Immanuel Wallerstein, Etienne Balibar: Raza, nación y clase (Introducción, 1991)

Raza, nación y clase

Immanuel Wallerstein, Etienne Balibar

Immanuel Wallerstein, Etienne Balibar: Raza, nación y clase (1988)
Immanuel Wallerstein, Etienne Balibar: Raza, nación y clase (1988)

Introducción

De una manera decidida, y no sin cierta osadía, nos hemos atrevido a poner en órbita, en la Europa -desde su España- de 1991, abriendo década y casi siglo de nuevas luces, este libro que vuelve a plantear, de nuevo y de viejo, raíces de problemas -todos sin resolver- sobre temas que vienen siendo casi eternos y que, sin embargo, para algunos 'políticos' (es un decir) y sus masas parecerían estar muy claros, mientras que para la mayoría de los hombres y mujeres preocupadas ética, intelectual y prácticamente por la dinámica social e histórica, reproducen todos los interrogantes, dudas y sospechas que caben en la mente y el corazón, hasta el hastío.

Raza, nación, clase, y por detrás, por debajo o por arriba, trinas, ebrias, pueblos, estados, grupos, comunidades, clanes, castas, capas, segmentos y las gentes a millones buscando: *dónde, cómo y con qué identificar su destino más allá de consigo mismos; *desde dónde comprenderse; *cuáles sean los instrumentos conceptuales, las categorías que puedan utilizarse para saberse y en cuanto son o crean ser, sabiéndose y sintiéndose juntos y en común, afirmarse al lado, enfrente, de espaldas o en contra -sobre todo en contra, porque el ajeno exterior, si juega el papel de enemigo, aglutina y activa la unión interna- de "los otros".

Pero la cuestión es aún mucho más compleja, porque los grandes universos o "sistemas" de pensamiento, símbolos y representación que en el mundo han tenido y tienen influencia, a través de sus estructuras de poder compactamente institucionalizadas y "legitimadas", de sus discursos y de sus lenguajes, han llenado de referencias abstractas ^imposibles de ser captadas por las mayorías humanas (quizá de eso se tratase) y de vivir incluso para los mismos que son minoría-, las conciencias y los mecanismos de comunicación y expresión, de forma que han hecho de ellas tablas absolutas de la ley ajustadas a medir y pesar la vida y muerte de los pobres hombres -colectivos o individuos-.

Todo ello ha servido para que en la historia moderna de nuestro Grupo Zoológico nos hayamos matado millones de veces por los motivos más absurdos y las irracionalidades más injustificables, y aún sigamos planteando los grandes conflictos por "razones" vacías de realidad, aparte las inmensas -por abstractas y absolutas- estupideces colectivas arropadas en religiones, filosofías, ideologías, seudopolíticas, que sirven bobamente a, o son utilizadas fácilmente por, los intereses de los centros de poder económico o político, cada día más concentrado, centralizado y hegemonizado por los pocos.

En la "aldea-mundo" que nos dicen somos en la que la única ley real es la impuesta por la "economía-mundo" de signo capitalista que nos domina, siguen dándose virulentamente fenómenos y procesos, "cosas" tan comunes y extrañas.

Como ETA, Sendero Luminoso, Kjmeres, Unita, Renamo, por poner ejemplos, iguales y distintos, que marcan una de las líneas de muerte por causas que se cuestionan en este libro, como El ANC de Sudáfrica, el Polisario saharaui, el Frente Popular de Liberación de Eritrea, El Tamil de Sri Lanka, el NDF filipino, el Frente Farabundo de El Salvador o la URNG de Guatemala como el FSLN de Nicaragua, y las "justas causas", que también adquieren luz en las discusiones del libro; *como las Repúblicas bálticas o las balcánicas o las asiáticas o las "islámicas" o las otras, que opacan la luz y transpariencia del liderazgo político que mayores aceptaciones concitó nunca entre los hombres (lo cual, por otra parte, no significa mucho en la 'formación social históricamente determinada' o país en el que más se dogmatizó y "teorizó" sobre la Cuestión Nacional -tema central de las discusiones del libro-; *como las Coreas, los Vietnams, las Alemanias, las Irlandas, o los Timor, los Kuwaits, Sáharas Occidentales, Gazas, Cisjordanias, y territorios ocupados en nombre de, como Granada, Afganistán, Panamá, que sin duda necesitan futuro; *Pero este libro también enfrenta las pendientes que tiene el mundo como macrotejido de Estados y naciones, reconocidos como tales sin que se hayan aclarado (aunque en la mayoría de los casos existiesen "acuerdos" y pactos inter-nacionales) su y procedencias constitución y composición; es decir: que las viejas nacion-estado, sus tierras, pueblos, historias, culturas, instituciones y formas organizativas, con sus fronteras -físicas, culturales, sociales o políticas-, muros, fosos y baluartes se fijaron antes de que se reconociese la voluntad popular soberana como fuente de todo tipo de derecho, autoridad y legitimidad; y, después de formados -aunque también antes-, se instigaron los más exacerbados nacionalismos, sus dogmas, mentiras y fanatismos frente/contra "lo vecino otro", que a la contra y por lo mismo, respondía con "personalidad" propia.

¡Historia moderna y contemporánea de la Humanidad! *También está el mundo del derecho, constitucional e internacional, con sus "sujetos" propios, otra vez los estados y otros abstractos, que, a su vez, conforman unidades mayores de ámbito regional, continental, internacional, mundial y sus organismos.

IEPALA cree que el tema que ocupó el debate de estos dos heterodoxos de las doctrinas y 'doctrinarios' de la crítica, viene bien para cuantos aún están dispuestos a pensar antes de hablar y a discutir previamente a imponer "verdades" o prácticas a los demás.

El potente instrumental intelectual con el que se acercan a la realidad, sus análisis y teorías explicativas viene bien, también -aunque lo, hagan en un lenguaje que, según algunos y la nueva moda, ya pasó (hasta que retorne sin el rigorismo que lo "fijó" como fórmula "científica")- para cuantos tienden a reducir los temas a noticias de periódico y/o a dar la razón -a veces la razón que ni tienen ni pueden tener- a cuantos reivindican, eso sí con mucha pasión (corrientemente acompañada de dosis mayores de irresponsabilidad), cualquier espacio, tiempo o bandera nacional.

Incluso es frecuente observar que una demanda nacionalista, por el mero hecho de serlo, proceda de la clase e intereses que sea -en su mayoría vinculados con posiciones conservadoras y reaccionarias, coincidentes con los intereses del capital como polo dominante en la relación social- es contemplada con simpatía e incluso adhesión, atribuyéndosele de entrada una cuota de racionalidad política que nunca tienen -sin con ello decir que los macronacionalismo de los Estados tengan esa u otra racionalidad; pues pocas razones más buenas y sin sentido como la razón de Estado-.

Por todo ello nos hemos decidido, muy gustosamente, a sembrar con este libro -que sin ser absolutamente reciente pone en cuestión incluso las futuras firmezas defendidas con fiereza- el ancho terruño de la inteligencia teórica y política detesta década mítica de los noventa.

Nuestro objetivo, pues: abrir las mil preguntas que sobre esas realidades, movimientos, aspiraciones, categorías, abstracciones, que se llaman raza, nación, clase, pueblo, estado, tribu, étnia, incluso sociedad, existen o deben existir; Y contribuir a que los afectados -¡todos!- nos atrevamos a repensar sin metafísicas especiales qué somos, por qué y cómo nos organizamos; hacia donde vamos y qué queremos construir que sea visible y humano.

No queremos abrir este espacio para que crezcan los nominalismos sino para que la razón (la pura, la práctica, la instrumental, pero también la razón ética frente a la "razón" de Estado y la "razón" nacional -valga la contradicción-) se abra camino y adelantemos el momento interno constituyente de esto que consiste en ser humanos, en que nadie tenga razón suficiente para matar o herir a otro, ni construir absurdos.


Prefacio
Etienne Balibar

Los ensayos que reunimos en este volumen y que presentamos conjuntamente al lector son fases de nuestro trabajo personal, cuya responsabilidad asume cada uno de nosotros.

Sin embargo, las circunstancias los han convertido en elementos de un diálogo que se ha estrechado en estos últimos años y del que quisiéramos ofrecer un reflejo.

Es nuestra contribución a la elucidación de un tema candente: ¿cual es la especificidad del racismo contemporáneo?¿cómo puede relacionarse con la división de clases en el capitalismo y con las contradicciones del Estado—nación? A la inversa, ¿en qué nos conduce el fenómeno del racismo a reconsiderar la articulación del nacionalismo y de la lucha de clases? A través de esta cuestión, aportamos también nuestra contribución a una discusión más amplia, que ocupa al "marxismo occidental" desde hace más de una década y de la que podemos esperar que salga lo suficientemente renovado como para situarse en consonancia con su tiempo.

Por supuesto, no es ninguna casualidad que esta discusión tenga un planteamiento internacional, que combine la reflexión filosófica y la síntesis histórica, y la tentativa de reestructuración conceptual con el análisis de problemas políticos muy urgentes en nuestros días (especialmente en Francia).

Al menos, esa es la convicción que quisiéramos compartir.

Permítanme hacer algunas indicaciones personales. Cuando conocí a Immanuel Wallerstein en 1981, ya había leído el primer tomo (publicado en 1974) de su obra El moderno sistema mundial, aunque no el segundo.

Ignoraba por lo tanto que en él me adjudicaba una presentación "teóricamente consciente" de la tesis marxista "tradicional" relativa a la periodización de los modos de producción, la que identifica la época de la manufactura con la revolución industrial, frente a aquellos que, para marcar los comienzos de la modernidad, proponen "cortar" el proceso histórico alrededor de 1500 (con la expansión europea, la creación del mercado mundial) o bien alrededor de 1650 (con las primeras revoluciones "burguesas" y la revolución científica).

Ignoraba incluso que yo mismo encontraría en su análisis de la hegemonía holandesa en el siglo XVII un punto de apoyo para situar la intervención de Spinoza (con sus rasgos revolucionarios, no sólo ante el pasado "medieval", sino también ante las tendencias contemporáneas) dentro del juego extrañamente atípico de las luchas de partidos políticos y religiosos de la época (con su mezcla de nacionalismo y cosmopolitismo, de democratismo y de "miedo a las masas").

A la inversa, lo que ignoraba Wallerstein es que desde principios de los años setenta, a raíz de las discusiones que provocó nuestra lectura "estructuralista" de El Capital, y precisamente para escapar de las aporías clásicas de la "periodización", reconocí la necesidad de situar el análisis de las luchas de clases y de sus efectos basándome en el desarrollo del capitalismo en el marco de las formaciones sociales, no simplemente en el modo de producción considerado como una media ideal o como un sistema invariable (concepción completamente mecanicista de la estructura).

Se deducía, por una parte, que había que asignar un papel predominante en la configuración de las relaciones de producción al conjunto de los aspectos históricos de la lucha de clases (incluidos aquellos que Marx había bautizado con el concepto equívoco de superestructura).

Por otra parte, esto implicaba plantear en el seno mismo de la teoría la cuestión del espacio de reproducción de la relación capital—trabajo (o del salario), dando todo su sentido a la afirmación constante de Marx según la cual el capitalismo implica la mundialización de la acumulación y de la proletarización de la fuerza de trabajo, pero superando la abstracción del "mercado mundial" no diferenciado.

Asimismo, la emergencia de las luchas específicas de los trabajadores inmigrados en Francia en los años setenta y la dificultad de traducirlas políticamente, unidas a la tesis de Althusser según la cual toda formación social se basa en la combinación de varias formas de producción, me habían convencido de que la división de la clase obrera no es un fenómeno secundario o residual, sino una característica estructural (lo que no quiere decir invariable) de las sociedades capitalistas actuales, que determina todas las perspectivas de transformación revolucionaria e incluso de organización cotidiana del movimiento social (1).

Finalmente, de la crítica maoista del "socialismo real" y de la historia de la "revolución cultural" (tal como yo la percibía), me había quedado, no con la demonización del revisionismo y la nostalgia del estalinismo, sino con la indicación de que el "modo de producción socialista" constituye en realidad una combinación inestable de capitalismo de Estado y de tendencias proletarias dentro del comunismo.

Estas distintas rectificaciones tendían todas ellas, en su propia dispersión, a reemplazar la antítesis formal de la estructura y de la historia por una problemática del "capitalismo histórico" y a identificar como una cuestión central de esta problemática la variación de las relaciones de producción articuladas entre sí en la larga transición de las sociedades no-mercantiles a las sociedades de "economía generalizada".

A diferencia de otras personas, no era exageradamente sensible al economicismo que se suele relacionar con los análisis de Wallerstein. Hay que ponerse de acuerdo sobre el significado de este término. En la tradición marxista ortodoxa, el economicismo se presenta como un determinismo del "desarrollo de las fuerzas productivas": a su manera, el modelo de la economía—mundo de Wallerstein lo reemplazaba por una dialéctica de la acumulación capitalista y de sus contradicciones.

Al plantearse la cuestión de las condiciones históricas en las que puede ponerse en funcionamiento el ciclo de las fases de expansión y de recesión, Wallerstein no se alejaba de lo que me parecía la tesis auténtica de Marx, la expresión de su crítica del economicismo: la primacía de las relaciones sociales de producción sobre las fuerzas productivas, de donde se deduce que las "contradicciones" del capitalismo no son contradicciones entre relaciones de producción y fuerzas productivas (por ejemplo, contradicciones entre el carácter "privado" de unas y el carácter "social" de otras, según la formulación acreditada por Engels) sino —entre otras contradicciones dentro del desarrollo de las propias fuerzas productivas, "contradicciones del progreso".

Por otra parte, lo que se llama crítica del economicismo, se suele realizar en nombre de una reivindicación de autonomía de lo político y del Estado, ya sea en relación con la esfera de la economía de mercado, o en relación con la propia lucha de clases, lo que viene a ser prácticamente volver a introducir el dualismo liberal (sociedad civil/Estado, economía/política) contra el que Marx había argumentado en forma decisiva.

Ahora bien, el modelo explicativo de Wallerstein, tal como yo lo entendía, permitía pensar a un tiempo que la estructura de conjunto del sistema es la de una economía generalizada y que los procesos de formación de Estados, las políticas de hegemonía y de alianzas de clases, forman el entramado de esta economía.

Desde ese momento, la cuestión de por qué las formaciones sociales capitalistas adoptan la forma de naciones o, mejor aún, el saber qué diferencia a las naciones individualizadas alrededor de un aparato de Estado "fuerte" de las naciones dependientes, cuya unidad está contrarrestada desde el interior y el exterior, y de qué forma esta diferencia se transforma con la historia del capitalismo, dejaba de ser un punto ciego para convertirse en una apuesta decisiva.

A decir verdad, es aquí donde se insertaban mis preguntas y mis objeciones. Voy a mencionar brevemente tres, dejando al lector el trabajo de decidir si proceden o no de una concepción "tradicional" del materialismo histórico.

En primer lugar, estaba persuadido de que la hegemonía de las clases dominantes se basa en el fondo en su capacidad de organizar el proceso de trabajo y, después, la reproducción de la propia fuerza de trabajo, en un sentido amplio que engloba la subsistencia de los trabajadores y su formación "cultural".

En otras palabras: lo que se cuestiona aquí es la subsunción real que Marx convirtió, en El Capital, en el índice de la puesta en marcha del modo de producción capitalista propiamente dicho, es decir, el punto de no retorno del proceso de acumulación ilimitado y de "valorización del valor".

Si se piensa bien, la idea de esta subsunción "real" (que Marx opone a la subsunción meramente "formal") va mucho más lejos de la idea de una integración de los trabajadores en el mundo del contrato de las rentas monetarias, del derecho y de la política oficial: implica una transformación de la individualidad humana que se extiende desde la educación de la fuerza de trabajo hasta la formación de una "ideología dominante" susceptible de ser adoptada por los propios dominados.

Sin duda, Wallerstein no estaría en desacuerdo con una idea como ésta, ya que insiste sobre el modo en que todas las clases sociales, todos los grupos sociales que se forman dentro del marco de la economía—mundo capitalista están sometidos a los efectos de la "mercantilización" y del "sistema de Estados".

Sin embargo, nos podemos preguntar si, para describir los conflictos y las evoluciones que se derivan, es suficiente trazar un boceto correcto de los actores históricos, de sus intereses y de sus estrategias de alianzas o de confrontación.

La propia identidad de los actores depende del proceso de formación y de mantenimento de la hegemonía. De este modo, la burguesía moderna se formó para -poder convertirse en una clase que capitaneara al proletariado después de haber sido una clase que capitaneaba al campesinado: tuvo que adquirir una capacidad política y una "conciencia de sí" que se adelantaban a la expresión de las propias resistencias y que se transforman con la naturaleza de estas resistencias.

El universalismo de la ideología dominante está arraigado a un nivel mucho más profundo que la expansión mundial del capital e, incluso, que la necesidad de procurar a todos los "marcos" de esta expansión normas de acción comunes (2): se arraiga en la necesidad de construir, a pesar de su antagonismo, un "mundo" ideológico común a los explotadores y a los explotados.

El igualitarismo (democrático o no) de la política moderna ilustra perfectamente este proceso. Esto quiere decir que cualquier dominio de clase tiene que formularse en el lenguaje universal y, al mismo tiempo, que en la historia hay universalidades múltiples que son incompatibles entre sí.

Cada una de ellas (y es también el caso de las ideologías dominantes de la época actual) está agitada por las tensiones específicas de una determinada forma de explotación y no está nada claro que una misma hegemonía pueda englobar al mismo tiempo todas las relaciones de dominación que aparecen en el marco de la economía—mundo capitalista.

Hablando claro: dudo de la existencia de una "burguesía mundial". O para decirlo con más precisión, reconozco que la extensión del proceso de acumulación a escala mundial implica la formación de una "clase mundial de capitalistas", cuya competencia incesante es la ley (y, paradoja por paradoja, veo la necesidad de incluir dentro de esta clase capitalista tanto a los dirigentes de la "libre empresa" como a los gestores del proteccionismo "socialista" de Estado), pero no creo que esta clase capitalista sea al mismo tiempo una burguesía mundial, en el sentido de clase organizada en instituciones, la única que es históricamente concreta.

Imagino que, a esta pregunta, Wallerstein contestaría enseguida: ¡Hay una institución común a la burguesía mundial, que tiende a conferirle una existencia concreta, más allá de sus conflictos internos (incluso cuando adoptan la forma violenta de conflictos militares) y sobre todo, más allá de las condiciones completamente distintas de su hegemonía sobre las poblaciones dominadas!.

Esta institución es el sistema de Estados, cuyo dominio se hizo especialmente evidente desde que, tras las revoluciones y contrarravoluciones, colonizaciones y descolonizaciones, la forma del Estado nacional se extendió formalmente a toda la humanidad.

Yo mismo sostengo desde hace tiempo que cualquier burguesía es una "burguesía de Estado", incluso en los lugares en los que el capitalismo no está organizado como un capitalismo de Estado planificado, y pienso que en este punto estaremos de acuerdo.

En mi opinión, una de las cuestiones más pertinentes que ha planteado Wallerstein consiste en preguntarse por qué la economía—mundo no pudo transformarse (a pesar de las diferentes tentativas, desde el siglo XVI hasta el XX en un imperio—mundo, políticamente unificado; por qué la institución política adoptó la forma de un "sistema interestatal".

Esta pregunta no se puede contestar a priori: precisamente hay que rehacer la historia de la economía—mundo y, especialmente, la de los conflictos de intereses, los fenómenos de "monopolio" y los desarrollos desiguales del poder que no han cesado de manifestarse en su "centro" (que hoy está cada vez menos localizado en un área geográfica única), y también la de las resistencias desiguales de su "periferia".

Precisamente esta respuesta (si es la válida) me conduce a formular de nuevo mi objeción. Al final de El moderno sistema mundial (vol. I), Wallerstein proponía un criterio para identificar los "sistemas sociales" relativamente autónomos: la autonomía interna de su evolución (o de su dinámica).

Extraía una conclusión radical: la mayor parte de las unidades históricas a las que se suele aplicar la etiqueta de sistemas sociales (desde las "tribus" hasta los Estados—nación) en realidad no lo son; sólo son unidades dependientes; los únicos sistemas propiamente dichos que ha conocido la historia son, por una parte, las comunidades de autosubsistencia y, por otra, los "mundos" (los imperios—mundo y las economías—mundo).

Esta tesis, reformulada con la terminología marxista, nos llevaría a pensar que la única formación social propiamente dicha en el mundo actual es la economía—mundo, porque es la unidad más amplia en el seno de la cual los procesos históricos se convierten en interdependientes.

En otras palabras, la economía—mundo no sólo sería una unidad económica y un sistema de Estados, sino también una unidad social. En consecuencia, la dialéctica de su evolución sería una dialéctica global o, al menos, caracterizada por la primacía de los condicionamientos globales sobre las relaciones de fuerza locales.

Está fuera de duda que esta representación tiene el mérito de evidenciar sintéticamente fenómenos de mundialización de la política y de la ideología a los que asistimos desde hace varias décadas, que se nos presentan como la culminación *de un proceso acumulativo plurisecular.

Los periodos de crisis son una ilustración notable de ello; nos suministran, como podremos ver más adelante en capítulos posteriores de este volumen, un poderoso instrumento para interpretar el nacionalismo y el racismo omnipresentes en el mundo moderno, evitando confundirlos con otros fenómenos de "xenofobia" o de "intolerancia" del pasado: uno (el nacionalismo) como reacción al dominio de los Estados del centro; el otro ( el racismo) como institucionalización de las jerarquías implicadas en la división mundial del trabajo.

Me pregunto si, bajo esta forma, la tesis de Wallerstein no proyecta sobre la multiplicidad de los conflictos sociales (y especialmente sobre la lucha de clases) una uniformidad y una globalidad formales o, al menos, unilaterales.

Me parece que lo que caracteriza a estos conflictos no es solamente la transnacionalización, sino el papel decisivo que desempeñan en ellos, más que nunca, relaciones sociales localizadas o formas locales del conflicto social (económicas, religiosas, político—culturales), cuya "suma" no es inmediatamente totalizable.

En otras palabras, asumiendo a mi vez como criterio, no el límite exterior extremo, dentro del cual se ubica la regulación de un sistema, sino la especificidad de los movimientos sociales y los conflictos asociados (o, si se prefiere, la forma específica bajo la cual se reflejan en él las contradicciones globales), me pregunto si no hay que diferenciar las unidades sociales del mundo contemporáneo de su unidad económica.

¿Por qué tendrían que coincidir? Al mismo tiempo, sugiero que el movimiento de conjunto de la economía—mundo sea más el resultado aleatorio del movimiento de sus unidades sociales que su causa.

Pero reconozco que es difícil identificar de una forma sencilla las unidades sociales en cuestión, porque no coinciden pura y simplemente con unidades nacionales y pueden solaparse parcialmente entre sí (¿Por qué una unidad social tendría que ser cerrada y, más aún, " autárquica"?) (3) Esto me lleva a una tercera cuestión.

La fuerza del modelo de Wallerstein, generalizando y concretando al mismo tiempo las indicaciones de Marx a propósito de la "ley de población" implícita en la acumulación indefinida del capital, es mostrar que ésta no ha dejado de imponer (por la fuerza y por derecho) una redistribución de las poblaciones dentro de las categorías socioprofesionales de su "división del trabajo", maniobrando con su resistencia o quebrándola, incluso utilizando sus estrategias de subsistencia y utilizando sus intereses para enfrentar a unas contra otras.

La base de las formaciones sociales capitalistas es la división del trabajo (en sentido amplio, incluyendo sus diferentes "funciones" necesarias para la producción del capital) o, mejor aún, la base de las transformaciones sociales es la transformación de la división del trabajo.

¿No será ir demasiado deprisa basar en la división del trabajo el conjunto de lo que Althusser llamaba hace poco el efecto de sociedad? En otras palabras, ¿podemos considerar (como hace Marx en algunos textos "filosóficos") que las sociedades o formaciones sociales se mantienen "con vida" y constituyen unidades relativamente duraderas por la única razón de que organizan la producción y los intercambios a la luz de determinadas relaciones históricas? Quiero que se me entienda bien: no se trata de resucitar el conflicto entre el materialismo y el idealismo ni de sugerir que la unidad económica de las sociedades debe completarse o reemplazarse por una unidad simbólica, cuya definición habrá que buscar, ya sea en el derecho, en la religión, en la prohibición del incesto, etc.

Se trata más bien de preguntar si acaso los marxistas no habrán sido víctimas de una gigantesca ilusión sobre el sentido de sus análisis, heredada en gran parte de la ideología económica liberal (y de su antropología implícita).

La división del trabajo capitalista no tiene nada que ver con la complementariedad de las tareas, de los individuos y de los grupos sociales: desemboca más bien, como repite con fuerza Wallerstein, en la polarización de las formaciones sociales en clases antagó1 nicas, cuyos intereses son cada vez menos "comunes".

¿Cómo basar la unidad (aunque sea conflictiva) de una sociedad en una división como ésta? A lo mejor tendríamos que invertir nuestra interpretación de la tesis marxista. En lugar de representarnos la división del trabajo capitalista como lo que crea o instituye las sociedades humanas como "colectividades" relativamente estables, ¿no tendríamos que concebirla como aquello que las destruye! Mejor aún, como aquello que las destruiría, dando a sus desigualdades internas la forma de antagonismos irreconciliables, si otras prácticas sociales, igual de materiales, pero irreductibles al comportamiento del homo economicus (por ejemplo, las prácticas de la comunicación lingüística y de la sexualidad, o de la técnica y del conocimiento) no impusieran límites al imperialismo de la relación de producción y no la transformaran desde el interior.

La historia de las formaciones sociales no sería tanto la del paso de las comunidades no mercantiles a la sociedad de mercado o de intercambios generalizados (incluido el intercambio de fuerza humana de trabajo) —representación liberal o sociológica que ha conservado el marxismo-, como la de las reacciones del complejo de las relaciones sociales "no económicas" que forman el aglutinante de una colectividad histórica de individuos frente a la desestructuración con que las amenaza la expansión de la forma valor.

Estas reacciones confieren a la historia social una dinámica irreductible a la simple "lógica" de la reproducción ampliada del capital o incluso a un "juego estratégico" de los actores, definidos por la división del trabajo y el sistema de Estados.

Son ellas también las que subyacen bajo las producciones ideológicas institucionales, intrínsecamente ambiguas, que son la verdadera materia de la política (por ejemplo, la ideología de los derechos humanos, pero también el racismo, el nacionalismo, el sexismo y sus antítesis revolucionarias).

Finalmente, son ellas las que evidencian los efectos ambivalentes de las luchas de clases, en la medida en que, intentando operar la "negación de la negación", es decir; destruir el mecanismo que tiende a destruir las condiciones de la existencia social, tratan, también utópicamente, de restaurar una unidad perdida y se ofrecen de este modo para su recuperación por parte de distintas fuerzas dominantes.

Más que entablar una discusión a este nivel de abstracción, nos pareció de entrada que sería mejor aprovechar los elementos teóricos de que disponíamos en el análisis, emprendido en común, de una cuestión crucial propuesta por la propia actualidad, cuya dificultad pudiera hacer progresar la confrontación.

Este proyecto se materializó en un seminario que organizamos durante tres años? (1985—1986 —1987) en la "Maison des sciences de Phomme" de París, consagrado sucesivamente a los temas "Racismo y etnicidad", "Nación y nacionalismo" y "Las clases".

Los textos que vienen a continuación no reproducen literalmente nuestras intervenciones, pero recuperan su contenido y lo completan en varios puntos. Algunos han sido objeto de otras presentaciones o publicaciones, que hacemos constar. Los hemos vuelto a clasificar de modo que se pongan de relieve los puntos de confrontación y de convergencia. Su sucesión no pretende ni la coherencia absoluta ni la exhaustividad, sino más bien abrir el debate, explorar algunas vías de investigación.

Es demasiado pronto para sacar conclusiones. Esperamos, no obstante, que el lector encuentre materia para la reflexión y la crítica.

En la primera parte, El racismo universal, hemos querido esbozar una problemática, alternativa a la ideología del "progreso" impuesta por el liberalismo y ampliamente utilizada (ya veremos más adelante en qué condiciones) por la filosofía marxista de la historia.

Comprobamos que, con formas tradicionales o renovadas (pero cuya filiación es reconocible), el racismo no está en regresión, sino en progresión en el mundo contemporáneo. Este fenómeno conlleva desigualdades, fases críticas, cuyas manifestaciones hay que evitar confundir cuidadosamente; pero en definitiva, sólo se puede explicar por causas estructurales.

En la medida en que lo que está en juego, tanto si se trata de teorías intelectuales como de racismo institucional o popular, es la categorización de la humanidad en especies artificialmente aisladas, tiene que haber una escisión violentamente conflictiva en las relaciones sociales.

No se trata de un simple "prejuicio". Además, más allá de transformaciones históricas tan decisivas como la descolonización, esta escisión tiene que reproducirse dentro del marco mundial que ha creado el capitalismo.

No se trata ni de una pervivencia ni de un arcaísmo. No obstante, ¿no es contradictorio con la lógica de la economía generalizada y del derecho individualista? En absoluto. Pensamos ambos que el universalismo de la ideología burguesa (y, por lo tanto, de su humanismo) no es incompatible con el sistema de jerarquías y de exclusiones que se manifiesta ante todo mediante el racismo y el sexismo.

De la misma forma que racismo y sexismo constituyen un sistema. En un análisis detallado, diferimos no obstante en varios puntos, Wallerstein remite el universalismo a la forma del mercado (a la universalidad del proceso de acumulación); el racismo, a la separación de la fuerza de trabajo entre el centro y la periferia; y el sexismo, a la oposición del "trabajo" masculino y del "no trabajo" femenino en la estructura familiar, de la que hace una institución fundamental el capitalismo histórico.

En mi opinión, la articulación específica del racismo es con el nacionalismo, y creo poder demostrar que la universalidad está paradójicamente presente en el racismo.

La dimensión temporal se convierte en decisiva: la cuestión está en saber cómo la mayoría de las exclusiones del pasado se transmite a las del presente o cómo la internacionalización de los movimientos de población y el cambio del papel político de los Estados—nación pueden desembocar en un "neorracismo", o quizá en un "posracismo".

En la segunda parte, La nación histórica, intentamos renovar el debate sobre las categorías de "pueblo" y "nación". Nuestros métodos son bastante diferentes: yo procedo en forma diacrónica, en busca de una trayectoria de la forma nación; Wallerstein, de forma sincrónica, en busca del lugar funcional que ocupa la superestructura nacional, entre otras instituciones políticas, en la economía—mundo.

Por ello, articulamos de modo diferente la lucha de clases y la formación nacional. Si esquematizamos mucho, se podría decir que mi posición consiste en inscribir las luchas de clases históricas en la forma nacional (aunque representen su antítesis), mientras que la de Wallerstein inscribe la nación, junto con otras formas, en el campo de las luchas de clases (aunque éstas sólo se conviertan en clases "para sí" en circunstancias excepcionales; un punto sobre el que volveremos más adelante).

Sin duda, la significación del concepto de "formación social" se dilucida aquí. Wallerstein propone distinguir tres grandes modos históricos de construcción del "pueblo": la raza, la nación, la etnicidad, que remiten a estructuras diferentes de la economía—mundo; insiste en la ruptura histórica entre el Estado "burgués" (de hecho, considera equívoco el término de "Estado").

Por mi parte, intentando caracterizar el paso del Estado "prenacional" al Estado "nacional", atribuyo mucha importancia a otra de sus ideas (que no aparece aquí): la pluralidad de las formas políticas en la fase de constitución de la economía—mundo.

Planteo el problema de la construcción del pueblo (lo que llamo la etnicidad ficticia) como un problema de hegemonía interna y trato de analizar el papel que desempeñan en su producción las instituciones que dan cuerpo respectivamente a la comunidad lingüistica y a la comunidad de raza.

Debido a estas diferencias, parece que Wallerstein muestre mejor la etnificación de las minorías, mientras que yo soy más sensible a la etnificación de las mayorías; quizá él sea demasiado "americano" y yo demasiado "francés".

Lo cierto es que nos parece igualmente esencial concebir la nación y el pueblo como construcciones históricas, gracias a las cuales instituciones y antagonismos actuales pueden proyectarse en el pasado, para conferir una estabilidad relativa a las "comunidades" de las que depende el sentimiento de la "identidad" individual.

Con la tercera parte, Las clases: polarización y sobredeterminación, nos interrogamos sobre las transfomaciones radicales que conviene aportar a los esquemas de la ortodoxia marxista (es decir, en pocas palabras, al evolucionismo del "modo de producción" en sus distintas variantes) para poder analizar realmente el capitalismo como sistema (o estructura) histórico, siguiendo las indicaciones más originales de Marx.

Sería fastidioso resumir nuestras propuestas por adelantado. El lector malicioso se podrá entretener en contabilizar las contradicciones que aparecen entre nuestras respectivas "reconstrucciones". No queremos ser una excepción a la regla que dice que dos "marxistas", sean quienes fueren, son incapaces de dar el mismo sentido a los mismos conceptos.

Lo que me parece más significativo tras una nueva lectura es el grado de coincidencia de las conclusiones a las que llegamos a partir de premisas tan distintas.

Lo que está en juego, evidentemente, es la articulación del aspecto "económico" y el aspecto "político" de la lucha de clases. Wallerstein es fiel a la problemática de la "clase en sí" y de la "clase para sí", que yo rechazo, pero la combina con tesis, cuando menos provocadoras, sobre el aspecto principal de la proletarización (que no es, según él, la generalización del trabajo asalariado).

Según su razonamiento, la salarización se extiende a pesar del interés inmediato de los capitalistas, bajo el doble efecto de las crisis de realización y de las luchas obreras contra la sobreexplotación periférica (la del trabajo asalariado a tiempo parcial).

Yo objetaría que este razonamiento supone que cualquier explotación es "extensiva", es decir, que no hay una forma de sobreexplotación ligada a la intensificación del trabajo asalariado sometido a las revoluciones tecnológicas (lo que Marx llama la "subsunción real", la producción de la "plusvalía relativa").

Pero estas divergencias de análisis (se puede pensar que reflejan un punto de vista de la periferia frente a un punto de vista del centro) están subordinadas a tres ideas comunes:

1 — La tesis de Marx referente a la polarización de las clases en el capitalismo no es un error enojoso, sino el punto fuerte de su teoría.

No obstante, hay que diferenciarla muy bien de la representación ideológica de una "simplificación de las recaciones de clases" con el desarrollo del capitalismo, ligada al catastrofismo histórico.

2 —No hay un "tipo ideal" de clase (proletariado y burguesía) sino procesos de proletarización y de aburguesamiento (4), cada uno de los cuales cuenta con sus conflictos internos (lo que llamaría, por mi parte, siguiendo a Althusser, la "sobredeterminación" del antagonismo): así se puede explicar que la historia de la economía capitalista dependa de las luchas políticas en el espacio nacional y transnacional.

3 —La "burguesía" no se define por la simple acumulación del beneficio (o por la inversión productiva): esta condición necesaria, pero no suficiente.

Se puede leer en el texto la argumentación de Wallerstein referente a la búsqueda por parte de la burguesía de posiciones de monopolio y la trasformación del beneficio en renta" garantizada por el Estado según distintas modalidades históricas.

Es un punto sobre el que habrá que volver. La historificación (y, por lo tanto, la dialectización) del concepto de las clases de la "sociología marxista" no ha hecho más que empezar (o, lo que es lo mismo: queda mucho por hacer para acabar con la ideología que se ha concebido a sí misma como ideología marxista).

También en este caso respondemos a nuestras tradiciones nacionales: frente a un prejuicio pertinaz en Francia (pero que se remonta a Engels), me dedico a demostrar que el burgués—capitalista no es un parásito; por su parte, Wallerstein, procedente el país donde nació el mito del "manager", se dedica a demostrar que el burgués no es lo contrario del aristócrata (ni en el pasado ni en el presente).

Por otras razones, estoy completamente de acuerdo con que, en el capitalismo actual, la escolarización obligatoria se ha convertido, no sólo en un "mecanismo de reproducción", sino de "producción" de diferencias de clase.

Sencillamente, menos "optimista" que él, no creo que mecanismo '"meritocrático" sea más frágil desde el punto de vista político que los mecanismos precedentes de adquisición de una posición social privilegiada.

En mi opinión, esto se debe a que la escolarización (al menos en los países "desarrollados") se establece a un tiempo como procedimiento de selección de cuadros y como aparato ideológico propio para naturalizar técnicamente" y "científicamente" las divisiones sociales, sobre todo la división entre trabajo manual e intelectual, o trabajo de ejecución y trabajo de dirección, en sus formas sucesivas.

Esta naturalización que, como veremos, mantiene estrechas relaciones con el racismo, no es menos eficaz que otras legitimaciones históricas del privilegio. Esto nos lleva directamente a nuestro último punto: ¿Desplazamientos del conflicto social"?

El objeto de la cuarta parte es volver a la cuestión planteada inicialmente (la del racismo o, más ampliamente, la de la "posición" y la identidad "comunitaria"), cruzando las determinaciones anteriores y preparando, aunque aún estén lejos, conclusiones prácticas.

Se trata también de apreciar la distancia que adoptaremos en relación con algunos temas clásicos de la sociología y de la historia. Naturalmente, las diferencias de enfoque y las divergencias más o menos importantes que han ido apareciendo subsisten: no estamos aún en condiciones de sacar conclusiones.

Si quisiera forzar la imagen, diría que, esta vez, Wallerstein es mucho menos "optimista" que yo, ya que ve la conciencia de "grupo" imponerse necesariamente a la conciencia de "clase" o, al menos, constituir la forma necesaria de su realización histórica.

Es cierto que en el infinito ("asíntota"), los dos términos se unen según él en la transnacionalización de las desigualdades y de los conflictos.

Por mi parte, no creo que el racismo sea la expresión de la estructura de clases, sino una forma típica de la alienación política inherente a las luchas de clases en el campo del nacionalismo, que asume formas especialmente ambivalentes (racificación del proletariado, obrerismo, consenso "interclasista" en la crisis actual).

Es cierto que razono básicamente siguiendo el ejemplo de la situación y la historia francesas, en las que se plantea hoy en día en forma incierta la cuestión de la renovación de las prácticas y las ideologías internacionalistas.

Es cierto también que, en la práctica, las "naciones proletarias" del Tercer Mundo, o más exactamente sus masas pauperizadas y los "nuevos proletarios" de Europa Occidental y de otros lugares, tienen en su diversidad un mismo adversario: el racismo institucional y sus prolongaciones o anticipaciones políticas de masa.

Tienen también que superar el mismo obstáculo: la confusión del particularismo étnico o del universalismo político—religioso con ideologías liberadoras en sí.

Es probablemente el punto más importante, sobre el que hay que seguir reflexionando e investigando junto con los interesados, más allá de los circuitos universitarios.

No obstante, un mismo adversario no implica los mismos intereses inmediatos, ni la misma forma de consciencia, ni menos aún, la totalización de las luchas. En realidad, sólo es una tendencia, a la que se oponen obstáculos estructurales. Para que se imponga, hacen falta coyunturas favorables y prácticas políticas.

Es la razón principal de que, a lo largo de este libro, haya mantenido que la (re)constitución sobre nuevas bases (y quizá con palabras nuevas) de una ideología de clase, susceptible de contrarrestar el nacionalismo galopante de hoy y de mañana, implicaba la condición (que determina a priori su contenido) de un antirracismo efectivo.

Para terminar quisiéramos agradecer a los colegas y amigos que han tenido la amabilidad de contribuir con sus exposiciones al seminario que dio origen a este libro: Claude Meillassoux, Gérard Noiriel, Jean—Loup Amselle, Pierre Dommergues, Emmanuel Terray, Véronique de Rudder, Michéle Guillon, Isabelle Taboada, Samir Amin, Robert Fossaert, Eric Hobsbawm, Ernest Gellner, Jean—Marie Vincent, Kostas Vergopoulos, Francoise Duroux, Marcel Drach, Michel Freyssenet.

Agradecemos igualmente a todos los participantes en los debates, que es imposible nombrar, pero cuyas observaciones no se habrán formulado en vano.


NOTAS.

1. — Debo mencionar aquí, entre otras, la influencia determinante que han tenido en estas reflexiones las investigaciones de Yves Duroux, Claude Meillaseoux y Suzanne de Brunhoff sobre la reproducción de la fuerza de trabajo y las contradicciones de la forma salario".

2. — Como sugiere Wallerstein, sobre todo en Le Capitalisme historique, pág. 79 y siguientes.

3. — Reconozco también que este punto de vista arroja una duda sobre la perspectiva de una "convergencia" de los "movimientos contra el sistema" (entre los que Wallerstein incluye los movimientos socialistas de la clase obrera y los movimientos de liberación nacional, la lucha de las mujeres contra el sexismo y la de las minorías oprimidas, especialmente las sometidas al racismo, todos, potencialmente, parte interesada de una misma "comunidad mundial de movimientos contra el sistema" {Le Capitalisme historique, pág. 108); estos movimientos me parecen en el fondo "no contemporáneos" unos de otros, a veces incompatibles entre sí, ligados a contradicciones universales pero diferenciadas, a conflictos sociales decisivos en distintos grados, en diferentes "formaciones sociales".

No veo su condensación en un único bloque histórico como una tendencia a 30 Immanuel Wallerstein, Etienne Baiibar largo plazo, sino como un encuentro coyuntural, cuya duración depende de innovaciones políticas. Esto es válido en primer lugar para la "convergencia" del feminismo y de la lucha de clases: sería interesante preguntarse por qué no ha habido prácticamente un movimiento feminista "consciente" fuera de formaciones sociales en las que existía igualmente una lucha de clases bien organizada, aunque ambos movimientos no hayan podido fusionarse nunca. ¿Es debido a la división del trabajo? ¿a la forma política de las luchas? ¿al inconsciente de la "conciencia de clase"?

4. — Prefiero hablar de aburguesamiento, más que de burguesificación, que utiliza Wallerstein, a pesar del posible equívoco de la palabra (por otra parte, ¿está tan claro? Al igual que los militares se recluían entre el estamento civil, los burgueses, remontándose a la enésima generación, se reclutaron entre los no burgueses).

Immanuel Wallerstein, Etienne Balibar: Raza, nación y clase (Introducción, 1991)
Immanuel Wallerstein, Etienne Balibar: Raza, nación y clase (1991)

Raza, nación y clase

Immanuel Wallerstein, Etienne Balibar

Iepala, Madrid, 1991

Año de publicación original: 1988.

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