extendida, sobre todo en Francia, según la cual el racismosería por definición incompatible con el humanismo, es decir, un antihumanismo desde el punto de vista teórico, ya que revaloriza la "vida" en detrimento de los valores propiamente humanos: moralidad, conocimiento, dignidad de la persona. Aquí nos encontramos con una confusión y con un error. Confusión, porque el "biologismo" de las teorías raciales (desde la antropometría, hasta el darwinismo social y la sociobiología no es una valorización de la vida como tal, y menos aún una aplicación de la biología, sino una metáfora vitalista de determinados valores sociales sexualizados: energía, decisión, iniciativa y, generalmente, todas las representaciones viriles del poder o, por el contrario, pasividad, sensualidad, femineidad, incluso solidaridad, espíritu de cuerpo y generalmente todas las representaciones de la unidad "orgánica" de la sociedad en el modelo de una "familia" endogámica. Esta metáfora vitalista está asociada a una hermenéutica que transforma los rasgos somáticos en síntomas de los "caracteres" psicológicos o culturales. También hay error porque el racismo biológico no fue nunca una forma de disolver la especificidad humana en el conjunto más amplio de la vida, de la evolución o de la naturaleza, sino, por el contrario, una forma de aplicar nociones seudobiológicas para crear la especie humana y mejorarla o preservarla de la decadencia. Al mismo tiempo es solidario de una moralidad del heroísmo y del ascetismo. Es aquí donde nos puede alumbrar la dialéctica nietzscheana del "superhombre" y del "hombre superior". Como dice muy bien Colette Guillaumin: "Estas categorías marcadas de la diferencia biológica se sitúan en el seno de la especie humana y así se las considera. Esta observación es fundamental.

Efectivamente, la especie humana es la noción clave en relación con la cual se ha creado y se crea cotidianamente el racismo (34)". No habría tantas dificultades para organizar intelectualmente la lucha contra el racismo si el "crimen contra la humanidad" no se perpetrara en nombre a través de un discurso humanista. Quizá sea este hecho el que más nos enfrenta con lo que, en un contexto diferente, Marx llamaba "el lado malo" de la historia, que es sin embargo su realidad.

La presencia paradójica de un componente humanista, universalista, en la creación ideológica del racismo nos permite también esclarecer la profunda ambivalencia del significante de la "raza" (y de sus sustitutos actuales) desde el punto de vista de la unidad y de la identidad nacionales.

El racismo, en tanto que suplemento de particularidad, se presenta en primer lugar como un supernacionalismo. El nacionalismo meramente político se percibe como débil, como una postura conciliatoria en un universo de competencia o de guerra irreparable (hoy más que nunca se despliega el discurso de la "guerra económica" internacional). El racismo quiere ser un nacionalismo "integral" que no tiene sentido (ni posibilidades) si no se basa en la integridad de la nación hacia el exterior y hacia el interior. Lo que el racismo teórico denomina "raza" o "cultura" (o ambas) es un origen continuado de la nación, un concentrado de las cualidades que pertenecen "en propiedad" a los nacionales: es en la "raza de sus hijos" donde la nación podría contemplar su identidad en estado puero. Por consiguiente, se debe reagrupar alrededor de la raza, debe identificarse con la raza, "patrimonio" que hay que preservar de cualquier degradación, tanto "espiritualmente" como "físicamente" o "carnalmente" (una misma cosa para la cultura como sustituto o interioridad de la raza).

Esto quiere decir, evidentemente, que el racismo está detrás de las reivindicaciones de anexión (de "vuelta") al "cuerpo" nacional de los individuos y de las poblaciones "perdidas" (ejemplo: los alemanes de los Sudetes, del Tirol, etc.), que, ya sabemos, están estrechamente asociadas a lo que se podría denominar los desarrollos pánicos del nacionalismo (paneslavismo, pangermanismo, panturanismo, panarapismo, panamericanismo...). Pero esto quiere decir sobre todo que el racismo produce permanentemente un exceso de "purismo" por lo que se refiere a la nación: para que sea ella misma, tiene que ser racial o culturalmente pura.

Tiene, pues, que aislar en su seno, antes de eliminarlos o expulsarlos, los elementos "falsos", "exógeneos", "mestizos", "cosmopolitas". Se trata de un imperativo obsesivo, directamente responsable de la racificación de los grupos sociales, cuyos rasgos colectivizantes se erigirán en estigmas de la exterioridad y de la impureza, tanto si se trata del tipo de vida, de las creencias o de los orígenes étnicos. Este proceso de constitución de la raza como supernacionalidad desemboca en una huida hacia delante. En principio, tendría que ser posible reconocer con algún criterio seguro de apariencia o de comportamiento quién es un "verdadero nacional" o un "nacional esencial": el francés—francés, el inglés—inglés, de los que habla Ben Anderson a propósito de la jerarquía de las castas y de la categorización de los funcionarios en el Imperio británico: el alemán auténticamente "germánico" (ver la diferenciación que plantea el nazismo entre Volkszugehórigkeit y Staatsangerhórigkeit), la americaneidad auténtica del WASF, sin olvidar, evidentemente, la blancura del "ciudadano" afrikaner. Sin embargo, en la práctica hay que conformarlo a partir de convenciones jurídicas o de particularismos culturales equívocos, negando imaginariamente otros rasgos colectivizantes, otros sistemas de "diferencias" irreductibles, lo que lanza a la búsqueda de la nacionalidad a través de la raza en pos de un objetivo inaccesible. Además, suele suceder que los criterios investidos de una significación "racial" (y más aún, cultural) son con mucho criterios de clase social o desembocan en la "selección" simbólica de una élite que ya está seleccionada a través de las desigualdades de clase económicas y políticas, o incluso sucede que las clases dominadas son aquellas cuya "composición racial" e "identidad cultural" son más dudosas...

Estos efectos se oponen directamente al objetivo nacionalista, que no es recrear un elitismo, sino fundar un populismo: no sospechar la heterogeneidad histórica y social de "pueblo", sino exhibir su unidad esencial.

Por esta razón el racismo siempre tiene tendencia a funcionar de forma inversa, de acuerdo con el mecanisB O de proyección del que ya hemos hablado a propósito del papel del antisemitismo en las naciones europeas: la identidad racial y cultural de los "verdaderos acciónales" permanece invisible, pero, por el contrario se impregna (y se afirma) con la visibilidad pretendida, casi alucinatoria, de los "falsos nacionales": judíos, meteros, inmigrantes, indios, indígenas, blacks... Es como decir que permanece siempre en suspenso y en peligro: que lo "falso" sea demasiado visible no garantizará nunca que lo "verdadero" lo sea lo bastante. Tratando de circunscribir la esencia común de los nacionales, el racismo cae inevitablemente en la búsqueda obsesiva de un "núcleo" de autenticidad imposible de encontrar, limita la nacionalidad y desestabiliza la nación histórica (35). A partir de aquí, en el otro extremo, la inversión del fantasma racial: ya que no se puede encontrar la pureza racial y nacional y garantizar su procedencia a partir de los orígenes del pueblo, se emprenderá su fabricación según el ideal de un supernombre (super) nacional. Este es el sentido de la eugenesia nazi. Sin embargo, hay que decir que la misma orientación residía en todas las técnicas sociales de selección humana, incluso en una determinada tradición de la educación "típicamente británica", que hoy resurge en las aplicaciones "pedagógicas" de la psicología diferencial (cuya arma absoluta es el coeficiente intelectual).

Es también la razón de la rapidez con la que se pasa del supernacionalismo al racismo como supranacionalismo. Hay que tomar completamente en serio el hecho de que las teorías raciales de los siglos XIX y XX definen comunidades de lengua, de descendencia, de tradición, que normalmente no coinciden con los Estados históricos, aunque se refieran siempre oblicuamente a uno o varios de ellos. Esto quiere decir que la dimensión de universalidad del racismo teórico, cuyos aspectos antropológicos acabamos de esbozar, desempeña aquí un papel esencial: permite una "universalización específica", y, por lo tanto, una idealización del nacionalismo. Para terminar, me gustaría examinar este aspecto (36).

Los mitos clásicos de la raza, en particular el de la raza aria, no se refieren a la nación en primera instancia, sino a la clase, dentro de una perspectiva aristocrática. En estas condiciones, la raza "superior" (o las razas superiores, es decir, para Gobineau, las razas "puras") por definición no puede coincidir nunca con la totalidad de la población nacional, ni limitarse a ella (37). Por esta razón, la colectividad nacional, "visible", institucional, deber regular sus transformaciones de acuerdo con otra colectividad "invisible", que transciende las fronteras, que es, por definición, transnacional. Lo que resultaba cierto para la aristocracia, que podía parecer la consecuencia transitoria de las formas de pensar dé una época en la que el nacionalismo apenas empezaba a imponerse, sigue siendo cierto para todas las teorías racistas ulteriores: tanto si su referente es de orden biológico (de hecho, como hemos visto, somático) como de orden cultural. Color de la piel, forma del cráneo, predisposiciones intelectuales, mentalidad, van más allá de la nacionalidad positiva: no son más que la otra cara de la obsesión por la pureza. La consecuencia es esta paradoja con la que se han tropezado numerosos analistas: de hecho, hay un "internacionalismo", un "supranacionalismo" racista, que tiende a idealizar comunidades intemporales o transhistóricas, como los "indoeuropeos", el "Occidente", la "civilización judeocristiana", es decir, comunidades abiertas y cerradas a un tiempo, sin fronteras, o cuyas únicas fronteras son, como decía Fichte, "interiores", inseparables de los individuos o, más exactamente, de su "esencia" (lo que antes se llamaba su "alma"). De hecho, son las fronteras de una humanidad ideal (38).

Aquí, el exceso del racismo sobre el nacionalismo adopta una imagen inversa, sin dejar por ello de ser constitutivo del mismo: lo dilata hasta las dimensiones de una totalidad infinita. Es la razón de las similitudes y de los préstamos más o menos caricaturescos a la teología, a la "gnosis". Es también la razón de las posibilidades de deslizamiento hacia el racismo de las teologías universalistas cuando están estrechamente ligadas al nacionalismo moderno. Sobre todo, es la razón de que un significante racial tenga que trascender las diferencias nacionales, organizar solidaridades "transnacionales" para, como contrapartida, garantizar la efectividad del nacionalismo. Así funcionó el antisemitismo a escala europea: cada nacionalismo vio en el judío (concebido como un ente imposible de asimilar a los demás y como cosmopolita, como pueblo de los orígenes y como desarraigado) su enemigo particular y el representante de todos los demás "enemigos hereditarios"; sin embargo, todos los nacionalismos tuvieron el mismo chivo expiatorio, el mismo "apatrida", que se convirtió en componente de la idea misma de Europa, como tierra de los Estados "modernos", nacionales; con otras palabras, de la civilización. En la misma época, las naciones europeas o euroamericanas, en competencia encarnizada por el reparto colonial del mundo, se reconocieron en una comunidad y una "igualdad" dentro de esta misma competencia, que denominaron "blanca". Podríamos presentar descripciones análogas sobre las extensiones universalistas de la nacionalidad árabe o de la nacionalidad judeoisraelí, o de la nacionalidad soviética. Cuando los historiadores se refieren a esta visión universalista del nacionalismo, entendiéndola como una pretensión y un programa de imperialismo cultural (imponer a toda la humanidad una concepción "inglesa", "alemana", "francesa", "norteamericana" o "soviética" del hombre y de la cultura universal), eludiendo la cuestión del racismo, su argumentación es, cuando menos, incompleta: el imperialismo sólo se ha podido metamorfosear de simple empresa de conquista en empresa de dominación universal, en fundamento de una "civilización", en tanto que "racismo: es decir, en la medida en que la nación imperialista se imaginó y se presentó como instrumento particular de una misión o de un destino más esenciales, que el resto de los pueblos no puede dejar de reconocer.

De estas reflexiones e hipótesis sacaré dos conclusiones. La primera es que, en estas condiciones, por lo menos habría que asombrarse de que los movimientos racistas contemporáneos hayan dado lugar a formaciones de "ejes" internacionales, lo que Wilhelm Reich llamaba en tono provocador el "internacionalismo nacionalista" (39). Provocador, pero justo, porque para él se trataba de comprender los efectos miméticos de este internacionalismo paradójico y de otro internacionalismo, que tendía cada vez más a realizarse como "nacionalismo internacionalista", a medida que, siguiendo el ejemplo de la "patria del socialismo" y alrededor de ella, por debajo de ella, los partidos comunistas se transformaban en "partidos nacionales"; incluso a veces lo hacían desde una perspectiva antisemita. Igualmente decisiva era la simetría que, desde mediados del siglo XIX, oponía a las representaciones de la historia como "lucha de clases" y como "lucha de razas", estando ambas concebidas como "guerras civiles internacionales", en las que se juega el futuro de la humanidad; siendo ambas supranacionales en este sentido imposible de ignorar: se supone que la lucha de clases tiene que disolver las nacionalidades y los nacionalismos, mientras que la lucha de razas tiene que fundamentar la perennidad de las naciones y constituir su jerarquía, permitiendo al nacionalismo fusionar el elemento propiamente nacional y el elemento socialmente conservador (el antisocialismo, el anticomunismo militantes). Si la ideología de la lucha de razas ha podido, en cierta forma, circunscribir el universalismo de la lucha de clases y oponerle una "concepción del mundo" diferente, ha sido como complemento de universal, invertido en la constitución de un supranacionalismo.

La segunda conclusión es que el racismo teórico no es en modo alguno la antítesis absoluta del humanismo.

En el exceso de significación y de activismo que marca el paso del nacionalismo al racismo en el interior del nacionalismo, y que permite a este último cristalizar su violencia propia, el aspecto que predomina es paradójicamente el de la universalidad. Lo que nos hace dudar para admitirlo, para sacar las conclusiones oportunas, es la confusión que sigue reinando entre un humanismo teórico y un humanismo práctico. Si identificamos este último con una política y con una ética de la defensa de los derechos civiles sin limitaciones ni exclusivas, podemos ver que hay una incompatibilidad entre racismo y humanismo y podemos entender sin dificultad por qué el antirracismo efectivo tuvo que adoptar la forma de humanismo "consecuente". Eso no quiere decir que el humanismo práctico se base necesariamente en un humanismo teórico (es decir, en una doctrina que hace del hombre, como especie, el principio y el fin de los derechos declarados e instituidos). Puede basarse también en una teología, en una sabiduría profana que subordina la idea del hombre a la de la naturaleza, o bien, lo que resulta ciertamente distinto, en un análisis del conflicto social y de los movimientos de liberación que reemplaza las relaciones sociales específicas por la generalidad del hombre y de la especie humana. A la inversa, el vínculo necesario entre el antirracismo y un humanismo práctico no impide en forma alguna que el racismo teórico sea también un humanismo teórico.

Esto quiere decir que el conflicto se desarrolla en este caso dentro del universo ideológico del humanismo, donde se toma la decisión según criterios políticos diferentes de la simple distinción entre el humanismo de la identidad y el de las diferencias. Hay una formulación más difícil de pasar por alto: igualdad civil absoluta, que tenga prioridad sobre la pertenencia a un Estado. Por ello, pienso que hay que leer al revés (o volver a "enderezar") el vínculo tradicional entre estas nociones: un humanismo práctico sólo puede serlo hoy en día si es en primer lugar un antirracismo efectivo. Una idea del hombre contra otra, es cierto, pero indisociablemente, una política internacionalista contra una política nacionalista de la ciudadanía (40).


NOTAS

1.— Entre lo último que se ha escrito sobre este tema, lo más sólido es de Rene Gallisot: Misére de l'antiracisme, Editions Arcantére, París, 1985.

2.— Ese era el objetivo de Ruth Benedict en Race and Racism, 1942 (reedición Routledge and Kegan Paul, Londres 1983). No obstante, R. Benedict no diferencia realmente nación, nacionalismo, cultura o, más bien, tiende a "culturalizar" el racismo a través de su "historización" como aspecto del nacionalismo.

3.— Cf. por ejemplo Raoul Girardet, artículo "Nation: 4. Le nationalisme", Encyclopaedia universalis.

4.— Como sostuve en un estudio anterior: "Sujets ou citoyens?—Pour l'égalité", Les Temps modernes, marzo—abril—mayo 1984 (n° especial L'Immigration maghrébine en France).

5.— La categoría de delirio acude espontáneamente a la pluma cuando se trata de describir el complejo racista, por la forma en que el discurso racista niega lo real al tiempo que proyecta historias de agrgsjón_ y de persecución."sin embargo no se puede emplear sin puntualizaciones: primero, porque podría enmascarar la actividad de pensamiento que lleva a cabo siempre el racismo; segundo, porque la noción de delirio colectivo es en el fondo una contradicción en sus términos.

6.— Cada una de las clases de las "nuevas" naciones de la antigua humanidad colonial proyecta de este modo su diferencia social con los demás términos etnoculturales.

7.— Benedict Anderson, Imagined Communities, Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, Verso Editions, Londres 1983, pág. 129 y sig.

8.— Esta estructura especular me parece esencial: para los "subdesarrollados", los "superdesarrollados" 104 Immanuel Wallerstein, Etienne Balibar son los que practican más que nunca el desprecio racista; para los "superdesarrollados", los "subdesarrollados" se definen principalmente por la forma en que se desprecian mutuamente. Para todos, el racismo reside "en el otro"; más aún: el otro es el territorio del racismo. Sin embargo, el trazado de las fronteras entre "superdesarrollo" y "subdesarrollo" ha empezado a desplazarse de forma incontrolable: nadie puede decir exactamente quién es el otro.

9.— Es la razón de las dificultades que experimenta la "pedagogía de la memoria", con la que las organizaciones antirracistas intentan hacer frente a la amenaza actual, sobre todo, si creen que la imposición del modelo nazi proviene de la ocultación del genocidio.

Las empresas "revisionistas" funcionan a este respecto como un verdadero engaño, ya que son básicamente una forma de hablar sin cesar de las cámaras de gas, en la modalidad tan ambivalente de la negación. Denunciar la ocultación del genocidio nazi por parte de racistas que son verdaderamente antisemitas no bastará, desgraciadamente, para trazar el camino del reconocimiento colectivo de lo que tienen en común el antisemitismo y el antiarabismo. Sin embargo, desenmascarar la nostalgia del nazismo en el discurso de los "jefes" no bastará tampoco para poner de manifiesto ante la "masa" de racistas comunes el desplazamiento de objeto que realizan cotidianamente que, sin embargo, suele realizarse básicamente a sus espaldas. Por lo menos, mientras esta pedagogía indispensable no se extienda hasta una explicitación completa del racismo contemporáneo como sistema de pensamiento y como relación social, resumen de toda una historia.

10.— Para un análisis obstinado y matizado a un tiempo de estajx>ntnig4c4áÓJuJo4usríx^ —jTrnT0^aeTa~oBrar3é^íaxime Rodinson, especialmente a los textos recogidos en Marxisme et monde musulmán, París, Editions du Seuil 1972, y a Peuple juif ou probléme juif?, Maspero, 1981. Raza, Nación y Clase 105 11.— La cuestión primordial de los historiadores liberales del nacionalismo (ya sea como "ideología" o como "política") es: ¿dónde y cuándo se pasa del "nacionalismo liberal" al "nacionalismo imperialista"? Cf. Hannah Arendt, L'Impérialisme, 2° parte de The Origins of Totalitarism, y Hans Kohn, The Idea of Nationalism. A Study of its Origins and Background, Nueva York, 1944. Su respuesta común es: entre las revoluciones "universalistas" del siglo XVIII y el "romanticismo" del siglo XIX, primero alemán, luego extendido por toda Europa y por el mundo entero en el siglo XX.

Sin embargo, si miramos más de cerca, comprobamos que la Revolución francesa ya tenía en sí misma la contradicción entre ambos aspectos: por lo tanto, fue ella la que hizo "patinar" al nacionalismo.

12.— Cf. las advertencias de Tom Nairn en "The Modern Janus", New Left Review, n° 94, 1975 (revisado en The Break—Up of Britain, NLB, Londres, 1977). Ver la crítica de Eric Hobsbawm, "Some Reflections on The Break—Up of Britain", New Left Review, n° 105, 1977.

13.— Esto no sólo es una postura marxista, sino también la tesis de otros pensadores "economicistas" de tradición liberal: cf. Ernest Gellner, Nations and Nationalism, Oxford, 1983.

14.— C. Guillaumin, L'Idéologie raciste. Genése et langage actuel, Mouton París—La Haya, 1972. M. Rodinson, "Quelques theses critiques sur la démarche poliakovienne", en Le Racisme, mythes et sciences (bajo la dirección de M. Olender), Ed. Complexe, Bruselas, 1981. También M. Rodinson, artículo "Nation: 3. Nation et idéologie", Enciclopaedia universalis.

15.— Sería útil compararlo con Erving Goffman, Stigma. Notes on the Management of Spoiled Identity, Penguin Books, 1968.

16.— Cf. L. Dumont, Essais sur Vindividualisme, Editions du Seuil, 1983.

17.— Cf. el debate entre Tom Nairn y Benedict 106 Immanuel Wallerstein, Etienne Balibar Anderson, en las obras citadas sobre las relaciones entre "nacionalismo", "patriotismo" y "racismo".

18.— Cf. la excelente exposición de P. Aycoberry, La Question nazie. Essai sur les interprétations du national—socialisme, 1922—1975, París, Editions du Seuil, 1979.19.— Entre lo que se ha escrito recientemente está Benedict Anderson, op. cit., que relaciona felizmente las prácticas y los discursos de la "rusificación" y la "anglificación".

20.— Cf. León Poliakov, Histoire de l'antisémitisme, nueva edición (Le Livre de poche Pluriel), tomo II, pág. 259 y sig.; Madeleine Rebérioux, "L'essor du racisme nationaliste", en Racisme etsociété (bajo la dirección de P. de Comarmond y de Cl. Duchet), París, Maspero, 1969.

21.— Cf. R. Ertel, G. Fabre, E. Marienstras, En marge. Les minorités aux Etats—Unis, París, Maspero, 1974, pág. 287 y sig.

22.— Bipan Chandra, Nationalism and Colonialism in Modern India, Orient Longman, Nueva Delhi, 1979, pág. 287 y sig.

23.— Cf. Haroun Jamous, Israel et ses juifs. Essai sur les limites du volontarisme, París, Maspero, 1982.

24.— Muchas veces se ha creído poder afirmar que el nacionalismo, a diferencia de las otras grandes ideologías políticas de los siglos XIX y XX, carecía de teoría y de teóricos (cf. B. Anderson, op. cit.; Isaiah Berlin, "Nationalism — Past Neglect and Present Powers" in Against the Current, Essays in the History of Ideas, Oxford, 1981). Sería olvidar que, muy a menudo, el racismo proporciona sus teorías al nacionalismo, al igual que le proporciona un inconsciente colectivo cotidiano que figura de este modo en ambos polos del "movimiento ideológico".

25.— Cf. las reflexiones de M. Rodinson sobre la función del kerigma en los movimientos ideológicos: "Nature et fonction des mythes dans les mouvements Raza, Nación y Clase 107 socio—politiques d'aprés deux exemples compares: communisme marxiste et nationalisme árabe", en Marxisme et monde musulmán, op. cit., pág. 245 y sig.

26.— La introducción del tema "pesimista" de la degeneración en el darwinismo social, cuando obviamente no tiene nada que hacer en la teoría darwinista de la selección natural, es una etapa esencial en la explotación ideológica del evolucionismo (jugando con el doble sentido de la noción del herencia). No todos los racismos son categóricamente "pesimistas", aunque necesariamente lo sean en hipótesis: la raza (la cultura) superior está perdida (y, con ella, la civilización humana) si acaba por verse "sumergida" en el océano de los bárbaros, de los inferiores. Variante diferencialista: todas las razas (culturas) están perdidas (y, por lo tanto, la civilización humana) si se ahogan recíprocamente en el océano de su diversidad, si "el orden" que forman conjuntamente se degrada en la entropía de la "cultura de masas" uniformizada. El pesimismo histórico supone una concepción voluntarista de la política: solamente una decisión radical, que traduzca la antítesis de la voluntad pura y del curso de las cosas, es decir, la de los hombres de la voluntad y los hombres de la pasividad, puede contrarrestar, y hasta invertir la decadencia. Es la razón de la peligrosa proximidad que se establece cuando el marxismo (y, más ampliamente, el socialismo) lleva su representación del determinismo histórico hasta el categorismo, que trae a su vez una concepción "voluntarista" de la revolución.

27.— Cf. especialmente los trabajos de Michéle Duchet, Anthropologie et histoire au siécle des Lumiéres, París, Maspero, 1971, así como "Racisme et sexualité au XVIII— siécle" in L. Poliakov et al., Ni juif ni grec. Entretiens sur le racisme (II), Mouton, París—La Haya, 1978; "Du noir au blanc, ou la cinquieme génération". in L. Poliakou et al., Le Couple interdit. Entretiens sur le racisme (III), ibid., 1880.

108 Imfnanuel Wallerstein, Etienne Balibar 28.— Cf. Louis Sala-Molins, Le Code noir ou le calvaire de Cannan, PUF, París, 1987.

29.— El diferéncialismo desplaza la discriminación, transfiriéndola de la apariencia inmediata de los grupos clasificados hacia los criterios de clasificación: es un racismo de "segunda categoría"; asimismo, desplaza la naturalidad de las "razas" hacia la naturalidad de las "actitudes racistas" ; cf. en este volumen mi estudio: "¿Existe un neorracismo?" en el que desarrollo análisis recientes del discurso racista en Francia e Inglaterra (C.

Guillaumin, V. de Rudder, M. Barker, P.A. Taguieff).

30.— Sobre la naturaleza como "Madre mítica" en las ideologías racistas y sexistas, cf. C. Guillaumin, "Nature et histoire. A propos dun "matérialisme", en Le Racisme, mythes et sciences, op. cit. Sobre la genealogía y la herencia, cf. Pierre Legendre, LInestimable Objet de la transmission, Fayard, París, 1985.

31.— Ver la manera en que la sociobiología jerarquiza los "sentimientos altruistas": en primer lugar, la familia inmediata, luego, el resto de los parientes (kin altruism), finalmente, la comunidad étnica que se supone representa la extensión de esta última. Cf. Martin Barker, The New Racism. Conservatives and the Ideology of the Tribe, Junction Books, Londres, 1981.

32.— Cf. A. Finkielkraut, La Défaite de la pensée, Gallimard, 1987.

33.— Sobre el pensamiento nazi como estetización de la política, cf. Philippe Lacoué-Labarthe, La Fiction du pólitique, Christian Bourgois, París, 1988. Pierre Aycoberry (La Question nazie, op. cit., pág. 31) observa que la estética nazi "tiene la función de borrar las pistas de la lucha de clases situando cada categoría en su lugar dentro de la comunidad racial: el campesino arraigado, el obrero atleta de la producción, la mujer en casa". Cf. también A.G. Rabinbach, "L esthétique de la production sous le III-Reich", in Le Soldat du travail, textos recogidos por L. Murard y P. Zylberman, Recherches, n" 32/33, septiembre 1978. Raza, Nación y Clase 109 34.— LIdéologie Raciste..., op. cit., pág. 6.

35.— De aquí se deriva toda una casuística: si hay que admitir que la nacionalidad francesa incluye innumerables generaciones sucesivas de migrantes y de descendientes de migrantes, su incorporación espiritual se justificará por su capacidad para ser asimilados, entendida como una predisposición a la "francesidad", pero siempre podrá plantearse fa cuestión (como antiguamente, con los conversos ante la Inquisición) de saber si esta asimilación no es superficial, de aspecto.

36.— El "sobresentido" del que habla por su parte Hannah Arendt en la conclusión de The Origins of Totalitarianism no se remite, según ella, a un proceso de idealización, sino al condicionamiento terrorista que sería inherente al delirio de "coherencia ideológica"; menos aún a una variedad de humanismo, sino a la absorción de la voluntad humana en el movimiento anónimo de la Historia o de la Naturaleza, que los movimientos totalitarios se proponen "acelerar".

37.— Sobre Gobineau, cf. especialmente el estudio de Colette Guillaumin, "Aspects latents du racisme chez Gobineau", in Cahiers internationaux de sociologie, vol. XLII, 1967.

38.— Uno de los ejemplos más puros de la literatura contemporánea nos lo suministra la obra de Ernst Jünger: cf. por ejemplo Le Noeud Gordien, trad. fr.

Christian Bourgois, 1970.

39.— Cf. W. Reich, Les Hommes dans lEtat, trad. fr. Payot. París, 1978.

40.— He intentado desarrollar esta postura en algunos artículos "circunstanciales": "Suffrage universel" (en col. con Yves Benot), Le Monde, 4 de mayo de 1983; "Sujets ou citoyens? - Pour 1 egalité", aart. cit.; "La société métissée", Le Monde, 1 de diciembre de 1984; "Propositions sur la citoyenneté", in La Citoyenneté, obra coordinada por C. Wihtol de Wenden, Edilig-Fondation Diderot, París, 1988.

Etienne Balibar: Racismo y nacionalismo (Cap. 3 de Raza, nación y clase, 1988)
Etienne Balibar: Raza, nación y clase (1988)

Raza, nación y clase

Immanuel Wallerstein, Etienne Balibar

Iepala, Madrid, 1991

Año de publicación original: 1988.

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