Ludwig von Mises: El Intevencionismo (Critica del intervencionismo, 1929)

Critica del intervencionismo

El mito de la tercera vía

Ludwig von Mises

Fecha: 1929

Ludwig von Mises: El Intevencionismo (Critica del intervencionismo, 1929)
Ludwig von Mises: El Intevencionismo (Critica del intervencionismo, 1929)

1. Intervencionismo

Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, vol. 56, 1926.


1. El intervencionismo como sistema económico

Desde que los bolcheviques abandonaron su intento de realizar de golpe en Rusia su ideal socialista de un orden social, adoptando en cambio la Nueva Política Económica (NEP), no hay en el mundo prácticamente más que un único sistema de política económica: el intervencionismo. Una parte de sus adeptos y defensores lo consideran un sistema sólo provisional, destinado a ser sustituido, tras una fase más o menos larga de experimentación, por una de las variantes del socialismo. Entre ellos se encuentran los socialistas marxistas, incluidos los bolcheviques, así como las distintas tendencias de socialistas democráticos. Otros, en cambio, piensan que el intervencionismo representa un orden económico permanente. Por el momento, sin embargo, esta diferencia de opinión sobre el futuro de la política intervencionista no pasa de ser una disputa académica. Sus seguidores y defensores coinciden plenamente en que se trata de la política económica que prevalecerá en los próximos decenios e incluso en las próximas generaciones. Tienen la convicción de que esa será la política económica del futuro previsible.

El intervencionismo pretende mantener la propiedad privada, pero al mismo tiempo quiere regular la actividad de los propietarios de los medios de producción a través de normas imperativas y sobre todo de prohibiciones. Cuando este control se lleva hasta el punto en que todas las decisiones importantes dependen de las directrices del gobierno; cuando ya no es el motivo del beneficio de los propietarios de los medios de producción, de los capitalistas y de los empresarios, sino la razón de Estado, lo que decide qué es lo que hay que producir y cómo producirlo, lo que tenemos es un orden socialista, aunque se mantenga la etiqueta de la propiedad privada. En este sentido tiene razón Othmar Spann cuando afirma que, en la sociedad así constituida, «formalmente existe la propiedad privada, pero lo que en realidad existe es el socialismo»[57]. La propiedad pública de los medios de producción no es otra cosa que socialismo y comunismo.

Pero el intervencionismo no quiere ir tan lejos. No pretende abolir la propiedad privada de los medios de producción; sólo quiere limitarla. Por un lado, considera que una propiedad ilimitada es funesta para la sociedad; por otro lado, piensa que el orden de propiedad pública es de todo punto irrealizable, al menos por el momento. Trata, pues, de crear un tercer orden: un sistema social equidistante entre el orden de propiedad privada y el de propiedad pública. Se propone evitar los «excesos» y peligros del capitalismo, aunque sin renunciar a las ventajas de la iniciativa y laboriosidad individual que el socialismo es incapaz de ofrecer.

Los adalides de este orden de propiedad privada dirigida, regulada y controlada por el Estado y otras instancias sociales, coinciden con las inveteradas aspiraciones de los políticos y de las masas populares. Cuando aún no existía la ciencia económica, y no se había descubierto que los precios de los bienes económicos no se «fijan» arbitrariamente, sino que obedecen rigurosamente a la situación del mercado, se intentaba regular la vida económica mediante órdenes gubernamentales. Pero la economía clásica puso de manifiesto que tales interferencias en el funcionamiento del mercado jamás pueden alcanzar los objetivos que la autoridad se propone. Por eso el viejo liberalismo, que construyó su política económica sobre la base de la economía clásica, rechazaba categóricamente tales intervenciones: ¡Laissez faire et laissez passer! Por su parte, los socialistas marxistas no juzgan el intervencionismo de manera distinta que los liberales clásicos. También ellos tratan de demostrar lo absurdo de todas las propuestas intervencionistas, tachadas despectivamente de «pequeñoburguesas». Pero la ideología hoy dominante en el mundo recomienda precisamente el sistema de política económica que rechazan tanto el liberalismo como el viejo marxismo.


2. Naturaleza de la intervención

El problema del intervencionismo no debe confundirse con el del socialismo. No se trata de saber si el socialismo es de algún modo concebible o realizable. Por el momento no nos interesa saber si la sociedad humana puede o no construirse sobre la base de la propiedad pública de los medios de producción. El problema que aquí queremos dilucidar es el relativo a las consecuencias de la intervención del gobierno o de otras instancias públicas en el orden social basado en la propiedad privada: ¿Pueden estas intervenciones conseguir los fines que se proponen?

Conviene, ante todo, delimitar claramente el concepto de «intervención».

1. Las medidas encaminadas a salvaguardar o garantizar la propiedad privada de los medios de producción no son intervenciones en el sentido que aquí nos interesa. Esto es tan evidente que no hay necesidad de insistir en ello. Si, no obstante, no es completamente superfluo hacerlo, es porque a menudo se confunde nuestro problema con el del anarquismo. En efecto, se arguye que si se considera indispensable la intervención activa del Estado para proteger el orden de propiedad privada, no se ve por qué no habría de permitirse su intervención en un ámbito más amplio. Es coherente el anárquico que rechaza toda forma de intervención estatal; pero no lo es quien, a pesar de reconocer justamente la inviabilidad del anarquismo y la necesidad de una organización estatal dotada de poderes y medios coercitivos para garantizar la cooperación social, pretende luego restringir esa función del Estado a una esfera bien limitada.

Salta a la vista el error de tal argumentación. Lo que nos interesa saber no es si se puede asegurar la convivencia entre los hombres sin ese aparato de coacción organizada que es el Estado o gobierno. Lo que deseamos saber es si (dejando a un lado el sindicalismo) existen sólo dos formas posibles de organización de la sociedad basada en la división del trabajo, o sea la propiedad colectiva o la propiedad privada de los medios de producción, o bien si puede existir, según la tesis intervencionista, un tercer sistema, basado en la propiedad privada y al mismo tiempo regulado por intervenciones estatales. El problema de la necesidad o no de la organización estatal debe distinguirse netamente del referente a los sectores y modalidades en que el Estado debe intervenir. Así como de la imposibilidad de renunciar a la presencia de un aparato estatal coactivo en la vida social no puede deducirse la conveniencia de coartar las conciencias, imponer la censura sobre la prensa y otras medidas por el estilo, así tampoco puede deducirse la necesidad, la utilidad o tan sólo la posibilidad de adoptar determinadas medidas de política económica.

Para proteger la propiedad de los medios de producción no es necesario adoptar las medidas que se aplican para proteger la competencia. Un error muy difundido es el que considera la competencia entre distintos productores de la misma mercancía como el punto esencial del ordenamiento social que se inspira en el ideal del liberalismo. Ahora bien, la esencia del liberalismo radica en la propiedad privada, no en el concepto —por lo demás erróneamente interpretado— de competencia. Lo decisivo no radica en la existencia de muchas fábricas de gramófonos, sino en que los medios de producción con que se fabrican los gramófonos no sean de propiedad pública sino de propiedad privada. En parte por este equívoco, pero en parte también a causa de una interpretación del concepto de libertad influido por doctrinas iusnaturalistas, se ha intentado impedir la formación de grandes empresas por medio de leyes antimonopolio y antitrust. No es este el lugar para valorar la utilidad de semejante política. Sólo conviene precisar que para valorar la función económica de una medida concreta es totalmente irrelevante su legitimación o deslegitimación por parte de una teoría jurídica cualquiera. La ciencia del derecho, del Estado y de la política nada útil puede decirnos en orden a adoptar una decisión sobre los pro y los contra de una determinada política. Y es totalmente irrelevante que este o aquel acto corresponda o no a las disposiciones de una ley o de una constitución, aunque se trate de una constitución tan venerada y famosa como la de los Estados Unidos de América. Si una legislación humana resulta contraproducente para sus fines, habrá que cambiarla.

Pero cuando se discute sobre la oportunidad de una política respecto a sus fines, jamás podrá valer como argumento el hecho de que la misma sea contraria a la ley, el derecho o la constitución vigentes. Todo esto es tan evidente que ni siquiera debería mencionarse, si no se olvidara con tanta frecuencia. Así como en otro tiempo se intentó derivar la política social del carácter del Estado prusiano y de la «monarquía social», así hoy, en el debate sobre política social en Estados Unidos, se apela a argumentos tomados de la Constitución y de la interpretación de los conceptos de libertad y democracia. Una respetable teoría sobre el intervencionismo, debida al profesor Commons y basada en gran parte en tales argumentos, ha tenido una gran repercusión práctica por cuanto ha representado en cierto modo la filosofía del partido de La Follette y de la política del estado de Wisconsin. La autoridad de la Constitución americana se circunscribe al territorio de la Unión. En cambio, la validez de los ideales de democracia, libertad e igualdad no tiene límites locales, y en nombre de estos ideales se reivindica por doquier la abolición de la propiedad privada o su «limitación». Pero todo esto nada tiene que ver con nuestro problema, por lo que debemos dejarlo a un lado.

2. Tampoco la socialización de una parte de los medios de producción es intervención en el sentido que aquí nos interesa. El concepto de intervención supone que la propiedad privada individual en cuanto tal no ha sido abolida, sino que continúa existiendo no sólo nominal sino sustancialmente. La estatización de una línea ferroviaria no es, como tal, una medida intervencionista; sí lo sería, en cambio, una ordenanza que impusiera a una empresa ferroviaria tarifas inferiores a las que aplicaría en caso de que fuera libre de hacerlo.

3. Tampoco caen bajo el concepto de intervencionismo las actuaciones del gobierno que se sirven de los instrumentos del mercado, por ejemplo las que tienden a influir en la demanda y en la oferta alterando los factores del propio mercado. La adquisición por parte del gobierno de partidas de leche para venderlo a precios políticos o incluso para repartirlo gratuitamente entre las familias pobres, o bien las subvenciones estatales a las instituciones culturales, no son intervencionismo. (Más adelante nos ocuparemos de la cuestión relativa a la posibilidad de considerar como «intervención» la forma en que el gobierno obtiene los recursos para llevar a cabo esta política). En cambio, sí sería intervencionismo la fijación de un precio máximo para la leche.

La intervención es una disposición particular dictada de forma autoritaria por el poder social mediante la cual se obliga a los propietarios de los medios de producción y a los empresarios a emplear esos medios de manera diferente a como lo harían en otro caso. «Disposición particular» significa aquí que la misma no forma parte de un sistema orgánico de disposiciones de la autoridad encaminadas a regular toda la producción y distribución, y por lo tanto a eliminar la propiedad privada de los medios de producción y sustituirla por la propiedad pública, es decir por el socialismo. Las disposiciones a que nos referimos pueden ser muy numerosas, pero mientras no lleven al dirigismo planificado de todo el sistema económico y no tiendan a sustituir de forma sistemática la motivación del beneficio, que es el resorte de la acción individual, por la mera observancia de las prescripciones gubernativas, deben considerarse disposiciones aisladas o particulares. Por «medios de producción» entendemos todos los bienes de orden superior, es decir todos aquellos bienes que no están aún disponibles para ser usados por el consumidor final, incluidas por lo tanto las mercancías almacenadas que los comerciantes catalogan como «listas para el uso».

Estas disposiciones pueden agruparse, pues, en dos grupos: las que frenan o impiden directamente la producción (en el sentido más amplio del término, es decir incluidos los desplazamientos espaciales de los bienes económicos) y las que fijan precios distintos de los que se formarían espontáneamente en un mercado no intervenido. A las primeras las llamamos intervenciones políticas sobre la producción, mientras que a las segundas, que por lo general se conocen con el nombre de precios administrados, las llamaremos intervenciones políticas sobre los precios.


3. Intervenciones políticas sobre la producción

Desde el punto de vista de la economía política, poco hay que decir acerca de los efectos inmediatos de las intervenciones políticas sobre la producción. No hay duda de que el gobierno o cualquier otro poder intervencionista pueden sin más conseguir los objetivos directos que se proponen. Pero que logren también conseguir así los objetivos indirectos más lejanos que persiguen con la política intervencionista, eso es ya harina de otro costal. Se trata en particular de saber si el resultado merece la pena, es decir si la autoridad que decide la intervención la decidiría igualmente si conociera con precisión los costes que esa intervención acarrea. Pongamos un ejemplo: el gobierno puede sin duda fijar un cierto arancel protector cuyo resultado inmediato puede muy bien responder a sus expectativas. Pero esto no significa que lo que el gobierno espera conseguir en última instancia con esa intervención lo consiga efectivamente. Y es aquí donde interviene la crítica del economista. Los teóricos del librecambio en modo alguno han querido afirmar que los aranceles protectores no sean posibles o sean perjudiciales, sino simplemente que tienen consecuencias no intencionadas y que no producen, ni pueden producir, los resultados que habrían debido producir según las intenciones de quienes los decidieron. Pero más importante aún es la demostración que ofrece la escuela librecambista, a saber que la protección aduanera —como por lo demás todas las otras formas de intervencionismo político sobre la producción— reduce la productividad del trabajo social. Que el efecto del proteccionismo sea, pongamos por caso, el cultivo de trigo en tierras menos fértiles mientras otras más fértiles quedan sin cultivar; o que una serie de medidas de política industrial relativas a la pequeña y la mediana industria (por ejemplo, el certificado de cualificación para el ejercicio de ciertas actividades industriales, como sucede en Austria, o bien ciertas facilidades fiscales a favor de las pequeñas empresas) acaben favoreciendo a las empresas menos productivas a costa de las más eficientes; o que una serie de limitaciones al empleo y al horario laboral de determinadas categorías de trabajadores (mujeres, menores) ocasione la reducción de la cantidad de trabajo disponible —en todos estos casos el resultado será siempre el mismo: con la misma cantidad de capital y de trabajo se produce menos de lo que se produciría sin la intervención política, o bien disminuye a priori la cantidad de capital o de trabajo disponible para la producción. No hay que descartar que la intervención se produzca igualmente, aunque se conozcan sus consecuencias, porque se piensa tal vez que con ella se conseguirán otros objetivos de naturaleza no puramente económica y valorados como más importantes que la previsible reducción del producto. Pero es bastante dudoso que tal sea realmente el caso, ya que todas las intervenciones políticas sobre la producción se presentan íntegramente, o al menos en parte, con argumentos que tratan de demostrar que no frenan la productividad sino que más bien la incrementan. Incluso las medidas legislativas destinadas a limitar el trabajo femenino o juvenil se promulgaron porque se pensaba que sólo habría perjudicado a los empresarios y a los capitalistas, beneficiando en cambio a las categorías protegidas, las cuales de esta forma tendrían que trabajar menos.

Cuando se critican los escritos de los «socialistas de cátedra», se afirma justamente que, en última instancia, es imposible ofrecer un concepto objetivo de productividad, y que todos los juicios sobre los fines de la acción humana son subjetivos. Sin embargo, cuando hablamos de reducción de la productividad del trabajo como efecto de las intervenciones políticas sobre la producción, no estamos en un terreno en el que la diversidad del juicio de valor impida afirmar algo sobre los fines y los medios de la acción. Si la creación de áreas económicas lo más autárquicas posible frena la división internacional del trabajo y anula las ventajas de la producción especializada en gran escala y de la asignación óptima del trabajo en el territorio, se obtiene un resultado sobre cuya indeseabilidad no debería haber diferencias de opinión entre la inmensa mayoría de los habitantes del planeta. Algunos, repito, pueden pensar que las ventajas de la autarquía superan sus inevitables desventajas; pero el hecho mismo de que habitualmente, al sopesar los pro y los contra de tales medidas, se tenga el valor de afirmar que las mismas no reducen la cantidad y calidad de los bienes producidos, o bien se prefiera al menos abstenerse de formular un juicio claro y explícito, demuestra que se es plenamente consciente de las escasas perspectivas que tendría la propaganda a favor de tales medidas en caso de que se dijera toda la verdad sobre sus efectos.

Todas las intervenciones políticas sobre la producción están destinadas a frenar directamente, de un modo u otro, la producción misma, ya por el simple hecho de que se descarten previamente algunas de las posibles aplicaciones de los bienes de orden superior (tierra, capital y trabajo). La autoridad política, por su propia naturaleza, no tiene poder para crear algo de la nada. Sólo los ingenuos inflacionistas pueden creer que el Estado es capaz de hacer más rica a la humanidad con su voluntarioso fiat-money. El gobierno no puede crear nada; sus órdenes no pueden excluir nada del mundo del ser, pero pueden borrarlo del mundo de lo permitido. No pueden hacer más ricos a los hombres, pero sí pueden hacerlos más pobres.

Todo esto aparece con tal claridad en la mayor parte de las intervenciones políticas sobre la producción, que sus responsables raramente tienen la desfachatez de gloriarse de ello. Enteras generaciones de escritores se han esforzado en vano en demostrar que el resultado de estas intervenciones puede ser distinto del que, en igualdad de condiciones, consiste inevitablemente en la reducción de la cantidad y la calidad de lo que se produce. No merece la pena criticar aquí los argumentos puramente económicos a favor del proteccionismo, ya que en el fondo se reducen a la mera afirmación de que los sacrificios que impone quedan compensados por otras ventajas de naturaleza no estrictamente económica, y que, por ejemplo, desde un punto de vista nacional o militar, podría auspiciarse una política de aislamiento más o menos neto del resto del mundo.

Realmente, es tan difícil ignorar que el único resultado permanente del intervencionismo político en la producción es la reducción de la productividad del trabajo, y por lo tanto también del dividendo social, que hoy nadie se atreve ya a defenderlo como específico sistema de política económica. Tan es así, que la mayor parte de sus defensores lo recomiendan sólo como un complemento de las intervenciones políticas sobre los precios, pues saben que es aquí, en la política de precios, más que en la intervención sobre la producción, donde puede apoyarse el sistema intervencionista.


4. Las intervenciones políticas sobre los precios

La política de precios se concreta en la imposición de unos precios de los bienes y servicios distintos de los que espontáneamente se formarían en el mercado.

Cuando los precios se forman espontáneamente en el mercado libre no obstaculizado por las intervenciones de la autoridad, los costes de producción son cubiertos por los ingresos. Si el gobierno impone un precio más bajo, los ingresos son inferiores a los costes. Por consiguiente, los comerciantes y los productores, a menos que se trate de mercancías perecederas que se desvalorizan rápidamente, se abstendrán de vender las mercancías en cuestión, en espera de tiempos mejores, cuando se hayan derogado las disposiciones intervencionistas. Si el gobierno no quiere que sus medidas provoquen la desaparición de la circulación de esas mercancías, no puede limitarse a fijar su precio, sino que al mismo tiempo tendrá que ordenar que todas las provisiones existentes se ofrezcan a la venta al precio prescrito.

Pero tampoco esto es suficiente. Al precio de mercado ideal, habría equilibrio entre demanda y oferta. Ahora, en cambio, que las disposiciones del gobierno han fijado autoritariamente un precio más bajo, la demanda sube, al tiempo que la oferta sigue siendo la misma. Las provisiones no son ya suficientes para satisfacer a todos aquellos que están dispuestos a pagar el precio fijado. Una parte de la demanda queda insatisfecha. El mecanismo del mercado, que en condiciones normales establece el equilibrio entre oferta y demanda, al ser modificado el nivel de los precios, deja de funcionar. Entonces los compradores que estarían dispuestos a pagar el precio fijado por el gobierno tienen que abandonar el mercado con las manos vacías. Aquellos que ocupan una posición estratégica en el mercado o que saben aprovecharse de sus conexiones personales con los vendedores acapararán todas las provisiones, mientras que el resto se quedan con las ganas. Para evitar estas consecuencias no intencionadas de su intervención, el gobierno tiene que añadir al precio impuesto y a la venta forzosa una nueva medida: el racionamiento, fijando la cantidad de mercancía que, al precio impuesto, cada uno podrá adquirir.

Si cuando el gobierno interviene se han agotado ya las provisiones, el problema no hace más que agravarse, ya que al precio impuesto por la autoridad la producción deja de ser rentable y por lo mismo se reduce o se abandona. Si la autoridad quiere que la producción prosiga, tendrá que obligar a los empresarios a producir, y entonces deberá fijar no sólo los precios de las materias primas y de las mercancías semielaboradas, sino también los salarios. Por otra parte, estas disposiciones no pueden ceñirse a uno o a pocos sectores de producción, que se desea regular por la importancia estratégica que se atribuye a sus productos, sino que deberá extenderse a todos los sectores productivos, es decir deberán regularse los precios de todos los bienes y de todo tipo de salario, y en definitiva el comportamiento de todos —empresarios, capitalistas, terratenientes y trabajadores—, puesto que en caso de que algunos sectores de la producción quedaran fuera de esta reglamentación, a ellos afluirían inmediatamente el capital y el trabajo, de tal modo que quedaría frustrado el objetivo que el gobierno pretendía alcanzar con su primera intervención. El gobierno quiere que una mayor cantidad de capital y trabajo se dirija al sector que ha creído oportuno regular por la especial importancia que atribuye a sus productos. Que precisamente ese sector quede desabastecido por efecto de la intervención, es algo que va totalmente en contra de las intenciones del gobierno.

Nuestro análisis nos indica con toda claridad que la intervención autoritaria en los precios en un sistema de propiedad privada de los medios de producción falla fatalmente el objetivo que con ella el gobierno pretendía alcanzar. Esa intervención no sólo no ha alcanzado el fin de quien la puso en práctica, sino que incluso ha sido contraproducente respecto a ese objetivo, ya que el «mal» que con ella se quería combatir sigue en pie e incluso se ha agravado. Antes de que el precio se impusiera por decreto, la mercancía —en opinión del gobierno— era demasiado cara; ahora incluso ha desaparecido del mercado. Este resultado no estaba en las intenciones de la autoridad, que deseaba más bien hacerla más accesible a los consumidores mediante la reducción del precio. Su intención era la contraria: desde su punto de vista, el principal mal es la penuria de esa mercancía, la imposibilidad de conseguirla. En este sentido, puede decirse que la intervención del gobierno ha sido ilógica y contraria al objetivo prefijado y, más en general, que cualquier programa de política económica que pretende servirse de tales intervenciones es impensable e irrealizable.

Si el gobierno no tiene la intención de enderezar las cosas, absteniéndose de intervenir y revocando el precio impuesto, no tiene más remedio que hacer seguir al primer paso todos los otros. Al decreto que prohíbe aplicar precios superiores a los fijados autoritariamente tiene que añadir no sólo un decreto que obligue a poner a la venta las provisiones existentes, y luego otro aún sobre el racionamiento, sino también un nuevo decreto que fije los precios de los bienes de orden superior y los salarios y, para completar la labor, un decreto que imponga la obligación de trabajar a los empresarios y a los trabajadores. Por lo demás, estas prescripciones no pueden circunscribirse a uno o unos pocos sectores de producción, sino que tienen que extenderse a todo el campo económico. No hay otra opción: o se renuncia a intervenir en el libre juego del mercado, o se transfiere toda la dirección de la producción y la distribución a la autoridad gubernativa. O capitalismo o socialismo. No hay tercera vía.

Tomemos otro ejemplo: el salario mínimo garantizado o tarifa salarial. Aquí es indiferente que sea el gobierno quien directamente impone la tarifa salarial, o que permita que los sindicatos, con la amenaza o el recurso efectivo a la coacción física, impidan que el empresario contrate trabajadores dispuestos a trabajar por un salario inferior. El aumento de los salarios lleva consigo un aumento de los costes de producción y, por lo tanto, también los precios aumentan. Si consideráramos como consumidores únicamente a los perceptores de salarios, cualquier aumento del salario real resultaría imposible. Lo que los trabajadores obtendrían como perceptores de salario lo perderían inevitablemente en su calidad de consumidores. Pero en realidad no sólo existen consumidores que sean a la vez perceptores de salario; existen también consumidores que son perceptores de rentas de propiedad o actividad empresarial cuyos ingresos no aumentan la subida de los salarios, y esto significa que, al no poder hacer frente al aumento de los precios, se ven en la necesidad de restringir sus consumos. Por otra parte, la reducción de las ventas se traduce en despidos de trabajadores. Sin la coacción ejercida por los sindicatos, la presión que los parados ejercen sobre el mercado de trabajo haría descender necesariamente los salarios mantenidos artificialmente altos, hasta alcanzar la tasa natural de mercado. Pero, dado que esa coacción existe, esta salida debe descartarse. De ahí que el paro —que en el ordenamiento social capitalista es un fenómeno friccional que aparece y desaparece— se convierta, por efecto del intervencionismo, en una institución permanente.

Es esta una situación que el gobierno, desde luego, no desea, y por ello se ve obligado a intervenir de nuevo. Entonces obliga a los empresarios a readmitir a los trabajadores despedidos y a pagarles el tipo salarial fijado, o bien a pagar impuestos para financiar los subsidios de paro. Son cargas añadidas cuyo efecto es consumir o reducir fuertemente los ingresos de propietarios y empresarios, por lo que es posible que tengan que hacerles frente acudiendo, no ya de la renta, sino al capital. Aun suponiendo que la financiación de esas cargas se limite a absorber sólo las rentas, dejando intacto el capital, lo cierto es que a la larga la destrucción de este será inevitable. Los capitalistas y los empresarios tendrán que seguir viviendo y consumiendo aunque no obtengan rentas, y entonces tendrán que acudir a su patrimonio. Y este es precisamente —en el sentido a que antes se aludía— el aspecto irracional y contraproducente, respecto a sus propios objetivos, de la política encaminada a privar de sus rentas a los empresarios, capitalistas y terratenientes, aunque se les permita seguir disponiendo de los medios de producción. Pues es evidente que, si se destruye capital, resulta inevitable una nueva reducción de los salarios. Si no se acepta que sea el mercado el que fije el salario, es preciso abolir todo el sistema de propiedad privada. Con tarifas salariales impuestas coactivamente, el nivel de salarios sólo podrá elevarse de forma transitoria y al precio de futuras reducciones salariales.

El problema de las tarifas salariales ha adquirido en nuestro tiempo una tal importancia que resulta imposible discutirlo sin recurrir a un segundo modelo abstracto que tenga en cuenta las relaciones de intercambio de bienes en el mercado internacional. Imaginemos dos países —que llamaremos Atlantis y Thule— que mantienen un normal intercambio de bienes. Atlantis proporciona productos industriales y Thule productos agrícolas. De repente Thule —imbuido de las doctrinas de List— decide que es necesario implantar una industria propia recurriendo al proteccionismo. El resultado final de la industrialización forzada de Thule (conseguida artificialmente, gracias a los aranceles protectores) sólo puede ser la reducción de las importaciones de productos industriales procedentes de Atlantis, y paralelamente la reducción de las exportaciones de productos agrícolas hacia este país. Ambos países satisfacen sus propias necesidades prevalentemente mediante la producción interna, cuyo producto, al ser peores las condiciones de producción, lógicamente ha disminuido.

A este resultado final se ha llegado por el siguiente camino. A los aranceles impuestos por Thule sobre los productos de Atlantis, este país responde reduciendo sus propios salarios industriales. Pero esta reducción salarial no basta para compensar la incidencia de los aranceles. Pues en el momento en que los salarios empiezan a bajar resulta rentable ampliar la producción agrícola. Por otra parte, la reducción de las exportaciones agrícolas de Thule hacia Atlantis provoca la caída de los salarios en el sector agrícola de Thule y permite que este país haga la competencia a Atlantis gracia al menor coste de la propia fuerza laboral. Es evidente que, además del descenso de la renta de los capitales invertidos en la industria en Atlantis y de la renta de la tierra en Thule, en ambos países tienen que descender también los salarios. Al descenso de la producción corresponde un descenso en las rentas.

Pero ocurre que Atlantis es un «Estado social» y que, por lo tanto, los sindicatos impiden esta reducción de los salarios. Por eso los costes de producción en la industria de Atlantis siguen tan altos como antes de la aplicación de los aranceles por parte de Thule. Y como ahora se han reducido las exportaciones industriales hacia Thule, la industria de Atlantis debe proceder al despido de trabajadores. El retomo de los parados a la agricultura es frenado por la concesión de subsidios de paro, de tal suerte que el paro se convierte en una institución permanente.

Las exportaciones de carbón inglés han disminuido. Los mineros sobrantes que no pueden emigrar, porque nadie los requiere en el exterior, tienen que ser trasladados a los sectores de producción nacional en expansión, para compensar el descenso de las importaciones derivado del descenso de las exportaciones. A este resultado se llega a través de la bajada de los salarios en la industria minera. La influencia de los sindicatos sobre la formación de los salarios y los subsidios de desempleo contribuye a obstaculizar acaso durante años este ineluctable proceso, pero no de una manera definitiva. Al final, la involución de la división internacional del trabajo no puede menos de saldarse con una reducción del tenor de vida de las masas, que se agravará en la medida en que, mientras tanto, el intervencionismo «social» habrá causado una destrucción de capital.

La industria austriaca está hoy penalizada por el continuo aumento de los aranceles que otros países aplican a los productos austriacos y también por las nuevas trabas que se ponen a las importaciones (por ejemplo, a través de la política de cambios). La primera dificultad sólo puede superarse —a menos que haya una reducción de impuestos— mediante el descenso de los salarios. Todos los demás factores de producción son inelásticos. Las materias primas y los productos semielaborados hay que adquirirlos en el mercado internacional; el beneficio empresarial y el interés del capital —si se tiene en cuenta que la inversión de capital extranjero en Austria supera con creces la inversión de capital austriaco en el exterior— responden necesariamente a las condiciones del mercado mundial. Sólo el salario está estrictamente condicionado por la situación nacional, ya que una emigración masiva resulta imposible debido a la política «social» de los países extranjeros. Así que el recorte sólo es posible en los salarios. La política que mantiene artificialmente altos los salarios y que garantiza el subsidio de desempleo no puede menos de producir paro.

Es absurdo pretender aumentar los salarios en Europa por el hecho de que los salarios sean más altos en Estados Unidos. Si desaparecieran las barreras a la inmigración en Estados Unidos, Australia, etc., los trabajadores europeos podrían emigrar, iniciando así un proceso de reequilibramiento del nivel internacional de los salarios.

Paro permanente de millares y millones de trabajadores, por una parte, y destrucción de capital por otra, tales son las consecuencias del intervencionismo, es decir de la política que, por un lado, a través de la acción de los sindicatos, mantiene artificialmente alto el nivel salarial y, por otro, garantiza el subsidio de desempleo.


5. Efectos destructivos de la política intervencionista

La historia de los últimos decenios es incomprensible si no se tienen en cuenta los efectos de la injerencia sistemática del gobierno en la marcha de los procesos económicos de un sistema social basado en la propiedad privada de los medios de producción. Desde que se abandonó el liberalismo, el intervencionismo ha sido el principio inspirador de la política de todos los Estados europeos y americanos.

Cuando el hombre de la calle, que no es experto en economía, valora los acontecimientos, lo único que nota es que los «interesados» encuentran siempre el modo de burlar la ley, y acaba atribuyendo el mal funcionamiento del sistema exclusivamente al hecho de que la ley no es capaz de ir hasta el fin y a la corrupción que impide su aplicación. Los propios fracasos de la política intervencionista refuerzan en él la convicción de que es la propiedad privada la que tiene que ser controlada por leyes más restrictivas. El hecho de que sean precisamente los órganos del Estado encargados del control los que protagonizan la corrupción, en lugar de afectar a su confianza en la infalibilidad y pureza inmaculada del Estado, no hace sino llenarle de disgusto moral respecto a los empresarios y los capitalistas.

Ahora bien, la violación de la ley no es, como quieren hacernos creer los estatistas, un simple inconveniente que hunda sus raíces en la ineliminable debilidad de la naturaleza humana o un abuso que bastaría atajar para crear el paraíso en la tierra. Si realmente se observaran las leyes intervencionistas, llevarían en muy poco tiempo a resultados absurdos. Todo el mecanismo quedaría paralizado bajo el fuerte brazo del Estado.

A los ojos del hombre de la calle es como si agricultores y fabricantes de leche se hubieran conjurado para subir su precio. Y entonces interviene el Estado benefactor, en su papel de defensor del interés general contra los intereses particulares, del punto de vista de la economía general contra la economía privada, para poner remedio a la situación creada: desbarata el cártel de la leche, fija un precio máximo y persigue penalmente a los transgresores de sus prescripciones. La razón de que el precio de la leche no sea bajo, como desearía el consumidor, debe buscarse —piensa nuestro ciudadano— en las leyes, que no son suficientemente duras, y en la incapacidad de aplicarlas con suficiente rigor. No es fácil luchar contra el afán de lucro de los grupos que persiguen su interés particular a costa de los intereses de la colectividad. Lo que hace falta es endurecer las leyes y hacer su aplicación más estricta y despiadada, sin contemplaciones ni miramientos.

Lo cierto es que las cosas suceden de un modo muy diferente. Si la regulación de los precios se aplicara realmente, se bloquearían tanto la producción de leche como su distribución a las ciudades. Habría, no más, sino menos leche en circulación, e incluso vendría a faltar completamente. Si, a pesar de todo, los consumidores pueden seguir teniendo leche, es porque las prescripciones no se cumplen. Si se quiere mantener la impropia y absurda contraposición entre interés público e interés privado, habría que decir que quienes comercializan la leche, burlando la ley, son quienes verdaderamente fomentan el interés público, mientras que el burócrata, que quiere imponer precios oficiales, lo perjudica.

Es evidente que al comerciante que se salta las leyes y las ordenanzas para seguir produciendo a pesar de los obstáculos que le pone la autoridad no le motivan esas consideraciones por el interés público con las que siempre se llenan la boca los partidarios del intervencionismo, sino tan sólo el deseo de obtener beneficios, o por lo menos de evitar las pérdidas que sufriría si observara escrupulosamente las normas establecidas. La opinión pública, que se escandaliza por la bajeza de tales motivaciones y por lo indigno de este comportamiento, no comprende que, sin ese rechazo sistemático de las prescripciones y prohibiciones del gobierno, la política intervencionista no tardaría en causar una catástrofe. La opinión pública espera que la salvación definitiva venga de la rigurosa observancia de las disposiciones estatales «en defensa de los más débiles», y a lo sumo reprocha al Estado que no sea lo suficientemente enérgico para hacer todo lo que es necesario, y no encargar del cumplimiento de sus normas a sujetos más capaces e incorruptibles. Pero con ello los problemas de fondo del intervencionismo siguen intactos. Quien se aventura a mantener un tímido interrogante sobre si son legítimas las drásticas limitaciones al poder de disposición de propietarios y empresarios, queda marcado como individuo comprado, al servicio de intereses privados que perjudican a la colectividad, o, en el mejor de los casos, se le castiga desdeñosamente con la conjura del silencio. Y quien no quiere perder la reputación y la carrera debe cuidarse muy mucho de poner en cuestión el cómo del intervencionismo, o sea las modalidades concretas de su puesta en práctica. Pero ser sospechosos de estar vendidos al «capital» es lo menos que puede suceder —y absolutamente inevitable— a quien en la discusión se sirve de argumentos rigurosamente económicos.

Si la opinión pública siente por doquier un tufo de corrupción en el Estado intervencionista, no le faltan razones. La venalidad de los políticos, de los parlamentarios y de los funcionarios públicos es la única base en que se apoya el sistema; sin ella, este se derrumbaría sin remedio para ser sustituido por el socialismo o por el capitalismo. Para el liberalismo, las leyes mejores han sido siempre las que ofrecen un margen muy estrecho a la discrecionalidad de los órganos encargados de aplicarlas, para así poder evitar lo más posible las arbitrariedades y los abusos. El Estado moderno, en cambio, trata de potenciar el poder discrecional de sus órganos burocráticos. Todo se deja a la libre discreción de los funcionarios públicos.

No es este el lugar para discutir el problema de las repercusiones de la corrupción sobre la moralidad pública.

Es claro que ni los corruptores ni los corrompidos imaginan que su comportamiento contribuye a mantener en pie el sistema que la opinión pública y ellos mismos consideran justo. Ellos violan las leyes y son plenamente conscientes de que perjudican al bien colectivo. Y como poco a poco se van acostumbrando a quebrantar las leyes penales y las normas morales, acaban perdiendo enteramente la facultad de distinguir entre lo justo y lo injusto, entre el bien y el mal. Si no se puede producir o vender una mercancía sin infringir este o aquel reglamento, se acaba pensando que en el fondo pecar contra la ley y la moral forma «por desgracia parte de la vida» y burlándose de esos «teóricos» que quisieran que las cosas fueran distintas. El comerciante que ha empezado por infringir normas relativas al control de precios, prohibiciones sobre la importación o la exportación, precios oficiales, etc., acaba antes o después engañando a su colega comercial. La caída de la moral económica, denunciada como «efecto de la inflación», es en realidad el fenómeno inevitable que ha acompañado a las rígidas normas emanadas en el periodo de la inflación con el fin de «regular» todo el sistema económico.

Se afirma a veces que el sistema intervencionista se ha convertido en el fondo en algo tolerable gracias al laxismo con que es aplicado. Incluso la fijación autoritaria de los precios dejaría de sentirse como una molestia excesiva si el empresario puede «arreglárselas» con alguna propina o recomendación. Nadie, desde luego, niega que todo iría mucho mejor si no se dieran estas interferencias, salvo que se añada que algo habrá que hacer para dar satisfacción a la opinión pública. En una palabra, el intervencionismo sería un tributo que hay que pagar a la democracia para poder mantener el sistema capitalista.

Semejante argumentación sería comprensible en boca de un empresario o un capitalista imbuido en las ideas del socialismo marxista que pensara que la propiedad privada de los medios de producción es una institución que favorece a los propietarios, los capitalistas y los empresarios y perjudica los intereses de la colectividad, y que por lo tanto mantenerla es interés exclusivo de las clases ricas. Por lo tanto, si estas clases, haciendo algunas concesiones que no implican demasiados sacrificios, consiguen salvar la única institución que les favorece, aunque perjudique a la colectividad y las demás clases, sería una locura empeñarse en no hacer esas concesiones y comprometer con ello la supervivencia del ordenamiento social que sólo les proporciona ventajas.

Pero esta argumentación jamás podrá convencer a quienes no comparten semejante defensa de los intereses «burgueses». No hay razón para reducir la productividad del trabajo social con una serie de medidas equivocadas. Si se piensa que la propiedad privada de los medios de producción es una institución que sólo favorece a una parte de la colectividad y perjudica a otra, lo mejor sería acabar con ella. Pero si se reconoce que es útil a todos y que la sociedad humana basada en la división del trabajo no podría organizarse de otro modo, entonces es preciso mantenerla para que pueda desempeñar su función del mejor modo posible. Y no quiero referirme a la inevitable desorientación moral que se produciría si la ley y el código ético rechazaran —o incluso arrojaran dudas sobre— una institución que debe conservarse porque constituye el fundamento de la vida social. Por lo demás, ¿por qué habría de prohibirse algo si se sabe de antemano que en la mayor parte de los casos no se cumplirá?

Quien defiende el intervencionismo con estos argumentos se expone a sufrir una amarga decepción respecto a las dimensiones de la caída de la productividad por causa de las intervenciones estatales. Es cierto que la capacidad de adaptación de la economía capitalista ha permitido siempre al empresario superar los innumerables obstáculos que ha encontrado en su camino. Vemos a diario a empresarios que consiguen aumentar la cantidad y la calidad de los bienes y servicios que ofrecen al mercado sorteando todas las trabas jurídico-administrativas que obstaculizan su actividad. Pero esto no quita para que pudiéramos beneficiarnos de una enorme cantidad de bienes y servicios, sin necesidad de aumentar la cantidad de trabajo, si no lo impidiera la asfixiante presencia del Estado, destinada en todo caso —por supuesto de manera no intencionada— a empeorar las condiciones de la producción y de la distribución. Pensemos en las consecuencias de todas las intervenciones en materia de política comercial, sobre cuyos efectos reductores de la productividad no cabe la menor duda. Pensemos en la forma en que la lucha contra los cárteles y los trusts ha impedido la progresiva racionalización de la gestión empresarial. Piénsese en los efectos de las medidas de control de precios. Piénsese, finalmente, en el modo en que la política artificial de altos salarios —conseguidos a través de las distintas formas de sindicalismo obligatorio y en la negativa a salvaguardar la libertad de trabajo de quienes no quieren secundar las huelgas, a través de los subsidios de paro y el bloqueo de la libre circulación de mano de obra entre países— ha contribuido a transformar el paro de millones de trabajadores en un fenómeno permanente.

Estatistas y socialistas interpretan la gran crisis que padece la economía mundial desde el final de la guerra como crisis del capitalismo. Lo cierto es que esa crisis ha sido provocada por el intervencionismo.

En condiciones estáticas puede haber una economía con tierra no cultivada, pero no una economía con capital no utilizado y fuerza de trabajo en paro. A la tasa de salario que se forma en el mercado libre todos los trabajadores encuentran trabajo. Ceteris paribus, el posible despido de mano de obra en ciertos sectores, por ejemplo como consecuencia de la introducción de nuevas tecnologías que ahorran trabajo, tiene inevitables efectos depresivos inmediatos sobre el nivel de los salarios; pero a la nueva tasa de salarios más bajos todos los trabajadores encuentran ocupación. En el ordenamiento social capitalista el paro es siempre un fenómeno transitorio y friccional. Varias circunstancias que impiden la movilidad del trabajo pueden obstaculizar, tanto localmente como a nivel internacional, la igualación salarial para trabajos de la misma calidad, y, a la inversa, la diversificación de los salarios por trabajos de distinta calidad; pero jamás pueden conducir —si realmente hay libertad de iniciativa de empresarios y capitalistas— a ampliar la dimensión o a prolongar la duración del paro. Si la demanda de salario se ajusta a las condiciones del mercado, quien busca trabajo lo encuentra siempre.

Si no se hubiera impedido la libre formación del salario en el mercado, el resultado de la guerra mundial y de la nefasta política de los últimos decenios habría sido tal vez una lenta caída de los salarios pero no el paro. El paro masivo y permanente, que hoy se aduce como prueba del fracaso del capitalismo, no es en realidad sino la consecuencia de la política sindical que, a través del subsidio de paro, mantiene el salario por encima del nivel que el mercado no intervenido fijaría. Sin el subsidio de paro y sin el poder que tienen los sindicatos para impedir a las empresas contener sus reivindicaciones salariales contratando trabajadores no sindicados que desean trabajar, la presión de la oferta reconduciría el salario al nivel en que toda la mano de obra encontraría trabajo. Pero sobre las consecuencias de la política antiliberal y anticapitalista que se ha venido prolongando durante decenios podemos seguir recriminándolas, pero sin que nada podamos hacer para impedirlas. Sólo restringiendo el consumo y trabajando se pueden reconstruir los capitales perdidos, y sólo formando nuevo capital se puede aumentar la productividad marginal del trabajo y por tanto la tasa salarial.

Lo que no puede hacerse es combatir este desastre manteniendo el subsidio de paro. De este modo no se hace otra cosa que aplazar indefinidamente la inevitable adaptación final del salario a la reducida productividad marginal del trabajo. Y como los subsidios normalmente se detraen del capital y no de la renta, se sigue destruyendo capital y restringiendo la futura productividad marginal del trabajo.

Con todo, no hay que pensar que un inmediato allanamiento de las barreras que obstaculizan el funcionamiento del orden económico capitalista pueda eliminar de golpe los efectos de una política intervencionista practicada durante tanto tiempo. Gracias a la política intervencionista y otras medidas típicamente mercantilistas se han destruido ingentes cantidades de bienes de producción, y cantidades aún mayores han sido inmovilizadas en inversiones improductivas o escasamente rentables. La exclusión de grandes y fértiles áreas del planeta (como Rusia y Siberia) de los intercambios internacionales obliga ahora a echar mano de improductivas reconversiones en todos los sectores de la producción primaria y de la transformación. Aun contando con las mejores condiciones, se necesitarán años y años para poder borrar las huellas de la desastrosa política económica de los últimos decenios. En todo caso, si se quiere aumentar el bienestar general, no hay otro camino.


6. La doctrina del intervencionismo

El pensamiento precientífico se ha representado siempre la sociedad basada en la propiedad privada de los medios de producción como un auténtico caos, y que por lo tanto necesita un orden impuesto desde fuera a través de las normas de la moral y del derecho. Siempre se ha pensado que la sociedad sólo puede existir y durar si compradores y vendedores se atienen a criterios de justicia y de equidad. El gobierno debe intervenir para impedir toda posible desviación arbitraria en relación con el «precio justo». Esta concepción viene dominando todas las doctrinas sociales desde el siglo XVIII y tiene su máxima expresión, en toda su ingenuidad, en los escritos de los mercantilistas.

El siglo XVIII realiza un descubrimiento —por lo demás ya anunciado en algunos escritos muy anteriores sobre temas de moneda y precios— que de pronto pone en marcha una ciencia económica que viene a sustituir a las colecciones de preceptos morales y a los compendios de reglamentos de la administración pública y de observaciones aforísticas sobre su eficacia o ineficacia. Se descubre que los precios no están determinados arbitrariamente, sino que los fija la situación del mercado dentro de márgenes tan precisos que se puede hablar prácticamente de una determinación unívoca. Se descubre también que los empresarios y los propietarios de los medios de producción, a través de la ley del mercado, están al servicio de los consumidores y que su actividad no es arbitraria, sino que depende enteramente de que sepa adaptarse a determinadas condiciones. Todo esto constituye la base de la ciencia de la economía política y del sistema de la cataláctica. Allí donde los economistas anteriores no habían visto sino arbitrariedad y casualidad, se perciben ahora relaciones de necesidad y regularidad. La ciencia y el sistema podían finalmente sustituir a los comentarios a los reglamentos de la administración pública.

En la economía clásica, sin embargo, falta aún la clara convicción de que sólo la propiedad privada de los medios de producción puede proporcionar los fundamentos para construir una sociedad basada en la división del trabajo y que la propiedad colectiva de esos medios es simplemente irrealizable. La influencia del mercantilismo llevó a la economía clásica a contraponer productividad y rentabilidad, y a emprender aquel camino que la llevaría a formularse la pregunta de si una sociedad socialista no sería preferible a una sociedad capitalista. En todo caso, reconoció con total claridad que —dejando a un lado la solución conocida como sindicalismo, en la que obviamente no pensaba— existe sólo la alternativa capitalismo o socialismo y que, en el juego del sistema económico basado en la propiedad privada de los medios de producción, están destinadas a fracasar todas aquellas intervenciones que el pueblo reclama y que los gobernantes están encantados de poner en práctica.

Los autores antiliberales repiten machaconamente que las ideas de la economía clásica sirvieron a los «intereses» de la «burguesía» y que sólo por eso tuvieron éxito y ayudaron a la burguesía a triunfar. Lo cierto es que sólo la libertad creada por el liberalismo ha permitido el increíble desarrollo de las fuerzas productivas que ha tenido lugar en las últimas generaciones. Pero se equivoca quien piensa que la victoria del liberalismo haya sido facilitada por su actitud hacia el «intervencionismo». Contra el liberalismo estaban coaligados los intereses de todos los protegidos, los garantizados, los favorecidos y los privilegiados por la multiforme actividad del gobierno. Si, a pesar de todo, logró afirmarse, fue por su victoria cultural, que significó un jaque mate a los defensores de los privilegios. No era una novedad que todos los perjudicados por los privilegios pidieran su abolición. La novedad consistió en el éxito del ataque al sistema mismo que hacía posibles los privilegios, y eso se debió únicamente a la victoria cultural del liberalismo.

El liberalismo ha triunfado exclusivamente con y a través de la economía política. Ninguna otra ideología político-económica puede ser de algún modo compatible con la ciencia de la cataláctica. En la Inglaterra de los años veinte y treinta del siglo XIX se intentó utilizar la economía política para demostrar las disfunciones y la injusticia del ordenamiento social capitalista. De este intento partió luego Marx para construir su socialismo «científico». Sin embargo, aun en el caso de que estos escritores hubieran conseguido demostrar lo que reprochaban a la economía capitalista, habría debido en todo caso ofrecer la demostración ulterior de que un ordenamiento social distinto —por ejemplo socialista— sería mejor que el capitalismo. Y esto no sólo no lo hicieron, sino que tampoco lograron demostrar que un ordenamiento social basado en la propiedad colectiva de los medios de producción sería capaz de funcionar. Rechazar toda discusión de los problemas de una sociedad socialista, calificándola despectivamente de «utópica» —como hace el marxismo— no resuelve sin más el problema.

Con los medios de la ciencia no se puede decidir si una institución o un orden social son o no «justos». Según las preferencias, se podrá considerar «justo» o «inmoral» esto o aquello; pero si no se es capaz de sustituir lo que se condena por alguna otra cosa, es inútil incluso iniciar la discusión.

Pero no es este el problema que aquí nos interesa. Lo único importante para nosotros es que no se ha podido demostrar que entre —o junto al— ordenamiento social basado en la propiedad privada de los medios de producción y el ordenamiento basado en la propiedad colectiva (dejando al margen la solución sindicalista) sea imaginable y posible una tercera forma de sociedad. Esa tercera vía, basada en la propiedad limitada, controlada y regulada de forma autoritaria, es intrínsecamente contradictoria e irracional. Cualquier intento de realizarla seriamente está destinado a desembocar en una crisis, cuya única vía de salida será el socialismo o el capitalismo.

Es esta una conclusión de la ciencia económica que nadie ha conseguido refutar. A quienes quieren defender esa tercera forma de sociedad basada en la regulación autoritaria de la propiedad privada no les queda sino rechazar en bloque la posibilidad misma de un conocimiento científico de la realidad económica, tal como hizo en el pasado la Escuela histórica en Alemania y como hoy hacen los institucionalistas en Estados Unidos. En el lugar de la economía, formalmente abolida y prohibida, se coloca la ciencia del Estado y de la administración pública, que se limita a registrar las disposiciones de la autoridad y a proponer la adopción de otras nuevas, siguiendo con plena consciencia la línea de los mercantilistas e incluso la doctrina canonista del justo precio, arrojando por la borda, como chatarra inútil, todo el trabajo de la economía política.

La Escuela histórica alemana y sus numerosos seguidores, incluso fuera de Alemania, no han sentido la necesidad de afrontar los problemas de la cataláctica. Les bastaba y sobraba manejar los argumentos empleados por Schmoller y algunos de sus alumnos, por ejemplo Hasbach, en una célebre controversia sobre el método. Sólo tres autores comprendieron plenamente la problemática del principio de la reforma social en el decenio que va desde el conflicto constitucional prusiano y la Constitución de Weimar: Philippovich, Stolzmann y Max Weber. Pero de estos tres sólo Philippovich tenía conocimiento de la naturaleza y del objeto de la economía política teórica; en su sistema, sin embargo, la cataláctica y el intervencionismo se yuxtaponen sin mediación alguna, sin un puente que permita pasar de una al otro, y sin que ni siquiera se intente resolver el problema de fondo. Stolzmann, por su parte, trató de transformar en principios orgánicos las pocas e insuficientes indicaciones de Schmoller y Brentano. Era inevitable que su empresa fracasara; sólo hay que lamentar que el único representante de la Escuela que realmente se acercó al problema no tuviera la más pálida idea de lo que sostenían los representantes de la orientación que él combatía. En cuanto a Max Weber, se quedó a medio camino porque, ocupado como estaba en problemas totalmente diferentes, era fundamentalmente ajeno a la economía política, a la que tal vez se habría acercado más si la muerte no le hubiera sorprendido prematuramente.

Desde hace varios años se viene hablando de un despertar del interés por la economía política en las universidades alemanas. Se piensa, por ejemplo, en autores como Liefmann, Oppenheimer, Gottl y otros que combaten duramente el sistema de la economía política moderna subjetivista, que por lo demás sólo conocen en sus representantes «austriacos». No es este el lugar apropiado para afrontar la cuestión de la legitimidad de tales ataques. Nos interesa más bien hablar de los efectos que acaban teniendo sobre el análisis de la posibilidad del sistema basado en la regulación de la propiedad privada a través de la intervención estatal. Cada uno de estos tres autores liquida como totalmente errónea toda la labor de la economía política teórica del pasado —los fisiócratas, la Escuela clásica, los economistas modernos en particular—, y sobre todo la de los «austriacos», que denuncian como increíble ejemplo de aberración de la mente humana, y a la que contraponen un sistema de economía política que tiene la presunción de ser absolutamente original y de resolver definitivamente todos los problemas. Todo esto, obviamente, produce en el público la impresión de que esta ciencia es el reino de la incertidumbre, en la que todo es problemático, y que la economía política no es otra cosa que la opinión particular de los teóricos. El desconcierto creado por las obras de estos autores en el área de lengua alemana ha hecho olvidar que existe una teoría de la economía política y que su sistema —si exceptuamos algunas divergencias sobre determinados aspectos que a menudo se reducen a diferencias terminológicas— goza de la consideración unánime de todos los amantes de la ciencia, y en el fondo, al menos en las cuestiones básicas, también del consenso de aquellos autores, a pesar de sus críticas y reservas. Obviamente, como este aspecto decisivo ha pasado inadvertido, estos críticos tampoco han captado la necesidad de examinar el intervencionismo en la perspectiva de la teoría económica.

A todo esto se ha sumado el efecto de la controversia sobre los juicios de valor en la ciencia. En manos de la Escuela histórica, la ciencia política como disciplina universitaria se transformó en una especie de técnica para gobernantes y políticos. En las aulas universitarias y en los libros de texto se defendieron, y elevaron al rango de «ciencia», simples reivindicaciones político-económicas. La «ciencia» condena al capitalismo como inmoral e injusto, rechaza la solución propuesta por el socialismo por ser «demasiado radical», y recomienda el socialismo de Estado o bien el sistema de regulación de la propiedad privada mediante intervenciones autoritarias. La economía política no es ya algo que tenga que ver con el saber y el poder, sino simplemente con nuestras buenas intenciones. Finalmente, a partir sobre todo del segundo decenio de nuestro siglo, se ha empezado a advertir este contubernio entre enseñanza universitaria y política. El público empezó a desconfiar de los representantes oficiales de la ciencia, convencido de que su función principal consiste en dar el respaldo de la «ciencia» a los programas de los partidos políticos amigos. Ya no era posible tolerar el escándalo de que cada partido político se creyera legitimado para apelar al juicio de la «ciencia» considerado más favorable, que en realidad no era otra cosa que el juicio de los catedráticos encuadrados en el propio partido. Había que reaccionar. Y por eso, cuando Max Weber y algunos de sus amigos invocaron la necesidad de que la «ciencia» se abstuviera de formular juicios de valor y de que las cátedras dejaran de ser instrumentalizadas abusivamente para hacer propaganda de determinados idearios político-económicos, el consenso fue casi unánime.

Entre los que manifestaron su acuerdo con Max Weber, o que por lo menos no osaron oponérsele, se hallaban algunos intelectuales cuyo pasado era la negación misma del principio de objetividad y cuyos escritos no eran sino una paráfrasis de determinados programas de política económica. Su interpretación de esta «libertad respecto a los juicios de valor» fue muy particular. Ludwig Pohle y Adolf Weber se encararon con el problema fundamental del intervencionismo indagando los efectos de la actividad sindical sobre la política salarial. Los seguidores de la política sindicalista, capitaneados por Lujo Brentano y por Sidney y Betrice Webb, no fueron capaces de oponer ningún serio argumento a sus conclusiones. Pero el nuevo postulado de la «ciencia libre de valores» parecía liberarles de las dificultades en que se encontraban. Pudieron pasar alegremente por encima de todo aquello que no encajaba en sus esquemas, con el pretexto de que era incompatible con la dignidad de la ciencia mezclarse en las diatribas partidistas. Y así, el principio de la Wertfreiheit, que en perfecta buena fe había defendido Max Weber para relanzar la elaboración científica de los problemas de la vida social, se utilizó para poner la Sozialpolitik de la escuela histórico-realista a cubierto de la crítica de la economía política teórica.

Lo que se ignora de forma sistemática —tal vez no sin intención— es la distinción entre el análisis teórico de los problemas de la economía política y la formulación de los postulados de política económica. Cuando, por ejemplo al analizar los efectos de los precios administrados, decimos que, en igualdad de circunstancias, la fijación de un precio máximo, por debajo del precio que se formaría espontáneamente en el mercado libre, provoca una reducción de la oferta, y de ello deducimos que el control de los precios yerra el objetivo que la autoridad se proponía alcanzar por este medio, y que por lo tanto ese control es ilógico porque genera una política de encarecimiento, esto no significa formular un juicio de valor. Tampoco el fisiólogo formula un juicio de valor cuando afirma que suministrar cianuro es letal para la vida humana y que por tanto un «sistema alimentario» a base de cianuro sería ilógico. La fisiología no responde a preguntas referentes a la voluntad o a la finalidad de alimentar o matar; se limita a establecer qué cosas tienen efectos nutritivos y cuáles, en cambio, tienen efectos letales, y por tanto qué es lo que deben hacer, respectivamente, dietólogos y asesinos, de acuerdo con su lógica particular. Si afirmo que el control de precios es ilógico, quiero decir simplemente que no consigue el objetivo que normalmente se pretende alcanzar con ese medio. A un bolchevique que afirmara que quiere aplicar el control de precios porque su único objetivo es impedir que funcionen los mecanismos del mercado y transformar así la sociedad humana en un caos «carente de toda lógica», para así realizar más rápidamente su ideal comunista, nada se le podría objetar desde el punto de vista de la teoría del control de precios, como nada podría objetarse desde el punto de vista de la fisiología a quien quisiera suicidarse con cianuro. Cuando, análogamente, se denuncia la irracionalidad del sindicalismo y la inviabilidad del socialismo, esto no tiene absolutamente nada que ver con los juicios de valor.

Calificar de inadmisibles todos estos análisis significa privar de fundamento a la economía política. Vemos cómo jóvenes muy capaces, que en otras circunstancias se habrían ocupado provechosamente de los problemas económicos, pierden el tiempo en trabajos que no merecen su talento, y son así de poca utilidad para la ciencia, precisamente porque, víctimas de los errores que acabamos de denunciar, dejan de dedicarse a tareas de mayor fuste científico.


7. El argumento histórico y el argumento práctico a favor del intervencionismo

Puestos entre la espada y la pared por la crítica de la economía política, los representantes de la Escuela histórico-realista acaban apelando a los «hechos». Es innegable —dicen— que todas las intervenciones que la teoría califica de ilógicas han sido siempre y siguen siendo realizadas, y es impensable que nadie se haya percatado jamás de sus supuestos efectos prácticos contraproducentes. El hecho de que las normas intervencionistas hayan tenido una vigencia secular, y que el mundo, tras la desaparición del liberalismo, esté de nuevo gobernado por el intervencionismo, serían circunstancias que demuestran suficientemente la viabilidad del sistema y su plena eficacia, y no su irracionalidad. La enorme literatura que la Escuela histórico-realista ha producido sobre la historia de la política económica vendría a confirmar plenamente los postulados del intervencionismo.

A pesar de ello, el que determinadas medidas se hayan adoptado continuamente no demuestra que las mismas no sean irracionales. Lo único que demuestra —de manera irrefutable— es que quienes las han adoptado no se han percatado de su irracionalidad. Quiero decir que —al revés de lo que opinan los «empíricos»— no es fácil comprender el significado de una medida de política económica. Sin una visión coherente de todo el proceso económico, sin una teoría sistemática, es imposible comprenderlo. Los autores de obras de historia económica de ordinario tienden a simplificar alegremente el problema, limitándose a la mera descripción de los hechos económicos. Carentes del indispensable conocimiento de la teoría económica, tienen la osadía de afrontar tareas para las que no están en modo alguno preparados. Lo que ya había pasado inadvertido a los autores del material que utilizan, acaba igualmente pasando inadvertido a su atención. Cuando comentan una medida de política económica, raramente están dispuestos a verificar con el debido esmero si —y de qué forma— esa medida se ha llevado a la práctica, si sus efectos intencionados se consiguieron efectivamente y, en caso positivo, si esos efectos haya que atribuirlos a la medida en cuestión o a otras causas. Falta también la capacidad de reconocer los efectos a largo plazo de esa medida, ya se trate de efectos deseados o indeseados por quienes la tomaron. El que una gran cantidad de esas obras histórico-estadísticas, especialmente las de carácter histórico-monetario, sean de excelente calidad, se debe simplemente a la circunstancia de que sus autores tenían un patrimonio de conocimientos de teoría monetaria (ley de Gresham, teoría cuantitativa) que les permitía cumplir su tarea mejor que la media de los demás autores.

La principal cualidad que debe tener quien maneja los «hechos económicos» es la de dominar perfectamente la teoría económica. Su tarea consiste en interpretar, a la luz de la teoría, el material con que cuenta. Si no lo consigue, o lo consigue sólo de manera insatisfactoria, tiene la obligación de indicar exactamente el punto crítico y de formular el problema teórico interpretativo que surge, de tal modo que otros puedan cumplir la tarea en la que él ha fracasado, ya que el fracaso se debe cabalmente al intérprete, no a la teoría. Una teoría puede explicarlo todo. Las teorías no fallan en los problemas particulares; fallan en el conjunto de su sistema. Quien desea sustituir una teoría por otra tiene dos opciones: encajar esa teoría en el sistema dado, o bien formular un nuevo sistema en el que esa teoría encuentre su perfecta colocación. Es absolutamente anticientífico partir de un «hecho» empírico para declarar falsa la «teoría» o el sistema. El genio, que tiene el don de hacer progresar la ciencia con un gran descubrimiento, puede ser guiado por un suceso acaso ínfimo que ha escapado a los demás científicos; su mente se enciende ante todo objeto que se le presenta. Pero el científico verdaderamente innovador sustituye la vieja teoría por otra nueva, no por una simple negación; es siempre un teórico con la mirada dirigida hacia el conjunto y el sistema.

Sin embargo, no es este el lugar para analizar a fondo la cuestión epistemológica del conflicto entre sistemas, ya que aquí no se trata de una pluralidad de sistemas antagónicos. Cuando estudiamos el problema del intervencionismo, tenemos por un lado el sistema de la economía política moderna, incluidas todas las viejas teorías sin excepción; por otro lado, los que niegan el sistema y toda teoría, aunque al rechazar la posibilidad del conocimiento teórico, utilicen expresiones más o menos cautas. A estos sólo se les puede dar una respuesta: primero tratad de formular un sistema de explicación teórica que os satisfaga más que el nuestro, y luego hablaremos.

Todos los argumentos que aducen los detractores de la teoría económica son también, naturalmente, «teoría». Estos autores también escriben libros de «Teoría económica» y dictan cursos de «Economía política teórica». Pero lo que hace que estos primeros intentos sean aún insuficientes es la falta de una conexión sistemática de los diferentes teoremas de su «teoría», es decir la ausencia de una teoría general de la cataláctica. Sólo mediante (y en el ámbito de) un sistema, el postulado teórico se convierte en teoría. Es muy fácil hacer una serie de afirmaciones sobre el salario, la renta o el interés. Pero sólo se puede hablar de una teoría del salario y del interés cuando los distintos enunciados se relacionan en una explicación general de todos los fenómenos del mercado.

Las ciencias de la naturaleza pueden prescindir de todos los elementos que perturban sus experimentos y observar, coeteris paribus, las consecuencias del cambio de un solo factor. Si el resultado del experimento no se presta a ser encuadrado orgánicamente y a plena satisfacción en el sistema teórico utilizado, ello puede conducir a lo sumo a una reformulación del sistema mismo, o bien, en última instancia, incluso a sustituirlo por otro sistema. Pero es sencillamente ridículo pretender deducir del resultado negativo de un experimento la imposibilidad de un conocimiento teórico. En las ciencias sociales falta el experimento. No pueden observar coeteris paribus el efecto de un único factor. Y, sin embargo, no faltan quienes, partiendo de un «hecho» cualquiera, tienen la osadía de concluir que la teoría, o incluso toda teoría, ha sido refutada.

¿Qué decir, por ejemplo, de afirmaciones con estas: «La supremacía industrial de Inglaterra en los siglos XVIII y XIX fue la consecuencia de la política mercantil de los siglos anteriores»; o bien: «Corresponde a los sindicatos el mérito del aumento del salario real en las últimas décadas del siglo XIX y en las primeras del XX»; o también: «La especulación del suelo encarece los alquileres»? Quien enuncia estas tesis cree que las ha deducido directamente de la experiencia, piensa que no son anodina teoría sino fruto del árbol verde de la vida, y se obstina en no conceder la más mínima atención al teórico que trata de cribar la lógica de fondo de las distintas afirmaciones de «experiencia práctica» y de unificarlas en un contexto sistemático.

Pero todos los argumentos ideados por la Escuela empírico-realista no bastan para suplir la falta de un sistema teórico orgánico.


8. Escritos recientes sobre los problemas del intervencionismo

En Alemania, el país clásico del intervencionismo, ni siquiera se ha sentido la necesidad de medirse seriamente con la crítica formulada contra él por parte de la economía política. El intervencionismo ha triunfado sin necesidad de combatir, y ha podido ignorar alegremente aquella ciencia económica creada por ingleses y franceses que ya List marcara a fuego como perjudicial a los intereses del pueblo alemán. De los pocos grandes economistas alemanes, Thünen fue casi un desconocido, Gossen lo fue completamente, Hermann y Mangold no tuvieron influencia alguna. En lo que respecta a Menger, fue «liquidado» en la Methodenstreit. La ciencia oficial del Reich alemán se desinteresó completamente de todo lo que la economía política había venido aportando desde principios de los años setenta del siglo XIX. Todas las objeciones de que esa ciencia oficial ha sido objeto fueron sistemáticamente liquidadas y selladas con la marca infamante de apología de los intereses particulares de empresarios y capitalistas.

En Estados Unidos, que ahora parecen haberse puesto a la cabeza del intervencionismo, la situación es distinta. En el país en que trabajan J. B. Clark, Taussig, Fetter, Davenport, Young, Seligmann, es muy difícil ignorar todo lo que la economía política ha producido. Podía, pues, esperarse que allí se intentara demostrar la viabilidad y la racionalidad del intervencionismo. A esa tarea se dedicó, desde el otoño de 1926, John Maurice Clark, antiguo profesor de la Universidad de Chicago y ahora, prosiguiendo la obra de su célebre padre, John Bates Clark, profesor en la Universidad Columbia de Nueva York.

Lamentablemente, en toda su voluminosa obra sólo un pequeño capítulo de unas pocas páginas se ocupa del problema fundamental del intervencionismo.

Clark distingue dos tipos de control estatal (social) de las actividades económicas: el que regula los aspectos accesorios de la transacción principal (those in which the state is dealing with matters which are incidental to the main transaction) y el que regula los aspectos esenciales de la misma (those in which the ‘heart of the contract’ is at stake and the state presumes to fix the terms of the exchange and dictate the consideration in money or in goods, or to say that the exchange shall not take place at all)[*]. Esta distinción coincide, poco más o menos, con la que aquí hemos establecido entre intervención sobre la producción e intervención sobre los precios. Es evidente que cualquier consideración del intervencionismo desde el punto de vista de la economía política no puede proceder de otro modo.

En su valoración del control de los aspectos secundarios de las transacciones económicas (control of matters incidental to the contract), Clark llega a resultados parecidos a los que llegamos nosotros al examinar las intervenciones sobre la producción. En efecto, tampoco él puede menos de observar que esas intervenciones sólo pueden tener un efecto entorpecedor y paralizante sobre la producción (such regulations impose some burdens on industry[66]). Es este el único punto de su argumentación que nos interesa realmente, mientras que la discusión sobre los pro y los contra políticos de tales intervenciones carece de importancia para nuestro problema.

Al hablar del control de los aspectos esenciales de las transacciones económicas (control of the heart of the contract), al que corresponde aproximadamente nuestra categoría de las intervenciones políticas sobre los precios, Clark menciona ante todo la regulación del tipo de interés máximo en América. Sostiene que se burla ese control gravando a los prestatarios con una serie de cargas colaterales que hacen que el tipo efectivo supere el umbral del tipo nominal. Para los pequeños préstamos a los consumidores se habría desarrollado un auténtico tráfico ilegal, del que la gente seria se mantiene alejada, pero que precisamente por esto se ha convertido en campo propicio para elementos sin escrúpulos; y como estas transacciones no pueden realizarse a la luz del día, se ha llegado a pedir y aceptar tipos de interés enormes, que superan con mucho el nivel que se formaría si no se hubiera impuesto el tipo máximo. (Charges equivalent to several hundred per cent per year are the common thing. The law multiplies the evil of extortion tenfold).

A pesar de todo, Clark no piensa que fijar un tope máximo en los tipos de interés sea un contrasentido. Dice que, sin duda, hay que dejar libre el mercado del crédito por lo que respecta a esta clase de préstamos a los pequeños consumidores, pero se debe prohibir por ley que se exijan intereses superiores a los que corresponden a la situación del mercado (The law […] may render a great service in preventing the exaction of charges which are materially above the true market rate). Y el medio más sencillo para alcanzar este objetivo es fijar un tipo legal para esta clase de préstamos que cubra ampliamente los costes y los incentivos necesarios y prohíba todos los tipos que superen ese límite (to fix a legal rate for this class of loans which liberally covers all costs and necessary inducements, and to forbid all charges in excess of this rate).

Ahora bien, si el tipo máximo fijado por la ley refleja fielmente el tipo de mercado o lo supera generosamente, nada tenemos que objetar: quiere decir que ha sido inútil y superfluo fijarlo. Pero si permanece por debajo del tipo que se formaría espontáneamente en el mercado libre, aparecerán todas las consecuencias que el propio Clark señala puntualmente en los pasajes citados. Y entonces, ¿qué necesidad hay de fijar por ley un tipo de interés máximo? Clark responde que es necesario para impedir injustas discriminaciones (unfair discriminations[69]).

El concepto de unfair discriminations (llamadas también undue discriminations) proviene del campo de los monopolios. Si el monopolista en cuanto vendedor está en condiciones de subdividir los potenciales compradores en varias franjas, en razón de su poder adquisitivo o de su intención de comprar, y les ofrece la misma mercancía o el mismo servicio en condiciones distintas, adecuadas a las diferentes franjas, seguramente se beneficiará respecto a un posible precio uniforme. Estas condiciones se verifican sobre todo en las empresas de transporte, en las eléctricas y en otras por el estilo. Las tarifas ferroviarias son un ejemplo clásico de esta diferenciación. Calificarlas de «injustificadas» no es correcto, como supone ingenuamente el intervencionista en su resentimiento antimonopolista. Pero aquí no debemos ocuparnos de la cuestión de la legitimidad ética de una intervención; lo único que hay que aclarar desde el punto de vista científico es que, frente a los monopolios, hay espacio para la intervención estatal.

También es posible un tratamiento diferenciado de las distintas franjas de compradores que va contra los intereses del empresario monopolista. Este tratamiento sólo es posible en aquellos casos en que la empresa monopolista es gestionada como parte de un conjunto mayor, dentro del cual obedece expresamente a finalidades distintas de la máxima rentabilidad. Prescindimos aquí de los casos en que se trata de alcanzar determinados fines de orden político, militar o social, y para ello se echa mano de empresas monopolistas que o bien son entidades de derecho público o dependen de ellas —por ejemplo tarifas ferroviarias que se fijan según criterios político-comerciales, o los precios diferenciados que aplican las empresas municipales de acuerdo con la renta de los usuarios—. En todos estos casos la diferenciación obedece a precisos objetivos de los intervencionistas y es avalada por ellos. Para nosotros, en cambio, los únicos casos importantes pueden ser aquellos en los que el monopolista practica una diferenciación que choca con la exigencia de rentabilidad de la empresa porque acaso tenga en cuenta los intereses de otra empresa suya que considera más importantes, o porque no quiere favorecer al usuario por motivos suyos particulares, o porque quiete forzarle a comportarse o no comportarse de determinada manera. En Estados Unidos algunas empresas han apoyado con frecuencia la capacidad competitiva de algunos fletadores, más próximos a su dirección, aplicando tarifas más baratas y obligando así a los demás competidores a abandonar el campo o a ceder sus empresas a precio de saldo. La opinión pública ha juzgado muy duramente estas iniciativas como un incentivo a la concentración de empresas y la formación de monopolios, y ha visto como algo muy negativo la desaparición de la competencia dentro de los distintos sectores de la producción. Sin embargo, no se ha caído en la cuenta de que la competencia por parte de productores y vendedores no tiene lugar sólo en el interior de los distintos sectores de producción, sino también entre todos los bienes afines desde el punto de vista del consumo —y tales son en sentido amplio todos los bienes— y que las consecuencias del aumento del precio de competencia hasta el nivel del precio de monopolio, producido por los pocos monopolios auténticos (como los del sector minero y sectores análogos de la producción primaria), no son, en definitiva, tan perjudiciales para la colectividad como erróneamente piensa el antimonopolismo ingenuo.

Ahora bien, en el caso del mercado crediticio al que se refiere Clark, y en particular en el del crédito a los consumidores, a los pequeños agricultores, a los pequeños comerciantes y a los artesanos, difícilmente podría hablarse de tendencias monopolistas. ¿Cómo serían aquí posibles las unfair discriminations? Si el préstamo no se concede al tipo de mercado, el solicitante se dirige sin más a otra institución. Por lo demás, es innegable que todo el mundo —especialmente entre estas categorías, siempre necesitadas de crédito— tiende a sobreestimar su propia solvencia y a considerar demasiado altos los tipos que exige el prestamista.

De la discusión sobre la fijación del tipo de interés máximo Clark pasa a la referente al salario mínimo garantizado. Un aumento «artificial» del salario —afirma— produce paro. El aumento salarial hace aumentar los costes de producción, y por tanto el precio de los productos, que no son ya absorbidos por el mercado en la cuantía en que lo eran al menor precio anterior. De este modo acaban formándose, por una parte, una masa de compradores insatisfechos que quisieran comprar las mercancías a precios inferiores a los que pueden obtener en el mercado, y por otra una masa de parados que estarían dispuestos a trabajar por un salario inferior al establecido; en medio se encuentran los empresarios, que estarían dispuestos a hacer que esta demanda y esta oferta potenciales coincidieran.

Hasta aquí podríamos estar plenamente de acuerdo con Clark. Pero luego él hace una afirmación totalmente errónea. Clark piensa que las mismas consecuencias producirían las medidas encaminadas a regular las condiciones accesorias del empleo de mano de obra (regulations affecting the incidental conditions of employment), porque también ellas hacen aumentar los costes de producción. Pero esto no es exacto. Si se deja que el salario se forme libremente en el mercado de trabajo, las intervenciones sobre la reducción del horario laboral, el seguro obligatorio a cargo del empresario, las normas sobre el ambiente de trabajo, sobre vacaciones pagadas, etc., no se traducen en un aumento del salario por encima de la tasa de mercado. Todas estas cargas se trasladan al salario y son a cargo del trabajador. Si se ha podido ignorar esta circunstancia, es sobre todo porque estas intervenciones de política social fueron introducidas en tiempos de salarios reales crecientes y de un poder adquisitivo de la moneda decreciente, de modo que los salarios netos que los trabajadores se embolsaban seguían aumentando en términos monetarios y reales, a pesar de que fueran gravados cada vez más en el plano contable por esas cargas sociales crecientes para el empresario. En efecto, en sus cálculos, el empresario no sólo tiene en cuenta el salario del trabajador, sino también todos los costes derivados de su empleo.

Por tanto, Cuando Clark sostiene que los aumentos salariales, al igual que otras intervenciones a favor de los trabajadores, sólo pueden autofinanciarse si se demuestra que contribuyen a elevar el nivel de eficiencia individual del trabajador, a estimular ulteriormente en el empresario la experimentación de métodos más productivos, a acelerar la expulsión del mercado del empresario menos eficiente, trasladando su empresa a manos más capaces[74] —todo esto nada tiene que ver con nuestro problema, porque lo mismo puede afirmarse de un terremoto o de cualquier otra catástrofe natural.

Clark es un teórico demasiado experto e inteligente para no darse cuenta de que su argumentación es insostenible; y así concluye diciendo que el problema de establecer si una determinada intervención constituye una violation of economic law es fundamentalmente question of degree. Es decir, en definitiva, se trataría de establecer en qué medida las modificaciones que la intervención introduce inciden sobre los costes de producción o sobre los precios de mercado. La ley de la oferta y la demanda no es thing of precision and inexorable rigidity. A menudo una pequeña variación en los costes de producción (a small change in costs of production) no tiene efecto alguno sobre el precio final, por ejemplo cuando el precio se fija en números redondos y los comerciantes caigan con ligeras desviaciones de los costes o de los precios al por mayor. Dicho esto, Clark concluye afirmando que fuertes aumentos salariales pueden ser una violation of economic law; mientras que si se trata de pequeños aumentos, la realidad puede ser muy distinta.

Así, pues, si bien se mira, Clark acaba por admitir todo lo que sostienen quienes definen el intervencionismo como contraproducente e irracional respecto a sus propios objetivos. Decir que las consecuencias de la intervención dependen cuantitativamente de la intensidad de la propia intervención significa afirmar un hecho obvio que nadie ha puesto jamás en duda. Es sabido que un terremoto de débil intensidad destruye menos que otro de intensidad fuerte, y que pequeñas sacudidas telúricas dejan huellas apenas perceptibles.

Por lo demás, es irrelevante que Clark insista en sostener la posibilidad de tales intervenciones, e incluso las defienda. Él se ve obligado a admitir que en tal caso sería necesario tomar ulteriores medidas específicas para eliminar las consecuencias no deseadas. Si, por ejemplo, se inicia un procedimiento de control de precios, a renglón seguido es preciso —si se quiere evitar el desequilibrio entre oferta y demanda— introducir el racionamiento y posteriormente, una vez que desaparece el interés por producir, estimular directamente la producción (should be directly stimulated). Es una pena que Clark interrumpa su argumentación en este punto. Si hubiera seguido, habría llegado inevitablemente a la conclusión de que sólo existen dos opciones: o abstenerse de toda intervención, o bien, si no se tiene intención de hacerlo, proceder —para eliminar la discrepancy between supply and demand which the public policy has created— a toda una serie de intervenciones sucesivas, hasta someter toda la producción y la distribución a la dirección del aparato coactivo estatal, es decir hasta la completa socialización de los medios de producción disponibles; en una palabra, hasta el socialismo.

Igualmente insostenible es la solución que Clark propone, por ejemplo, en el caso del salario mínimo garantizado. Esta solución consiste en emplear en obras públicas a los parados por causa precisamente de la introducción del salario mínimo garantizado. Su apelación a la energy, intelligence and loyalty con que habría que sostener las intervenciones, no es sino un signo evidente de su confusión.

«El gobierno —afirma Clark en el penúltimo párrafo del capítulo de su libro dedicado a estas cuestiones fundamentales— puede hacer un gran bien simplemente garantizando que todos disfruten de los beneficios del tipo de mercado, sea el que fuere, evitando así que quien desconoce la situación del mercado sea explotado precisamente a causa de esa ignorancia». Esta afirmación coincide plenamente con la tesis liberal que limita la acción del gobierno a la función de impedir, mediante la defensa de la propiedad privada y la remoción de todo lo que obstaculiza la plena manifestación de sus efectos, que a los individuos y a los grupos se les impida el acceso al mercado. Y esto es simplemente una transcripción del principio laissez faire, laissez passer. No tiene especial importancia considerar —como hace Clark— que, para alcanzar este objetivo, se precise una especial labor de información. La ignorancia de la situación del mercado no puede ser, como tal, la circunstancia que impida al potencial comprador o a quien busca trabajo aprovecharse de la coyuntura; si a los vendedores y compradores no se les obstaculiza en la búsqueda de clientes y de quienes están dispuestos a trabajar, la competencia entre ellos conducirá a una reducción de los precios de los productos y a un aumento de los salarios hasta la tasa que corresponde a la situación del mercado. Las posibles iniciativas del gobierno encaminadas a proporcionar sistemáticamente información sobre los datos relevantes para la formación del precio de mercado no son en modo alguno contrarias al principio liberal.

El resultado de los análisis de Clark sobre el problema aquí planteado no se opone a lo que mantuvimos en los apartados anteriores. A pesar del celo con que ha intentado demostrar que las famosas «intervenciones» no son contraproducentes e ilógicas, lo único que ha conseguido establecer es que, en ciertas circunstancias, es decir cuando son cuantitativamente irrelevantes, esas intervenciones sólo tienen consecuencias mínimas, mientras que las intervenciones de mayor entidad cuantitativamente tienen consecuencias no deseadas, a las que es preciso hacer frente adoptando otras medidas extraordinarias. Por desgracia, Clark interrumpe demasiado pronto el análisis de tales medidas; si lo hubiera llevada hasta el final, como debía, habría podido demostrar que no hay otra alternativa: o se garantiza la libertad de la propiedad privada de los medios de producción, o se transfiere íntegramente su disponibilidad a la sociedad organizada, esto es a su aparato coercitivo, el Estado. En una palabra, habría demostrado que no puede haber más alternativa que entre socialismo o capitalismo.

De modo que también la obra de Clark, que es la última y más lograda expresión del intervencionismo americano, cuando afronta las cuestiones de fondo, llega en definitiva al mismo resultado de quienes sostienen que el intervencionismo es un sistema contradictorio y que produce efectos contrarios a los objetivos perseguidos; un sistema que, por consiguiente, es inviable y que, en todo caso, si se impone, no produce más que disfunciones en el normal mecanismo de la sociedad basada en la propiedad privada de los medios de producción.

También Richard Strigl, economista de la Escuela austriaca, al que debemos el tratamiento más reciente de estos problemas, muestra tener una particular simpatía personal hacia el intervencionismo, aunque no explícita como la de Clark. Cada línea de su ensayo, que se ocupa de los problemas teórico-salariales del intervencionismo, delata una actitud positiva hacia la Sozialpolitik en general y de la política sindical en particular, aunque todo ello envuelto en un lenguaje prudentemente limitativo, como solían hacer los escritores de siglos pasados para no despertar la suspicacia de la Inquisición o de la censura[81]. Pero todas las concesiones que su corazón hace a la mentalidad intervencionista se refieren tan sólo a aspectos secundarios y, sobre todo, al ropaje con que viste su teoría. En cuanto a la sustancia, el resultado del riguroso análisis de Strigl no puede menos de coincidir con las tesis del análisis científico del intervencionismo. El núcleo de su teoría se expresa en la siguiente frase: «Cuanto mayor es la producción del trabajador, mayor es también su ganancia, siempre que lo que produce sea lo que la sociedad demanda, y esto con independencia de que el salario se forme en el mercado libre o sea fijado por un contrato colectivo». Evidentemente, a Strigl no le gusta que sea así, pero no tiene más remedio que aceptarlo.

Strigl destaca sobre todo que el aumento artificial del salario genera paro. Es, sin duda, lo que ocurre, cuando los salarios son elevados sólo en algunos sectores o en algunos países, o bien cuando el aumento no es uniforme en los distintos sectores y países, o también cuando las políticas monetarias tienen por objeto combatir el aumento general de los precios. Para comprender lo que actualmente sucede, el caso analizado por Strigl es particularmente importante. De todos modos, para comprender a fondo estos problemas, hay que partir de un supuesto ulterior: sólo si se parte de que el aumento salarial se verifique de forma uniforme y simultánea en los distintos sectores de producción y en los distintos países, y se excluyen con oportunas hipótesis las posibles objeciones teóricas de orden monetario, el resultado del análisis tendrá la validez general indispensable para comprender a fondo la naturaleza del intervencionismo.

De todas las medidas intervencionistas ninguna es hoy tan rechazada en Alemania y en Austria como la que se refiere a la jornada laboral de ocho horas. Desde varias partes se sostiene que no existe otra forma de superar las dificultades económicas que la abolición de la limitación legal de la jornada a ocho horas. Se pide la prolongación del horario de trabajo y una intensificación de los sistemas de trabajo y, por tanto, un aumento de la productividad, dando por supuesto, desde luego, que todo esto no vaya acompañado de un aumento salarial, o por lo menos que el aumento sea inferior al aumento de la productividad, de modo que en definitiva el coste del trabajo se reduzca. Al mismo tiempo se reclama un aligeramiento de las «cargas sociales» de todo género. En Austria, incluso la eliminación de las «aportaciones de previsión» a cargo del empresario, dando también aquí por descontado que las sumas ahorradas queden a disposición de la empresa. Se trata de reducir así, indirectamente, el coste de la fuerza laboral. En cambio, se atribuye escasa importancia a los intentos de conseguir directamente un recorte salarial.

En el debate que tiene lugar en las revistas especializadas de política social y en la literatura político-económica en torno a los problemas de la jornada de ocho horas y de la intensidad del trabajo, puede advertirse cierto progreso, lento pero constante, en la comprensión de los aspectos económicos de tales problemas. Incluso autores que no ocultan su predilección por el intervencionismo acaban por admitir la verdad de los principales argumentos que se esgrimen contra él. Sólo raramente nos topamos con esa ceguera de juicio que caracteriza a la literatura anterior a la guerra.

No se puede decir, desde luego, que el predominio de la escuela intervencionista haya sido definitivamente liquidado. Del socialismo de Estado y del estatalismo de Schmoller, así como del socialismo igualitario y del comunismo de Marx, hoy han quedado en la vida política sólo los nombres; el propio ideal socialista ha dejado de tener efectos políticos inmediatos, y sus mismos partidarios —incluso los que hace tan sólo unos años vertieron ríos de sangre para defenderlo— lo han abandonado o por lo menos acantonado provisionalmente. Pero el intervencionismo que tanto Schmoller como Marx defendieron junto ay en contradicción con su propio socialismo —el primero con la total convicción del adversario de toda «teoría», el segundo con la mala conciencia de quien sabía que contradecía todas sus doctrinas teóricas— sigue conservando su hegemonía cultural.

No es este el lugar para examinar los posibles presupuestos políticos de un abandono de la política intervencionista por parte del pueblo alemán y demás países-guía. Quien observa las cosas sin prejuicios tiene más bien la impresión de que el intervencionismo sigue su marcha imparable. Al menos por lo que se refiere a Inglaterra y Estados Unidos, el hecho es indiscutible. Es cierto que los intentos de demostrar la racionalidad del intervencionismo desde el punto de vista de la economía teórica —no desde un determinado sistema, sino desde el de cualquier sistema— son hoy por hoy vanos, como siempre lo han sido. No hay un camino que conduzca de la economía política al intervencionismo. Todos los éxitos del intervencionismo en la política práctica han sido «victorias sobre la teoría económica».

Ludwig von Mises: El Intevencionismo (Critica del intervencionismo, 1929)
Ludwig von Mises: El Intevencionismo (Critica del intervencionismo, 1929)

Título original

Kritik des Interventionismus: Untersuchungen zur Wirtschaftspolitik und Wirtschaftsideologie der Gegenwart

Interventionismus: An Economic Analysis

Ludwig von Mises, 1929 [1998]




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