Jacques Rancière: El maestro ignorante, Cap. 2 (1987)
El maestro ignorante
Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual
Cap. 2
Fuente: Rancière, Jacques. El maestro ignorante. Laertes Ediciones, Barcelona, 2002
Capítulo Segundo
La lección del ignorante
Desembarquemos pues con Telémaco en la isla de Calipso. Penetremos con uno de estos visitantes en el antro del loco: en la institución de la Señorita Marcellis en Lovaina; en casa del Señor Deschuyfeleere, un curtidor al que convirtió en latinista; en la Escuela Normal* Militar de Lovaina, donde el príncipe filósofo Frederick d'Orange encargó al fundador de la enseñanza universal la instrucción de los futuros instructores militares: «Imaginen a los reclutas sentados sobre bancos y ronroneando, todos a la vez: Calipso, Calipso no, etc., etc., dos meses después sabían leer, escribir y contar (…) Durante esta educación primaria, aprendimos uno el inglés, el otro el alemán, éste la fortificación, aquél la química, etc., etc.
–¿El fundador sabía todo eso?
–En absoluto, pero nosotros se lo explicábamos y les garantizo que aprovechó gratamente la Escuela Normal.
–Pero me pierdo; entonces, ¿todos sabíais química?
–No, pero la aprendíamos y le hacíamos la lección al maestro. Ésta es la enseñanza universal. Es el discípulo el que hace al maestro.»[5]
Existe un orden en la locura, como en todas las cosas. Empecemos pues por el principio: Telémaco. Todo está en todo, dice el loco. Y la malicia pública añade: y todo está en Telémaco. Ya que al parecerTelémaco es el libro para todo. ¿Quiere el alumno aprender a leer? ¿Quiere aprender inglés o alemán, el arte de pleitear o el de combatir? El loco le pondrá imperturbablemente un Telémaco en las manos y el alumno empezará a repetir Calipso, Calipso no, Calipso no podía y así sucesivamente hasta que sepa el número prescrito de libros del Telémaco y hasta que pueda contar los otros. De todo lo que aprende -la forma de las letras, el lugar o las terminaciones de las palabras, las imágenes, los razonamientos, los sentimientos de los personajes, las lecciones de moral-, se le pedirá que hable, que diga lo que ve, lo que piensa, lo que hace. Se le pondrá solamente una condición imperativa: todo lo que diga, deberá mostrarlo materialmente en el libro. Se le pedirá que haga las redacciones y las improvisaciones en las mismas condiciones: deberá utilizar las palabras y los giros del libro para construir sus frases; deberá mostrar en el libro los hechos a los que corresponde su razonamiento. En definitiva, todo lo que diga, el maestro deberá poderlo verificar en la materialidad del libro.
La isla del libro
El libro. Telémaco u otro. El azar puso Telémaco a disposición de Jacotot, la conveniencia le aconsejó mantenerlo. Telémaco está traducido en muchas lenguas y se encuentra fácilmente disponible en librerías. No es la obra maestra de la lengua francesa. Pero su estilo es puro, el vocabulario variado, la moral severa. Se aprende mitología y geografía. Se escucha, a través de la «traducción» francesa, el latín de Virgilio y el griego de Homero. En resumen, es un libro clásico, uno de esos en los que una lengua presenta lo esencial de sus formas y de sus poderes. Un libro que es un todo; un centro al cual es posible vincular todo lo que se aprenderá de nuevo; un círculo en el cual se puede comprender cada una de estas cosas nuevas, encontrar los medios para decir lo que se ve, lo que se piensa, lo que se hace. Este es el primer principio de la enseñanza universal: es necesario aprender alguna cosa y relacionar con ella todo el resto. Primero hay que aprender alguna cosa, ¿La Palice* diría lo mismo? La Palice quizá, pero el Viejo dice: es necesario aprender tal cosa, y después tal otra y tal otra. Selección, progresión, incompletitud, tales son sus principios. Se aprenden algunas reglas y algunos elementos, se los aplica en algunos fragmentos escogidos de lectura, en algunos ejercicios que deben corresponder con los rudimentos adquiridos. Luego se pasa a un nivel superior: otros rudimentos, otro libro, otros ejercicios, otro profesor… En cada etapa se vuelve a cavar el abismo de la ignorancia que el profesor colma antes de cavar otro. Los fragmentos se suman, las piezas sueltas de un saber del explicador que llevan al alumno a remolque de un maestro al que no alcanzará nunca. El libro nunca está entero, la lección nunca acabada. El maestro siempre esconde bajo su manga un saber, es decir, una ignorancia del alumno.Comprendí tal cosa, dice el alumno satisfecho. Eso cree usted -corrige el maestro-. En realidad hay ahí una dificultad que le ahorré por el momento. Se lo explicaremos cuando estemos en la lección correspondiente. – ¿Qué quiere decir tal cosa?, – pregunta el alumno curioso. – Podría decírselo -responde el maestro-, pero eso sería prematuro: no lo comprendería. Se le explicará el próximo año. Siempre habrá un trecho de ventaja entre el maestro y el alumno, el cual necesitará siempre, para llegar más lejos, otro maestro, explicaciones suplementarias. Así Aquiles triunfante pasea alrededor de Troya el cadáver de Héctor atado a su carro. El progreso razonado del conocimiento es una mutilación indefinidamente reproducida. «Todo hombre que es enseñado no es más que medio hombre.»[6]
No nos preguntamos si el señorito instruido sufre esta mutilación. El talento del sistema está en transformar la pérdida en beneficio. El señorito avanza. Se le enseñó, por lo tanto aprendió, entonces puede olvidar. Detrás de él se abre de nuevo el abismo de la ignorancia. Pero ahí está lo maravilloso de la cosa: esta ignorancia a partir de ahora es la de los otros. Lo que ha olvidado, lo ha superado. Ya no está para deletrear y repetir como las inteligencias groseras y los alumnos más pequeños de la clase infantil. En su escuela no se es un loro. No se carga la memoria, se forma la inteligencia. He comprendido, dice el pequeño, no soy un loro. Cuanto más olvida, más evidente le resulta que comprende. Cuanto más inteligente se vuelve, más puede observar desde arriba a aquellos que ha sobrepasado, a aquéllos que permanecen en la antecámara del conocimiento, delante del libro mudo, a los que repiten porque no son bastante inteligentes para comprender. He aquí el genio de los explicadores; atan al ser que han inferiorizado al país del atontamiento con el lazo más sólido: la conciencia de su superioridad.
Esta conciencia, además, no destruye los buenos sentimientos. El señorito instruido quizá se sentirá conmovido por la ignorancia del pueblo y querrá trabajar en su instrucción. Sabrá que la cosa es difícil con cerebros que la rutina ha endurecido o que la falta de método ha extraviado. Pero, si se dedica, sabrá que hay un tipo de explicaciones adaptado a cada categoría dentro de la jerarquía de las inteligencias: se pondrá a su alcance.
Pero veamos ahora otra historia. El loco -el fundador, como lo llaman sus sectarios- entra en escena con su Telémaco, un libro, una cosa. – Toma y lee -le dice al pobre-. – No sé leer -responde el pobre-. ¿Cómo podría entender lo que está escrito en el libro? – Como has comprendido todas las cosas hasta ahora: comparando dos hechos. Veamos un hecho que voy a decirte, la primera frase del libro: Calipso no podía consolarse de la marcha de Ulises. Repite: Calipso, Calipso no… Veamos ahora un segundo hecho: las palabras están escritas ahí. ¿No reconocerás ninguna? La primera palabra que te he dicho es Calipso, ¿no será también la primera palabra sobre la hoja? Obsérvala bien, hasta que estés seguro de poderla reconocer siempre en medio de una multitud de palabras. Para eso es necesario que me digastodo lo que ves ahí. Puedes ver ahí los signos que una mano trazó sobre el papel, los que una mano juntó en los plomos para la imprenta. Explícame esta palabra. Hazme «el relato de las aventuras, es decir, las idas y las venidas, los rodeos, en una palabra los trayectos de la pluma que escribió esta palabra sobre el papel o del buril que la grabó en el cobre».[7] ¿Sabrías reconocer la letra O que uno de mis alumnos -cerrajero de oficio- llama la ronda, la letra L a la que llama la escuadra? Dime la forma de cada letra como si describieses las formas de un objeto o de un lugar desconocido. No digas que no puedes. Sabes ver, sabes hablar, sabes mostrar, puedes acordarte. ¿Qué más necesitas? Una atención absoluta para ver y revisar, para decir y repetir. No te esfuerces en confundirme ni en confundirte. ¿Es correcto lo que has visto? ¿Tú qué piensas? ¿No eres un ser pensante? ¿O crees que eres todo cuerpo? «El fundador Sganarelle cambió todo eso (…) tú tienes un alma como yo.»[8]
Ya llegará el momento de hablar de lo que habla el libro: ¿qué piensas de Calipso, del dolor, de una diosa, de una primavera eterna? Muéstrame lo que te hace decir lo que dices.
El libro es la fuga bloqueada. No se sabe qué rumbo tomará el alumno. Pero se sabe de donde no saldrá, del ejercicio de su libertad. Se sabe también que el maestro no tendrá derecho a estar por todas partes, solamente en la puerta. El alumno debe verlo todo por sí mismo, comparar sin cesar y responder siempre a la triple pregunta: ¿Qué ves? ¿Qué piensas? ¿Qué haces? Y así hasta el infinito.
Pero este infinito ya no es el secreto del maestro, es el avance del alumno. El libro está acabado. Es un todo que el alumno tiene en sus manos, que puede recorrer enteramente con la mirada. No hay nada que el maestro le oculte y nada que él pueda ocultar a la mirada del maestro. El círculo rechaza la trampa. Y en primer lugar esta gran trampa de la incapacidad: yo no puedo, no entiendo… No hay nada que comprender. Todo está en el libro. Sólo hay que decir la forma de cada signo, las aventuras de cada frase, la lección de cada libro. Hay que empezar a hablar. No digas que no puedes. Sabes decir yo no puedo. Di en su lugar Calipso no podía… Y ya has empezado. Has comenzado un camino que ya conocías y que, de ahora en adelante, deberás seguir sin parar. No digas: no puedo decir. O entonces, aprende a decirlo a la manera de Calipso, a la de Telémaco, a la de Narbal o a la de Idomenea. El otro círculo ha empezado, el de la potencia. No terminarás de encontrar maneras de decir no puedo y pronto podrás decirlo todo.
Viaje en un círculo. Se entiende que las aventuras de los descendientes de Ulises sean el manual y Calipso la primera palabra. Calipso, la oculta. Es necesario precisamente descubrir que no hay nada oculto, no hay palabras bajo las palabras, no hay lenguaje que diga la verdad del lenguaje. Se aprenden signos y más signos, frases y más frases. Se repite: frases hechas. Se aprende de memoria: libros enteros. Y el Viejo se indigna: ya ven lo que quiere decir para ustedes aprender alguna cosa. En primer lugar, vuestros niños repiten como loros. Cultivan una única facultad, la memoria, cuando nosotros ejercemos la inteligencia, el gusto y la imaginación. Vuestros niños aprenden de memoria. Ahí está su primer error. Y veamos el segundo: vuestros niños no aprenden de memoria. Ustedes dicen que lo hacen, pero es imposible. Los cerebros humanos en general y los infantiles en particular son incapaces de tal esfuerzo de memoria.
Argumento vacío. Discurso de un círculo a otro círculo. Hay que invertir las proposiciones. El Viejo dice que la memoria infantil es incapaz de tales esfuerzos porque la impotencia en general es su consigna. Afirma que la memoria es otra cosa que la inteligencia o la imaginación porque usa el arma común de aquellos que quieren reinar sobre la impotencia: la división. Cree que la memoria es débil porque no cree en el poder de la inteligencia humana. La cree inferior porque cree en los inferiores y en los superiores. En suma, su doble argumento remite de nuevo a esto: existen inferiores y superiores; los inferiores no pueden lo que pueden los superiores.
El Viejo sólo conoce eso. Necesita del desigual, pero no de este desigual que establece el decreto del príncipe, sino del desigual evidente, que está en todas las cabezas y en todas las frases. Para eso, tiene su arma blanda, la diferencia: esto no es aquello, hay distancia de esto a aquello, no se puede comparar…, la memoria no es la inteligencia; repetir no es saber; comparación no es razón; existe el fondo y la forma… Cualquier harina es buena para moler en el molino de la distinción. El argumento puede así modernizarse, tender a lo científico y a lo humanitario: existen fases en el desarrollo de la inteligencia; una inteligencia de niño no es una inteligencia de adulto; no hay que cargar demasiado a la inteligencia del niño, pues se corre el riesgo de comprometer su salud y la expansión de sus facultades… Todo lo que pide el Viejo es que se le admitan sus negaciones y sus diferencias: esto no es, esto es otra cosa, esto es más, esto es menos. Y ya tiene bastante para erigir todos los tronos de la jerarquía de las inteligencias.
Calipso y el cerrajero
Dejémosle hablar. Nosotros veamos los hechos. Existe una voluntad que manda y una inteligencia que obedece. Llamemos atención al acto que pone en marcha a esa inteligencia bajo la presión absoluta de una voluntad. Este acto no es diferente si se realiza para reconocer la forma de una letra, para memorizar una frase, para encontrar una relación entre dos entes matemáticos, para encontrar los elementos de un discurso a componer. No existe una facultad que registre, otra que comprenda, otra que juzgue… El cerrajero que llama a la O la ronda y a la L la escuadra ya piensa por relaciones. Y la naturaleza deinventar no es distinta a la de acordarse. Dejemos pues a los explicadores «formar» el «gusto» y «la imaginación» de los señoritos, dejémosles disertar sobre el "genio" de los creadores. Nosotros nos limitaremos a hacer como estos creadores: como Hacine que aprendió de memoria, tradujo, repitió, imitó a Eurípides, Bossuet que hizo lo mismo con Tertuliano, Rousseau con Amyot, Boileau con Horacio y Juvenal; como Demóstenes que copió ocho veces Tucídides, Hooft que leyó cincuenta y dos veces Tácito, Séneca que recomienda la lectura siempre renovada de un mismo libro, Haydn que repitió indefinidamente seis sonatas de Bach, Miguel Ángel ocupado en rehacer siempre el mismo torso…[9] La potencia no se divide. Sólo existe un poder, el de ver y el de decir, el de prestar atención a lo que se ve y a lo que se dice. Aprendemos frases y más frases; descubrimos los hechos, es decir, las relaciones entre cosas, y más relaciones aún, todas de la misma naturaleza; aprendemos a combinar las letras, las palabras, las frases, las ideas… No diremos que hemos adquirido la ciencia, que conocemos la verdad o que nos hemos convertido en un genio. Pero sabremos que podemos, en el orden intelectual, todo lo que puede un hombre.
He aquí lo que quiere decir Todo está en todo: la tautología de la potencia. Toda la potencia del lenguaje está en el todo de un libro. Todo conocimiento de sí como inteligencia está en el dominio de un libro, de un capítulo, de una frase, de una palabra. Todo está en todo y todo está en Telémaco, se carcajean los que se burlan, y cogen a los discípulos desprevenidos: ¿También está todo en el primer libro deTelémaco?¿Y en su primera palabra? ¿Están las matemáticas en Telémaco? ¿Y en la primera palabra deTelémaco? Y el discípulo siente como el suelo se derrumba y llama al maestro para que le ayude: ¿qué hay que responder?
«Habría que responder que vosotros creéis que todas las obras humanas están en la palabra Calipsopuesto que esta palabra es una obra de la inteligencia humana. El que hizo la suma de las fracciones es el mismo ser intelectual que el que hizo la palabra Calipso. Este artista sabía griego; ha elegido una palabra que significa astuta, oculta. Este artista se parece al que imaginó los medios para escribir la palabra de la que se trata. Se asemeja al que hizo el papel sobre el cual se la escribe, al que emplea las plumas para escribir, al que las corta con una navaja, al que hizo la navaja con hierro, al que proporcionó hierro a sus semejantes, al que hizo la tinta, al que imprimió la palabra Calipso, al que hizo la máquina para imprimir, al que explica los efectos de esta máquina, al que generalizó estas explicaciones, al que hizo la tinta para imprimir, etc., etc., etc… Todas las ciencias, todas las artes, la anatomía y la dinámica, etc., etc., son fruto de la misma inteligencia que hizo la palabra Calipso. Un filósofo, desembarcando sobre una tierra desconocida, conjeturó que estaba habitada viendo una figura geométrica sobre la arena. "Aquí hay pasos de hombre", dijo. Sus compañeros lo creyeron loco porque las líneas que mostraba no tenían la forma de un paso. Los sabios del avanzado siglo XIX abren sorprendidos sus ojos cuando se les muestra la palabra Calipso y se les dice "Aquí está el dedo del hombre". Apuesto que el enviado de la Escuela Normal de Francia dirá observando la palabra Calipso: "Está bien, pero eso no tiene la forma de un dedo". Todo está en todo.»[10]
Esto es todo lo que hay en Calipso: la potencia de la inteligencia que está en toda manifestación humana.
La misma inteligencia crea los nombres y crea los signos de las matemáticas. La misma inteligencia crea los signos y crea los razonamientos. No existen dos tipos de espíritu. Existen distintasmanifestaciones de la inteligencia, según sea mayor o menor la energía que la voluntad comunique a la inteligencia para descubrir y combinar relaciones nuevas, pero no existen jerarquías en la capacidad intelectual. Es la toma de conciencia de esta igualdad de naturaleza la que se llama emancipación y la que abre la posibilidad a todo tipo de aventuras en el país del conocimiento. Ya que se trata de atreverse a aventurarse y no de aprender más o menos bien o más o menos rápido. El «método Jacotot» no es mejor, es otro. Ésta es la razón por la que los procedimientos puestos en juego importan poco por sí mismos. Es Telémaco, pero podría ser cualquier otro. Comencemos por el texto y no por la gramática, por las palabras enteras y no por las sílabas. No es que sea necesario aprender así para aprender mejor y que el método Jacotot sea el antepasado del método global. De hecho se va más rápido empezando porCalipso y no por B, A, BA. Pero la velocidad que se gana sólo es un efecto de la potencia que se ha conquistado, una consecuencia del principio emancipador. «El método antiguo comienza por las letras porque dirige a los alumnos según el principio de la desigualdad intelectual y sobre todo de la inferioridad intelectual de los niños. Cree que las letras son más fáciles de distinguir que las palabras; es un error, pero en fin lo cree. Cree que una inteligencia infantil sólo es apta para aprender C, A, CA y que es necesaria una inteligencia adulta, es decir superior, para aprender Calipso.»[11] En resumen, B, A, BA, como Calipso, es un símbolo: incapacidad contra capacidad. Deletrear es un acto de contricción antes que un medio de aprendizaje. Esta es la razón por la que se podría cambiar el orden de los procedimientos sin cambiar nada en la oposición de los principios. «Un día quizá el Viejo se dará cuenta y hará leer por palabras y entonces tal vez nosotros haremos deletrear a nuestros alumnos. Ahora bien, de este cambio aparente, ¿qué resultaría? Nada. Nuestros alumnos no estarían menos emancipados y los niños del Viejo no estarían menos atontados (…) El Viejo no atonta a sus alumnos haciéndoles deletrear, sino diciéndoles que no pueden deletrear solos; no los emanciparía pues, los atontaría, haciéndoles leer por palabras, porque tendría mucho cuidado en decirles que su joven inteligencia no puede prescindir de las explicaciones que saca de su viejo cerebro. No es pues el procedimiento, el progreso, el modo, el que emancipa o atonta, es el principio. El principio de la desigualdad, el viejo principio, atonta se haga lo que se haga; el principio de la igualdad, el principio Jacotot, emancipa cualquiera que sea el procedimiento, el libro, el hecho al cual se aplique.»[12]
El problema es revelar una inteligencia a sí misma. No importa que cosa se haga servir. Es Telémaco-,pero puede ser una plegaria o una canción que el niño o el ignorante sepa de memoria. Siempre hay algo que el ignorante sabe y que puede utilizar de punto de referencia con el cual relacionar cualquier cosa nueva que quiera conocer. Es testigo este cerrajero que abre los ojos de par en par cuando se le dice que puede leer. Ni siquiera conoce las letras. Que acepte la pena, por ahora, de esforzarse en mirar ese calendario. No sabe el orden de los meses y, por consiguiente, no puede adivinar enero, febrero, marzo… Pero sabe contar un poco. Y ¿quién le impide seguir lentamente las líneas hasta reconocer escrito lo que sabe? Sabe que se llama Guillaume y que su santo es el 16 de enero. Sabrá perfectamente encontrar la palabra. Sabe que febrero solo tiene veintiocho días. Distingue perfectamente que una columna es más corta que las otras y reconocerá 28. Y así sucesivamente. Siempre hay algo que el maestro puede pedirle que busque, sobre lo que le puede preguntar y sobre lo que puede comprobar el trabajo de su inteligencia.
El maestro y Sócrates
Tales son, en efecto, los dos actos fundamentales del maestro: interroga, pide una palabra, es decir, la manifestación de una inteligencia que se ignoraba o que se descuidaba. Comprueba que el trabajo de esta inteligencia se realiza con atención, que esta palabra no dice cualquier cosa para escapar de la coerción. ¿Se dirá que para eso se necesita un maestro muy hábil y muy sabio? Al contrario, a la ciencia del maestro sabio le resulta muy difícil no estropear el método. Él conoce la respuesta y sus preguntas conducen ahí de modo natural al alumno. Ese es el secreto de los buenos maestros: a través de sus preguntas, guían discretamente la inteligencia del alumno -lo bastante discretamente para hacerla trabajar, pero no hasta el extremo de abandonarla a sí misma-. Existe un Sócrates adormecido en cada explicador. Y es necesario ver en qué el método Jacotot -es decir, el método del alumno- difiere radicalmente del método del maestro socrático. Sócrates, a través de sus interrogaciones, conduce al esclavo de Menón a reconocer las verdades matemáticas que ya están en él. Hay ahí tal vez el camino de un conocimiento, pero en ningún caso el de una emancipación. Por el contrario, Sócrates debe llevar de la mano al esclavo para que éste pueda encontrar lo que está en sí mismo. La demostración de su saber es al mismo tiempo la de su impotencia: no caminará nunca solo, y por otra parte nadie le pedirá que camine sino para ejemplificar la lección del maestro. Sócrates interroga a un esclavo que está destinado a serlo siempre.
De este modo, el socratismo es una forma perfeccionada del atontamiento. Al igual que todo maestro sabio, Sócrates pregunta para instruir. Ahora bien, quien quiere emancipar a un hombre debe preguntarle a la manera de los hombres y no a la de los sabios, para ser instruido y no para instruir. Y eso sólo lo hará con exactitud aquél que efectivamente no sepa más que el alumno, el que no haya hecho antes que él el viaje, el maestro ignorante. Éste no corre el riesgo de ahorrar al niño el tiempo que le es necesario para dar cuenta de la palabra Calipso. Pero, se dirá, ¿qué tiene que ver todo esto con Calipso?, ¿de qué modo incluso el niño oirá hablar de ella? Dejemos Calipso por el momento. Pero ¿qué niño no ha oído hablar nunca del Padre Nuestro?, ¿quién no sabe de memoria una plegaria? En este caso ya se ha encontrado la cosa y el padre de familia pobre e ignorante que quiere enseñar a su hijo a leer no estará confundido. Encontrará en la vecindad a alguna persona amable y lo bastante docta para copiarle esta plegaria. Con eso el padre o la madre puede empezar la instrucción de su hijo preguntándole dónde estáPadre. «Si el niño está atento, dirá que la primera palabra que hay en el papel debe ser Padre puesto que es la primera en la frase. Nuestro será necesariamente la segunda palabra; el niño podrá comparar, distinguir, conocer estas dos palabras y reconocerlas en todas partes.»[13] Al niño, enfrentado con el texto de la plegaria, ¿qué padre o madre no sabría preguntarle lo que ve, lo que puede hacer con eso o lo que puede decir con eso, lo que piensa de lo que ha dicho y de lo que ha hecho? De la misma forma que interrogaría a un vecino sobre la herramienta que tiene en la mano y el uso que le da. Enseñar lo que se ignora es simplemente preguntar sobre todo lo que se ignora. No hace falta ninguna ciencia para hacer ese tipo de preguntas. El ignorante puede preguntarlo todo, y serán sólo sus preguntas, para el viajero al país de los signos, las verdaderas preguntas que le obligarán al ejercicio autónomo de su inteligencia.
Sea, dirá el contradictor. Pero quien posee la fuerza del interrogador también posee la incompetencia del verificador. ¿Cómo sabrá si el alumno no divaga? El padre o la madre puede pedir siempre al niño: enséñame dónde está Padre o Cielos. Pero ¿cómo podrán comprobar que el niño señala la palabra correcta? La dificultad sólo podrá aumentar a medida que el niño avance -si avanza- en su aprendizaje. El maestro y el alumno ignorantes, ¿no representarán entonces la fábula del ciego y del paralítico?
El poder del ignorante
Empecemos por tranquilizar al contradictor: no se hará del ignorante el depositario de la ciencia infusa, sobre todo no de una ciencia del pueblo que se opondría a la de los sabios. Es necesario ser sabio para juzgar los resultados del trabajo, para comprobar la ciencia del alumno. El ignorante hará menos y más a la vez. No verificará lo que ha encontrado el alumno, comprobará lo que ha buscado. Juzgará si ha prestado atención. Ahora bien basta con ser hombre para juzgar el trabajo realizado. Del mismo modo que el filósofo «reconocía» los pasos del hombre en las líneas sobre la arena, la madre sabe ver «en los ojos, en todos los rasgos de su hijo, cuando hace un trabajo cualquiera, cuando muestra las palabras de una frase, si está atento en lo que hace»[14]. Lo que el maestro ignorante debe exigir de su alumno es que le pruebe que ha estudiado atentamente. ¿Es poca cosa? Vean pues todo lo que esta exigencia implica de tarea interminable para el alumno. Vean también la inteligencia que eso puede darle al examinador ignorante: «Quién impide a esta madre ignorante pero emancipada que se dé cuenta siempre que pregunta dónde está Padre si el niño muestra siempre la misma palabra; quién le impide ocultar esta palabra, y preguntarle: ¿qué palabra hay bajo de mi dedo? Etc, etc.»[15]
Imagen piadosa, consejo de vieja… Así lo juzgó el portavoz oficial de la tribu explicativa: «Se puede enseñar lo que se ignora es una máxima casera.»[16] Se responderá que la «intuición maternal» no ejerce aquí ningún privilegio doméstico. Ese dedo que oculta la palabra Padre, es el mismo que está enCalipso, la oculta o la astuta: la marca de la inteligencia humana, la astucia más elemental de la razón – la verdadera, la que es propia de cada uno y común a todos, esa razón que se manifiesta de modo ejemplar allí donde el conocimiento del ignorante y la ignorancia del maestro, al igualarse, hacen la demostración de los poderes de la igualdad intelectual. «El hombre es un animal que sabe distinguir muy bien cuando el que habla no sabe lo que dice… Esta capacidad es el vínculo que une a los hombres.»[17]El trabajo del maestro ignorante no es otorgar un simple medio que permite al pobre que no tiene tiempo, ni dinero, ni saber, hacer la instrucción de sus hijos. Es la experiencia crucial que libera los verdaderos poderes de la razón allí donde la ciencia no le presta más ayudas. Lo que un ignorante puede una vez, todos los ignorantes lo pueden siempre. Ya que no hay jerarquía en la ignorancia. Y lo que los ignorantes y los sabios pueden comúnmente es lo que podemos llamar el poder del ser inteligente como tal.
El poder de la igualdad es, al mismo tiempo, el de la dualidad y el de la comunidad. No existe inteligencia allí donde existe agregación, atadura de un espíritu a otro espíritu. Existe inteligencia allí donde cada uno actúa, cuenta lo que hace y da los medios para comprobar la realidad de su acción. La cosa común, colocada entre las dos inteligencias, es la prueba de esa igualdad, y eso con un título doble. Una cosa material es, en primer lugar, «el único puente de comunicación entre dos espíritus».[18] El puente es paso, pero también distancia mantenida. La materialidad del libro pone a dos espíritus a una distancia que los mantiene como iguales, mientras que la explicación es aniquilación de uno por el otro. Pero también la cosa es una instancia siempre disponible para la comprobación material: el arte del examinador ignorante es el de «conducir lo examinado a los objetos materiales, a las frases, a las palabras escritas en un libro, a una cosa que él pueda comprobar con sus sentidos».[19] El examinado siempre está sujeto a una verificación en el libro abierto, en la materialidad de cada palabra, en la curva de cada signo. La cosa, el libro, rechaza a su vez la trampa de la incapacidad y la del saber. Esta es la razón por la que el maestro ignorante podrá, cuando tenga la ocasión, extender su competencia hasta comprobar no la ciencia del señorito instruido sino la atención que presta a lo que dice y a lo que hace. «Ustedes también pueden, a través de este medio, hacer un favor a uno de sus vecinos que se encuentra, por circunstancias independientes a su voluntad, forzado a enviar a su hijo al colegio. Si el vecino les ruega que comprueben la ciencia del joven colegial, no se sentirán cohibidos ante esta petición, aunque no hayan hecho estudios. – ¿Qué está usted aprendiendo, mi pequeño amigo? – dirán ustedes al niño-. – El griego. – ¿Qué? – Esopo. – ¿Qué? – Las Fábulas. – ¿Cuál sabe usted? – La primera. – ¿Dónde esta la primera palabra? – Aquí está. – Dé me su libro. Recíteme la cuarta palabra. Escríbala. Lo que usted ha escrito no se parece a la cuarta palabra del libro. Vecino, el niño no sabe lo que dice que sabe. Es una prueba de falta de atención estudiando o indicando lo que pretende saber. Aconséjele estudiar, volveré de nuevo y les diré si aprende el griego que yo ignoro, yo que ni siquiera sé leer.»[20]
De este modo el maestro ignorante puede instruir tanto al sabio como al ignorante: comprobando que busca continuamente. Quien busca siempre encuentra. No encuentra necesariamente lo que busca, menos aún lo que es necesario encontrar. Pero encuentra algo nuevo para relacionar con la cosa que ya conoce. Lo esencial es esta vigilancia continua, esta atención que no se relaja nunca sin que se instale la sinrazón -esa en la que el sabio sobresale tanto como el ignorante-. Maestro es el que mantiene al que busca en surumbo, ese rumbo en el que cada uno está solo en su búsqueda y en el que no deja de buscar.
Lo propio de cada uno
Para poder comprobar esta búsqueda todavía hay que saber lo que quiere decir buscar. Y ahí está la clave del método. Para emancipar a otros hay que estar uno mismo emancipado. Hay que conocerse a uno mismo como viajero del espíritu, semejante a todos los demás viajeros, como sujeto intelectual partícipe de la potencia común de los seres intelectuales.
¿Cómo se accede a este auto conocimiento? «Un campesino, un artesano (padre de familia) se emancipará intelectualmente si piensa en lo que es y en lo que hace en el orden social.»[21] La cosa le parecerá sencilla, e incluso simplona, a quien desconoce el peso del viejo mandamiento que la filosofía, a través de la voz de Platón, ha dado como destino al artesano: No hagas otra cosa que lo que te es propio, que no es pensar lo que sea sino simplemente hacer eso que agota la definición de tu ser; si eres zapatero, debes hacer zapatos y niños que se dedicarán a hacer lo mismo. No es a ti a quien el oráculo deifico ordena conocerse. Y aunque la divinidad juguetona se divierta mezclando en el alma de tu hijo un poco del oro del pensamiento, es a la raza de oro, a los encargados de la ciudad, a los que corresponde educarlo para convertirlo en uno de ellos.
La edad del progreso, sin duda, ha querido trastornar la rigidez del viejo mandamiento. Con los enciclopedistas, cree que ya nada se hace por rutina, ni tan solo la obra de los artesanos. Y sabe que no existe actor social tan insignificante que no sea al mismo tiempo un ser que piensa.
El ciudadano Destutt-Tracy lo ha recordado en las puertas del nuevo siglo: «Todo hombre que habla tiene ideas de ideología, de gramática, de lógica y de elocuencia. Todo hombre que actúa tiene sus principios de moral privada y de moral social. Todo ser que solamente vegeta tiene sus nociones de física y de cálculo; y por el simple hecho de vivir con sus semejantes tiene su pequeña colección de hechos históricos y su manera de juzgarlos.»[22]
Imposible pues que los zapateros hagan solamente zapatos, que no sean también, a su manera, gramáticos, moralistas o físicos. Y aquí está el primer problema; mientras los artesanos y los campesinos formen estos conceptos de moral, de cálculo o de física según la rutina de su entorno o el azar de sus encuentros, la evolución razonada del progreso estará doblemente contrariada: retrasada por los rutinarios y los supersticiosos, o perturbada por el apresuramiento de los violentos. Hace falta pues que una instrucción mínima, extraída de los principios de la razón, de la ciencia y del interés general, introduzca nociones sanas en cabezas que de otro modo se formarían nociones equivocadas. Y, por supuesto, esta tarea será tanto más provechosa en tanto que sustraiga a los hijos del campesino o del artesano del medio natural que produce esas ideas falsas. Pero esta evidencia encuentra inmediatamente su paradoja: el niño que debe ser apartado de la rutina y de la superstición debe, no obstante, ser reenviado a su actividad y a su condición. Y la edad del progreso ha sido, desde el inicio, advertida del peligro mortal que existe cuando se separa a un niño del pueblo de la condición a la cual está destinado y de las ideas que están ligadas a esta condición. Así cae en esta paradoja: se sabe, ahora, que todas las ciencias dependen de principios simples y están al alcance de todos los espíritus que quieran apoderarse de ellos, siempre que sigan el buen método. Pero la misma naturaleza que abre a todos los espíritus la carrera de las ciencias quiere un orden social donde las clases estén separadas y donde los individuos se conformen con el estado social que les ha sido destinado.
La solución encontrada para esta paradoja es el equilibrio ordenado de la instrucción y de la educación, la distribución de los roles atribuidos al maestro de escuela y al padre de familia. Uno ahuyenta, a través de la claridad de la instrucción, las ideas falsas que el niño tiene de su medio familiar, el otro ahuyenta a través de la educación las aspiraciones extravagantes que el escolar quisiera extraer de su joven ciencia y lo conduce de nuevo a la condición de los suyos. El padre de familia, incapaz de extraer de su práctica rutinaria las condiciones para la instrucción intelectual de su hijo, es, en cambio, todopoderoso para enseñarle, a través de la palabra y del ejemplo, la virtud que existe en permanecer en su condición. La familia es a la vez foco de incapacidad intelectual y principio de objetividad ético. Este doble carácter se traduce por una doble limitación de la conciencia que el artesano tiene de sí mismo: la conciencia de que lo que hace proviene de una ciencia que no es la suya, la conciencia de que lo que es le conduce a no hacer nada más que lo que le es propio.
Digámoslo de una manera más sencilla: el equilibrio armonioso de la instrucción y de la educación es el de un doble atontamiento. Exactamente a eso se opone la emancipación, la toma de conciencia por parte de cada hombre de su naturaleza de sujeto intelectual, la fórmula cartesiana de la igualdad entendida al revés: «Descartes decía: pienso, luego existo; y este bello pensamiento de este gran filósofo es uno de los principios de la enseñanza universal. Nosotros invertimos su pensamiento y decimos: soy hombre, luego pienso.»[23] La inversión incluye al sujeto hombre en la igualdad delcogito. El pensamiento no es un atributo de la sustancia pensante, es un atributo de la humanidad. Para convertir el «conócete a ti mismo» en principio de la emancipación de todo ser humano es necesario aplicar, contra la prohibición platónica, una de las etimologías imaginarias de Crátilo: el hombre, elanthropos, es el ser que examina lo que ve, que se conoce en esta reflexión sobre su acto.[24] Toda la práctica de la enseñanza universal se resume en la pregunta: ¿qué piensas tú? Todo su poder está en la conciencia de emancipación que actualiza en el maestro y suscita en el alumno. El padre podrá emancipar a sus hijos si empieza por conocerse a sí mismo, es decir, por examinar los actos intelectuales de los cuales él es el sujeto, por atender el modo en el que utiliza, en esos actos, su poder de ser pensante.
La conciencia de la emancipación es, en primer lugar, el inventario de las competencias intelectuales del ignorante. Sabe su lengua. Sabe también utilizarla para protestar contra su estado o para preguntar a los que saben o creen saber más que él. Conoce su oficio, sus herramientas y su uso; sería capaz, si es preciso, de mejorarlo. Debe comenzar por reflexionar sobre esas capacidades y sobre el modo como las ha adquirido.
Tomemos la medida exacta de esta reflexión. No se trata de oponer los conocimientos manuales y del pueblo, la inteligencia de las herramientas y del obrero, a la ciencia de las escuelas o a la retórica de las élites. No se trata de preguntar quién construyó la Tebas de las siete puertas para reivindicar el lugar de los constructores y de los productores en el orden social. Se trata al contrario de reconocer que no hay dos inteligencias, que toda obra del arte humano se realiza por la puesta en práctica de las mismas virtualidades intelectuales. Se trata en todos los casos de observar, de comparar, de combinar, de hacer y de atender a cómo se ha hecho. En todos los casos es posible esta reflexión, esta vuelta sobre sí que no es la contemplación pura de una sustancia pensante sino la atención incondicionada a sus actos intelectuales, al camino que trazan y a la posibilidad de avanzar siempre aportando la misma inteligencia a la conquista de territorios nuevos. Permanece atontado el que opone la obra de la mano trabajadora y del pueblo que nos alimenta a las nubes de la retórica. La fabricación de nubes es una obra del arte humano que requiere -ni más, ni menos- tanto trabajo, tanta atención intelectual, como la fabricación de zapatos y de cerraduras. El Señor Lerminier, el académico, diserta sobre la incapacidad intelectual del pueblo. El Señor Lerminier es un atontado. Pero un atontado no es ni un estúpido ni un holgazán. Y, al mismo tiempo, nosotros mismos seríamos unos atontados si no reconociéramos en sus disertaciones el mismo arte, la misma inteligencia, el mismo trabajo que los que transforman la madera, la piedra o el cuero. Sólo reconociendo el trabajo del Señor Lerminier podremos reconocer la inteligenciamanifestada en la obra de los más humildes. «Las aldeanas pobres de los alrededores de Grenoble trabajan haciendo guantes; se les paga treinta reales la docena. Desde que están emancipadas, se aplican en mirar, en estudiar, en comprender un guante bien confeccionado. Ellas adivinarán el sentido de todas las frases, de todas las palabras de ese guante. Terminarán por hablar tan bien como las mujeres de la ciudad que ganan siete francos por docena. Tan solo se trata de aprender un lenguaje que se habla con las tijeras, una aguja y el hilo. Sólo es cuestión (en las sociedades humanas) de comprender y hablar un lenguaje.»[25]
La idealidad material del lenguaje refuta toda oposición entre la raza de oro y la raza de hierro, toda jerarquía -aunque esté invertida- entre los hombres dedicados al trabajo manual y los hombres destinados al ejercicio del pensamiento. Toda obra del lenguaje se comprende y se ejecuta de la misma manera. Por eso el ignorante puede, en cuanto él mismo se haya conocido, verificar la búsqueda de su hijo en el libro que él no sabe leer: no conoce los temas que trabaja, pero, si su hijo le dice cómo lo hace, reconocerá si está actuando realmente como un buscador. Pues él sabe lo que es buscar y sólo tiene que preguntar una cosa a su hijo, se trata de volver y revolver sus palabras y sus frases, como él mismo vuelve y revuelve sus herramientas cuando busca.
El libro -Telémaco u otro- colocado entre las dos inteligencias resume esta comunidad ideal que se inscribe en la materialidad de las cosas. El libro es la igualdad de las inteligencias. Por esta razón, el mismo mandamiento filosófico prescribía al artesano no hacer más que su propio asunto y condenaba la democracia del libro. El filósofo rey platónico oponía la palabra viva a la letra muerta del libro, pensamiento convertido en materia a disposición de los hombres de la materia, discurso a la vez mudo y demasiado hablador, dirigiéndose al azar hacia aquellos cuyo único asunto es pensar. El privilegio explicativo no es más que la letra pequeña de esta prohibición. Y el privilegio que el «método Jacotot» da al libro, a la manipulación de los signos, a la mnemotécnica, es exactamente la inversión de la jerarquía de los espíritus que firmaba, en Platón, la crítica de la escritura.[26] El libro sella la nueva relación entre dos ignorantes que, a partir de ahora, se conocen como inteligencias. Y esta nueva relación transforma la relación atontadora de la instrucción intelectual y de la educación moral. En el lugar de la instancia disciplinante de la educación interviene ahora la decisión de emancipación que hace al padre o a la madre capaces de realizar para su hijo el papel del maestro ignorante en el que se encarna la exigencia incondicionada de la voluntad. Exigencia incondicionada: el padre emancipador no es un pedagogo bonachón, es un maestro intratable. El mandato emancipador no conoce tratados. Ordena completamente a un sujeto al que supone capaz de ordenarse él mismo. El hijo verificará en el libro la igualdad de las inteligencias al mismo tiempo que el padre o la madre verificará la radicalidad de su búsqueda. De este modo, la célula familiar deja de ser el lugar de una vuelta que conduce al artesano a la conciencia de su nulidad. Al contrario, es el lugar de una conciencia nueva, de una superación de sí que extiende lo «propio» de cada uno hasta el punto de que sea el ejercicio pleno de la razón común.
El ciego y su perro
Esto es lo que se trata de verificar: la igualdad de principio de los seres que hablan. Al obligar a la voluntad de su hijo, el padre de familia pobre comprueba que éste tiene la misma inteligencia que él, que busca como él; y lo que el hijo busca en el libro, es la inteligencia del que lo escribió, para verificar que ésta procede como la suya. Esta reciprocidad es la clave del método emancipador, el principio de una filosofía nueva que el Fundador, acoplando dos palabras griegas, ha bautizado como panecástica, porque investiga el todo de la inteligencia humana en cada manifestación intelectual. Sin duda no lo entendió bien aquel propietario que enviaba a su jardinero a formarse a Lovaina para que se convirtiera en el instructor de sus propios hijos. No hay que esperar resultados pedagógicos particulares de un jardinero emancipado o de un maestro ignorante en general. Lo que puede por esencia un emancipado es ser emancipador: dar, no la llave del saber, sino la conciencia de lo que puede una inteligencia cuando se considera igual a cualquier otra y considera cualquier otra como igual a la suya.
La emancipación es la conciencia de esta igualdad, de esta reciprocidad que, ella sola, permite a la inteligencia actualizarse en virtud de la comprobación. Lo que atonta al pueblo no es la falta de la instrucción sino la creencia en la inferioridad de su inteligencia. Y lo que atonta a los «inferiores» atonta al mismo tiempo a los «superiores». Porque sólo comprueba su inteligencia aquél que habla a un semejante capaz de verificar la igualdad de las dos inteligencias. De otro modo el espíritu superior se condena a no ser oído por los inferiores. Aquél sólo se asegura de su inteligencia descalificando a aquéllos que podrían devolverle el reconocimiento. Observen a ese sabio que sabe que los espíritus femeninos son inferiores a los espíritus masculinos. Pasa lo esencial de su existencia conversando con un ser que no puede comprenderlo: «¡Qué intimidad! ¡Qué dulzura en las conversaciones amorosas! ¡En los hogares! ¡En las familias! El que habla nunca está seguro de ser bien comprendido. ¡Tiene un espíritu y un corazón, él! ¡Un gran espíritu! ¡Un corazón tan sensible! ¡Pero el cadáver al cual la cadena social lo ha ligado o ligada! ¡Ay!»[27] ¿Se dirá que la admiración de sus alumnos y del mundo exterior le consolará de esta desgracia doméstica? Pero ¿qué valor tiene el juicio de un espíritu inferior sobre un espíritu superior? «Decidle a este poeta: estuve muy contento de vuestra última obra; os responderá mordiéndose los labios: me honráis mucho; es decir: querido, no puedo sentirme halagado por el sufragio de vuestra poca inteligencia.»[28]
Pero esta creencia en la desigualdad intelectual y en la superioridad de su propia inteligencia no es un hecho exclusivo de los sabios y de los poetas distinguidos. Su fuerza se debe a que abarcaba a toda la población, bajo la misma apariencia de humildad. «No puedo» -os declara este ignorante al que incitáis a instruirse-, «no soy más que un obrero». Oíd bien todo lo que hay en este silogismo. En primer lugar, «no puedo» significa «no quiero; ¿por qué tendría que hacer ese esfuerzo?». Lo que también quiere decir: sin duda que podría, pues soy inteligente; pero soy obrero: la gente como yo no puede; mi vecino no puede. ¿Y de qué me serviría si tendría que seguir relacionándome con imbéciles?
De este modo funciona la creencia en la desigualdad. No hay espíritu superior que no encuentre a uno más superior para rebajarlo. No hay espíritu inferior que no encuentre a uno más inferior para despreciarlo. La toga de profesor de Lovaina significa muy poco en París. Y el artesano de París sabecuánto le son inferiores los artesanos de provincia que saben, a su vez, lo atrasados que están los campesinos. El día en que estos últimos piensen que conocen, ellos, las cosas, y que la toga de París abriga un sueño hueco, el circulo estará cerrado. La superioridad universal de los inferiores se unirá a la inferioridad universal de los superiores para hacer un mundo donde ninguna inteligencia podrá reconocerse en su igual. Ahora bien, la razón se pierde justo en el momento en el cual un hombre habla a otro hombre que no puede replicarle. «No hay espectáculo más hermoso, no hay ninguno más instructivo, que el espectáculo de un hombre que habla. Pero el oyente debe reservarse el derecho a pensar en lo que acaba de oír y el orador debe incitarlo a ello (…) Es necesario pues que el oyente compruebe si el orador está en sus cabales, si sale o si vuelve a entrar. Sin la autorización de esta comprobación, necesaria también para la igualdad de las inteligencias, no veo, en una conversación, más que un discurso entre un ciego y su perro.»[29]
Respuesta a la fábula del ciego y del paralítico, el ciego hablando a su perro es el apólogo del mundo de las inteligencias desiguales. Se ve que se trata de filosofía y de humanidad, no de recetas de pedagogía infantil. La enseñanza universal es, en primer lugar, la verificación universal del semejante que pueden realizar todos los emancipados, todos los que decidieron pensarse como hombres semejantes a cualquier otro.
Todo está en todo
Todo está en todo. La tautología de la potencia es la de la igualdad, esa que busca la marca de la inteligencia en toda obra de hombre. Tal es el sentido de este ejercicio que llenó de asombro a Baptiste Froussard, hombre de progreso y director de escuela en Grenoble, cuando llegó a Lovaina acompañando a los dos hijos del diputado Casimir Perier. Miembro de la Sociedad de los Métodos de Enseñanza,Baptiste Froussard ya había oído antes hablar de la enseñanza universal y debió reconocer, en la clase de la Señorita Marcellis, los ejercicios que su Presidente, el Señor de Lasteyrie, había relatado a la Sociedad. Fue así como vio a las muchachas, según la costumbre, hacer redacciones en quince minutos, las unas sobre el último hombre, las otras sobre el regreso del exiliado, y escribir sobre estos temas, como asegura el fundador, fragmentos de literatura «que no desmerecerían las más bellas páginas de nuestros mejores autores». Esta aserción levantaba las más vivas reservas de los visitantes doctos. Pero el Señor Jacotot había encontrado el medio de convencerlos: puesto que, obviamente, ellos mismos se contaban entre los mejores escritores de su tiempo, sólo tenían que someterse a la misma prueba y ofrecer a las alumnas la posibilidad de comparar. El Señor de Lasteyrie, que había visto 93, se prestó de buen grado al ejercicio. No sucedió lo mismo con el Señor Guigniaut, el enviado de la Escuela Normal de París que no veía el dedo del hombre en Calipso pero, sin embargo, si que vio en una composición, la falta imperdonable de un circunflejo sobre croître* Invitado a la prueba, se presentó con una hora de retraso y le dijeron que regresara al día siguiente. Pero esa misma tarde partió hacia París llevándose en sus equipajes, como pieza de convicción, esa i vergonzosamente privada del circunflejo.
Después de la lectura de las redacciones, Baptiste Froussard asistió a las sesiones de improvisación. Era un ejercicio esencial de la enseñanza universal: aprender a hablar sobre cualquier tema, a bocajarro, con un principio, un desarrollo y un final. Aprender a improvisar era, en primer lugar, aprender a vencerse, a vencer ese orgullo que se disfraza de humildad para declarar su incapacidad a la hora de hablar delante de otros -es decir, su rechazo a someterse al juicio de los otros-. Era, a continuación, aprender a empezar y a acabar, a hacer uno mismo un todo, a encerrar el lenguaje en un círculo. Fue de este modo como dos alumnas improvisaron con seguridad sobre la muerte del ateo, después de lo cual, para expulsar estos tristes pensamientos, el Señor Jacotot pidió a otra alumna que improvisara sobre el vuelo de una mosca.La hilaridad se había apoderado de la sala, pero el Señor Jacotot había puesto las cosas en su sitio: no se trata de reír, hay que hablar. Y sobre este tema aéreo, la joven, durante ocho minutos y medio, dijo cosas encantadoras e hizo aproximaciones imaginativas llenas de gracia y frescura.
Baptiste Froussard también participó en la lección de música. El Señor Jacotot le pidió fragmentos de poesía francesa sobre los cuales las jóvenes alumnas improvisaron melodías con acompañamientos que ellas mismas interpretaron de forma encantadora. Volvió varias veces todavía a la casa de la Señorita Marcellis, poniéndoles él mismo redacciones de moral y de metafísica, todas ellas realizadas con una facilidad y un talento admirables. Pero he aquí el ejercicio que le causó más asombro. Un día, el Señor Jacotot se dirigió así a las alumnas: «Señoritas, saben que en toda obra humana existe el arte; tanto en una máquina de vapor como en un vestido; tanto en una obra de literatura como en un zapato. Pues bien, van a hacerme una redacción sobre el arte en general, vinculando sus palabras, sus expresiones, sus pensamientos, a tal o cual pasaje de los autores que se les va a indicar de manera que se pueda justificar o comprobar todo.»[30]
Entonces se dieron a Baptiste Froussard distintas obras y él mismo indicó a una de las jóvenes un pasaje de Atalía, a otra un capítulo de gramática, a otra un pasaje de Bossuet, un capítulo de geografía, la parte de la división en la aritmética de Lacroix, y así sucesivamente. No tuvo que esperar mucho tiempo el resultado de este extraño ejercicio sobre cosas tan poco comparables. Al cabo de una media hora un nuevo estupor lo invadió al oír la calidad de las redacciones que se acababan de hacer ante sus ojos y los comentarios improvisados que las justificaban. Le sorprendió en particular una explicación del artehecha sobre el pasaje de Atalía, acompañada de una justificación o comprobación, comparable, según su modo de ver, a la más brillante lección de literatura que nunca había oído.
Ese día, más que nunca, Baptiste Froussard comprendió en qué sentido se puede decir que todo está en todo. Ya sabía que el Señor Jacotot era un asombroso pedagogo y que podía presumir de la calidad de los alumnos formados bajo su dirección. Pero regresó a su casa habiendo comprendido alguna cosa más: las alumnas de la Señorita Marcellis en Lovaina tenían la misma inteligencia que las guanteras de Grenoble, e incluso -lo que aún es más difícil de admitir- que las guanteras de los alrededores de Grenoble.
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Jacques Ranciere: El maestro ignorante (1987) |
El maestro ignorante
Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual
Jacques Ranciére
Traducción de Núria Estrach
EDITORIAL LAERTES
Título original: Le maitre ignorant. Cinq leçons sur l'émancipation intellectuelle
Primera edición: abril, 2003
Fecha de publicación original: 1987
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El maestro ignorante (1987) |
El maestro ignorante: cinco lecciones sobre la emancipación intelectual
Jacques Rancière
Editorial Sedición, 26 oct. 2010 - 184 páginas
En el año 1818, Joseph Jacotot, revolucionario exiliado y lector de literatura francesa en la Universidad de Lovaina, empezó a sembrar el pánico en la Europa sabia. No contento con haber enseñado el francés a los estudiantes flamencos sin darles ninguna lección, se puso a enseñar lo que él ignoraba y a proclamar la palabra de orden de la emancipación intelectual: todos los hombres tienen igual inteligencia. Se puede aprender solo, sin maestro explicador, y un padre de familia pobre e ignorante puede hacerse instructor de su hijo. La instrucción es como la libertad: no se da, se toma. La distancia que el explicador pretende reducir es aquella de la que vive y la que, por tanto, no cesa de reproducir al igual que hace tanto la Escuela como la sociedad pedagogizada. La igualdad no es fin a conseguir, sino punto de partida. Quien justifica su propia explicación en nombre de la igualdad desde una situación desigualitaria la coloca de hecho en un lugar inalcanzable. La igualdad nunca viene después, como un resultado a alcanzar. Ella debe estar siempre delante. Instruir puede significar dos cosas exactamente opuestas: confirmar una incapacidad en el acto mismo que pretende reducirla o, a la inversa, forzar a una capacidad, que se ignora o se niega, a reconocerse y a desarrollar todas las consecuencias de este reconocimiento. El primer acto se llama atontamiento, el segundo emancipación. Es una cuestión de filosofía: se trata de saber si el acto mismo de recibir la palabra del maestro -la palabra del otro- es un testimonio de igualdad o de desigualdad. Es una cuestión de política: se trata de saber si un sistema de enseñanza tiene como presupuesto una desigualdad para "reducir" o una igualdad para verificar. La razón no vive sino de igualdad. Pero la ficción social no vive más que los rangos y de sus incansables explicaciones. A quien habla de emancipación y de igualdad de las inteligencias, la razón responde prometiendo el progreso y la reducción de las desigualdades: aún un poco más de explicaciones, de comisiones, de informes, de reformas... y ya llegaremos allí. La sociedad pedagogizada está ante nosotros. Y a su modo irónico, Joseph Jacotot nos desea buenos vientos.
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