Immanuel Wallerstein: La burguesía: concepto y realidad (Cap. 9 de Raza, nación y clase, 1988)

La burguesía: concepto y realidad

Immanuel Wallerstein

Cap. 9 de Raza, nación y clase(1988)

Definir le bourgeois? Nous ne serions pas d accord. Ernest Labrousse (1).


En la mitología del mundo moderno, el protagonista por excelencia es el burgués. Héroe para unos, villano para otros, fuente de inspiración o de atracción para la mayoría, el burgués ha sido el artífice de la configuración del presente y de la destrucción del pasado.

En inglés tendemos a evitar el término "burgués" y, en general, preferimos la locución "clase(s) media(s)". Resulta un tanto irónico el hecho de que, pese al encomiado individualismo del pensamiento anglosajón, no exista en inglés una forma adecuada para designar al individuo perteneciente a la(s) "clase(s) media(s)".

Según los lingüistas, el término, apareció por primera vez en su forma latina, burgensis, en el año 1007, y en francés se tiene constancia de la existencia de burgas ya en el 1100. En un principio, el término designaba al habitante "libre" de un burgo, de una zona urbana (2).

¿Pero libre de qué? Libre de las obligaciones que constituían la base social y el nexo pecuniario del sistema feudal. El burgués no era campesino ni siervo, pero tampoco era noble.

Por consiguiente, desde el comienzo estuvieron presentes una anomalía y una ambigüedad. La anomalía consistía en que el burgués no tenía acomodo lógico ni en la estructura jerárquica ni en el sistema de valores del feudalismo, cuyos tres órdenes clásicos no cristalizaron hasta el precio momento en que nacía el concepto de "burgués" (3). La ambigüedad consistía en que el término burgués era, y sigue siendo, al mismo tiempo honorífico y despectivo, un cumplido y un reproche. Se dice que a Luis XI le enorgullecía el tratamiento honorífico de "burgués de Berna" (4). Sin embargo, Moliere escribió su mordaz sátira sobre "le bourgeois gentilhomme", y Flaubert dijo: "J'appelle bourgeois quiconque pense bassement".

Este burgués medieval no era ni señor ni campesino, por lo que se le acabó considerando miembro de una clase intermedia, es decir, una clase media. Y ahí comenzó otra ambigüedad. ¿Eran burgueses todos los habitantes de núcleos urbanos o sólo algunos? ¿Era burgués el artesano o solo pequeño burgués, o no tenía nada de burgués? Con el uso, el término acabó por identificarse en la práctica con cierto nivel de ingresos —con una posición acomodada—, lo cual suponía posibilidades tanto de consumo (estilo de vida) como de inversión (capital).

El empleo del término evolucionó siguiendo estos dos ejes: consumo y capital. Por una parte, el estilo de vida del burgués podía compararse con el del noble o el del campesino/artesano. Con respecto al campesino/ artesano, el estilo de vida burgués implicaba confort, buenos modales, limpieza. Sin embargo, en relación con el noble implicaba cierta ausencia de auténtico lujo y cierta torpeza en el comportamiento social (es decir, la idea del nouveau riche). Mucho después, cuando la vida urbana se hizo más rica y más compleja, el estilo de vida burgués pudo oponerse también al del artista o el intelectual, para representar el orden, la convención social, la sobriedad y la mediocridad, en contraste con todo lo que se consideraba espontáneo, más libre, alegre e inteligente; en definitiva, lo que hoy llamamos 'contracultural". Por último, el desarrollo capitalista hizo posible la adopción de un estilo de vida seudoburgués por el proletario, sin que éste adoptase simultáneamente el papel económico del capitalista: esto es lo que llamamos "aburguesamiento".

Pero si es cierto que el burgués en su imagen de Babbitt ha sido el centro del discurso cultural moderno, el burgués como capitalista ha sido el centro del discurso político—económico moderno. El burgués ha capitalizado los medios de producción, contratando trabajadores asalariados que, a su vez, han fabricado cosas para su venta en el mercado. En la medida en que los ingresos procedentes de las ventas son superiores a los costes de producción, incluidos los salarios, decimos que hay beneficio, objetivo presumible del capitalista burgués.

Unos han cantado las virtudes de la función social del burgués como empresario creador. Otros han denunciado los vicios de esta función social del burgués como explotador parásito. Sin embargo, tanto admiradores como críticos casi siempre han coincidido en que el burgués, este burgués capitalista, ha sido la fuerza dinámica fundamental de la vida económica moderna; para todos desde el siglo XIX, para muchos desde el siglo XVI, para algunos incluso desde antes.

Del mismo modo que el concepto de "burgués" ha designado un estrato intermedio entre el noble terrateniente y el campesino/artesano, la era de la burguesía o sociedad burguesa ha llegado a definirse desde dos perspectivas: en relación con el pasado, como progreso con respecto al feudalismo, y en relación con el futuro como promesa (o amenaza) del socialismo. Esta definición fue a su vez un fenómeno del siglo XIX, que se consideraba a sí mismo y ha sido considerado después por la mayor parte de la gente como el siglo del triunfo de la burguesía, el momento histórico por excelencia del burgués como concepto y como realidad. ¿Hay mejor representación de la civilización burguesa en nuestra conciencia colectiva que la Gran Bretaña victoriana, taller del mundo, centro neurálgico de la misión del hombre blanco, sobre la que nunca se ponía el sol; responsable, científica, civilizada? Así pues, la realidad burguesa, tanto en lo cultural, como en lo político social, es algo que todos conocemos a fondo y que ha sido descrito de manera similar por las tres grandes corrientes ideológicas del siglo XIX, conservadurismo, liberalismo y marxismo. En sus respectivas concepciones del burgués, estas tres corrientes han tendido a coincidir en su rol ocupacional (generalmente comerciante en los primeros momentos, pero después empleador de mano de obra asalariada y propietario de los medios de producción; ante todo, alguien cuyos trabajadores eran productores de bienes), su móvil económico (el afán de lucro, el deseo de acumular capital) y su perfil cultural (prudente, racional, egoísta). Podría pensarse que, al haber surgido tal unanimidad en el siglo XIX en torno a un concepto fundamental, todos continuaríamos empleándolo sin vacilación y con escaso debate. Sin embargo, Labrousse nos dice que no nos pondremos de acuerdo en una definición, y por ello nos exhorta a examinar a fondo la realidad empírica, ampliando hasta el máximo posible nuestro campo de observación. Aunque la exhortación de Labrousse se remonta a 1955, no me parece que la comunidad científica mundial haya asumido su desafío.

¿Por qué ha sido asi? Examinemos cinco contextos en los que la utilización del concepto de burgués/burguesía por los historiadores y otros científicos sociales en su labor ha suscitado malestar, si no para ellos mismos, sí para muchos de sus lectores. Tal vez el análisis de los motivos del malestar nos ayude a encontrar claves de una mejor sintonía entre el concepto y la realidad.

1.— Con frecuencia los historiadores describen un fenómeno que llaman "aristocratización de la burguesía". Algunos han afirmado, por ejemplo, que esto ocurrió en las Provincias Unidas en el siglo XVII (5). En la Francia del Antiguo Régimen, el sistema de la "noblesse de robe", creado por la venalidad de los cargos públicos, equivalía prácticamente a una institucionalización de este concepto. Se trata, naturalmente, de lo que Thomas Mann describía en Los Buddenbrook: la trayectoria típica de la transformación de las pautas sociales de una dinastía familiar rica, desde el gran empresario hasta el artífice de la consolidación económica, el mecenas de las artes y finalmente, en la actualidad, el libertino decadente o el marginal hedonista-idealista.

¿Qué deberíamos ver aquí? Que, por alguna razón y en determinado momento de su vida, el burgués parece renunciar tanto a su estilo cultural como a su rol sociopolítico en favor de un rol "aristocrático", que desde el siglo XIX no ha sido necesariamente el de la aristocracia nobiliaria, sino simplemente el de la riqueza antigua. Tradicionalmente, el símbolo formal de este fenómeno ha sido la adquisición de propiedades agrarias, hecho que marca el paso del burgués propietario de fábricas y urbano al noble terrateniente y rural.

¿A qué se debe esta línea de actuación del burgués? La respuesta es obvia. En lo que respecta a la posición social y al discurso cultural del mundo moderno, desde el siglo XIX hasta nuestros días, de un modo u otro siempre ha sido "mejor" o más deseable ser aristócrata que burgués. A primera vista, esta circunstancia es digna de reseñar, y ello por dos razones. En primer lugar, no dejan de repetirnos que la figura dinámica de nuestro proceso político—económico es y ha sido, desde el siglo XIX, desde el siglo XVI, quizá desde antes, el burgués. ¿Por qué abandonar el centro del escenario para ocupar un rincón de la escena social incluso más arcaico? En segundo lugar, aunque lo que denominamos feudalismo u orden feudal cantaba las alabanzas de la nobleza en sus representaciones ideológicas, el capitalismo dio origen a otra ideología que cantaba precisamente las del burgués. Esta nueva ideología es la dominante, al menos en el centro de la economía—mundo capitalista, desde hace al menos 150—200 años. Sin embargo, el fenómeno de los Buddenbrook avanza rápidamente. Y en Gran Bretaña, incluso en nuestros días, un título vitalicio se considera un honor.

2.— Un importante y polémico concepto del pensamiento contemporáneo, habitual en los escritos marxistas aunque no sea su patrimonio exclusivo, es el de "traición de la burguesía" a su papel histórico. En realidad, este concepto se refiere al hecho de que en ciertos países, los menos "desarrollados", la burguesía local (nacional) se ha alejado de su rol económico "normal" o anticipado con el fin de convertirse en terrateniente o rentista, es decir, "aristócrata". Pero no nos. referimos sólo a su aristocratización colectiva en términos de biografía colectiva. Es decir, se trata de localizar este giro en el tiempo en función de una especie de calendario nacional. Partiendo de una teoría implícita de las etapas del desarrollo, en un momento dado la burguesía debe tomar el control del aparato del Estado, crear dicho "Estado burgués", industrializar el país y, por tanto, acumular colectivamente cantidades importantes de capital; en pocas palabras, seguir la supuesta trayectoria histórica de Gran Bretaña. Pasado ese momento, quizá sea menos importante que los burgueses se "aristocraticen". Sin embargo, antes de ese momento, este tipo de giros individuales hacen más difícil, incluso imposible, la transformación colectiva nacional.

En el siglo XX, este tipo de análisis ha servido para respaldar una importante estrategia política. Los partidos de la Tercera Internacional y sus sucesores la han utilizado como justificación de la denominada "teoría de la revolución nacional en dos etapas", según la cual los partidos socialistas no sólo tienen la responsabilidad de llevar a cabo la revolución proletaria (o segunda etapa), sino también de desempeñar un papel fundamental en la revolución burguesa (o primera etapa).

Según esta tesis, la primera etapa es históricamente "necesaria" y, puesto que la burguesía nacional en cuestión ha "traicionado" su papel histórico, recae en el proletariado la misión de desempeñar este papel en su lugar.

La idea en su conjunto resulta doblemente curiosa. Es curioso que se piense que una clase social, el proletariado, tiene la obligación y la posibilidad social de realizar las tareas históricas (con independencia de lo que esto signifique) de otra clase social, la burguesía.

(Por cierto, aunque de hecho el iniciador de esta estrategia fue Lenin, o al menos contó con su bendición, nos recuerda sobremanera el moralismo por el que Marx y Engels criticaron a los socialistas utópicos). Sin embargo, la idea de "traición" resulta todavía más curiosa cuando se examina desde el ángulo de la burguesía.

¿Por qué va a "traicionar" una burguesía nacional su papel histórico? Presumiblemente, el cumplir su papel histórico sólo le reportará beneficios. Y puesto que todos, conservadores, liberales y marxistas, coinciden en que los capitalistas burgueses siempre defienden sus propios intereses, ¿cómo es que en este caso no parecen haber visto dónde se encuentran? Parece algo más que un enigma: una afirmación contradictoria. Lo extraño de la idea misma se ve acentuado por el hecho de que, cuantitativamente, el número de burguesías nacionales que se dice han "traicionado" sus respectivos papeles históricos resulta no ser reducido sino muy amplio: naturalmente, la inmensa mayoría.

3.— Se ha tendido a aplicar la expresión "aristocratización de la burguesía" a situaciones de países europeos, sobre todo en los siglos XVI a XVIII, y la expresión "traición de la burguesía" a situaciones de zonas no europeas en el siglo XX. Sin embargo, existe una tercera expresión que se ha aplicado fundamentalmente a situaciones de América del Norte y Europa Occidental a finales del siglo XIX y en el siglo XX. En 1932, Berle y Means escribieron un célebre libro en el que señalaban una tendencia de la historia estructural de la empresa mercantil moderna, tendencia que denominaban "disociación de la propiedad y el control" (6).

Con estos términos aludían al cambio desde una situación en la que el propietario legal de una empresa era también su director a otra (la sociedad anónima moderna) en la que los propietarios legales eran muchos, estaban dispersos y prácticamente se limitaban a ser simples inversores de capital monetario, mientras que los directivos, investidos de todo el poder real para adoptar decisiones en el terreno económico, no fueron necesariamente ni siquiera propietarios parciales, sino, en términos formales, empleados asalariados. Todo el mundo reconoce ahora que esta realidad del siglo XIX no concuerda con la descripción decimonónica del papel económico del burgués, ni con la liberal ni con la marxista.

El ascenso de esta forma de sociedad anónima ha hecho algo más que cambiar las estructuras en la cúspide de las empresas: ha engendrado un nuevo estrato social. Marx había previsto en el siglo XIX que, a medida que el capital se centralizase, se iría produciendo una creciente polarización de las clases, de modo que finalmente sólo quedarían una burguesía (muy pequeña) y un proletariado (muy numeroso). Esto significaba en la práctica que, en el curso del desarrollo capitalista, desaparecerían dos grandes grupos sociales, los pequeños productores agrícolas independientes y los pequeños artesanos urbanos independientes, a través de un doble proceso: algunos se convertirían en grandes empresarios (es decir, burgueses), y la mayoría se convertirían en trabajadores asalariados (es decir, proletarios).

Aunque en general los liberales no realizaron predicciones paralelas, ningún aspecto de la predicción de Marx —en la medida en que se trataba únicamente de una predicción social—, era incompatible con las tesis liberales. Conservadores como Carlyle pensaban que la predicción marxista era básicamente correcta, y esta idea les hacía temblar.

De hecho, Marx tenía razón, y el número de integrantes de estas dos categorías sociales se ha reducido espectacularmente en todo el mundo en los últimos 150 años. Sin embargo, a partir de la II Guerra Mundial, los sociólogos han venido advirtiendo, hasta llegar a ser un verdadero lugar común, que la desaparición de estos dos estratos ha coincidido con la aparición de nuevos estratos. Comenzó a hablarse de que, a medida que la "antigua clase media" desaparecía, una "nueva clase media" comenzaba a nacer (7). Por nueva clase media se entendía el creciente estrato de profesionales, en gran parte asalariados, que ocupaban posiciones directivas o casi directivas en las estructuras de las sociedades anónimas en virtud de los conocimientos adquiridos en la universidad; al principio fueron sobre todo los "ingenieros", después los profesionales del derecho y de la sanidad, los especialistas en márketing, los analistas informáticos, etc.

En este punto debemos formular dos observaciones. En primer lugar, pongamos de manifiesto una confusión lingüística. Se supone que estas "nuevas clases medias" son un "estrato intermedio" (al igual que en el siglo XIX que ahora se sitúa entre la "burguesía", los "capitalistas" o "los altos directivos" y el "proletariado" o los "trabajadores". La burguesía del siglo XIX era el estrato medio, aunque en la terminología del siglo XX el vocablo se emplee para describir el estrato superior, en una situación en la que muchos continúan refiriéndose a tres estratos identificables. Esta confusión se vio reforzada en la década de 1960 por los intentos de dar a las "nuevas clases medias" el nombre de "nuevas clases trabajadoras", con lo que se trataba de reducir el número de estratos de tres a dos (8). Este cambio de denominación fue ampliamente fomentado por sus implicaciones políticas, pero hacía referencia a otra realidad cambiante: las diferencias entre el estilo de vida y el nivel de ingresos de los trabajadores cualificados y los de estos profesionales asalariados se iban reduciendo.

En segundo lugar, estas "nuevas clases medias" eran difíciles de describir aplicando las categorías de análisis del siglo XIX. Satisfacían algunos de los criterios definitorios del concepto de "burgués". Eran ricas; tenían algún dinero para invertir (aunque no demasiado, y en forma de acciones y obligaciones); actuaban sin duda en defensa de sus propios intereses, tanto económica como políticamente. Sin embargo, eran cada vez más numerosas las semejanzas con los trabajadores asalariados, en la medida en que vivían principalmente de la remuneración de su trabajo, y no de ingresos procedentes de propiedades; en esa medida; eran "proletarios". Su estilo de vida, a menudo un tanto hedonista, restaba intensidad al componente puritano de la cultura burguesa; en esa medida eran "aristócratas".

4.— Las "nuevas clases medias" tuvieron un equivalente en el Tercer Mundo. Al igual que ocurrió después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los países fueron alcanzando uno tras otro la independencia, los analistas comenzaron a prestar atención al ascenso de un estrato muy significativo: los cuadros instruidos que trabajaban al servicio de los gobiernos, cuyos niveles de ingresos los colocaban en una posición económica desahogada en comparación con la mayor parte de sus compatriotas. En África, donde estos cuadros aparecieron con mayor nitidez habida cuenta de la práctica ausenta de otras categorías de gentes "acomodada", se creó un nuevo concepto para designarlos: "burguesía administrativa". La burguesía administrativa era, en el sentido tradicional del término, "burguesa" en su estilo de vida y valores sociales. Representaba el soporte social de la mayor parte de los regímenes, hasta el punto de que Fanón afirmó que los Estados de partido único de África eran "dictaduras de la burguesía", precisamente de esta burguesía (9). Y sin embargo, estos funcionarios no tenían nada de burgueses en lo que se refiere a desempeñar algunos de los roles económicos tradicionales de los burgueses como empresarios, empleadores de mano de obra, innovadores, tomadores de riesgos y buscadores del máximo beneficio. Pues bien, esto no es del todo correcto. La burguesía administrativa desempeñó a menudo estos roles clásicos, pero cuando lo hizo, fue denunciada por "corrupción" en lugar de recibir felicitaciones.

5.— Hay una quinta esfera en la que el concepto de burguesía y/o clases medias ha llegado a desempeñar un papel confuso aunque fundamental: el análisis de la estructura del Estado en el mundo moderno. Una vez más, tanto para conservadores como para liberales o marxistas, se suponía que la aparición del capitalismo estaba de algún modo relacionada con el control político de la maquinaria del Estado y estrechamente vinculada a él. Los marxistas afirmaban que una economía capitalista implicaba un Estado burgués, idea resumida al máximo en el aforismo "el Estado es el comité ejecutivo de la clase dominante" (10). El núcleo de la interpretación "whig" de la historia era que el camino hacia la libertad humana discurría de forma paralela en las esferas económica y política. El "laisser—faire" implicaba una democracia representativa o, al menos, un régimen parlamentario. ¿De qué se quejaban los conservadores, si no de la profunda relación existente entre el vínculo monetario y el declive de las instituciones tradicionales (en primer lugar, a nivel de las estructuras estatales)? Cuando los conservadores hablaban de Restauración, lo que trataban de restaurar era la monarquía y el privilegio aristocrático.

Con todo, señalemos algunas voces en permanente desacuerdo, en el centro neurálgico del triunfo burgués, la Gran Bretaña victoriana, coincidiendo con su apogeo, Walter Begehot examinó la persistencia del papel fundamental de la monarquía a la hora de mantener las condiciones que permiten a un Estado moderno, a un sistema capitalista, sobrevivir y desarrollarse (11).

Marx Weber insistió en que la burocratización del mundo —en su opinión, el proceso fundamental de la civilización capitalista—, nunca sería factible en la cúspide del sistema político (12). Por su parte, Joseph Schumpeter afirmó que, puesto que en realidad la burguesía era incapaz de prestar atención a las advertencias de Bagehot, el edificio del poder se derrumbaría inevitablemente. La burguesía, al insistir en gobernar, provocaría su propia defunción (13). Los tres autores afirmaban que la ecuación "economía burguesa/Estado burgués" no era tan sencilla como parecía.

En el campo marxista, la teoría del Estado o de la base clasista del Estado (burgués) ha sido una de las cuestiones más espinosas de los últimos treinta años, en especial en los debates entre Nicos Poulantzas y Ralph Miliband (14). La frase "relativa autonomía del Estado", se ha convertido en un cliché que disfruta en teoría de un amplio apoyo. ¿A qué se refiere si no al hecho de que en la actualidad se reconozca que hay tantas versiones de la "burguesía" o de las "clases medias" que es difícil afirmar que una cualquiera de ellas controle realmente el Estado del modo directo que afirma el aforismo marxista? Tampoco parece que estas versiones puedan unirse para formar una sola clase o grupo.

Así pues, el concepto de burgués, tal como nos ha llegado desde sus comienzos medievales, pasando por sus avatares en la Europa del Antiguo Régimen y después de la industrialización del siglo XIX, parece difícil de emplear con claridad cuando se habla del mundo del siglo XX. Parece aún más difícil utilizarlo como un hilo de Ariadna para interpretar la evolución histórica del mundo moderno. Sin embargo, nadie parece dispuesto a descartar por completo el concepto. No conozco ninguna interpretación histórica seria de este mundo moderno nuestro de la que esté ausente el concepto de burguesía o, alternativamente, el de las clases medias, y ello por una buena razón, es difícil contar una historia sin su protagonista principal. Con todo, cuando un concepto muestra una persistente falta de adecuación a la realidad en todas las interpretaciones ideológicas importantes y enfrentadas de esta realidad, quizá haya llegado el momento de revisarlo y evaluar de nuevo cuáles son en realidad sus características esenciales.

Comenzaré señalando otro ejemplo curioso de historia intelectual. Todo somos muy conscientes de que el proletariado o, si lo desean, los trabajadores asalariados no han existido en todas las edades históricas, sino que aparecieron en un determinado momento. Hubo un tiempo en el que la mayor parte de la mano de obra mundial estaba integrada por productores agrícolas rurales que obtenían ingresos en diferentes formas pero rara vez como salario. En la actualidad, una gran parte (cada vez mayor) de la fuerza de trabajo mundial es urbana y una gran proporción de ella obtiene sus ingresos en forma de salario. Unos llaman a este cambio "proletarización", y otros "formación de la clase trabajadora" (15). Son muchas las teorías sobre este proceso, que ha suscitado numerosos estudios.

También somos conscientes, aunque esta circunstancia tenga menos realce para la mayor parte de nosotros, de que el porcentaje de personas que pueden llamarse burguesas (en uno u otro sentido) es muy superior en la actualidad, y ha aumentado sin cesar, quizá desde el siglo XI, y sin duda desde el XVI. Sin embargo, que yo sepa, prácticamente nadie habla de la "burguesificación" como proceso paralelo al de "proletarización", y no se escriben libros sobre la formación de la burguesía, sino sobre "les bourgeois conquérants" (16). Es como si la burguesía fuera un dato axiomático y, por tanto, actuase sobre los demás: sobre la aristocracia, sobre el Estado, sobre los trabajadores. Parece que no tuviera orígenes y que hubiera surgido ya adulta de la cabeza de Zeus.

Deberíamos ser capaces de detectar un deus ex machina tan obvio, pues de un verdadero deus ex machina se trata. Para lo único realmente importante que ha servido el concepto de burguesía/clases medias ha sido para explicar los orígenes del mundo moderno. El mito nos dice lo siguiente: érase una vez el feudalismo, es decir, una economía no comercial y no especializada.

Había señores y campesinos. También había (¿sólo por azar?) algunos burgueses urbanos que producían y comerciaban en el mercado. Las clases medias dieron origen a la transacción monetaria y la extendieron, y con ello liberaron las maravillas del mundo moderno. En una versión ligeramente distinta, aunque en esencia trasmite la misma idea, la burguesía no sólo apareció (en la esfera económica), sino que posteriormente irrumpió (en la esfera política) para derrocar a la aristocracia dominante hasta esos momentos. Para que el mito tenga sentido, la burguesía/clases medias debe ser uno de sus elementos fijos. Un análisis de la formación histórica de esta burguesía pondría en duda inevitablemente la coherencia explicativa del mito. Por ello, el análisis no se ha realizado, al menos de modo suficiente.

La reificación de un actor existencial, el burgués urbano de finales de la Edad Media, en una esencia no analizada, el burgués —ese burgués que conquista el mundo moderno— lleva consigo una mistificación en lo que se refiere a su psicología o a su ideología.

Se supone que este burgués es "individualista". Una vez más, adviértase la coincidencia de conservadores, liberales y marxistas. Las tres escuelas de pensamiento han afirmado que, a diferencia de épocas pasadas (y, para los marxistas en particular, a diferencia de las futuras), existe un actor social importante, el empresario burgués, que se preocupa de sí mismo y sólo de sí mismo. No piensa en ningún compromiso social, no conoce ninguna limitación social (o muy pocas), siempre sigue un cálculo benthamiano de placer y dolor. Para los liberales del siglo XIX, en esto consistía el ejercicio de la libertad, y afirmaban con cierto misterio que, si todo el mundo realizase sinceramente su aportación, todos saldríamos beneficiados. No habría perdedores, sólo ganadores. Los conservadores del siglo XIX y los marxistas coincidieron en el asombro moral y el excepticismo sociológico por esta despreocupación liberal. Lo que para los liberales era ejercicio de la "libertad" y fuente de progreso humano, para ellos era algo que conducía a un estado de "anarquía", indeseable de inmediato en sí mismo y que a largo plazo tendía a disolver los vínculos sociales que mantenían la unidad de la sociedad.

No voy a negar que ha habido una fuerte tendencia "individualista" en el pensamiento moderno, cuya influencia alcanzó su apogeo en el siglo XIX. Tampoco voy a negar que esta tendencia del pensamiento se reflejase, como causa y como consecuencia, en modelos significativos de comportamiento social mediante actores sociales importantes en el mundo moderno. Sin embargo, sí deseo advertir contra el salto lógico que se ha efectuado: de considerar el individualismo como una realidad social importante a considerarlo la realidad social importante del mundo moderno, de la civilización burguesa, de la economía-—mundo capitalista. Sencillamente, o ha sido así.

El problema fundamental reside en la idea del funcionamiento del mundo capitalista que nos hemos forjado. El capitalismo requiere libertad de circulación de los factores de producción —mano de obra, capital y mercancías—, por lo que suponemos que requiere, o al menos los capitalistas desean, una libertad de circulación total, mientras que de hecho requiere y los capitalistas desean una libertad de circulación parcial. El capitalismo funciona a través de los mecanismos del mercado perfectamente competitivo, cuando lo que se persigue es mercados que puedan utilizarse y eludirse al mismo tiempo, una economía que combine de forma adecuada la competencia y el monopolio. El capitalismo es un sistema que recompensa el comportamiento individualista, por lo que suponemos que requiere, o que los capitalistas desean, que todos actuemos basándonos en motivaciones individualistas, mientras que en realidad requiere y los capitalistas desean que tanto burgueses como proletarios incorporen una fuerte dosis de orientación social antiindividualista a sus mentalidades. El capitalismo es un sistema construido sobre la base jurídica del derecho a la propiedad, por lo que suponemos que requiere y que los capitalistas desean que la propiedad sea sacrosanta y que el derrecho a la propiedad privada se amplíe cada vez a más aspectos de la interacción social, mientras que en realidad toda la historia del capitalismo ha sido un constante declive, no una ampliación, del derecho a la propiedad. El capitalismo es un sistema en el cual los capitalistas siempre han defendido el derecho a adoptar decisiones económicas a partir de una base puramente económica, por lo que suponemos que esto significa que de hecho son alérgicos a la injerencia política en sus decisiones, cuando su firme intención ha sido siempre utilizar los mecanismos del Estado y han acogido con agrado el concepto de primacía de lo político.

En pocas palabras, el error de nuestro concepto de burgués consistía en que invertíamos, por no decir pervertíamos, la lectura de la realidad histórica del capitalismo. Si el capitalismo es algo, es un sistema basado en la lógica de la acumulación incesante del capital. Este carácter indefinido es lo que se ha celebrado o condenado como su espíritu prometeico (17). Este carácter de ser incesante, para Emile Durkheim, tenía como contrapartida permanente la anomía (18). De este carácter de ser incesante, insistía Erich Fromm, todos tratamos de huir (19).

Cuando Marx Weber intentó analizar la vinculación que existe necesariamente entre la ética protestante y el espíritu del capitalismo, describió las implicaciones sociales de la teología calvinista de la predestinación (20). Si Dios fuera omnipotente, y si sólo una minoría pudiera salvarse, los seres humanos no podrían hacer nada para asegurar su pertenencia a esa minoría, ya que, si pudieran, determinarían la voluntad de Dios y El no sería omnipotente. Sin embargo, Weber señalaba que esto era lógicamente correcto, pero psico—lógicamente imposible. Psicológicamente, podríamos deducir de esta lógica que cualquier conducta es permisible, puesto que está predestinada. También podríamos dejarnos vencer por la depresión total y, por tanto, por la pasividad, puesto que toda conducta es fútil en relación con su único objetivo legítimo, la salvación. Weber afirmaba que una lógica que entra en conflicto con una psico—lógica no puede sobrevivir y, por tanto, debe modificarse; Este fue el caso del calvinismo, que al principio de la predestinación añadió la posibilidad de la presciencia, o al menos de la presciencia negativa. Aunque no podamos influir en el comportamiento de Dios mediante nuestros actos, ciertas modalidades de comportamiento negativo o pecaminoso actúan como signos de ausencia de gracia. Psicológicamente, todo era correcto. Se nos instaba a comportarnos de manera adecuada, ya que, en caso contrario, nuestro comportamiento era un signo cierto de que Dios nos había abandonado.

Me gustaría hacer un análisis paralelo al de Weber, distinguiendo entre la lógica y la psico—lógica de la ética capitalista. Si el objetivo es la acumulación incesante de capital, lógicamente el trabajo duro eterno y la abnegación siempre son de rigor. Los beneficios tienen su ley de hierro, al igual que los salarios. Un céntimo que se gasta en la satisfacción inmoderada de los deseos es un céntimo que se sustrae del proceso de inversión y, por consiguiente, de la acumulación de capital. Sin embargo, aunque la ley de hierro de los beneficios sea lógicamente rígida, es psico—lógicamente imposible.

¿De qué sirve ser capitalista, empresario, burgués, si no se obtiene una recompensa personal? Obviamente, no serviría de nada, y nadie lo haría. Sin embargo, lógicamente esto es lo que se exige. Hay que cambiar la lógica o el sistema no funcionará nunca; y es obvio que hace algún tiempo que funciona.

Del mismo modo que la presciencia modificó la combinación omnipotencia—predestinación (y en última instancia minó su base), la renta modificó (y en última instancia minó) la combinación acumulación—ahorro. Como sabemos, los economistas (incluido Marx, el último de los economistas clásicos) presentaron la renta como la verdadera antítesis del beneficio. No es su antítesis, sino un avatar. Los economistas clásicos vieron una evolución histórica desde la renta hacia el beneficio, que se tradujo en nuestro mito histórico según el cual la burguesía derrocó a la aristocracia. Sin embargo, esto es incorrecto en dos aspectos.

La secuencia temporal es a corto plazo y no a largo plazo, y su dirección es la opuesta. Todos los capitalistas desean transformar el beneficio en renta. Esto se traduce en la siguiente afirmación: el objetivo primario de todos los "burgueses" es convertirse en "aristócratas". Se trata de una secuencia a corto plazo, no a largo plazo.

¿Qué es la "renta"? En términos estrictamente económicos, renta es el ingreso que se deriva del control de alguna realidad concreta espacio—temporal de la que no puede afirmarse que sea en algún sentido creación del propietario o resultado de su trabajo (ni siquiera de su trabajo como empresario). Si tengo la suerte de poseer un terreno en las proximidades de un vado y cobro un peaje por pasar por mis tierras, recibo una renta. Si permito que otros trabajen en mi tierra por su cuenta o que vivan en un edificio de mi propiedad y recibo un pago de ellos, soy un rentista. En la Francia del siglo XIX, el rentista era definido en los documentos como "el burgués que vive noblemente de sus ingresos", es decir, sin ejercer el comercio ni profesión alguna (21).

Ahora bien, en estos casos no es del todo cierto que yo no haya hecho nada para adquirir la ventaja que ha conducido a la renta. He tenido la previsión o la suerte de haber adquirido algún tipo de derecho de propiedad que me permite legalmente obtener la renta. El "trabajo" que sirvió de base a la adquisición de este derecho de propiedad tiene dos características. En primer lugar, se realizó en el pasado, no en el presente, y a menudo en el pasado remoto, es decir, lo realizó un antepasado. En segundo término, exigió la santificación de la autoridad política, en ausencia de la cual no podría generar dinero en el presente. Por consiguiente, renta igual a pasado y renta igual a poder político.

La renta es patrimonio de quienes ya son propietarios, no de que quien pretende, a costa del trabajo presente, adquirir una propiedad. Por lo tanto, la renta siempre está sometida a desafío. Y puesto que la renta está garantizada políticamente, siempre está sometida a un desafío político. Sin embargo, el vencedor de ese desafío adquirirá, en consecuencia, la propiedad. A partir de ese momento, sus intereses imponen la defensa de la legitimidad de la renta.

La renta es un mecanismo para aumentar la tasa de beneficio por encima de la tasa que se habría obtenido en un mercado verdaderamente competitivo. Volvamos al ejemplo de la travesía del río. Supongamos que se trata de un río en el que sólo existe un punto lo bastante estrecho para permitir la construcción de un puente.

Se plantean diversas alternativas. El Estado puede proclamar que toda la tierra es potencialmente privada, y que la persona que posee las parcelas situadas a cada lado del punto más estrecho puede construir un puente privado y cobrar un peaje privado por permitir el paso.

Si partimos de mi premisa de que sólo hay un punto por el que es posible realizar la travesía, esta persona tendría un monopolio y podría cobrar un peaje para extraer una considerable proporción de plusvalía de todas las cadenas de mercancías cuyo itinerario tuviese que cruzar el río. Alternativamente, el Estado podría proclamar que ambas orillas son terrenos públicos, en cuyo caso se puede optar idealmente por una de las dos nuevas posibilidades características. En primer lugar, el Estado construye un puente con fondos públicos, y no cobra peaje o sólo lo exige hasta amortizar los costes de construcción, en cuyo caso no se extraería plusvalía de esas cadenas de mercancías. En segundo lugar, el Estado anuncia que, al ser públicas las orillas, pueden ser utilizadas en libre competencia por pequeños propietarios de barcos para transportar mercancías de una orilla a otra del río. En este caso, la gran competencia reduciría el precio de los servicios hasta generar un reducido índice de beneficio para los propietarios de los barcos, por lo que la plusvalía extraída de las cadenas de mercancías que cruzasen el río sería mínima.

Obsérvese que, en este ejemplo, renta parece equivaler más o menos a beneficio de monopolio. Como sabemos, el monopolio es una situación en la que, debido a la ausencia de competencia, la persona que realiza la transacción puede obtener un beneficio elevado o, podemos decir, una elevada proporción de la plusvalía generada en toda la cadena de mercancías de la que forma parte el segmento monopolizado. Está bastante claro, de hecho es evidente, que cuanto más cerca esté una empresa de monopolizar un tipo concreto espacio—temporal de transacción económica, más elevada será su tasa de beneficio. Cuanto más auténticamente competitiva sea la situación del mercado, menor será la tasa de beneficio. Esta relación entre la verdadera competitividad y las bajas tasas de beneficio es una de las justificaciones ideológicas históricas del sistema de libre empresa. Es una pena que el capitalismo nunca haya conocido una libertad de empresa generalizada. Y nunca ha conocido una libertad de empresa generalizada precisamente porque los capitalistas buscan los beneficios, los máximos beneficios, con el fin de acumular capital, tanto capital como les sea posible. Por lo tanto, no sólo están motivados, sino obligados estructuralmente a buscar posiciones de monopolio, algo que les empuja a buscar el máximo de beneficios utilizando el principal mecanismo que puede hacerlo posible de forma duradera: el Estado.

Como puede apreciarse, el mundo que presento está al revés. Los capitalistas no quieren la competencia, sino el monopolio. Tratan de acumular capital, no a través del beneficio, sino a través de la renta. No desean ser burgueses sino aristócratas. Y puesto que históricamente, es decir, desde el siglo XVI hasta el presente, la lógica capitalista se ha profundizado —y ampliado en la economía—mundo capitalista, tenemos más monopolios, no menos, tenemos más rentas y menos beneficios, tenemos más aristocracia y menos burguesía.

Me dirán que esto es demasiado, que me paso de listo. No parece una descripción reconocible del mundo que conocemos ni una interpretación plausible del pasado histórico que hemos estudiado. Y tendrán razón, porque he prescindido de la mitad de la historia. El capitalismo no es un estasis, sino un sistema histórico, se ha desarrollado según su lógica interna y sus contradicciones internas. En otras palabras, tiene tendencias seculares y ritmos cíclicos. Examinemos, por tanto, estas tendencias seculares, en particular con respecto a nuestro tema de investigación, los burgueses; o examinemos el proceso secular al que hemos calificado de burguesificación. Creo que el proceso funciona más o menos así.

La lógica del capitalismo exige un puritano sobrio, el Scrooge que escatima incluso en Navidad. La psico—lógica del capitalismo, según la cual el dinero es la medida de la gracia por encima incluso del poder, exige la exhibición de la riqueza y, por consiguiente, un "consumo manifiesto". Para contener esta contradicción, el sistema funciona traduciendo los dos impulsos en una secuencia generacional, el fenómeno de los Buddenbrook. Siempre que se registra una concentración de empresarios de éxito tenemos una concentración de tipos Buddenbrook. Véase, por ejemplo, la aristocratización de la burguesía en la Holanda de finales del siglo XVII. Cuando este fenómeno se repite como farsa, lo denominamos traición del papel histórico de la burguesía; por ejemplo, en el Egipto del siglo XX.

No se trata únicamente de una cuestión relativa al comportamiento del burgués como consumidor. Su inclinación por el estilo aristocrático también puede hallarse en su original forma de comportarse como empresario. Hasta bien entrado el siglo XIX (con la supervivencia de algunos vestigios en la actualidad), la empresa capitalista estaba construida, en lo que se refiere a las relaciones laborales, según el modelo del feudo medieval. El propietario se presentaba como una figura paternal, que cuidaba de sus empleados, los alojaba, les ofrecía una especie de programa de seguridad social y se preocupaba no sólo de su comportamiento en el trabajo, sino de todo su comportamiento moral.

Sin embargo, con el tiempo el capital ha tendido a concentrarse como consecuencia de la búsqueda del monopolio, de la eliminación de los competidores. Es un proceso lento debido a todas las contracorrientes que constantemente destruyen los cuasimonopolios. Aún así, las estructuras de la empresa han crecido gradualmente y han supuesto la separación de la propiedad y el control: el fin del paternalismo, el nacimiento de la sociedad anónima y, por tanto, la aparición de nuevas clases medias. Cuando las "empresas" son de hecho más de propiedad estatal que nominalmente privadas, como tiende a ocurrir en los Estados más débiles de las zonas periféricas y, sobre todo, semiperiféricas, las nuevas clases medias suelen adoptar la forma de burguesía administrativa. A medida que este proceso avanza, el papel del propietario legal pierde cada vez más importancia, hasta llegar a ser testimonial.

¿Cómo definir estas nuevas clases medias, las burguesías asalariadas? Sus integrantes son sin duda burgueses, a juzgar por los parámetros del estilo de vida o del consumo o, si se desea, por el hecho de ser los receptores de la plusvalía. No son burgueses, o lo son mucho menos, si juzgamos por el parámetro del capital o de los derechos de propiedad. Es decir, son mucho menos capaces de convertir los beneficios en rentas, de aristocratizarse, que la burguesía "clásica". Viven de las ventajas alcanzadas en el presente, no de los privilegios heredados del pasado. Por otra parte, no puede traducir los ingresos presentes (beneficios) en ingresos futuros (renta). Es decir, no pueden representar el pasado del que vivirán sus hijos. No solo viven en el presente, sino que lo mismo deben hacer sus hijos y los hijos de sus hijos. Eso es la burguesificación el fin de la posibilidad de aristocratización (ese sueño tan querido de todos los burgueses propietarios clásicos), el fin de la construcción de un pasado para el futuro, la condena a vivir en el presente.

Pensemos en el extraordinario paralelismo que guarda esta situación con lo que tradicionalmente hemos denominado proletarización; paralelismo, no identidad. Según la convención admitida, proletario es el trabajador que ya no es campesino (es decir, que controla una pequeña parcela de tierra) ni artesano (es decir, controla una reducida maquinaria). El proletario es alguien que sólo posee su fuerza de trabajo para ofrecerla en el mercado, y no tiene ningún recurso (es decir, ningún pasado) en el que apoyarse. Vive de lo que gana en el presente. El burgués que describo tampoco controla ya capital (por tanto, no tiene pasado) y vive de lo que gana en el presenta. Sin embargo, se aprecia una sensible diferencia con respecto al proletario. Vive mucho, mucho mejor, la diferencia parece no tener ya ninguna o escasa relación con el control de los medios de producción. Sin embargo, este burgués, producto de la burguesificación, obtiene de un modo u otro la plusvalía creada por ese proletario, producto de la proletarización. Así pues, si no son los medios de producción, debe seguir habiendo algo que este burgués controla y ese proletario no.

Pasemos ahora a la reciente aparición de otro cuasi—concepto, el de capital humano. Capital humano es lo que estos burgueses de nuevo cuño poseen en abundancia, al contrario que nuestro proletario. ¿Y dónde adquieren el capital humano? La respuesta es bien conocida: en los sistemas educativos, cuya función principal y declarada es formar a las personas para que integren las nuevas clases medias, es decir, para que sean los profesionales, los técnicos, los administradores de las empresas privadas y públicas que constituyen la base económica del funcionamiento de nuestro sistema.

¿Crean realmente capital humano los sistemas educativos del mundo, es decir, forman a las personas en áreas específicas y difíciles que merecen una mayor recompensa económica? Tal vez pueda alegarse que los niveles superiores de nuestros sistemas educativos hacen algo parecido (y aun así, sólo en parte), pero la mayoría de los sistemas de enseñanza cumplen más bien la función de la socialización, la vigilancia infantil y el filtrado de los que ascenderán como nuevas clases medias. ¿Cómo se realiza ese filtrado? También conocemos la respuesta. Evidentemente, filtran por méritos, por cuanto ningún idiota obtiene nunca, por ejemplo, el doctorado en filosofía (o al menos se dice que son escasos). Pero, puesto que demasiadas (no demasiado pocas) personas poseen méritos (al menos méritos suficientes para ser miembros de las nuevas clases medias), el filtrado ha de ser, a fin de cuentas, un poco arbitrario.

A nadie le gusta depender de la suerte. Es demasiado arriesgado. La mayor parte de la gente hará todo lo que pueda para evitar un filtrado arbitrario. Utilizará su influencia, toda la que tenga, para garantizar que gana el juego, es decir, para garantizar el acceso al privilegio. Quienes tengan más ventajas en ese momento tendrán más influencia. Lo único que las nuevas clases medias pueden ofrecer a sus hijos, ahora que ya no pueden legarles un pasado (o al menos encuentran cada vez más dificultades para hacerlo), es un acceso privilegiado a las "mejores" instituciones educativas.

No debe sorprendernos el hecho de que uno de los escenarios en los que se libra la lucha política sea el de las normas que regulan el juego educativo, definido en su sentido más amplio. Volvamos al Estado. Aunque es cierto que el Estado tiene cada vez menos facultades para otorgar pasados, mantener privilegios, legitimar la renta (es decir, esa propiedad pierde importancia a medida que el capitalismo avanza en su trayectoria histórica), el Estado no está en modo alguno fuera de escena.

En lugar de otorgar pasados mediante títulos honoríficos, el Estado puede otorgar presentes a través de la meritocracia. Por último, en nuestras burguesías profesionales, asalariadas y no propietarias podemos tener "caminos abiertos para el talento", siempre que recordemos que, puesto que el talento abunda, alguien debe decidir quién lo tiene y quién no. Y esta decisión, cuando se adopta entre estrechos márgenes de diferencia, es una decisión política.

Podemos resumir nuestra descripción del modo siguiente. Con el tiempo, una burguesía se ha desarrollado en el marco del capitalismo. Sin embargo, la versión actual no se parece demasiado al comerciante medieval cuya descripción dio origen al nombre, como tampoco al industrial capitalista del siglo XIX cuya descripción dio origen al concepto tal como hoy lo definen en general las ciencias sociales históricas. Hemos dejado que nos obnubile lo accidental y que nos distraigan deliberadamente las ideologías en juego. No obstante, no es cierto que los burgueses como receptores de plusvalía sean los actores principales del drama capitalista. Siempre han sido, sin embargo, actores tan políticos como económicos. Es decir, mantener que el capitalismo es un sistema histórico único en la medida en que sólo el ha mantenido la autonomía del ámbito económico con respecto al político me parece un gigantesco error en la apreciación de la realidad, aunque nos sea muy útil.

Esto me lleva al último punto, al siglo XXI. El problema de este avatar final del privilegio burgués, el sistema meritocrático (es decir, el problema desde el punto de vista de la burguesía), es que es el menos (no el más) defendible, porque su base es la más reducida.

Los oprimidos pueden soportar que los gobiernen y les otorguen las recompensas quienes han nacido para ello. Pero que los gobiernen y les otorguen las recompensas personas que sólo defienden el dudoso derecho de ser más inteligentes es muy difícil de tragar. El velo puede rasgarse con más facilidad. La explotación es más transparente. Los trabajadores, que ya no tienen zar ni industrial paternalista que apacigüe sus iras, están más dispuestos a explicar su explotación en función de estrechos intereses. De esto hablaban Bagehot y Schumpeter. Bagehot todavía confiaba en que la reina Victoria .resolviera el problema. Posteriormente, Schumpeter, que vivió más tarde, en Viena y no en Londres, que enseñó en Harvard y por tanto lo vio todo, era mucho más pesimista. Sabía que no podía durar demasiado, puesto que ya no era posible que los burgueses se convirtieran en aristócratas


Notas.

(1) E. Labrousse: "Voies nouvelles vers une histoire de la bourgeoisie occidentale aux XVIII —et XIX— siécles (1750—1850), en Relazioni de X Congresso Internazionale di Scienze Storiche, IV: Storia Moderna, Florencia, G.C. Sansoni (Ed), 1955, pág. 367.

(2) G. Matoré: Le vocabulaire et la société médievale, París, 1985, pág. 2292.

(3) G. Duby: Tres ordenes o lo imaginario del feudalismo. Barcelona. 1979.

(4) M. Canard: "Essai de sémantique: le mot 'bourgeois'", Revue de philosophie frangaise et de littérature, XXVIII, 1933, pág. 33.

(5) D. J. Roorda: "The Ruling Classes in Holland in the Seventeenth Century", en J.S. Bromley y E.H. Kossman, eds., Britain and the Netherlands, II, Gróningen, 1964, pág. 119; "Party and Faction", Acta Historiae Neerlandica, II, 1967, págs. 196—197.

(6) A. Berle y G. Means: The Modern Corporation and Prívate Property, Nueva York, 1932.

(7) Véase un notable ejemplo, C. Wright Mills: Las clases medias en norteamérica Madrid, 1973.

(8) Véase, por ejemplo, A. Gorz: Estrategia obrera y neocapitalismo, Méjico, 1965.

(9) F.Fanón: The Wretched of the Earth, Nueva York, 1964, págs. 121—163.

(10) K. Marx, F. Engels: Manifiesto Comunista, (1848).

(11) W. Bagehot: The English Constitution, (1869), Londres, 1964.

(12) M. Weber: Economy and Society (1922), III, Nueva York, 1968; por ejemplo, págs. 1.403—1405.

(13) J. Schumpeter: Capitalismo, Socialismo y Democracia, capítulo 12 Barcelona, 1983.

14) R. Miliband: The State in Capitalist Society, Londres, 1969; N. Poulantzas: Poder político y clases sociales en el estado capitalista, (1968), Madrid, 1978, por último, véase el debate en la New Left Review, 58, 59, 82 y 95.

(15) E. P. Thompson: Formación histórica de la clase obrera, Barcelona, 1977.

(16) C. Morazé: Les bourgeois conquerants, París, 1957.

(17) D. Landes: Progreso tecnológico y revolución industrial, Madrid, 1979 (18) E. Durkheim: Suicidio (1897), Madrid, 1982.

(19) E. Fromm: El miedo o la libertad, Barcelona, 1953.

(20) M. Weber: Etica protestante y el espíritu del capitalismo (1904—1905), Barcelona, 1962.

(21) G. V. Taylor: "The Paris Bourse on the Eve ofthe Revolution", American Historical Review, LXVII, 4, julio de 1961, pág. 954. Véase también M. Vovelle y D.

Roche: "Bourgeois, Rentiers, propriétaires Eléments pour la definitiva d'uve catégorie parciale á la fin du XVIII siécle, "en Ministére de l'Education, Comité des Travanx Historiques et Scientifiques, Actes du QuatreVingt-Quatriéme Congrés National des Sociétes Savantes, Dijon 1959, Section d'Historie Moderne et Contemporaine, 419—452; y R. Forster, "The Middle Class in Western Europe: An Essay", en J. Schneider, ed; Wirtschaftskraften und Wirtschaftwege: Beitrage zur Wirtschaftsgeschichte, 1978.

Immanuel Wallerstein: La burguesía: concepto y realidad (Cap. 9 de Raza, nación y clase, 1988)
Immanuel Wallerstein: Cap. 9 de Raza, nación y clase (1988)

Raza, nación y clase

Immanuel Wallerstein, Etienne Balibar

Iepala, Madrid, 1991

Año de publicación original: 1988.

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