Lewis Mumford: La primacía de la persona (Cap. 2 de La condición del hombre, 1944)

La primacía de la persona

Cap. 2 de La condición del hombre (The Condition of Man, 1944)

Lewis Mumford

Traducción: Emma Dupuy, Argentina, 1960.

Lewis Mumford La condición del hombre (The Condition of Man, 1944)
Lewis Mumford: La condición del hombre (The Condition of Man, 1944)

CAPITULO II

La primacía de la persona

1. La sombra de las cosas por venir

La vida de Jesús de Nazareth ha sido magnificada y a la vez disminuida por el incremento de la Iglesia Cristiana. Su mensaje fue absorbido por su mito; su personalidad fue envuelta por las especiales pretensiones de divinidad que le fueron asignadas; su presencia humana se perdió en una Anunciación milagrosa y en una transfiguración divina. Pero el mito era simplemente una proyección colectiva de los pueblos que la formularon y la embellecieron; y de las inequívocas percepciones de Jesús que quedan en el Nuevo Testamento, se debe dar por sentado que gran parte de su actual doctrina, quizá parte del núcleo, fue mal comprendida y rechazada por sus más simples discípulos. Demasiado a menudo vemos la forma de Jesús y oímos sólo las palabras de Pablo. El satélite, pálido, pero más visible, eclipsa parcialmente al sol.

¿Cuál fue la razón del triunfo único de Jesús? La explicación de la teología cristiana es simple: era el hijo de Dios, y su encarnación, su sufrimiento, y su muerte eran parte de un plan divino en el que el, tomando sobre sí los pecados de les hombres, comenzó una nueva revelación para la humanidad. Por qué la omnipotencia dejó tan imperfecto registro de este acontecimiento, envuelto en tal oscuridad, y lo cumplió en un punto tan tardío de la historia, son problemas menores al lado del mayor misterio que la fe acepta.

Pero el misterio histórico se acrecienta, antes que disminuirse, sí se contempla a Jesús sólo en su aspecto humano. En tales términos, su poder es el de un pequeño grano de semilla de mostaza; una evidencia del absoluto peso de la personalidad humana frente a las instituciones y circunstancias materiales que parecían destinadas a abrumarlo y oscurecerlo.

"Venid a mi, los que trabajáis y lleváis pesado fardo; y yo es daré descanso. Tomad mi yugo y aprended de mí; porque yo soy manso y humilde de corazón, y encontraréis el descanso de vuestras afinas... Quienquiera que sea grande entre vosotros, que sea vuestro ministro; y quienquiera que sea vuestro jefe entre vosotros, que sea vuestro sirviente." El rondo clásico había estado largo tiempo esperando estas palabras. Año tras año su vacío se había hecho mayor; año tras año las cadenas que ligan a los hombres a sus imperiosas cargas y a sus gastados placeres se habían hecho más pesadas; los callos se hicieron más profundos en el espíritu de los orgullosos, y las ampollas se multiplicaron en el cuerpo de los humildes. Dentro de pocas décadas, dentro de pocos siglos, todos estarían listos para esta nueva revelación; no sólo los esclavos, sino también los centuriones; no sólo el miserable Lázaro, sino también el tesorero real etíope.

El profeta que pronunció estas palabras se crió en las tierras de Galilea, la Вeocia de Palestina, entre granjeros y pescadores que se mezclaban con los ocupados y prósperos patriarcas de Jerusalén. Соmo Hesíodo, cuyo poema Los trabajos у los dias reformuló la conciencia religiosa helénica y estableció un concepto más alto de la justicia, Jesús fue, por su humilde cuna, alienado de la sociedad dominante de su tiempo. Aunque con los rabinos discutió los cultos en la sinagoga, nada indica en su enseñanza que cargara con algo de su abstrusa prédica, ni aun que hubiera tenido conocimiento con los filósofos y poetas de la civilización grecojudía, que como Pablo probablemente lo tuvo. El carpintero, el pastor, el pescador, el agricultor, el viñador, eran los tipos familiares que él conoció; sus antiguas ocupaciones le proporcionaron imágenes rústicas de la vida común y compartió parte de su desconfianza con el orgulloso mercader y con el seco prestamista que hacían dura la vida del pobre. Sintiéndose cómodo entre sus vecinos, tenía palabras para los hombres simples.

Los contemporáneos de Jesús estaban más que preparados para él —sin duda para cualquiera que estuviera seguro de su luz interior y preparado para quitarles su preocupación y su confusión—. Leerían portentos en el cielo, así como los contemporáneos de Augusto leían en la aproximación de un cometa el principio de una nueva era; no se hubieran sorprendido de encontrar al Mesías, el de la casa de David, sentado junto a un pozo en medio de su aldea. En la periódica pobreza de los pueblos azotados por la guerra había una relación subyacente, la relación de necesidad, dolor, y temor, con el proletariado de las ciudades; de manera que una vez que el profeta apareció, su doctrina avanzaría más rápidamente en las metrópolis atestadas y doloridas de África y Asia Menor. Juan el Bautista había llegado a los judíos, purificando gente por el bautismo y pronosticando un nuevo discernimiento. Cuando Jesús vino hacia Juan, éste pronto reconoció sus cualidades: declaró que no era digno de atarle el calzado. Este acto de reconocimiento y homenaje abrieron el camino del joven profeta.

Entonces Jesús se retiró a las colinas desnudas, donde ayunó y nutrió sus visiones. Solo en el desierto, fue tentado por suet1os de poder: el poder de controlar c1 mundo físico, común a la magia y a la ciencia, el poder de dirigir los destinos políticos de las masas humanas, la vulgar ambición de emperadores y tiranos. Todas estas sendas de la realización terrena las dejó tras de sí. El interés de Jesús estaba en la redención de la misma humanidad del hombre, en la perpetua renovación y rededicación del vivir a la tarea de la propia evolución; trató de concertar el equilibrio de los aspectos internos y externos de la personalidad, arrojando toda compulsión, restricción y automatismo. Nadie más ha hablado de la vida moral con menos expresiones negativas y más positivas de poder y alegría. Su misión no era gobernar a los hombres, sino liberarlos. La nueva doctrina iba a redondear y completar el trabajo do la ley y de los profetas, a no dejarlo completamente a un lado. Esta relación con el pasado no salvó al cristianismo de los peligros del futurismo apocalíptico, pero mostró quo Jesús rechazó el impulso corriente de fugarse.

Había mucho que hacer, y Jesús se puso a la tarea. Inevitablemente, atrajo hacia sí una cantidad de discípulos, la mayoría simples, incultos, gentes incapaces de protegerse a sí mismas, por medio de la lectura, del choque de las ideas nuevas y del impacto emocional de un gran ejemplo. Para los que eran capaces de asimilar, la humanidad misma estaría madura. A diferencia de los filósofos, que enseñaban a los iniciados y a los estudiantes a los cuales habían llevado a cierto nivel intelectual, Jesús se dirigía a los pobres y a los ignorantes, y así venció las limitaciones de clase que habían estrechado la provincia de la filosofía y limitado la efectividad política de un Sócrates, un Plantón, un Zenón.

Como un guía de los pasos de la montaña, Jesús tomó atajos a través do las montañas inatravesables del orgullo de clase, de la arrogancia intelectual y de la especialización profesional. En su filosofía, la sabiduría dialéctica de Aristóteles podía no llevar tan cerca del coraz6n de la vida misma como la inocencia de un niñito. El desvalorizó el exagerado valor corriente del intelecto. La fe en las realidades de la vida y del espíritu pusieron en el mismo nivel al grande y al humilde. Esto era duro de asumir para quienes habían pagado caros la riqueza, el conocimiento, la posición. ¿Todos sus esfuerzos eran entonces vanos? ¿Los pobres y los ignorantes eran sus iguales?

La oposición más ponzoñosa contra Jesús vino de los grupos conservadores de la sinagoga: no de los indiferentes, sino de los estrictos; no de los apóstatas, sino de aquellos que conocían la ley y la cumplían al pie de la letra, orgullosos de ser más virtuosos que sus vecinos; hombres que se amoldaban a las leyes morales y a las ordenanzas sanitarias de Moisés, que seguían los nobles deberes de los fariseos. Esos oponentes de Jesús estaban orgullosos, justamente orgullosos, de su gran herencia. La moral judía, la higiene judía, estaban cerca del orden de la naturaleza; el judaísmo había permanecido por mucho tiempo fuera de la contaminación del supernaturalismo, y hasta que fue infectado por la muerte de culturas vecinas albergó pocos fantasmas; su dios operaba en la historia y su mundo invisible era verdaderamente invisible, el reino ideal, continuación del dominio de la naturaleza e inherente al plan de la naturaleza.

Ahora, en Jesús, aparecía un rival de Moisés. Con un seguro instinto para el ataque, Jesús escogió los elementos fuertes de la cultura judía como puntos para su radical partida: infringió abiertamente el sábado para aplacar su hambre: el hombre no existía para el sabbath, sino el sabbath para el hombre. El día periódico de descanso la ciudadela misma de la economía vital judía, quizás, como lo señalo Sudhoff, el historiador médico, su mayor contribución a la salud. Cuando Jesús recusó la santidad de esta buena costumbre, las corrientes de vida estaban sin duda en ascenso; el día de la virtud fosilizada había pasado. Para Jesús, los fariseos eran "actores"; ésa fue la palabra que empleó. Esa gente desempeñaba un papel; sus acciones por lo tanto no se adaptaban nunca a las sorprendentes exigencias de la vida. Trataban la vida como una pieza fija, y así la negaban.

Sí Moisés fue el moralista, higienita, el organizador, Jesús fue el místico y el psicólogo. El primero actuó sobre la mente por medio del cuerpo y sobre la persona por medio de la comunidad. El segundo invirtió este proceso: lo divino en el hombre debe ser alimentado, sí toda otra ley y deber son apartados; y lo divino fue lo quo estimuló el proceso de crecimiento e hizo posible para el hombre el cambio de sus yo muertos, así como la serpiente muda su piel. Jesús vio quo una observancia más amplia o más estricta de la ley no habría de recobrar para la vida la libertad y la energía quo había perdido en el perfeccionamiento mismo de las instituciones humanas. Según él, la bondad podía, lo mismo que la maldad, entorpecer la vida, y sin un perpetuo desafío así lo habría hecho. Entre los filósofos y poetas modernos, Emerson, Whitman y Вergson son los que más aproximadamente comparten esta filosofía.

Lo que se necesitaba era un cambio radical do actitud; una aseveración de la primacía de la persona y una sustitución de las circunstancias exteriores por los valores interiores. El adulterio, por lo tanto, o consistía simplemente en acostarse con la mujer de otro hombre, ésa era sólo su forma más obvia. El que miraba a una mujer con deseo había cometido adulterio ya en su corazón; y al juicio sensible era más significativo el impulso oculto que la abierta realización, ya que podía no dificultar más la evolución. Aunque confortar a los pobres y a los humildes era parte esencial del credo de Jesús, él ultrajó a sus discípulos aceptando suavemente el aceite perfumado que fué derramado sobre su cabeza: aceite comprado con dinero que, ellos insistían indignados, debió ser gastado para los pobres. Pero Jesús señaló que la mujer que lo había ungido lo había hecho movida por el amor: su impulse era sagrado. Obedecer ese impulso era más importante que ocuparse de los alimentos o de los vestidos, aun los alimentos o los vestidos de los pobres. Porque el amor era la más alta manifestación de la vida. ¿Por qué había de alimentarse al pobre sí se dejaba que el amor desapareciese del mundo? Con Jesús, las posibilidades de amor ya no estaban limitadas a los amigos y los amantes, a los miembros de la propia familia o de la propia tribu: el amor de Dios y el amor del prójimo eran igualmente imperativos. Amar bien era participar en una vida que iba más allá de la propia necesidad animal, inmediata, de autoconservación. Porque aquel que se perdía a sí mismo lo encontraría, y el que abandonaba todo, como los amantes apasionados por el objeto de su amor o los padres por sus hijos, se encontraría como miembro de una sociedad más amplia, que compensarla sus abnegaciones y renunciamientos.

Los grandes imperios del mundo antiguo, Вabilonia, Persia, Macedonia, Roma, habían tratado de constituir un Estado universal sobre la base del poder y la ley solamente; Jesús trató de fundar una comunidad más grande, sobre la base del amor y la gracia. El poder significaba la capacidad de apropiarse, poseer, dominar; amar significaba la capacidad de compartir, de renunciar, de sacrificarse. Jesús era indiferente a la necesidad de aunar estos dos esfuerzos; y legó este problema a la iglesia cristiana, que fracasó en la cumbre de sus propios poderes, perdiendo de vista el ejemplo de Jesús.


2. Doctrina, vida y amor

La doctrina de Jesús, de la vida eterna, contenida en los Evangelios, puede ser interpretada en más de una manera. Una sociedad sin esperanza, limitada en todos sus esfuerzos de seguridad y satisfacción terrena, destacaría la inmortalidad, la eternidad, come la miles de importante promesa de la fe cristiana: vida eterna. Pero es igualmente lógico interpretar las palabras de Jesús en un sentido más humanista y naturalista: vida eterna: "Tu voluntad se cumplirá en la tierra". En esta forma Jesús renovó la visión de Isaías.

Los filósofos griegos habían elogiado la templanza, el valor, la prudencia y la sabiduría; habían tratado de disciplinar la carne y fortificar el juicio racional, pero aun cuando en las doctrinas de Platón el amor buscaba la belleza y la perfección y no ya la mera posesión física, su dominio continuaba siendo limitado: no fue nunca lo bastante fuerte para unir a los griegos y a los bárbaros de manera que la polis misma pudiera ser salvada, y menos fue capaz de unirlos en beneficio de los bárbaros. Jesús dio al alumno una misión social y un dominio político. La parábola del buen samaritano es una condena de toda forma de aislamiento.

Era ésta una doctrina simple, sostenida por demostraciones simples. Mientras que los relatos de algunos de los milagros de Jesús son increíbles sí se han de juzgar por su contenido real, la mayoría de ellos están de acuerdo con su visión total de la vida si se los juzga por su dirección e intención: la devolución de la vista al ciego, del habla al mudo, del uso de sus piernas al paralítico, el rechazo de los "demonios" neuróticos y el retorno a la cordura; siempre el fin del milagro es la salud normal y la capacidad para continuar viviendo. Aquellos a quienes Jesús convirtió a su fe no recibieron poderes sobrehumanos; no fueron dotados de la visión del futuro o del detallado recuerdo del pasado; las hazañas de la astrología o la clarividencia no eran para ellos. Tampoco recibieron un especial conocimiento del mundo físico que hubiera parodiado la ciencia de Alejandría: no podían detener el sol o contemplar la belleza de Elena de Troya. El Doctor Fausto hubiera vuelto la espalda a Jesús, insatisfecho, para concertar su trato con Mefistófeles.

El fin de los típicos milagros de Jesús era devolver la integridad al paciente: la vida continúa. El retorno a la vida no era pospuesto hasta el día de la resurrección.

La misma simplicidad de las hazañas de Jesús proporciona la convicción: indudablemente, es muy fácil distinguir entre los milagros que están de acuerdo con nuestra propia visión y nuestro conocimiento de la psicoterapia, y los que reflejan llanamente la magia barata que los muy crédulos secuaces de Jesús comprendían: ellos querían hacer del profeta un simple charlatán milagrero. Curando a los enfermos, Jesús mostró un discernimiento vital del inconsciente: el poseedor de esos poderes conocía algo indudablemente del misterio del alma que ni siquiera el daimon de Sócrates llegó a sondear nunca.

Cuando uno se vuelve de las demostraciones de Jesús a sus palabras, el sentido transparente de sus actos desaparece. Uno se enfrenta con verdades paradójicas, percepciones gnósticas, parábolas rústicas que a veces ofenden por su crasa aceptación de injustas convenciones, figuras que conducen a una explicación natural o supernatural, misterios que parecen embaucamientos.

Pero Jesús es escasamente responsable de la confusión del testimonio: el relato de su vida fue durante mucho tiempo, probablemente de una generación unos cuarenta años, conservado por tradición oral antes de que se hiciera el registro escrito. Algunos de sus más allegados, como Pablo, se apartaron deliberadamente de la imagen de Jesús, el hombre, para adorar con abandono restringido el Dios crucificado, ser nacido de las propias necesidades enfermizas y deseos ambivalentes de sus adoradores. en el curso del tiempo, mucho más de el que era precioso había de desaparecer, y no poco de hojarasca seria añadido.

Pero por sobre el confuso murmullo de los testigos, Marcos, Mateo y Lucas, se levanta la vida misma de Jesús, que revela un objetivo concreto y una unidad interna: la marca de una personalidad real y no, como Manes manifiesto más tarde, la marca de un espectro.

El núcleo mismo de la fe de Jesús, desafiaba Matthew Arnold, es incomunicable en 'libros, es un "secreto". Para revelar completamente este secreto habría que haber contemplado la luz en los ojos del Maestro; habría que haber interpretado la sonrisa enigmática que segura-mente vagaba por sus labios; porque hay una agilidad y un poder de penetración en las palabras de Jesús que se nota que fueron sólo débilmente transmitidos por sus discípulos.

No es de extrañar, entonces, que trataran de convertirlo demasiado pronto, en una figura más familiar: un mago, un chivo emisario del sacrificio, un iniciador órfico, un redimidor, en el Mesías; paso a paso interpretaron su visión de la vida eterna, de la vida perdurable que se renueva y se supera, como una mera promesa del dorado resplandor de un paraíso inmutable; pues ellos transformaron en un dios a un profeta que, según su propio testimonio, dijo que él no era Dios ("Por qué me llamáis bueno? Sólo Dios es bueno").

Todos los actos de Jesús afirman la vida natural; y para él el reino de los cielos no espera la muerte y la eternidad, sino que se puede abrir ante el alma despertada en cualquier momento.

Declaró que la vida natural podía elevarse sobre sus fundamentos animales; que el hombre debe indudablemente ir más allá de sus limitaciones de criatura si ha de entrar en su reino natural. Apuntaba hacía la simplicidad, la integridad, la libertad: ésas eran las condiciones para el crecimiento del hombre y para su perpetuo rejuvenecimiento, condiciones que Goethe iba a declarar propiedad especial del hombre de genio, pero que el Hijo del hombre trataba, de transmitir a todos los hijos de los hombres. Las obligaciones cívicas de Roma, el código moral de Jerusalén, la ciencia astronómica de Caldea y el arte de los griegos no eran nada para él: su misión era trastornar cada institución, cada hábito, cada objetivo, aun aquellos que eran reconocidos como buenos. ¿No fue un fracaso el amor, que engendró el amor propio del hombre, del cual nació su indiferencia por el beneficio del pobre y del humilde, es decir, de la masa de la humanidad? Sobre todas las reformas menores, él no tenía nada que decir.

"Juan", observó sardónicamente Jesús, "llegó sin comer ni beber, y decían: "tiene un demonio". El Hijo del Hombre llegó comiendo y bebiendo, y dijeron: "Mirad, un hombre glotón y bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores. Pero la sabiduría está justificada en sus hijos." La sabiduría estaba indudablemente justificada. Jesús minó el conocimiento de los letrados, el orgullo de los poderosos, la moral de los virtuosos: vio que el pecado y la imperfección, con su autohumillación y su autocrítica eran mucho menos peligrosos para la vida que la complacencia; porque el pecado puede empedrar el camino para una transformación íntima que eleva la vida a un nivel superior al que la virtud inmaculada es capaz de alcanzar. Esta transformación interior, la gracia del Espíritu Santo, como iba a ser llamada, era de la mayor importancia: el arrepentimiento debe preceder a la regeneración.

El simple desear, los meros esfuerzos racionales en sí mismos no podían acarrear esa transformación; se necesitaba el estimulante ejemplo de ana imagen viviente, y esa imagen era la personalidad de Jesús mismo.

“El efecto de la doctrina de Jesús, audazmente enunciada en el Sermón de la Montaña, iba a dar fuerza al humilde y al débil, y a hacer el principio de ceder más fuerte que el principio de dominación; una completa inversión de valores”.

Las debilidades del hombre para los griegos del siglo V a.C. venían de su ignorancia. La posición de Jesús era exactamente la opuesta; pero él no cometió el fatal error de disolver la idea misma de virtud, como los escépticos. En los escribas y los fariseos Jesús veía el peligro de una prematura cristalización: la personalidad podía verse en desventaja por las mismas cualidades que tan penosamente trataba de adquirir. Conocerse a si mismo, desde su punto de vista, era darse cuenta del indeseable fracaso de los propios éxitos y el éxito redimidor de los propios fracasos. La capacidad de reconocer los propios defectos inevitables, de aprovechar cada oportunidad de desintegración, era la única garantía para la autoelevación. Era ésta una teoría saludable para los herederos de una civilización que se desintegraba.

Las transvaluaciones de Jesús fueron una contribución permanente a toda doctrina moral. Naturalmente, este desafío afrontaba a los miembros más respetables de la comunidad, ya que la mina condición del proletariado le ofrecía mayor oportunidad de entrar en el Reino de los Cielos que a los ricos.

En suma, la virtud no podía ser acumulada: el clero invertía prudentemente el capital moral podía amanecer en bancarrota, y el derrochador podía, por el arrepentimiento de último momento, encontrarse poseedor de riquezas. Esto parece una perversión, tanto de la experiencia psicológica como de la justicia natural; pero hay un aspecto, tanto en la personalidad como en la comunidad, en el que tiene verdadero significado. Jesús se dirige, a una sociedad incrustada de venerables supersticiones y costumbres serviles: afligida por piedades que se habían convertido en profanaciones, con conocimientos que sofocaban la curiosidad; una sociedad oprimida por los restos de antiguas culturas, amenazada por esos mismos procesos de acumulación que la prudencia y el gobierno ordenados hacían posible. La simplificación de la vida era la esencia misma de la salvación en una sociedad tal: el primero y el último, el pobre y el rico, el aventajado y el rezagado, el sabio y el tonto, el santo y el pecador deben todos empezar en la misma línea. ¿No eran todos hijos de los hombres? Cada palabra y cada acto de Jesús pueden ser interpretados como una tentativa de exhumar el cadáver del hombre; de levantar a los muertos. Ceremonias, libros, plegarias, deberes, reglas administrativas, leyes, podían ser buenos en sí, porque la bondad había pasado por allí alguna vez; pero nada era bueno para Jesús si no estimulaba la vida en su perpetuo proceso de autotrascendencia y autoliberacióп. Oh, como Emerson dijo: "Sólo la vida aprovecha, no el haber vivido." Entonces el Niño, con sus múltiples potencialidades de crecimiento, es el verdadero símbolo de esta doctrina. Hay que arrojar las propias acumulaciones de riqueza y sabiduría y volverse pobre nuevamente, pobre como en mendigo, inocente como un niño. Indudablemente, es vieja la creencia de que el hombre bueno debe desembarazarse de las posesiones materiales; pero Jesús, como Lao-Tsé, aplicó este mandato igualmente a las posesiones inmateriales. Para él era necesario redimir el conocimiento de las limitaciones, no menos mortales que la obstinada ignorancia, y castigar al que evitaba la ley no menos que al más obvio criminal. El precio de la vida era la voluntad de azotar todas las preciosas acumulaciones propias y empezar todo de nuevo. La virtud del pionero.


3. La paradoja de la personalidad

Cuando los partidarios de Jesús llegaron a interpretar su mensaje en la edad patristica, buscaron un sendero demasiado fácil. Sí había que volverse como un niñito, ¿no era entonces la ignorancia una virtud, casi un pasaporte para el cielo? Si la gracia y el amor estaban por sobre la justicia política, ¿por qué pasar por las formas de la justicia política y preocuparse de si eran buenas o malas? Y ¿por qué cultivar el conocimiento astronómico o matemático si está marcado por el orgullo de la erudición y la sequedad de corazón? Sostener ese simplismo es equivocar la verdadera procedencia de las ideas de Jesús. Sus verdades eran especialmente válidas para aquellos que se entregaban al estudio de la ciencia o la ejecución de la justicia: proporcionaban un correctivo a instituciones que de otra manera Jesús no se preocupaba de desafiar. “Desgraciadamente, la virtud cristiana se convirtió con el tiempo en una excusa para la ignorancia científica, y en la indiferencia virtuosa para con la preocupación humana por la literatura, la filosofía y el arte.” Jesús mismo no puede quizá sustraerse a cierta culpabilidad en este desvío, ya que dejó una brecha que la Iglesia tardó muchos siglos en llenar. Lo que faltaba en su credo era lo que faltaba en su ambiente nativo; el país retrasado, alejado de las ciudades grandes con su arte y su erudición. Cuando Jesús entró en Jerusalén, entró como un enemigo, desdeñando deliberadamente sus maneras. El nos dijo: "Era un ignorante y me enseñasteis" o "estaba abatido de espíritu y me revivisteis con el sonido del arpa y el tamboril." La alegría de Salomón y la alegría de David no encontraban eco en su espíritu. El gran profeta del alma dejó fuera de su misión el tradicional alimento del alma. Música, poesía, pintura, filosofía, ciencia, no contaban para nada en la salvación del hombre. Era a la vida en su nivel más humilde a la que Jesús apelaba; y alejó de su cálculo el gran pecado de todas las culturas de clase, que negaban al hombre común la riqueza y el ocio necesarios para participar en los más altos bienes del hombre. El suyo no era un evangelio tanto de renunciación como de eterealización. Cuando el espíritu estaba verdaderamente vivo, podía arrojar de sí todos los bastones y muletas y bailar.

El mismo juicio es aplicable a la indiferencia de Jesús por los progresos políticos. La explicación fácil en ambos casos es que la corriente convicción apocalíptica de predestinación era aceptada aun por Jesús. Sí los cielos iban a caer pronto, ¿qué diferencia había en que las artes prosperaran o la justicia prevaleciera? A este respecto, la crítica de T. Rendn es acertada: "Establecer como un principio que debemos aceptar la legitimidad del poder por la inscripción en las monedas, proclamar que el hombre paga tributo con desdén y sin preguntar, era destruir el republicanismo en su antigua forma y favorecer toda tiranía. El cristianismo, en este aspecto, ha contribuido mucho a debilitar el sentido del deber del ciudadano y a entregar el mundo al poder absoluto de las circunstancias existentes." Hasta ahí en cuanto a negación; pero hay otro aspecto del asunto. La esencial originalidad del pensamiento de Jesús puedo ser mejor alcanzada sí se comprende que la persona es un producto de la sociedad, en la misma forma que la especie humana es un producto del mundo animal. La función de la personalidad incluye los hechos de la comunidad y los trasciende. Mientras que la persona depende de la comunidad en idéntica forma que el organismo mismo depende del material que absorbe de la naturaleza, no se puede describir la persona simplemente en términos de sus relaciones sociales: en cada grado ascendente de emergencia ocurre un radical cambio cualitativo. El mismo concepto de persona fue una vez de exclusiva propiedad del gobernante y de su círculo intimo; en Egipto la inmortalidad estaba reservada a ellos solos. La gradual formación de la personalidad y su extensión en teoría a todo miembro de la comunidad fue la mayor contribución de los profetas y los redentores, proceso que alcanzó un nuevo nivel con el cristianismo. La doctrina de Lloyd Morgan sobre la evolución emergente tiene significado tanto sociológico como metafísico.

Los conceptos de Jesús se dirigen sólo al terreno mito. En su nueva dispensa, por ejemplo: "al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará aquello que tiene." Aplicado a la sociedad política, un concepto tal sería simplemente monstruoso, un desvío depravado de la justicia.

-Pero no estaba destinado a la sociedad, esto debiera ser bien evidente.- En el terreno de la personalidad revela una verdad en el orden mismo de la naturaleza: la verdad del hábito, de que toda buena acción hace la bondad más fácil y que toda mala acción hace a la maldad más incorregible; es la verdad del conocimiento, que aquellos que han trabajado diligentemente adquieren más que aquellos que han regateado, mientras que los que se esquivan se convierten en víctimas de su propia falta; es la verdad que los amantes conocen: que el que da más recibe más, y que aquel que rehúsa se queda vacío.

La equidad social se basa en otro principio, el principio de intercambio parejo y de la ventaja común: interés recíproco, no amor propio. Pero en la personalidad, esta elevada ley no puede evadirse; y el especial discernimiento de Jesús puede ser aplicado a todas las personas, aun en la más perfecta sociedad humana, trabajando en las condiciones más ejemplares. De ahí la dificultad de aplicar las verdades morales de Jesús a una comunidad: tan difícil que la sensata Mary Boole sugirió una vez que ningún funcionario del Estado jamás debía sostener la creencia de que, como funcionario, era o podía ser cristiano.

Actualmente, las verdades de Jesús tratan de trascender las inevitables limitaciones aun del mejor orden corporativo; la nueva dispensa no niega la necesidad de la antigua dispensa, pero se refiere a un terreno que no toca: el reino de la persona. El no haber comprendido este hecho constituye la gran limitación del cuaquerismo, de otra manera tan próximo al espíritu de Jesús: en su actitud frente a los nazis, por ejemplo, muchos miembros de la Sociedad de Amigos no han visto que la caridad cristiana es un correctivo de la justicia y no un sustituto de la misma. ¡Ojo, que gran verdad! El mensaje social de Jesús continúa, por lo tanto, siendo ambiguo; pero los mandamientos personales están claros: "Has bien y da, no esperando nada, y tu recompensa será grande." Esta sentencia de Jesús, paralela a una similar en la Bhagavad-Gita, coloca la virtud en un nivel superior. Sus palabras finales eran una paradoja: el que perdió su vida la encontrará. Cuando las transposiciones de Jesús fueron terminadas, todos los elementos negativos de la vida estaban en el lado positivo de la ecuación y habían cambiado de signo: la muerte en todas sus formas, el vicio, la enfermedad, la parálisis habían sido usados como condición para una vida más completa y más rica. Ninguna parte de la existencia era indiferente al espíritu o era tocada por él. No simplemente el agua, hasta el veneno era transformado en vino.

La vida de Jesús fue bruscamente consumada en la soledad, la traición y la tortura. Su personalidad se nueve en la escena de la historia en pocos y rápidos reflejos y destellos martirizadores por lo incompletos; y su figura es embozada por los cuerpos opacos que lo rodeaban. Estaba destinado a ser traicionado por algunas piezas de plata, por Judas, y a ser denunciado por la gente a quien vino a salvar y ayudar: ve que el destino como final se acerca, y su aceptación lo exalta. El hombre clavado en la cruz en el Monte Calvario es la encarnación de la humildad, el amor y el sacrificio; humildad llevada con orgullo, amor elevado a parentesco con toda la humanidad, muerte hecha aserción voluntaria de la vida misma: una completa afirmación de la condición y del fin del hombre.

La tragedia de Jesús llega a un rápido climas. El epílogo, como se relata en los Evangelios, carece de la austeridad, de la clara iluminación, del decisivo gesto y de la palabra expresiva que marcan los actos más visibles de esta personalidad. Apenas el aliento ha abandonado el cuerpo de Jesús, cuando ya se encuentra envuelto en el mito. Jesús, el hombre, desaparece del cuadro; en su lugar está el Dios anunciado en la profecía y celebrado en una cantidad de cultos paganos. Carlos Marx dijo una vez de sí mismo que no era Marxista; y de Jesús puede decirse, sin irreverencia, que no era cristiano. Porque los hombres pequeños, que guardaron el recuerdo de Jesús, lo tomaron, extrajeron la preciosa sangre vital de su espíritu, momificaron su cuerpo y envolvieron lo que quedaba en muchas envolturas extrañas: sobre esos remanentes procedieron a erigir una tumba gigantesca. Esa tumba eran las Iglesias Cristianas. La figura que sostiene es al mismo tiempo más grande y más pequeña que el hombre que caminó y habló por las costas de Galílea, sin disputa, más dios tradicional, más dudosamente un hombre iluminado. ¿Pero qué figura señala la más milagrosa realización histórica? No vacilo en decirlo: el hombre.


4. La misión de la Iglesia Cristiana

¿Cómo sobrevivió el cristianismo? ¿Cómo suplantaron la figura de Cristo los falsos mesías cuya llegada había predicho?. ¿Cómo se impuso el superego cristiano a normas de vida hostiles? Ha habido muchas respuestas modernas a estas preguntas, desde Edward Gibbon, hasta Renán y Engels: para Gibbon significaba una especie de ley de Gresham en historia, mientras que Engels sale del paso más o menos superficialmente diciendo que el Estado universal de Roma necesitaba una religión universal. Pero esto difícilmente explica el verdadero proceso; porque el surgimiento de la nueva religión, como los trastornados romanos se apresuraban a señalar en el siglo III, fue acompañado por la decadencia del Estado. Roma salvó al cristianismo, probablemente; pero el cristianismo no salvó a Roma.

Ahora bien, las ideas no toman posesión de una sociedad por mera diseminación literaria: éste es el error del racionalismo del siglo XVIII o el engaño de la publicidad moderna. Para ser socialmente operantes, las ideas deben ser incorporadas por instituciones y leyes, puestas en acción por la disciplína diaria de la vida individual, corporizadas finalmente en edificios y obras de arte que crean un escenario efectivo para el nuevo drama, y transportan su tema del mundo de los sueños, donde fueron creadas, al mundo de la realidad, donde son probadas, desafiadas, modificadas.

El principio y el fin de este proceso de la encarnación de la idea en una persona humana; primero en la de un hombre o mujer aislados, y finalmente en los miembros de toda una comunidad: una sociedad entera. Por el proceso de mimesis, sobre el que Arnold Toynbee ha escrito sagazmente, un nuevo molde de personalidad y un nuevo plan de vida toman posesión de muchas vidas individuales y les dan una tarea común y una finalidad única. Aunque la palabra "encarnación" ha sido restringida por la teología cristiana a la apariencia de Dios en forma humana, tiene una aplicación mucho más amplia. Encarnación y mimesis son esenciales al proceso social; y por falta de percepción de su acción, la mayoría de nuestro pensamiento sobre instituciones sociales ha sido superficial, porque trataba las instituciones y organizaciones como si fueran surgidas de sí mismas y de ellas dependiera su existencia, negando la influencia de las ideas porque ignoraba el papel de las personas. Lo que podemos aprender aquí sobre el desarrollo del cristianismo serviría igualmente al desarrollo del capitalismo o a la colonización o a la máquina. (Es como una sociedad de individuos, actúan en una determinada dirección y tiempo.) Hemos alcanzado ahora el tercer acto del drama de la renunciación cristiana. Las ideas esenciales de la teología cristiana han existido durante mucho tiempo y han empezado a converger hacía un credo común, un genuino sincretismo, estimulando por nuevas interpretaciones de Jesús; pocas ideas han de ingresar en la teología cristiana que no estuvieran ya latentes, quizá a veces completamente formuladas, antes de que Jesús apareciera. La encarnación ha tenido lugar; pero el hombre cristiano tenía todavía que nacer, y debía seguir un largo proceso de infiltración y cristalización El cristianismo primitivo, es decir, el cristianismo sin Iglesia, tuvo sólo una corta carrera. Se tiene un vislumbre en los partidarios originales de Jesús, en Jerusalén, llamando a los que los rodeaban en la sinagoga para recibir el bautismo y entrar en sociedad. Los que tenían riquezas vendieron sus posesiones y las compartieron; practicaban una especie de comunismo primitivo y vivían en una verdadera sociedad de amigos; eran como pacientes deportados, estos primeros cristianos, seguros de que un barco los iba a recoger pronto para llevarlos a un puerto paradisíaco.

El primer paso hacia una Iglesia organizada fue el romper con Israel. (Con la gente del templo de Salomón.) El cristianismo se convirtió en una religión misteriosa: uno ingresaba en ella no por nacimiento o residencia, sino por iniciación; el bautismo y la comunión en la Cena del Señor eran los ritos principales. A medida que el cristianismo pasó de grupo a grupo, de sinagoga a sinagoga, recogió para sí muchas cosas además de los actos y palabras de Jesús: la ceremonia del matrimonio romano en casi todos sus detalles, hasta la guirnalda nupcial; el concepto persa de la eterna guerra entre el bien y el mal, la luz y la oscuridad; la noción egipcia del Juicio Final y la resurrección del cuerpo; la metafísica neoplatónica de los griegos, perceptible en el Evangelio de San Juan. Todos estos elementos de culto y credo han tomado forma en la imaginación humana a través de muchos siglos precedentes; ayudaron a crear una personalidad oficial para Jesús, y el significado y los atributos de su personalidad se convirtieron en el tema principal de un nuevo discurso: la teología.

El cristianismo tomó forma doctrinaría en las cartas que pasaron de un grupo de creyentes a otro, en Jerusalén, Antioquía, Efeso, Atenas, Alejandría, Cartago, Ecbátana: cartas presentando a un hermano que llevaba saludos de adhesión, redefiniendo principios, contestando preguntas relativas a la fe y a la diaria disciplina de la vida. Los que creían en Cristo tenían todavía que transformar su sentido de beatitud y salvación en las formas de la vida cristiana. Ese proceso requirió siglos. Mientras tanto la buena nueva se extendió por palabra oral, por mensajero, por correo, durante el suave veranillo del orden y la paz que precedió al triste y tormentoso invierno de la civilización romana. Desde Pablo hasta San Agustín, el cristianismo doctrinario fue esencialmente el producto de una comisión revolucionaria informal de correspondencia. Esos grupos locales mantenían las jerarquías dispersas de los que se habían salvado juntos hasta que tuvieran fuerza suficiente para desafiar al Estado romano y convertirse en la religión oficial del Imperio final.

Sus fundamentos judíos fueron esenciales para la supervivencia del cristianismo. Los judíos podían rechazar a Cristo como Dios, a un como profeta, pero el cristianismo no podía rechazar al judaísmo. Cuando trataba situaciones sobre las cuales la nueva doctrina no tenía nada que decir, era útil para los cristianos volverse a la moral de Moisés y a la ley judía. Los plateros de Efeso llegaron a acusar a los cristianos de amenaza para el comercio porque extendían el desprecio por las imágenes sepulcrales, como los judíos. De Israel, además, provenía un concepto teológico de gran radicalismo: la creencia de que la voluntad de Dios se cumple en la historia humana; que cada acontecimiento histórico es un juicio de Dios sobre la comprensión del hombre de la voluntad divina y aun la disposición para cooperar con ella. Esto salvó a la Iglesia, en parte, de una estéril irrealidad, así como el concepto judío de las obligaciones familiares por la comunidad en viven, admitido a disgusto por Pablo, la salvó del suicidio de la raza, a pesar del abierto desprecio de los Padres del cristianismo por todo lazo carnal.

Y no fue la menor contribución de los judíos una de orden político: la de la reunión regular de los fieles en la sinagoga, el sábado. Cada sinagoga, ecclesía o asamblea tendió a ser, al principio, una democracia en miniatura. Hasta qué los ritos que eventualmente serían monopolizadas por un clero organizado, tomaron forma primero dentro de la congregación. Ejemplos: la confesión y la absolución dentro del grupo. La falta de ceremonial y la descentralización de estos grupos constituyeron un gran aporte a la fuerza de la Iglesia durante el periodo de persecución: no ofrecía ningún punto crítico cuya exterminación pudiera paralizar el resto del cuerpo. Roma encontró difícil matar un organismo tan multicelular y cuyas células se renovaban por sí solas. Dondequiera que se reunieran dos o tres en sociedad cristiana existía una Iglesia. Como las congregaciones de la iglesia mitraica, los grupos cristianos retornaron a la escala humana: combinaron La intimidad y La solidaridad del grupo primario con una universalidad que sobrepasaba los límites del Imperio Romano, la Persia y aun el Turkestan chino. Debe tomarse nota de cita doble cambio de escala: permitió la concentración local y la extensión supranacional. En la iglesia el proletariado interno perdido encontró su sentido de identidad, y la gente, esparcida en un área mucho más grande que cualquier imperio imaginado, sintió y actuó como un sola persona.

Grecia proporcionó su principal contribución al cristianismo en pensamiento organizado: la mayoría de los Padres primitivos, como Clemente y Orígenes, eran alejandrinos, educados en la filosofía griega. Los teólogos griegos tomaron las oscuras manifestaciones y las floridas alusiones orientales de los fundadores del cristianismo y les aplicaron la precisa lógica de las escuelas; el pensamiento que manaba de Jesús, verdadera agua de vida, fue así convertido, gota a gota, en las estalactitas y estalagmitas rígidas del dogma, y lo que era cierto en un sentido poético alusivo se convirtió en falso o engañoso por el mismo hecho de la definición. Los oponentes, como Celso, pueden vilipendiar al cristianismo sobre la base de que está formado sólo por imágenes comunes de la filosofía griega y la romana: más magia; pero poniendo la mente griega a la difícil tarea de reconciliar la magia con la filosofía y el misterio con la lógica: explicando cómo Dios, que era Unidad, podía ser personas, cada una coexistente, coeterna, igualmente omnipotente; cómo el Hijo y el Padre podían ser uno v cómo los atributos de la personalidad podían ser expresados en un Dios que no tenía cuerpo, ni miembros; cómo la omnipotencia de Dios era reconciliable con la presencia del mal y el trágico sacrificio del Hijo con el fin de redimir del mal.

La fácil dialéctica de los griegos, separada de la experiencia que la había apuntalado en los siglos VI y V a. C., confundió palabras con cosas y experiencias y erigió una presuntuosa estructura de conocimiento exacto sobre los hipotéticos atributos, poderes y funciones de Dios: la "ciencia" de la teología. Esa estructura tardo mil años en ser construida; examinaremos el producto final en el siglo XIII cuando estuvo terminado y la que dio una edificante mano de blanqueo, a la manera del constructor medieval, Tomás de Аquino.

La teología fue una creación griega como la filosofía. Y no hay que disminuir esta contribución, ya que ella mantuvo la importante tradición de unidad y el sentido de que todas las partes de la experiencia humana son atributos de un todo significativo a través de procesos que no son plenamente comprensibles dentro de ningún compás humano de tiempo. Hasta los errores de la teología dieron fruto. El error de pretender dar conocimiento positivo y existencia objetiva para las experiencias que pertenecen al inconsciente, o por lo menos al mundo subjetivo, se dirigía a la realidad de estas áreas escondidas de la personalidad. Las palabras se convierten a menudo en el medio por el que una nueva vida toma forma en la sociedad; indican posibles avenidas de experiencia mucho antes de que se ponga el pavimiento de esas avenidas. Políticamente, los términos de la teología cristiana se convirtieron en contraseñas; establecieron la posibilidad de relaciones sociales entre aquellos que las empleaban de la misma manera. Con este medio, la teología fue mucho más allá que la simple narración del Nuevo Testamento, o que en la diferenciación de las doctrinas de Cristo de las de otros poetas y filósofos. Pero creando la teología cristiana del neoplatonismo, los Padres griegos minaron una gran parte de su herencia clásica y propiciaron una tradición mística de completa retirada, que estaba en pugna con la tradición poética de la lucha y complicación apasionadas en los males de la existencia terrena. Plotino no era un cristiano; pero el mundo de sombras de Plotino dominó demasiado tiempo la mente cristiana.


5. La apoteosis del sufrimiento

Doscientos años de intermixtura y fusión alteraron profundamente la forma del cristianismo y el superego del hombre cristiano; crearon una Iglesia bajo cuyos altares fueron enterrados muchos otros dioses muertos o no tan muertos. El cristianismo organizado probó tener como credo un poder de digestión del que Roma había carecido durante mucho tiempo precisamente por la tolerancia, el escepticismo y la voraz receptividad. Y la diferencia residía en esto: Roma acumuló simplemente los fragmentos desprendidos de otras culturas y los juntó en su panteón mental, mientras que el cristianismo los asimiló lentamente en el proceso de su formación y fabricó músculos y huesos y órganos para su propio cuerpo. si bien ninguna de las creencias paganas pudo incorporarse al cristianismo sin sufrir una transformación, tampoco ninguna pudo parecer completamente extraña y poco familiar dentro de los muros de la nueva Iglesia. En una sociedad que se derrumbaba, la misma rigidez de los dogmas de la Iglesia, el mismo exclusivismo, hasta la fiera intolerancia de sus exigencias, eran como tierra firme para las almas náufragas que habían sido sacudidas demasiado tiempo por las aguas infinitas; sus propias armazones eran demasiado inseguras para permitirles cuestionar la rigidez de la Iglesia.

La visión de Jesús era de salud, vida, renovación. Pero la religión que nació alrededor de su persona y trató de cumplir su misión cayó entre las grietas de una sociedad en desintegración; y los más atraídos por el credo fueron aquellos que no tenían en sí mucha salud mental y encontraron en las aflicciones, las ignominias y el sacrificio viviente de Jesús mito, una imagen consoladora de sus propias tribulaciones, compartida por el mismo Dios. Desde el degüello de los inocentes hasta la crucifixión, los detalles exteriores de la historia cristiana giraban alrededor del sufrimiento y de la muerte.

En lugar de conservar esta parte de la vida en su verdadera perspectiva, los Padres de la Iglesia, acosados, perseguidos y martirizados ellos mismos, se detuvieron en esas terribles experiencias como si fueran típicas de la vida humana tanto en su mejor como en su peor expresión. "Nos glorificamos de nuestras tribulaciones también —dijo Pablo—, sabiendo que las tribulaciones traen paciencia, y la paciencia, experiencia, y la experiencia, esperanza, y que la esperanza no avergüenza." En resumen: el cristiano no esperaba que la muerte viniera hacia él; iba a su encuentro. Por la autoprivación y el martirio, aceptaba deliberadamente la muerte como un elemento presente en su vida y construía sus propios valores sobre estas negaciones. Así, la muerte dejó de ser un accidente desagradable que suprimía las propias alegrías naturales; se convirtió, como la misma muerte de Jesús, en un asunto de elección voluntaria, y en la extensión en que era elegida, aceptada y deseada, ya no podía socavar la existencia del cristiano, porque aquellos que mataban su cuerpo no podían exigir su alma. Por esta actitud, el cristiano recobraba la iniciativa para la vida; llevaba el contraataque.

En su énfasis sobre los males de la vida, el cristiano compensaba, indudablemente con creces, el esfuerzo dominante del mundo pagano para ahogar su sentimiento de angustia en sensualidades sin objeto y distracciones superficiales. Pero la propia conciencia del cristiano estaba infectada por la misma declinación contra la que protestaba. Una buena parte del mundo antiguo sufría de una abrumadora e inevitable ansiedad: temor del futuro, temor a la muerte, temor a la pérdida y a la alienación, que habían empezado a acosar aun a las almas aparentemente sanas, desde la cumbre al abismo de esta sociedad; las clases favorecidas no menos que los esclavos. ¿No podían, acaso, por obra de un giro imprevisto de la rueda de la fortuna, convertirse a su vez en esclavos? Este corrosivo temor de la vida, esta constante sensación de inseguridad, era seguramente transmitida de manera sutil por las clases serviles a sus amos; emanaciones subjetivas dirigidas por miradas y gestos, que no podían ser ocultadas, ni siquiera pasadas por alto. Un creciente sentimiento de culpabilidad de parte de los explotadores sólo aumentaría su ansiedad respecto al futuro. Tan corrompidos estaban los placeres y los deberes de la vida que Gregorio de Nyssa llegó a sostener los infortunios normales de la paternidad como un argumento Contra la procreación: ¿No podían enfermarse y morir, acarreando insoportable dolor?

Dando al sufrimiento un papel noble en la vida del hombre, la Iglesia Cristiana confirmó esas ansiedades y, sin embargo, conformó a los ansiosos. Sus pruebas no eran únicas, sino más bien la carga universal, racionalizada por el pecado original del hombre y redimida por el sacrificio histórico del Hijo de Dios. Anticipando una beatitud eterna, siempre que redirigiera sus energías y transformara sus aspiraciones, el cristiano podía enfrentar lo peor. ¿No eran sus sufrimientos, sin duda, una especie de seguro de vida extraterreno, pagable a la muerte? ¿Podía entonces la muerte llegar demasiado temprano? "Florecen dentro de nosotros —exclamaba Cipriano en el siglo III— la fuerza de la esperanza y la firmeza de la fe. Entre esas mismas ruinas de Un mundo decadente nuestra alma está levantada y nuestro espíritu integro." Las ruinas y la declinación eran una confirmación, antes que una negación, de ideología cristiana.

En cada incapacidad y en cada infortunio los cristianos encontraban una nueva fuente de fuerza; su gozosa resolución, revelada en himnos, cánticos, plegarias, convenció y convirtió a muchos paganos. Esa alegría… ¿No había de tener fundamento? No solamente la persecución unía más en grupos compactos a los cristiane sino que vencía a los no persuadidos y encerraba en hierro el alma de los resueltos, que adquirían así la disciplina que necesitaban para mostrar eventualmente un frente unido al mundo pagano. Pero, además, las grandes decisiones dogmáticas de la Iglesia establecieron una ortodoxia central. Una sucesión de concilios, empezando con el de Nicea en 325, dispuso de una serie de doctrinas herméticas. Para la aceptación de estas decisiones los cristianos aprendieron a sacrificar las preferencias individuales a las necesidades colectivas y a establecer una línea de continuidad en pensamiento y política, que garantizó su supervivencia política. En un mundo en desintegración, la herejía se convierte en un crimen político; y el cisma, a su vez, se convierte en el más grande de los pecados porque dispersa le energía necesaria para la renovación.

Sí Roma se hubiera mostrado capaz de cualquier sacrificio semejante, de cualquier propósito y dirección centralizada semejante, una parte mucho mayor de los bienes de la civilización clásica habría sida traída a un nuevo orden, quizá un mayor renacimiento de la civilización clásica habría tenido lugar. Pero Roma era amablemente neutral en asuntos que exigían adhesión apasionada o fuerte contra-ataque intelectual y vital; se aburría o se divertía suavemente con las pretensiones cristianas, en un momento en que debió ser arrastrada por ellas a una apreciación despiadada de sus propias debilidades. Se puede hoy día con demasiada facilidad criticar a la Iglesia Cristiana, como lo hicieron los romanos, por las supersticiones y oscuridades que se adhirieron como parásitos al limpio ropaje de la fe. Pero el cristiano tuvo un sentido vital de la integridad: supo que para la supervivencia eran necesarias la cohesión y la continuidad.

En esa sociedad debilitada el hecho del acuerdo era más importante que el dogma sobre el que había que ponerse de acuerdo. Las mentiras vitales del credo de los cristianos fueron una mejor respuesta para los desesperados y descorazonados que las entumecidas verdades de los filosofes paganos. Se necesitaba ahora la fe: fe en lo increíble y en lo imposible; fe como la que necesitan los hombres en un barco que se hunde. Nada mejor que la fe podía capacitar a los sobrevivientes de ese mundo para continuar.

Hasta que el poder militar de Roma vino en ayuda del humilde Hijo del Hombre, el cristianismo mismo continuó siendo una herejía en un mundo abarrotado de nuevos credos y pretensiones. Mucho después del Edicto de tolerancia de Constantino, en 313 d. C., mucho después de que el cristianismo fuera convertido en religión oficial del Imperio Romano, otras religiones y filosofías continuaron en abierta competencia. ¿No fue acaso Agustín un maniqueo hasta llegar a los treinta años? La enseñanza, el ejemplo, la disciplina y el autogobierno local no dieron por sí solos un lugar inamovible; los actos finales que asegurarían su supervivencia serían la apropiación del poder del Estado y la exclusión de otros cultos. Utilizando el mecanismo del Estado, la Iglesia vivió a través de la ruina del mismo Estado; vivió para contar el cuento.

Pero con ese acto traicionó el espíritu de Jesús y estableció el reino de Cristo. Sin ello el nombre de Jesús podría ser tan oscuro y desprovisto de significación como el de Manes: para nosotros, y ninguna parte de su visión habría sobrevivido a nuestros días.

A medida que la Iglesia se hizo consciente de sí misma como organización independiente, una política eclesiástica, con su burocracia, sus jerarquías ejecutivas graduadas, sus dignatarios, su sistema de imposición universal, sus bien definidas jurisdicciones, poderes y privilegios, tendió a recoger los poderes tiránicos del Imperio mismo: en realidad, el momento del congregacionismo permaneció, hasta que trajo repetidamente, aun antes de que Roma tomara una posicion dominante, cierta afirmación de lógica libertad política, autogobierno o autoafirmación racionalista: la desviación teológica en parte racionalizó un motivo politico, desde Prisciliano hasta Lutero.

Cuatro siglos se necesitaron para esta total transformación. Por la época en que Agustín apareció, la estructura estaba casi terminada; sólo el andamiaje temporal de la autoridad secular esperaba ser quitado. Esto no sucedió muy pronto. Mientras San Agustín yacía muriendo en Hippo, los vándalos estaban combatiendo ante las puertas de esa ciudad y, como un observador contemporáneo hace notar, los lamentos de los que morían en la batalla se mezclaban con los gritos de la multitud de espectadores de la arena. Todos los desórdenes que Cipriano aumentó en su mensaje a Demetriano se hablan convertido ahora en inevitables realidades: la sociedad estaba en retirada, y, anticipando lo peor con mucho tiempo, los cristianos habían alcanzado el poder de enfrentarse lo peor cuando finalmente llegó. Sólo los capaces de renunciación y sacrificio podían tomar una actitud positiva frente a lo que el futuro presentaba. Sólo hombres individuales, a la vez consigo mismos y con su Dios, podían soportar tan pesados fardos.


6. De la personalidad a la comunidad

Tal como se revela en los Evangelios, el cristianismo sostiene una simplificación de la vida; casi completo desenmarañar el tejido todo de las relaciones .sociales. He tratado de mostrar la necesidad social de esta radical afirmación de la persona. Cuando una sociedad está desesperadamente corrompida y es incapaz de reformar sus instituciones, es el individuo quien primeramente debe ser salvado: salvado escapando de las redes de su sociedad para convertirse en parte de una nueva comunidad en la que sus necesidades vitales sean respetadas y satisfechas.

Pero la comunidad así formada no existe en un paraíso platónico; a través de los procesos de crecimiento y transformación se convierte en presa de las mismas tentaciones, de las mismas corrupciones contra las cuales se rebeló. Desde el punto de partida de las enseñanzas de Jesús, parte no pequeña de la Iglesia Cristiana fue una historia de compromisos y subterfugios, de errores de interpretación y dirección; un festín para los cínicos, en toda su impureza. Pero ¿es posible el cristianismo puro? Tengamos el valor de cuestionar la noción misma de pureza ideológica en el desarrollo de cualquier institución humana.

Sólo en el momento de su formulación es pura una idea; entonces tiene la claridad de una forma platónica, la propiedad de una mente iluminada: un todo metafísico y lógico.

Pero para sobrevivir, la idea debe adaptarse al ambiente impuro, al ambiente de la vida; de otra manera está condenada a la esterilidad. Sí facilita forma a nuevas instituciones, también a su vez será deformada por las instituciones existentes que son todavía fuertes; así, el absolutismo de los zares, la rigurosidad implacable de Iván el Terrible, el obstinado celo de Pedro el Grande, y el tedioso obstruccionismo de una burocracia imperial graduada entraron en la revolución soviética y modificaron las ideas originales de Marx y Lenin; las modificaron, pero también las capacitaron, en diferente forma, para sobrevivir. Los que esperaban ver la utopía en Rusia se desilusionaron; pero los que esperaban ver retornar al zarismo y al capitalismo también se desilusionaron.

La gente que no comprende la naturaleza de este proceso tiende o bien a despreciar las ideas, porque no puede reconocer su presencia y su funcionamiento en la institución afectada por ellas, o a despreciar el mundano mundo, porque en el proceso de vulgarización de una idea inevitablemente la desvía. El primero fue el error de Spengler y el de aquellos que gustan llamarse realistas en política; el segundo es el error de los ideólogos, que no pueden mirar la idea de frente una vez que ha sido endurecida y empañada por el contacto con el mundo real. Pero el materialista y el idealista son figuras polares: se encuentran en extremos opuestos del proceso histórico y están unidos por él. Las ideas no se convierten en formativas hasta que echan raíz en la sociedad; hasta que se "materializan", como se dice en inglés. Esa materialización es inevitablemente una traición y una realización.

Las religiones no son nunca simplemente la expresión de ideas incorpóreas; requieren la ayuda de los hombres que deben ser protegidos y alimentados: actúan por medio de figuras, imágenes, símbolos, construcciones humanas que requieren un aparato material aún más elevado para expresar su creciente complejidad y concreción. El conocimiento vital no puede nunca ser completamente abarcado con palabras; para conocer la doctrina hay que vivir la vida, y para vivir la vida hay que crear el escenario, con instalación, muebles, utilería, que destacarán cada acto y cada significado. El superego cristiano era tanto estético como moral; afectaba códigos de indumentaria y códigos legales, así como elecciones morales. A través de todos estos agentes y procesos, la idea simiente original se modificó y produjo un fruto inesperado: fruto dulce y fruto amargo, fruto enmohecido y brillante. ¿Quién que oyera el Sermón de la Montaña pudo haber pronosticado la piadosa crueldad de la Inquisición o las glorias de la catedral de Chartres?.

En este y en todo proceso total de socialización hay una trampa. Jesús mismo fue quizás en el mundo occidental el primero en ser absolutamente consciente de ello, aunque Lao-Tsé, en China, se le anticipó.

Para sobrevivir en una comunidad, se ha dicho, una idea debe descansar sobre los soportes exteriores de los nuevos hábitos, disciplinas, leyes, construcciones; debe tomar forma en las relaciones domésticas y en las organizaciones políticas. La cruz recuerda al creyente la cósmica agonía de Cristo; la Eucaristía evoca una sagrada asociación; el oscuro interior de las nuevas iglesias sirias o románicas da una expresión espacial al sentimiento cristiano de retiro, unidad, concentración intima. Hasta que todas esas expresiones no se han logrado la comunidad cristiana no se convierte en realidad. Pero hay un inconveniente: todas estas envolturas de la idea tienden a ocultar más y más el núcleo original; la forma exterior desplaza la convicción íntima.

Por lo tanto, si la idea original que ha sido incorporada y ha tomado cuerpo en la vida de la comunicad ha de mantenerse viva, debe existir un perpetuo retorno a sus fuentes originales y una igual capacidad para anticipar y formular nuevas experiencias que permitirán un crecimiento ulterior. El primer paso es relativamente más fácil que el segundo. De ahí que cada tentativa de arrojar las corrupciones de la Iglesia Cristiana, desde el maniqueísmo hasta el cuaquerismo, retornen al Nuevo Testamento y trate de restablecer la pureza de la inspiración original, de tocar a Jesús sin aceptar todos los pasos intermediarios de la organización social. En el principio es el verbo, y en seguida viene la personalidad que viví' en verbo y demostró su significado total. Sin un perpetuo recobramiento de Jesús, en último término, por un Pablo, un Agustín, un Bernardo, un Loyola, un Calvino, un Fox, un Grundtvig, un canónigo Barnett, un Vicent van Gogh, la verdad de la encarnación original se habría perdido. Cada una de esas figuras era menos que Jesús; sin embargo, por su respuesta a nuevos estímulos, nuevas presiones, nuevos retos, reformularon las verdades del cristianismo de una manera que reabrió un camino para el futuro.

Concretemos esta única verdad. Cada idea formativa, en el acto de prolongar su existencia, tiende a matar el espíritu viviente orinal que la trajo. Y, sin embargo, sin hacer esta transacción y extensión, la idea hubiera continuado inoperante y encerrada en si misma. En esta perpetua tensión entre los impulsos formativos vitales dentro del yo, que son la fuente del desarrollo social creador, y la realización de la idea en la vida y la práctica, en los procesos de comunidad, aquí reside el verdadero núcleo de la historia. Ambos procesos son necesarios y ambos implican peligro.

La materialización y la espiritualización son la inhalación y la exaltación de un mismo miembro; cuando hay salud social, ambos procesos actúan rítmicamente. Todas nuestras actividades materiales se hacen significativas para la vida solo si toman forma en la mente como realidad independiente. En ese acto de tomar forma se contraen hacia los sentidos externos y se expanden en el mundo de la significación; hasta que pueden, como Arnold Toynbee señala en su exposición sobre la idealización, hacerse directamente menores en tamaño y más refinadas en su operación. Similarmente, nuestras actividades ideales importan porque, en su última expresión, tocan todo proceso de la vida y condición, hasta nuestra existencia animal, nuestra misma salud y eficiencia.

Todo esto recae sobre nuestro argumento inmediato. No se puede criticar a la lglesia Cristiana porque no retuvo la primitiva pureza de la hermandad original, como tampoco se puede criticar a un adolescente por no conservar los rasgos de un niño: una vez nacida al mundo, una idea tiene una vida independiente, separada de las esperanzas e intenciones del padre. Por el mismo motivo no se puede reprochar a Jesús no haber proyectado la comunidad monástica o por no haber redactado un código detallado de la ley cristiana. La Iglesia no era una excrescencia extraña de la historia, como tampoco era Jesús mismo, en relación a la Iglesia, un supernumerario. Estas observaciones tienen una incumbencia mayor que la historia del cristianismo.


7. ¿Qué es un cristiano?

La ingenua respuesta a la pregunta ¿qué es un cristiano? es la de que es una persona que sigue a Jesucristo en espíritu. Pero era mucho más fácil seguirlo en la caminada ruta de las religiones misteriosas, "que sí confesares con tu boca al Señor Jesús —dice Pablo en su Epístola a los romanos— y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo'. Para los incapaces de comprender la vida de Cristo, su muerte ofrecía la más simples, en la más la supersticiosa aproximación.

Alrededor del principio del siglo IV, la respuesta formal estaba elaborada, primero en el credo de Nicea (325), y luego, en el credo de Atanasio, que reconciliaba los puntos de vista de Alejandría y de Roma. En estos términos, un crístíano era aquel que creía en el mito histórico de la Anunciación, la Pasión, la Resurrección y el Juicio Final; aquel que era recibido en la corporación de los fieles por el rito del bautismo y era confirmado de tiempo en tiempo en la asociación por el rito de la comunión; compartiendo el pan y el vino como un símbolo del cuerpo y del alma de Cristo. Porfirio, un vegetariano, se horrorizó de esta doctrina; pero difícilmente podía saber, como lo explican los modernos estudios antropológicos, que era la continuación de ceremonias más primitivas en las que el representante del dios era verdaderamente comido para compartir su divinidad y su fuerza. Esos misterios, devolviendo al hombre las partes sepultadas de su pasado, tienen quizá el poder de evocar elementos latentes que todavía nadan, como peces ciegos y sin ojos en las más profundas aguas del inconsciente de la persona.

Pero el cristianismo no era simplemente una creencia formal; era una rígida ruta de vida, no marcada por ninguna de las móviles salidas y libertades que Jesús había mostrado. Ser cristiano era colocar un signo negativo antes de todos los bienes positivos del orden clásico.

El modo de vida cristiano implicaba el retiro del mundo y la perpetua humillación del cuerpo. Las afirmaciones orgánicas de Jesús fueron convertidas por Pablo en un principio dualista de negación, que rebajó el cuerpo y glorificó el espíritu, y Pablo, no Jesús, se convirtió en el cristiano modelo.

Primeramente, el cuerpo debe estar cubierto. La fácil desnudez promiscua de los baños públicos era una amenaza constante para los fieles, según varios Padres de la Iglesia, uno tras de otro. Para reducir el deseo sexual, los caminos de excitación visual deben estar cerrados por ropas decentes y hábitos de reserva personal.

Si el Papa todavía de tiempo en tiempo publica exordios sobre el tema de la modestia del vestido en la mujer, no hace sino continuar una de las más antiguas tradiciones de la Iglesia, una tradición de las sinagogas. Otras incitaciones a la concupiscencia deben también ser disminuidas. Las mujeres deben abstenerse de pintarse, perfumarse o sombrearse de azul los párpados para que parezca que han gozado de una noche apasionada con sus amantes. Hasta en el siglo V continuaba la campaña contra la coquetería femenina y los cosméticos.

El ayuno era otra manera de vencer la carne. Mientras que había filósofos paganos, como Séneca y Plotino, que lo recomendaban, el ayuno se convirtió en una obligación para los cristianos. La abstinencia en el comer y el beber hacía más fácil el camino hacia el paraíso. Los ermitaños de Alejandria, que vivían de frutos del desierto, legumbres y agua, sólo extremaban el deber de todos los cristianos devotos. Naturalmente, la abstinencia sexual era considerada de la mayor importancia. La continencia se convirtió en una virtud suprema, y la virginidad pasó por el estado ideal; en el primer celo de su conversión, Tertuliano hasta trató de probar que el matrimonio mismo es apenas mejor que la decidida fornicación. Los casados, dijo Pablo, tratan de agradarse mutuamente, mientras que el solitario busca servir a Dios; pero de mala gana admitió que era mejor casarse que quemarse, sin darse cuenta quizá de bajo lugar colocaba y relegaba así al matrimonio.

Finalmente, cristiano es el que escapa del dominio del tiempo; la eternidad se abre ante él. Así demuestra un poder para soportar el mal que llevaría a un pagano al suicidio, es en parte porque ya se ha suicidado en menor grado, separándose del mundo al concentrar todos sus pensamientos en la eternidad. El largo sufrir, la paciencia, el soportar el mal se convirtieron en la verdadera señal del cristiano; y nadie puede decir que se pueda hacer una adaptación psicológica que mejor cuadre al mundo que enfrentaba. Lo que no puede curarse debe soportarse, dice un viejo proverbio; y el cristianismo encontraba incurable el mundo de su alrededor. Lo que necesitaría siglos de agotador esfuerzo para reformar dentro de la sociedad, podía ser corregido de la noche a la mañana dentro del alma del convertido. "Acepta —dice Cipriano— lo que se siente antes de haber sido pronunciado, lo que no ha sido acumulado con cuidadoso celo durante el lapso de años, sino que ha sido inhalado por el aliento de una gracia creciente." Ese cambio marcó al cristiano: el control interior se convirtió en sustituto de la dirección externa.

Dentro de la Iglesia, entonces, el cristiano creó un nuevo drama; el de la preparación para la muerte como vía esencial de vida. Sócrates había dicho que ésa era la tarea del filósofo; ahora se convertía en la práctica de todos los creyentes cristianos. La vida de Cristo se convirtió en la nueva escatología en una representación de la muerte, centralizándose más y más en el camino del Calvario, en la Crucifixión y en la Resurrección. "Aun en la paz —dijo Tertuliano— los soldados se adiestran para la guerra con fatigas e inconvenientes... De la misma manera, oh, bendito, cuenta todo lo que es duro en esta vida, como disciplina de tu poder moral y corporal." Así, pues, el cristiano estaba más en su lugar junto al lecho del enfermo y en la prisión. "Mal, dolor y muerte —según Lactancio— ganan la recompensa de la inmortalidad." En este proceso, la Iglesia Cristiana misma reemplazó la vida social, por el prometido Reino del Señor. Como hace notar Troeltsch; "Aun en la edad apostólica la idea del Reino de Dios se fundió con la de la Iglesia, y la idea de la llegada del Reino fue reemplazada por misma exaltación de la Iglesia... Por otra parte, el Reino de Dios fue reemplazado por la escatología. Cielo, Infierno y Purgatorio, inmortalidad y vida futura en contraste con la enseñanza del Evangelio, que es la más alta significación de la personalidad viva. Pero aun el último final» fue diferido hasta por lo menos los cien mil años de reinado de Cristo en la Iglesia".

Podemos ahora responder nuestra pregunta original. El cristiano es una persona que rechaza los usos de una sociedad agonizante y encuentra una nueva vida para él en la Iglesia. Vence las fuerzas locales de disociación y desintegración atándose a una sociedad universal. Constituye su vida alrededor de temas de rechazo y socorro; y equilibra todas sus dificultades temporales con la esperanza de una justicia divina que castigará a sus opresores y le dará una participación en las glorias eternas. Cuando el cristianismo llegó a ser definido en estos términos, debiera saltar a la vista que Jesús de Nazareth fue el primer hereje.

Lewis Mumford: La primacía de la persona (Cap. 2 de La condición del hombre, 1944)
Lewis Mumford: La primacía de la persona (Cap. 2 de La condición del hombre, 1944)

Cap. 2 de La condición del hombre (The Condition of Man, 1944).



Textos de Lewis Mumford

Lewis Mumford: La megamáquina (El mito de la máquina, 1964)

Lewis Mumford: La primacía de la persona (Cap. 2 de La condición del hombre, 1944)

Comentarios

  1. Lewis Mumford: La megamáquina (El mito de la máquina, 1964)
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