John Kenneth Galbraith: El nuevo estado industrial (1967)

El nuevo estado industrial

John Kenneth Galbraith


John Kenneth Galbraith: El nuevo estado industrial (1967)
John Kenneth Galbraith: El nuevo estado industrial (1967)

Tampoco a mí me gustaría una disciplina económica en la que todo el mundo se dedicara a construir grandes estructuras. La mayoría de esos edificios no contendría más que aire. Pero de vez en cuando hay que hacer el esfuerzo arquitectónico. El pequeño trabajo empírico, por admirable que sea, no llega nunca acumularse hasta construir un asalto al o incluso una visión del marco omnicomprensivo. Y si ese marco implica falsedad —si se presenta a la General Motors humildemente subordinada al mercado, la Lockheed al Pentágono y todas las otras industrias como obedientes a la voluntad última del ciudadano—, entonces la metodología académica protege y perpetúa el error de encuadre. Un trabajo como este no es políticamente neutro, su pedagogía convence al inocente de que tiene un poder del que en realidad carece, y aparta así la atención de quienes verdaderamente lo tienen y lo ejercen. Lo que ocurre es que la construcción de sistemas teóricos de las mayores dimensiones posibles tiene que ser producto de un pensamiento ordenado que no permita el recurso la retórica, las consignas, la indagación ni la pasión. Probablemente impone obligaciones especiales en estos aspectos. Pero, en todo caso, es imposible inhibirse de tal tratamiento sistemático general cuando está claro que el existente enmarque general de los hechos económicos es falso. Eso creo del marco neoclásico y de manual al que ataco en este libro y que intento reconstruir.

Una corriente crítica más específica, una que aún sobrevive, se ocupó sobre todo de mi tesis de que la gran sociedad anónima industrial es capaz de manipular a sus consumidores y, por implicación, que el aparato militar las sociedades productoras de armamento y el Pentágono es el que determina en el público la creencia acerca de las necesidades de la defensa nacional, y no al revés, como generalmente se sostiene. Los críticos sostenían que no se podía probar la existencia de esa capacidad manipuladora. En consecuencia no existe. Y la cuestión es esencial. Si se puede mostrar que el consumidor, el ciudadano, no son manipulables por los que nominalmente actúan para servirle, entonces es admisible mi secuencia revisada; esto es, la existencia de una tendencia hacia la soberanía del productor, en vez de la del consumidor. En cambio, si el consumidor y el ciudadano no es manipulable como yo lo sostengo, entonces siguen firmes los cimientos del sistema teórico establecido, y la producción responderá a la decisión no manipulada del consumidor. No se me ocurre sostener que, al ponerse a defender la tesis del poder y la independencia del consumidor y el ciudadano, la tesis de que este es inmune a la persuasión publicitaria y de que conserva su poder en el proceso democrático, mis críticos sean tendenciosos. Como siempre, uno debe asumir el mejor de los motivos y los científicos tienen un respeto natural por la creencia establecida. Pero no tengo la menor duda de que con esa actitud algunos intentan apuntalar el sistema teórico establecido en su punto más vulnerable. Sus esfuerzos revelan una coincidencia desmesuradamente armoniosa entre la convicción científica y la defensa de los intereses creados intelectuales.


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No es nada malo en economía —a diferencia de lo que ocurre en las obras de imaginación y en el teatro— que el nudo se desate prematuramente: el propósito central de este libro estriba en considerar ahora los cambios antes mencionados, y Otros más, como un todo articulado. Creo que la economía moderna se ve mucho más claramente cuando se hace el esfuerzo tal de considerar el todo.

También deseo mostrar cómo en este amplio contexto del cambio las fuerzas que suscitan el esfuerzo humano han cambiado también. Este cambio pone en tela de juicio el supuesto más majestuoso de la economía, a saber, la idea de que el hombre está sujeto, en sus actividades económicas, a la autoridad del mercado. En vez de ello tenemos hoy un sistema económico que, cualquiera que sea su formulación y regulación ideológica, es, en parte sustancial, una economía planificada. La iniciativa que decide qué es lo que se va a producir no procede del consumidor soberano que, según el supuesto tradicional, formula a través del mercado decisiones que vinculen el mecanismo productivo a su voluntad resolutoria. La decisión procede más bien de la gran organización productiva, la cual controla abiertamente los mercados a cuyo servicio se presume que está y consigue ocultamente vincular los consumidores a sus necesidades. Al hacer eso, influye profundamente en los valores y las creencias de los consumidores, incluyendo unas cuantas cosas nada despreciables que se van a movilizar contra esta argumentación. Una de las conclusiones que se siguen de este análisis es que hay una amplia convergencia entre los sistemas industriales. Lo que determina la forma de la sociedad económica es el conjunto de los imperativos de la tecnología y de la organización, no las imágenes ideológicas. Este hecho es bastante de agradecer, aunque seguramente no será bien recibido por aquellos cuyo capital intelectual y cuyo fervor moral están invertidos en la corriente estampa de la economía de mercado como antítesis de la planificación social. Tampoco gustará a sus discípulos, los cuales, con inversiones intelectuales incluso más pequeñas, llevan las oriflamas del mercado libre y de la libre empresa —y, por tanto y por definición, de las naciones libres— a la batalla política, militar o diplomática. Tampoco encantará a los que identifican de modo exclusivo planificación y socialismo. Estas ideas que aquí ofrezco han estado, de una u otra forma, ganando terreno. Ha habido un movimiento visible desde que se ofrecieron por primera vez bajo su forma actual en 1967. Pero estas ideas no gozan aún hoy de consenso público.

La continua subordinación de las creencias a la necesidad y la conveniencia industriales no concuerda precisamente con una imagen sublime del hombre. Ni es cosa completamente segura. Estudiaré pues con alguna extensión la naturaleza de esa subordinación y sus consecuencias.

John Kenneth Galbraith: El nuevo estado industrial (1967)
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John Kenneth Galbraith. El nuevo estado industrial. Ed. Ariel, Madrid, 1967-1974.

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