Erving Goffman: Las instituciones totales (Internados, 1961)
Las instituciones totales
Erving Goffman
Tomado de Internados, 1961.
Erving Goffman: Las instituciones totales (Internados, 1961) |
Prefacio
Desde el otoño de 1954 hasta fines de 1957, actué como miembro visitante del Laboratorio de Estudios Socioambientales perteneciente al Instituto Nacional de Salud Mental (NIMH) de Bethesda, Maryland. En el curso de esos tres años hice algunos breves estudios sobre comportamiento de sala en los Institutos Nacionales del Centro Clínico de la Salud. Entre 1955 y 1956 cumplí un año de trabajo de campo en el Hospital St. Elizabeth, de Washington, institución federal que cuenta con más de 7000 internos, procedentes en sus tres cuartas partes del distrito de Columbia. Me facilitaron el tiempo adicional para poner por escrito los resultados de mi investigación, una beca NIMH y la participación en el Center for the Integration of Social Science Theory de la Universidad de California, en Berkeley. El objetivo inmediato de mi trabajo de campo en St. Elizabeth fue tratar de aprender algo sobre el mundo social de los pacientes hospitalizados, según ellos mismos lo experimentan subjetivamente. Me inicié en el rol de asistente del director de gimnasia; si me apuraban, confesaba ser en realidad un estudiante de las actividades recreativas y la vida de comunidad. De este modo podía pasar el día con los pacientes, evitando todo contacto social con el personal y prescindiendo de llevar una llave conmigo. No dormía en las salas, y la dirección del hospital estaba enterada de mis fines. Creía entonces, y sigo creyendo, que cualquier grupo de personas —sean presos, integrantes de un núcleo primitivo, miembros de una tripulación o enfermos hospitalizados— forma una vida propia que, mirada de cerca, se hace significativa, razonable y normal; y que un buen modo de aprender algo sobre cualquiera de esos mundos consiste en someterse personalmente, en compañía de sus miembros, a la rutina diaria de las menudas contingencias a la que ellos mismos están sujetos.
Los límites, tanto de mi método como de su aplicación, saltan a la vista. No me permití comprometerme, ni siquiera nominalmente: de haberlo hecho, mi radio de acción y mis roles —y por lo tanto mis datos— habrían sido más restringidos aún de lo que fueron. Para obtener los pormenores etnográficos deseados sobre determinados aspectos de la vida social del paciente, no apliqué los tipos usuales de medidas y controles. Supuse que el rol y el tiempo requeridos para recoger pruebas estadísticas de sólo unas pocas afirmaciones me impedirían reunir datos generales sobre la estructura íntima de la vida del paciente. Mi método tiene, además, otras limitaciones. La visión que un grupo tiene del mundo tiende a sostener a sus miembros, y presuntamente les proporciona una definición de su propia situación que los autojustifica, y una visión prejuiciada de los que no pertenecen al grupo (en este caso, los médicos, enfermeros, asistentes del hospital y familiares). Para describir con fidelidad la situación del paciente es imprescindible presentarla en una perspectiva parcial. (Personalmente me siento, en cierta medida, eximido de esta parcialidad por un criterio de equilibrio: casi todos los trabajos profesionales sobre los enfermos mentales han sido escritos desde el punto de vista del psiquiatra que, hablando en términos sociales, está ubicado respecto a mi perspectiva en el bando opuesto.) Quiero advertir, además, que mi punto de vista probablemente corresponda demasiado al de un hombre de clase media; quizá sufrí más, sustitutivamente, ciertas situaciones que los pacientes de clase baja expuestos a ellas. Por último, a diferencia de algunos pacientes, cuando llegué al hospital no me inspiraban gran respeto la disciplina psiquiátrica ni las instituciones que se limitan a su práctica consuetudinaria.
Deseo reconocer en forma especial el apoyo que recibí de las instituciones patrocinantes. La autorización para estudiar en St. Elizabeth fue tramitada por intermedio del doctor Jay Hoffman, hoy fallecido, a la sazón primer médico asistente. Se convino con él que el hospital se reservaba el derecho de ejercer una crítica previa a la publicación, pero que la censura definitiva, así como todo privilegio de formular aclaraciones, incumbían exclusivamente al NIMH de Bethesda. Quedó entendido que no se le informaría a él ni a nadie ninguna observación referente a cualquier miembro identificado del personal o de los internos, y que en mi carácter de observador yo no estaba obligado a interferir de ninguna forma en lo que ocurría en derredor, observara lo que observase. El doctor Hoffman convino en abrirme cualquier puerta del hospital, y así lo hizo cada vez que le fue requerido en el curso de la investigación, con una cortesía, una celeridad y una eficiencia que no olvidaré nunca. Cuando el superintendente del hospital, doctor Winifred Overholser, repasó ulteriormente los borradores de mis estudios, hizo algunas útiles rectificaciones concernientes a ciertos notorios errores de hecho, y sugirió atinadamente la conveniencia de que expusiera de modo explícito mi enfoque y mi método. Durante la investigación, el Laboratorio de Estudios Socioambientales, entonces encabezado por su director fundador, John Clausen, me proporcionó remuneración, ayudas auxiliares, crítica versada y aliento para observar el hospital con genuino criterio sociológico, y no de psiquiatra principiante. Si el Laboratorio o el organismo al que pertenece (el NIMH) ejercieron alguna vez sus derechos de aclaración, yo lo advertí solamente en una oportunidad en que me insinuaron la conveniencia de sustituir por sendos sinónimos uno o dos adjetivos descorteses. Quiero destacar que esta libertad y esta oportunidad de emprender una investigación pura me fueron proporcionadas por una institución del gobierno, mediante el apoyo financiero de otra; que ambas debían actuar en la atmósfera presumiblemente delicada de Washington, y que esto se hizo en un tiempo en que varias universidades del país, baluartes tradicionales de la investigación libre, habrían impuesto más restricciones a mis esfuerzos. Debo agradecer a los psiquiatras e investigadores sociales del gobierno su rectitud de juicio y su amplitud de criterio.
Erving Goffman
Berkeley, California, 1961
Introducción
Una institución total puede definirse como un lugar de residencia y trabajo, donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un período apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada formalmente. Las cárceles sirven como ejemplo notorio, pero ha de advertirse que el mismo carácter intrínseco de prisión tienen otras instituciones, cuyos miembros no han quebrantado ninguna ley. Este libro se refiere a las instituciones totales en general y a un caso particular de ellas: los hospitales psiquiátricos. Enfoca principalmente el mundo del interno, no el del personal, y se propone, como uno de sus objetivos básicos, exponer una versión sociológica de la estructura del yo.
Los cuatro ensayos contenidos en este libro fueron escritos asignándoles carácter independiente, y los dos primeros se publicaron por separado. Todos apuntan a esclarecer el mismo problema: la situación del paciente internado. Por lo tanto, el lector encontrará algunas repeticiones inevitables. Pero cada uno de ellos aborda el tema central desde diferente punto de vista; cada uno de ellos parte de una fuente sociológica distinta, y tiene escasa relación con los demás. Este método de presentar el material, que acaso resulte fastidioso, me permite desarrollar analítica y comparativamente el tema central de cada trabajo con mayor profundidad de lo que podría hacerlo en los capítulos de un libro orgánico. Alego en mi descargo el estado de nuestra disciplina. Pienso que si actualmente se desea manejar los conceptos sociológicos con alguna consideración, es preciso remontarse hasta el punto en que mejor se aplica cada uno, seguir su itinerario hacia donde parezca conducir, y urgirlo a que nos revele todas sus otras concatenaciones. O, para expresarlo con una imagen más exacta, quizá convenga vestir a cada uno de sus vástagos con un abrigo individual, en vez de alojarlos a todos juntos en una suntuosa tienda de campaña donde estarán muertos de frío. El primer ensayo, «Sobre las características de las instituciones totales», es un examen general de la vida social en estos establecimientos, fundado sobre todo en dos ejemplos en los que el ingreso de los internados no es voluntario: los hospitales psiquiátricos y las cárceles. Se enuncian en este trabajo los temas desarrollados en detalle en los demás, y se sugiere su ubicación e importancia dentro del conjunto. El segundo, «La carrera moral del paciente mental», considera los primeros efectos de la institucionalización sobre las relaciones sociales que el individuo mantenía antes de convertirse en internado. El tercer ensayo, «La vida íntima de una institución pública», se refiere a la adhesión que se espera que manifieste el internado hacia su celda, y en detalle, a la forma en que los internados pueden establecer cierta distancia entre sí mismos y aquellas expectativas. El último de la serie, «El modelo médico y la hospitalización psiquiátrica», dirige la atención hacia los equipos profesionales para considerar, en el caso de los hospitales psiquiátricos, el rol de la perspectiva médica en lo que se refiere a dar a conocer al internado la realidad de su situación.
Sobre las características de las instituciones totales
Introducción
I
Se llaman establecimientos sociales —o instituciones en el sentido corriente de la palabra— a sitios tales como habitaciones, conjuntos de habitaciones, edificios o plantas industriales, donde se desarrolla regularmente determinada actividad. Falta en sociología un criterio adecuado para su clasificación. Algunos de ellos, como la Grand Central Station (Estación Central), son accesibles a cualquier individuo que se comporte correctamente; otros, como el Union League Club de Nueva York, o los laboratorios de física nuclear de Los Álamos, parecen un poco exigentes en lo relativo al acceso. En unos, como en las casas de comercio y en las oficinas de correos, hay un número reducido de miembros fijos que prestan un servicio, y una afluencia continua de miembros que lo reciben. Otros, como los hogares y fábricas, comprenden un conjunto de participantes más estable. Ciertas instituciones proveen el lugar para actividades que presuntamente confieren al individuo su estatus social, por fáciles y agradables que tales actividades puedan ser; otras, por el contrario, brindan la oportunidad de contraer relaciones que se consideran electivas e informales, reclamando parte del tiempo que dejan libre otras exigencias más serias.
En este libro se deslinda otra categoría de instituciones, y se sostiene que dicha categoría es natural y fecunda, porque sus miembros tienen tanto en común que, en realidad, para conocer una cualquiera de tales instituciones es aconsejable echar una mirada a las demás.
II
Toda institución absorbe parte del tiempo y del interés de sus miembros y les proporciona en cierto modo un mundo propio; tiene, en síntesis, tendencias absorbentes. Cuando repasamos las que componen nuestra sociedad occidental, encontramos algunas que presentan esta característica en un grado mucho mayor que las que se hallan próximas a ellas en la serie, de tal modo que se hace evidente la discontinuidad. La tendencia absorbente o totalizadora está simbolizada por los obstáculos que se oponen a la interacción social con el exterior y al éxodo de los miembros, y que suelen adquirir forma material: puertas cerradas, altos muros, alambres de púas, acantilados, ríos, bosques o pantanos. Me interesa explorar aquí las características generales de estos establecimientos, a los que llamaré instituciones totales.[2]
Las instituciones totales de nuestra sociedad pueden clasificarse, a grandes rasgos, en cinco grupos. En primer término hay instituciones erigidas para cuidar de las personas que parecen ser a la vez incapaces e inofensivas: son los hogares para ciegos, ancianos, huérfanos e indigentes. En un segundo grupo están las erigidas para cuidar de aquellas personas que, incapaces de cuidarse por sí mismas, constituyen además una amenaza involuntaria para la comunidad: son los hospitales de enfermos infecciosos, los hospitales psiquiátricos y los leprosarios. Un tercer tipo de institución total, organizado para proteger a la comunidad contra quienes constituyen intencionalmente un peligro para ella, no se propone como finalidad inmediata el bienestar de los reclusos: pertenecen a este tipo las cárceles, los presidios, los campos de trabajo y de concentración. Corresponden a un cuarto grupo ciertas instituciones deliberadamente destinadas al mejor cumplimiento de una tarea de carácter laboral, y que sólo se justifican por estos fundamentos instrumentales: los cuarteles, los barcos, las escuelas de internos, los campos de trabajo, diversos tipos de colonias, y las mansiones señoriales desde el punto de vista de los que viven en las dependencias de servicio. Finalmente, hay establecimientos concebidos como refugios del mundo, aunque con frecuencia sirven también para la formación de religiosos: entre ellos las abadías, monasterios, conventos y otros claustros. Esta clasificación de las instituciones totales no es precisa, exhaustiva, ni tampoco para su inmediata aplicación analítica; aporta, no obstante, una definición puramente denotativa de la categoría, como punto de partida concreto. Fijada así una definición inicial de las instituciones totales, espero poder examinar sin tautología las características generales de su tipo. Antes de intentar un perfil general de esta serie de establecimientos, quiero destacar un problema conceptual: ninguno de los elementos que describiré parece pertenecer intrínsecamente a las instituciones totales, y ninguno parece compartido por todas; empero, cada una presenta, en alto grado, varios atributos de la misma familia, y este es el rasgo general que las distingue. Al hablar de «características comunes» lo haré en sentido restringido, pero no sin fundamento lógico. Así podré aplicar a la vez el método de tipos ideales, estableciendo rasgos comunes, con la esperanza de señalar luego las diferencias significativas.
III
Un ordenamiento social básico en la sociedad moderna es que el individuo tiende a dormir, jugar y trabajar en distintos lugares, con diferentes coparticipantes, bajo autoridades diferentes, y sin un plan racional amplio. La característica central de las instituciones totales puede describirse como una ruptura de las barreras que separan de ordinario estos tres ámbitos de la vida. Primero, todos los aspectos de la vida se desarrollan en el mismo lugar y bajo la misma autoridad única. Segundo, cada etapa de la actividad diaria del miembro se realiza en la compañía inmediata de muchos otros, a quienes se da el mismo trato y de quienes se requiere que hagan juntos las mismas cosas. Tercero, todas las etapas de las actividades diarias están estrictamente programadas, de modo que una actividad conduce en un momento prefijado a la siguiente, y toda la secuencia de ellas se impone desde arriba, mediante un sistema de normas formales explícitas y un cuerpo de funcionarios. Finalmente, las diversas actividades obligatorias se integran en un solo plan racional, concebido ex profeso para lograr los objetivos propios de la institución.
Individualmente, estas características no son privativas de las instituciones totales. En nuestros grandes establecimientos del comercio, la industria y la educación se está difundiendo, por ejemplo, la costumbre de proporcionar servicios de cafetería y elementos de recreación que sus miembros pueden usar en el tiempo libre. Con todo, el uso de estas mayores comodidades se mantiene optativo en muchos aspectos, y se cuida particularmente de que no se extienda a ellas la línea ordinaria de autoridad. Asimismo, las amas de casa, o las familias de los granjeros, pueden concentrar sus grandes campos de actividad en un área determinada, pero nadie las gobierna colectivamente, ni marchan a través de las actividades diarias en la compañía inmediata de otros iguales a ellos.
El hecho clave de las instituciones totales consiste en el manejo de muchas necesidades humanas mediante la organización burocrática de conglomerados humanos, indivisibles —sea o no un medio necesario o efectivo de organización social, en las circunstancias dadas—. De ello se derivan algunas consecuencias importantes.
Las personas a quienes se hace mover en masa pueden confiarse a la supervisión de un personal cuya actividad específica no es la orientación ni la inspección periódicas (como ocurre en muchas relaciones entre empleador y empleado) sino más bien la vigilancia: ver que todos hagan lo que se les ha dicho claramente que se exige de ellos, en condiciones en que la infracción de un individuo probablemente se destacaría en singular relieve contra el fondo de sometimiento general, visible y comprobado. Aquí no se juega la preeminencia entre el gran conglomerado humano y el reducido personal supervisor; están hechos el uno para el otro.
En las instituciones totales hay una escisión básica entre un gran grupo manejado, que adecuadamente se llama de internos, y un pequeño grupo personal supervisor. Los internos viven dentro de la institución y tienen limitados contactos con el mundo, más allá de sus cuatro paredes; el personal cumple generalmente una jornada de ocho horas, y está socialmente integrado con el mundo exterior.[3] Cada grupo tiende a representarse al otro con rígidos estereotipos hostiles: el personal suele juzgar a los internos como crueles, taimados e indignos de confianza; los internos suelen considerar al personal petulante, despótico y mezquino. El personal tiende a sentirse superior y justo; los internos a sentirse inferiores, débiles, censurables y culpables.[4]
La movilidad social entre ambos estratos es sumamente restringida: la distancia social, grande casi siempre, está a menudo formalmente prescripta. La conversación misma de un grupo a otro puede llevarse en un tono especial de voz, como lo ilustra una novela inspirada en una estadía real en un hospital psiquiátrico:
«—Óigame bien —dijo Miss Hart cuando atravesaban el locutorio—. Usted haga lo que Miss Davis diga. No piense; hágalo no más. Le irá bien.
»Tan pronto como escuchó el nombre, Virginia supo qué era lo más terrible en la sala uno: Miss Davis.
—¿Es la jefa de las enfermeras?
»—¡Y qué jefa! —murmuró Miss Hart. Y enseguida levantó la voz. Las enfermeras actuaban por hábito como si las enfermas no pudiesen oír si no era gritándoles. Con frecuencia decían en voz normal cosas que no parecían destinadas a los oídos de las señoras; si no hubiesen sido enfermeras, uno habría pensado que a menudo hablaban solas—. Una persona muy competente y eficiente, Miss Davis —anunció Miss Hart».[5]
Aunque cierta comunicación es necesaria entre los internos y el personal paramédico, una de las funciones de la guardia es controlar la comunicación efectiva de los internos con los niveles superiores. Véase un ejemplo aportado por un estudiante de los hospitales psiquiátricos:
«Como muchos de los pacientes se muestran ansiosos por ver al doctor en sus rondas, los asistentes deben actuar como mediadores si el médico no quiere tener dificultades. En la sala 30, era un hecho general que a los pacientes sin síntomas fisiológicos, incluidos en los dos grupos menos privilegiados, casi nunca se les permitía hablar con el médico, salvo que el mismo doctor Baker los mandase llamar. El grupo, cargoso, imposible de disuadir —llamado de los “pelmas”, “secantes” o “chinches”, en la jerga de los asistentes— a menudo trataba de pasar por encima del mediador, pero se le aplicaban procedimientos muy expeditivos cuando lo intentaba».[6]
Así como la conversación entre un grupo y otro se restringe, también se restringe el paso de información, especialmente en lo relativo a los planes del personal con respecto a los internos. Es característico mantenerlos en la ignorancia de las decisiones que se toman sobre su propio destino. Ya responda a motivos de orden militar, como cuando se oculta a las tropas el punto hacia el cual se dirigen, ya se funde en razones médicas, como cuando se reserva el diagnóstico, el plan de tratamiento, y el tiempo de internación aproximada de los pacientes tuberculosos,[7] dicha exclusión proporciona al personal una sólida base para guardar las distancias y ejercer su dominio sobre los internos.
Todas estas restricciones de contacto ayudan presumiblemente a mantener los estereotipos antagónicos.[8] Poco a poco se van formando dos mundos social y culturalmente distintos, que tienen ciertos puntos formales de tangencia pero muy escasa penetración mutua. Es significativo que el edificio y el nombre de la institución lleguen a identificarse, a los ojos del personal y también de los internos, como algo perteneciente a aquel y no a estos, de modo que cuando cualquiera de ambos grupos se refiere a los fines o intereses de «la institución», se refieren implícitamente (como yo mismo he de hacerlo) a los fines e intereses del personal.
La escisión entre personal e internos es un grave problema para el manejo burocrático de grandes conglomerados humanos; un segundo problema concierne al trabajo.
En el ordenamiento ordinario de la vida dentro de nuestra sociedad, la autoridad que rige en el lugar de trabajo cesa en el momento que el trabajador recibe su paga; la forma en que gaste este su dinero en un ambiente doméstico y recreativo, es asunto privado suyo y constituye un mecanismo que permite mantener dentro de límites estrictos la autoridad vigente en el lugar de trabajo. Pero decir que los internos de las instituciones tienen todo su día programado significa que también se habrán planificado todas sus necesidades esenciales. Cualquiera que sea, pues, el incentivo propuesto para el trabajo, carecerá de la significación estructural que tiene en el exterior. Será inevitable que haya diferentes motivaciones para el trabajo y distintas actitudes hacia él. Este es un ajuste básico que se requiere de los internos y de quienes deben inducirlos a trabajar.
A veces se les exige tan poco trabajo que los internos, con frecuencia no habituados a los pequeños quehaceres, sufren crisis de aburrimiento. El trabajo requerido puede efectuarse con extrema lentitud, y a menudo se conecta con un sistema de pagos mínimos, muchas veces ceremoniales, como la ración semanal de tabaco y los regalos de Navidad, que inducen a algunos pacientes mentales a permanecer en sus puestos. En otros casos, por supuesto, se exige más que una jornada ordinaria de trabajo pesado, y para estimular a cumplirlo no se ofrecen recompensas sino amenazas de castigo físico. En algunas instituciones, tales como los campos de leñadores y los barcos mercantes, la práctica forzada del ahorro pospone la relación habitual con el mundo que puede comprar el dinero; todas las necesidades están organizadas por la institución, y el pago se efectúa sólo cuando ha terminado el trabajo de una estación, y los hombres quedan en libertad. En algunas instituciones existe una especie de esclavitud, por la que el horario completo del interno se ha establecido según la conveniencia del personal; aquí el sentido del yo y el sentido de posesión del interno pueden llegar a alienarse de su capacidad de trabajo. T. E. Lawrence da un ejemplo al respecto en el informe de su servicio en una estación de entrenamiento de las R. A. F.:
«Los hombres que llevan seis semanas de fajina se mueven con una pereza que hiere nuestro sentido moral. “Son tontos, ustedes, reclutas, en sudar la gota gorda”. ¿Es la nuestra una diligencia de novatos o un resto de modalidad civil? Porque las R. A. F. nos pagarán las veinticuatro horas del día a razón de tres medios peniques por hora; pagados por trabajar, pagados por comer, pagados por dormir, esos peniques se apilan siempre. Es imposible, por lo tanto, dignificar una tarea cumpliéndola bien. Hay que perder todo el tiempo que se pueda, ya que después no nos aguarda descanso junto al fogón, sino otra tarea».[9]
Haya demasiado trabajo, o demasiado poco, el individuo que internalizó un ritmo de trabajo afuera tiende a desmoralizarse por el sistema de trabajo de la institución total. Un ejemplo de desmoralización es la práctica corriente en los hospitales psiquiátricos estatales de andar «mangoneando» o «trabajando a alguno» de modo de conseguir unas monedas para gastar en la cantina. Ciertas personas que lo hacen —a menudo con cierto descaro— en el mundo exterior se despreciarían a sí mismas por actos semejantes. (Los miembros del personal, interpretando esta pauta de mendicidad según su propia orientación civil hacia la ganancia, tienden a verla como un síntoma de enfermedad mental y una prueba más de que los internos están realmente enfermos.)
Hay incompatibilidad, pues, entre las instituciones totales y la estructura básica del trabajo remunerado en nuestra sociedad. Otro elemento fundamental de ella con el que son incompatibles es la familia. La vida familiar suele contraponerse a la vida solitaria, pero en realidad el contraste más pertinente es con la vida de cuadrilla, porque los que comen y duermen en el trabajo, con un grupo de compañeros, difícilmente pueden llevar una existencia doméstica significativa.[10] Inversamente, el hecho de que sus familias se mantengan fuera de la institución suele permitir que los miembros del personal permanezcan integrados en la comunidad exterior y se sustraigan así a la tendencia absorbente de la institución total.
Que una institución total determinada actúe como una fuerza benéfica o maléfica en la sociedad civil, de todos modos tendrá fuerza, y esta dependerá en parte de la supresión de todo un círculo de familias reales o potenciales. La formación de familias proporciona, por el contrario, una garantía estructural de resistencia permanente contra las instituciones totales. La incompatibilidad de estas dos formas de organización social debería enseñamos algo sobre las más amplias funciones sociales de ambas.
La institución total es un híbrido social, en parte comunidad residencial y en parte organización formal; de ahí su particular interés sociológico. Hay también otras razones para interesarse en estos establecimientos. En nuestra sociedad, son los invernaderos donde se transforma a las personas; cada una es un experimento natural sobre lo que puede hacérsele al yo.
Se han sugerido ya algunos rasgos claves de las instituciones totales. Debo considerar ahora estos establecimientos desde dos perspectivas: primero, como el mundo del interno; luego el mundo del personal. Por último, quiero decir algo sobre los contactos entre ambos.
Notas
[1] Una versión abreviada de este ensayo apareció en el «Symposium on Preventive and Social Psychiatry», Instituto de Investigaciones «Walter Reed» del Ejército, Washington, D. C., 15-17 de abril, 1957, págs. 43-84. La que damos aquí es una reproducción de The Prison, compilada por Donald R. Cressey, copyright © 1961, por Holt, Rinehart and Winston, Inc.
[2] En la literatura sociológica se ha aludido una que otra vez, bajo muy diversos nombres, a la categoría de las instituciones totales, y hasta se han sugerido algunos de los rasgos de esta clase de establecimientos. Quizás el aporte más notable en este sentido sea el artículo de Howard Rowland:Segregated Communities and Mental Health, incluido en «Mental Health Publication of the American Association for the Advancement of Science», N.º 9, comp. por F. R. Moulton, 1939. Un esbozo previo de nuestras conclusiones figura en Group Processes (Transactions of the Third Conference, comp. por Bertram Schaffner, Josiah Macy, Jr., Foundation, Nueva York, 1957). Amitai Etzioni usa la designación «total» en el mismo sentido, en: The Organizational Structure of «Closed» Educational Institutions in Israel, «Harvard Educational Review», XXVII, 1957, pág. 115.
[3] El carácter binario de las instituciones totales me fue señalado por Gregory Bateson, y se registra en la bibliografía. Consúltese, por ejemplo, Lloyd E. Ohlin, Sociology and the Field of Corrections, Russell Sage Foundation, Nueva York, 1956, págs. 14-20. Parece previsible que el personal sienta como una especie de castigo ante las situaciones en que está obligado a vivir también en el interior, y que lo convenza de encontrarse en un estatus de dependencia que no esperaba. Véase el informe de Jane Casseis, The Marine Radioman’s Struggle for Status, «American Journal of Sociology», LXII, 1957, pág. 359.
Erving Goffman: Las instituciones totales (Internados, 1961) |
Internados
Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales
Título original:
Asylums: Essays on the Condition of the Social Situation of Mental Patients and Other Inmates
Erving Goffman, 1961
Traducción: María Antonia Oyuela de Grant
Editor digital: Titivillus. ePub base r1.2
Goffman, Erving. Internados: Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales. Amorrortu, Buenos Aires, 2009
Resumen
Con el objetivo de aprender algo sobre el mundo social de los pacientes hospitalizados, Erving Goffman desarrolló un trabajo de campo durante un año en el Hospital St. Elizabeth de Washington. «Creía entonces, y sigo creyendo, que cualquier grupo de personas forma una vida propia que, mirada de cerca, se hace razonable y normal; y que un buen modo de aprender algo sobre cualquiera de esos mundos consiste en someterse personalmente, en compañía de sus miembros, a la rutina diaria de las menudas contingencias a la que ellos mismos están sujetos.» Este libro se refiere a las instituciones totales en general, y a un caso particular de ellas: los hospitales psiquiátricos. Enfoca principalmente el mundo del interno, no el del personal, y se propone, como uno de sus objetivos básicos, exponer una versión sociológica de la estructura del yo. Compuesto por cuatro ensayos que parten de fuentes sociológicas distintas, el autor intenta a lo largo de este libro esclarecer la situación del paciente internado.
«Creía entonces, y sigo creyendo, que cualquier grupo de personas forma una vida propia que, mirada de cerca, se hace razonable y normal; y que un buen modo de aprender algo sobre cualquiera de esos mundos consiste en someterse personalmente, en compañía de sus miembros, a la rutina diaria de las menudas contingencias a la que ellos mismos están sujetos».
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