Immanuel Wallerstein: Universalismo, racismo y sexismo (Cap. 2 de Raza, nación y clase, 1988)

Universalismo, racismo y sexismo, tensiones ideológicas del capitalismo

Immanuel Wallerstein

Cap. 2 de Raza, nación y clase 1988)


Durante mucho tiempo se nos ha dicho que el mundo moderno ha sido el primero en traspasar los límites de los estrechos vínculos locales para proclamar la fraternidad universal entre los hombres. Al menos así era hasta la pasada década, porque después hemos tomado conciencia de que la misma terminología de la doctrina universalista se contradice; por ejemplo, la expresión fraternidad entre los hombres se refiere al género masculino, y por tanto excluye o relega implícitamente a una esfera inferior a todas las mujeres. Sería fácil multiplicar los ejemplos lingüísticos que revelan la tensión que se registra entre la continua legitimación del universalismo y la realidad permanente, tanto material como ideológica, del racismo y el sexismo en este mismo mundo. El objeto de mi estudio es esta tensión o, para ser más precisos, contradicción, porque las contradicciones no sólo aportan fuerza dinámica de los sistemas históricos, sino que ponen al descubierto sus características fundamentales.

Una cosa es preguntarse cuáles son el origen y el grado de implantación de la doctrina universalista o el porqué de la existencia y la persistencia del racismo o el sexismo en el mundo moderno, y otra muy distinta es indagar acerca del acoplamiento de ambas ideologías; en realidad, de lo que podemos calificar de relación simbiótica entre estos presuntos contrarios. Comenzamos por una aparente paradoja. Las ideas universalistas han sido el principal desafío para el racismo y el sexismo, y las ideas racistas y sexistas han sido el principal desafío para el universalismo. Suponemos que los partidarios de cada uno de estos sistemas de creencias son personas que militan en campos opuestos. Sólo ocasionalmente nos permitimos advertir que el enemigo, como señala Pogo, somos nosotros; que a la mayoría de nosotros, tal vez a todos, nos parece perfectamente posible seguir simultáneamente ambas doctrinas. Es una situación deplorable, sin duda, pero hay que explicarla, y para ello no basta una simple afirmación de hipocresía: esta paradoja o hipocresía es duradera, generalizada y estructural, y no un error humano pasajero.

En los sistemas históricos anteriores era más fácil mantener la coherencia. Por distintas que fueran sus estructuras y sus premisas, todos estos sistemas coincidían en su falta de vacilación a la hora de efectuar una distinción moral y política entre el integrante del grupo y el individuo ajeno a él. Al miembro del grupo propio se le atribuían unas cualidades morales superiores, y el sentido del deber recíproco entre los componentes de la colectividad tenía preferencia sobre cualquier concepción abstracta respecto de la especie humana, en el caso de que tales abstracciones llegaran a formularse. Incluso las tres religiones monoteístas de ámbito universal (judaísmo, cristianismo e islam), pese a su compromiso hipotético con un dios único que reina sobre una especie humana igualmente única, distinguían entre los de dentro y los de fuera.

Estudiaremos en primer lugar los orígenes de las doctrinas universalistas modernas, para continuar con las fuentes del racismo y el sexismo modernos y terminar con la combinación, de ambas ideologías en la práctica, tanto desde el punto de vista de sus causas como de sus consecuencias.

Para explicar los orígenes del universalismo como ideología de nuestro sistema histórico actual disponemos básicamente de dos métodos. Según el primero de ellos el universalismo es la culminación de una tradición intelectual anterior, mientras que el segundo considera este universalismo como ideología especialmente adecuada para una economía—mundo capitalista.

Estos dos tipos de explicación no son necesariamente contradictorios. El razonamiento que habla del resultado o de la culminación de una larga tradición está relacionado precisamente con las tres religiones monoteístas. Se ha afirmado que el salto moral decisivo tuvo lugar cuando los seres humanos (o algunos de ellos) dejaron de creer en un dios tribal y admitieron la unicidad de dios, y con ella -implícitamente la de la humanidad.

Sin duda se podría admitir —continúa la argumentación— que las tres religiones monoteístas no aplicaron su lógica hasta las últimas consecuencias. El judaísmo reservó un lugar privilegiado para el pueblo elegido de dios y ha sido reacio a acoger nuevos miembros mediante la adopción. El cristianismo y el islam levantaron las barreras que impedían la incorporación al grupo elegido y emprendieron decididamente el camino del proselitismo. Pero tanto el cristianismo como el islam han exigido normalmente de los neófitos que deseaban acceder plenamente al reino de dios un juramento de fidelidad que el adulto no creyente podía realizar mediante la conversión formal. Según esta primera concepción, el pensamiento ilustrado moderno se limitó a ir un poco más allá en esta lógica monoteísta e hizo derivar la igualdad moral y los derechos humanos de la misma naturaleza humana, por lo que nuestros derechos son derechos naturales con los que nacemos y no privilegios adquiridos.

Esta visión de la historia del pensamiento no es incorrecta. Son varios los, documentos político—morales importantes de finales del siglo XVIII que reflejan esta ideología de la Ilustración: documentos que gozaron de gran crédito y adhesión como consecuencia de convulsiones políticas trascendentales (Revolución Francesa, descolonización de América, etc.). Por otra parte, podemos ir más lejos en la historia ideológica ya que en estos documentos del siglo XVIII había numerosas omisiones de hecho, sobre todo en lo que se refiere a las personas de raza no blanca y a las mujeres. Con el paso del tiempo, estas y otras omisiones han sido rectificadas mediante la inclusión explícita de estos grupos bajo el epígrafe de la doctrina universalista. En la actualidad, incluso los movimientos sociales cuya razón de ser consiste en llevar a la práctica políticas racistas o sexistas tienden a aceptar de palabra la ideología del universalismo, con lo cual dan la impresión de que consideran un tanto vergonzoso proclamar abiertamente los principios que con toda claridad rigen sus prioridades políticas. No es difícil, por tanto, trazar a partir de la historia de las- ideas una especie de curva temporal ascendente de la aceptación de la ideología universalista y, basándose en esa curva, afirmar la presencia de una especie de proceso histórico mundial irreversible.

Sin embargo, el universalismo como doctrina política sólo se ha propugnado seriamente en el mundo moderno, por lo que parece igualmente sólido argumentar que su origen ha de buscarse en el marco socioeconómico de este mundo. La economía—mundo capitalista es un sistema basado en la acumulación continua de capital. Uno de los principales mecanismos que la hacen posible es la conversión de cualquier cosa en mercancía. Estas mercancías circulan en lo que llamamos mercado mundial en forma de productos, capital y fuerza de trabajo. Es de suponer que cuanto más libre sea la circulación, más activa será la mercantilización y, en consecuencia, todo lo que se oponga al movimiento está contraindicando en teoría.

Todo aquello que impida que los productos, el capital y la fuerza de trabajo se transformen en mercancías vendibles supone un obstáculo para esos movimientos. Todo recurso a criterios que no sean su valor de mercado para evaluar los productos, el capital y la fuerza de trabajo, toda introducción en esta evaluación de otras prioridades hacen que estos elementos sean no vendibles o al menos difícilmente vendibles. Por una suerte de lógica interna impecable, todos los particularismos, del tipo que sean, se consideran incompatibles con la lógica del sistema capitalista, o como mínimo un obstáculo para su funcionamiento óptimo. Por consiguiente, en el seno del sistema capitalista es imperativo proclamar una ideología universalista e introducirla en la realidad como elemento fundamental en la incesante persecución de la acumulación de capital. Así, decimos que las relaciones sociales capitalistas son una forma de "disolvente universal" que lo reduce todo a una forma de mercancía homogénea cuyo único criterio de valoración es el dinero.

De aquí se extraen dos consecuencias principales. El universalismo permitiría la máxima eficacia posible en la producción de bienes. Específicamente, en términos de fuerza de trabajo, si tenemos una "vía libre a los talentos" (una de las consignas nacidas en la Revolución Francesa), es probable que coloquemos a las personas más competentes en las funciones profesionales que, en la división mundial del trabajo, mejor convengan a sus talentos. En efecto, hemos desarrollado todo un conjunto de mecanismos institucionales (enseñanza pública, función pública, normas contra el nepotismo) cuyo objeto es establecer lo que hoy llamamos sistema "meritocrático".

Por otra parte, la meritocracia sería no sólo económicamente eficaz, sino también un factor de estabilización política. En la medida en que existen desigualdades en la distribución de recompensas en el capitalismo histórico (al igual que en los sistemas históricos anteriores), el resentimiento de quienes reciben recompensas modestas con respecto a los que las reciben más importantes sería menos intenso al justificarse tal desigualdad por el mérito y no por la tradición. En otras palabras, se piensa que la mayor parte de la gente consideraría más aceptable, moral y políticamente, el privilegio adquirido mediante el mérito que el adquirido gracias a la herencia.

Esta sociología política me parece discutible. Diría incluso que lo cierto es exactamente lo contrario. Aunque el privilegio adquirido mediante la herencia ha sido aceptado, al menos en parte, durante mucho tiempo por los oprimidos, sobre la base de creencias místicas o fatalistas en un orden eterno que, al menos, los instalaba en la comodidad de la certeza, el privilegio adquirido por una persona que se supone más inteligente y, en todo caso, más instruida que otra es sumamente difícil de admitir, salvo por la minoría que, efectivamente, trepa ya por la escala. Nadie mejor que un "yuppie" para amar y admirar a otro. Los príncipes, al menos, podían parecer figuras bondadosamente paternales, pero un "yuppie" nunca será más que un hermano superprivilegiado. El sistema meritocrático es uno de los menos estables políticamente, y es precisamente esta fragilidad política la que explica la entrada en escena del racismo y el sexismo.

Durante mucho tiempo se ha pensado que la supuesta curva ascendente de la ideología universalista se correspondía teóricamente con la curva descendente del gradó de desigualdad determinado por la raza o el sexo, tanto en la teoría como en la práctica. Desde el punto de vista empírico, éste no ha sido el caso. Se podría incluso observar lo contrario y constatar que, en el mundo moderno, las gráficas relativas a las desigualdades raciales y sexuales han registrado una progresión o que, al menos, no se han reducido realmente ni en los hechos ni probablemente en la ideología. Para determinar las razones, debemos examinar qué proclaman realmente las ideologías racistas y sexistas.

El racismo no es sólo una actitud de desprecio o de miedo hacia quienes pertenecen a otros grupos definidos por criterios genéticos (como el color de la piel) o por criterios sociales (adscripción religiosa, pautas culturales, preferencia lingüística, etc.). Por regla general, aunque incluya ese desprecio y ese miedo, el racismo va mucho más lejos. El desprecio y el miedo son aspectos muy secundarios de lo que define la práctica del racismo en la economía—mundo capitalista. Puede afirmarse incluso que el desprecio y el miedo hacia el otro (xenofobia) es un aspecto del racismo que supone una contradicción.

En todos los sistemas históricos anteriores, la xenofobia entrañaba una consecuencia fundamental en el comportamiento: la expulsión del "bárbaro" del espacio físico de la comunidad, la sociedad, el grupo interno; la versión extrema de esta expulsión era la muerte.

Cuando expulsamos físicamente al otro, el entorno que pretendemos buscar gana en "pureza", pero es inevitable que al mismo tiempo perdamos algo. Perdemos la fuerza de trabajo de la persona expulsada y, por consiguiente, la contribución de esa persona a la creación de un excedente del que hubiéramos podido apropiarnos periódicamente. Para todos los sistemas históricos, esto representa una pérdida, particularmente grave cuando toda la estructura y la lógica del sistema se fundamentan en la acumulación continua de capital.

Un sistema capitalista en expansión (circunstancia que concurre la mitad de las veces) necesita toda la fuerza de trabajo disponible, ya que es ese trabajo el que produce los bienes de los cuales se extrae y acumula el capital. La expulsión del sistema no tiene sentido.

Pero si se quiere obtener el máximo de acumulación de capital es preciso reducir al mínimo simultáneamente los costes de producción (y por ende los costea que genera la fuerza de trabajo) y los derivados dé los problemas políticos, y por tanto reducir al mínimo simultáneamente —y no eliminar, ya que es imposible— las reivindicaciones de la fuerza de trabajo. El racismo es la fórmula mágica que favorece la consecución de ambos objetivos.

Examinamos uno de los primeros y más famosos debates que haya tenido lugar a propósito del racismo como ideología. Cuando los europeos llegaron al Nuevo Mundo encontraron pueblos, a muchos de los cuales eliminaron, directamente con la espada o indirectamente por la enfermedad. Un religioso español, fray Bartolomé de las Casas, hizo suya la causa de estos pueblos y afirmó que los indios tenían almas que había que salvar. Estudiemos más a fondo las implicaciones del argumento expuesto por De las Casas, que obtuvo la aprobación oficial de la Iglesia y finalmente la de los Estados. Dado que tenían alma, los indios eran seres humanos y debían aplicárseles las normas del derecho natural. Por consiguiente, estaba moralmente prohibido matarlos de manera indiscriminada (es decir, expulsarlos del dominio de la humanidad) y debía procurarse la salvación de su alma (es decir, convertirlos a los valores universalistas del cristianismo). Al estar vivos y presumiblemente en vías de conversión, podían ser integrados en la fuerza de trabajo, desde luego según el nivel de sus aptitudes, lo cual quería decir en el más bajo de la jerarquía profesional y salarial.

Desde un punto de vista operativo, el racismo ha adoptado la forma de lo que podemos denominar "etnificación" de la fuerza de trabajo. Es decir, en todo momento ha existido una jerarquía de profesiones y de remuneraciones proporcionada a ciertos criterios supuestamente sociales. Pero mientras el modelo de etnificación ha sido constante, sus detalles han variado con el lugar y con el tiempo, dependiendo de la localización de los pueblos y de las razas que se encontraban en un espacio y tiempo concretos y de las necesidades jerárquicas de la economía en ese espacio y tiempo.

Quiere esto decir que el racismo ha conjugado siempre las pretensiones basadas en la continuidad de un vínculo con el pasado (definido genética y/o socialmente) y una extrema flexibilidad en la definición presente de las fronteras entre estas entidades reificadas denominadas razas o grupos étnicos, nacionales y religiosos. La flexibilidad que ofrece la reivindicación de un vínculo con las fronteras del pasado, unida a la revisión continua de estas fronteras en el presente, adopta la forma de una creación y de una continua recreación de comunidades y grupos raciales y/o étnicos, nacionales y religiosos. Siempre están presentes, y siempre clasificados jerárquicamente, pero no siempre son exactamente los mismos. Ciertos grupos pueden desplazarse en la clasificación; algunos pueden desaparecer o unirse entre sí, y otros se desgajan mientras nacen nuevos grupos. Pero entre ellos siempre hay algunos individuos que son "negros". Si no hay negros, o si su número es excesivamente reducido, pueden inventarse "negros blancos".

Este tipo de sistema -—un racismo constante en la forma y en el veneno, aunque un tanto flexible en sus fronteras— hace sumamente bien tres cosas. En primer lugar, permite ampliar o contraer, según las necesidades del momento, el número de individuos disponibles para los cometidos económicos peor pagados y menos gratificantes en un ámbito espacio—temporal concreto.

Por otra parte, hace nacer y recrea permanentemente comunidades sociales que en realidad socializan a sus hijos para que puedan desempeñar, a su vez, las funciones que les corresponden (aunque, desde luego, les inculcan también formas de resistencia). Por último, ofrece una base no meritocrática para justificar la desigualdad. Merece la pena subrayar este último aspecto. Precisamente por ser una doctrina antiuniversalista, el racismo ayuda a mantener el capitalismo como sistema, pues justifica que a un segmento importante de la fuerza de trabajo se le asigne una remuneración muy inferior a la que podría justificar el criterio meritocrático.

El capitalismo como sistema engendra el racismo, pero ¿es necesario que engendre también el sexismo? Sí, porque de hecho ambos están íntimamente unidos.

La etnificación de la fuerza de trabajo tiene como fin hacer posibles unos salarios muy bajos para sectores enteros de la fuerza de trabajo. De hecho, esos salarios bajos sólo son posibles porque los asalariados pertenecen a estructuras familiares para las cuales los ingresos salariales de toda una vida sólo constituyen una parte relativamente reducida del total de ingresos familiares.

Tales estructuras familiares precisan una inversión considerable de trabajo en actividades denominadas de "subsistencia" y en pequeñas actividades mercantiles, en parte del hombre adulto, pero en mayor medida de la mujer, los jóvenes y las personas de edad avanzada.

En un sistema como éste, la aportación de trabajo no asalariado "compensa" el bajo nivel de los ingresos salariales y, por consiguiente, representa en la práctica una subvención indirecta a los empresarios de los asalariados que pertenecen a esas familias. El sexismo permite que no pensemos en ello. El sexismo no es sólo la asignación de un trabajo diferente o incluso menos apreciado a las mujeres, como el racismo no es sólo xenofobia. El racismo trata de mantener a la gente en el interior del sistema de trabajo y no de expulsarla de él; el sexismo persigue el mismo objetivo.

La manera en que inducimos a las mujeres —así como a los jóvenes y a las personas de edad— a trabajar para crear plusvalías para los propietarios del capital, que ni siquiera les pagan lo más mínimo, consiste en proclamar que en realidad su trabajo no es tal. Inventamos el concepto de "ama de casa" y afirmamos que no trabaja, que se contenta con "llevar la casa".

Y así, cuando los gobiernos calculan el porcentaje de mano de obra activa, las "amas de casa" no figuran ni en el numerador ni en el denominador de la operación. La discriminación por el sexo se acompaña automáticamente 4de la discriminación por la edad. Del mismo modo que pretendemos que el trabajo del ama de casa no crea plusvalía, pretendemos que las múltiples aportaciones en trabajo de los no asalariados jóvenes y de edad avanzada tampoco la producen.

Nada de lo expuesto refleja la realidad laboral, pero forma parte de una ideología sumamente poderosa y en la que todo encaja. Funciona perfectamente la combinación de universalismo y meritocracia, como base de legitimación del sistema por los cuadros o los estratos medios, y racismo como mecanismo destinado a estructurar la mayor parte de la fuerza de trabajo.

Sin embargo, sólo hasta cierto punto, y ello por una razón muy sencilla: las dos estructuras ideológicas de la economía—mundo capitalista están en flagrante contradicción. En su combinación, el equilibrio es frágil y siempre está en peligro de romperse, ya que diversos grupos tratan de llevar más lejos la lógica del universalismo, por una parte, y la del racismo—sexismo, por otra.

Sabemos lo que sucede cuando el racismo—sexismo va demasiado lejos. Los racistas pueden tratar de expulsar totalmente al grupo externo, ya sea rápidamente, como en el caso de la matanza de judíos por los nazis, ya con menor rapidez, como en el de la adopción de un apartheid total. Llevadas a tales extremos, estas doctrinas son irracionales y, por su irracionalidad, encuentran resistencias no sólo en las víctimas, sino también en fuerzas económicas poderosas que no se oponen al racismo, sino al hecho de que se haya olvidado su objetivo original: una fuerza de trabajo etnificada pero productiva.

Podemos imaginar también lo que ocurre cuando el universalismo se lleva demasiado lejos. Tal vez algunos deseen poner en práctica una verdadera igualdad en el trabajo y su retribución, igualdad en la que la raza (o su equivalente) y el sexo ya no desempeñen ningún papel. Pero mientras que el racismo puede llevarse demasiado lejos con toda rapidez, no hay una fórmula rápida para un mayor despliegue del universalismo, ya que es preciso eliminar no sólo las barreras legales e institucionales antiuniversalistas, sino también las estructuras interiorizadas de la etnificación, y esto requiere tiempo: al menos una generación. Así pues, es más fácil impedir que el universalismo vaya demasiado lejos. En nombre del universalismo se puede denunciar el denominado "racismo al revés" en todas las ocasiones en que se adopte una medida para desmantelar el aparato institucionalizado del racismo y del sexismo.

Lo que vemos por tanto es un sistema que funciona gracias a una estrecha correlación entre universalismo y racismo—sexismo en las proporciones correctas. Siempre hay intentos de llevar "demasiado lejos" uno u otro término de la ecuación, de lo cual se deriva una especie de trama eri zigzag. La situación podría prolongarse eternamente si no se planteara un problema. Con el tiempo, los zigzags no se reducen, sino que tienen tendencia a aumentar. El empuje hacia el universalismo es cada vez más fuerte; el racismo y el sexismo, también.

Las apuestas suben, y ello por dos razones. Por una parte, está el impacto sobre todos los participantes de la información adquirida sobre la experiencia histórica acumulada; por otra, las tendencias coyunturales del propio sistema. El zigzag del universalismo y del racismo—sexismo no es el único del sistema; también está el zigzag de la expansión y la contracción económicas, por ejemplo, con el cual el zigzag ideológico del universalismo y el racismo—sexismo guarda una correlación parcial. El zigzag económico también se agudiza como consecuencia de otro fenómeno que no se aborda aquí. No obstante, dado que las contradicciones generales del sistema—mundo moderno le obligan a entrar en una larga crisis estructural, el punto ideológico—institucional más crítico en la búsqueda de un sistema de recambio se sitúa, de hecho, en el agudizamiento de la tensión, en el incremento de los zigzags entre el universalismo y el racismo—sexismo.

No se trata de saber cuál de los términos de la antinomia terminará por vencer, ya que están íntima y conceptualmente vinculados entre sí. La cuestión que se plantea consiste en saber si inventaremos —y cómo— sistemas nuevos que no procedan ni de la ideología del universalismo ni de la del racismo—sexismo. Esta es nuestra tarea, que no es sencilla precisamente.

Immanuel Wallerstein: Universalismo, racismo y sexismo (Cap. 2 de Raza, nación y clase, 1988)
Immanuel Wallerstein: Raza, nación y clase, 1988

Raza, nación y clase

Immanuel Wallerstein, Etienne Balibar

Iepala, Madrid, 1991

Año de publicación original: 1988.

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