Peter Berger: El hombre en la sociedad. Control social, Estratificación social e Instituciones (Introducción a la sociología, 1963)
Introducción a la sociología (1963)
Peter Berger
Cap. 4: La perspectiva sociológica: El hombre en la sociedad [Control social, estratificación social e Instituciones].
A cierta edad, los niños comienzan a estar sumamente interesados por la posibilidad de localizarse en un mapa. Parece extraño que nuestra vida familiar se haya desarrollado en realidad íntegramente en un área delineada por un conjunto de coordenadas bastante impersonales (y hasta ahora desconocidas) en la superficie del mapa. Las exclamaciones del niño “Yo estaba aquí” o “En este momento me encuentro aquí”, revelan la sorpresa que le produce el hecho de que el lugar donde pasó las vacaciones el pasado verano, un sitio marcado en su memoria por acontecimientos tan profundamente personales como la propiedad de su primer perro o la recogida en secreto de una colección de gusanos, posea latitudes y longitudes específicas proyectadas por personas extrañas a su perro, a gusanos y a sí mismo. Esta ubicación de nuestra propia persona en configuraciones concebidas por desconocidos, es uno de los aspectos importantes de lo que, quizá eufemísticamente, se llama “crecimiento”. Participamos en el mundo genuino de los adultos por el hecho de tener una dirección. El niño que apenas días atrás podría haber enviado por correo una carta dirigida “A mi abuelo”, informa ahora a un compañero que también colecciona gusanos su dirección exacta —la calle, la ciudad, el estado y todo— y descubre que su intento de alianza con el criterio del mundo de los adultos es legitimado dramáticamente con la llegada de la carta.
A medida que el niño sigue aceptando la realidad de este aspecto del mundo, continúa acumulando membretes: “Tengo seis años”; "Me llamo Brown, como mi padre”; “Soy presbiteriano”; “Soy estadounidense”; y tal vez diga, algún tiempo después: “Estoy en la clase especial para muchachos sobresalientes, porque mi IQ es de 130”. Los horizontes del mundo, tal como lo definen los adultos, son determinados por las coordenadas de cartógrafos remotos. El niño puede crear identificaciones alternativas desempeñando el papel de papá cuando juega a la familia, de jefe indio o de Davy Crockett, pero en todo momento sabrá que únicamente está jugando y que los hechos reales acerca de sí mismo son los registrados por las autoridades escolares. Omitimos las comillas y por lo mismo revelamos que en nuestra niñez también nosotros fuimos atrapa* dos por el sentido común —por supuesto, debemos escribir entre comillas todas las palabras clave “saber”, “real”, “hechos”—. El niño sano es el que cree lo que dicen los informes escolares. El adulto normal es el que vive dentro de las coordenadas que le han sido asignadas.
Lo que se denomina opinión de sentido común es en realidad la opinión que se da por sentada en el adulto. Es cosa de que los informes escolares se hayan convertido aproximadamente en una ontología. Ahora identificamos nuestra existencia como cosa natural con la manera en que estamos situados en el mapa social. Lo que esto significa para nuestra identidad y nuestras ideas será tratado más ampliamente en el siguiente capítulo. Nuestro mayor interés por el momento es la forma en que tal ubicación expresa a un individuo exactamente lo que puede hacer y lo que puede esperar de la vida. Estar situado en la sociedad significa encontrarse en el punto de intersección de fuerzas sociales específicas. Por regla general, pasamos por alto, con gran peligro para nosotros, estas fuerzas. Nos movemos en sociedad de acuerdo con sistemas cuidadosamente definidos de poder y de prestigio. Y una vez que sabemos cómo situamos, sabemos también que no es mucho lo que podemos hacer al respecto.
La forma en que los individuos de las clases bajas usan los pronombres “ellos” o “ellas”, expresa muy bien esta conciencia de la heteronomía de nuestra vida. “Ellos” han resuelto las cosas de cierta manera, “ellos” marcan el tono, “ellos” hacen las leyes. Esta idea de “ellos” tal vez no se identifica con demasiada facilidad con individuos o grupos particulares. El término se refiere al “sistema”, el mapa trazado por desconocidos sobre el cual debemos seguir arrastrándonos. Pero sería una forma unilateral de observar el “sistema” si supusiésemos que este concepto pierde su significado cuando nos movemos en los niveles más altos de la sociedad. Indudablemente, habrá un mayor sentido de la libertad de movimiento y de decisión, y en la práctica esto es así. Pero las coordenadas básicas dentro de las cuales podemos movemos y decidir son trazadas, sin embargo, por otros hombres, la mayoría de ellos extranjeros,, la mayoría ya muertos. Inclusive el autócrata total ejerce su tiranía contra una resistencia constante, no necesariamente política, sino más bien la resistencia de la costumbre, del convencionalismo y del puro hábito. Las instituciones llevan aparejado un principio de inercia, cimentada quizá en su esencia en la dura roca de la estupidez humana. El tirano sabe que aun en el caso de que nadie se atreva a, actuar contra él, sus órdenes serán, a pesar de todo, anuladas una y otra vez por una simple falta de comprensión. La estructura de la sociedad erigida por extranjeros se reafirma incluso luchando contra el terror. Pero dejemos a un lado el problema de la tiranía. En los niveles que ocupa la mayoría de los hombres, incluyendo el autor y (nos imaginamos) casi todos los lectores de este libro, la situación en la sociedad constituye una definición de las reglas que debemos obedecer.
Como hemos visto, el criterio sensato de la sociedad lo comprende así. El sociólogo no contradice esta comprensión. La hace más viva, analiza sus raíces, y algunas veces o la modifica o la amplía. Posteriormente veremos que por último la perspectiva sociológica va más allá de la comprensión común del “sistema” y de la fascinación que ejerce sobre nosotros. Pero en las situaciones sociales más específicas que el sociólogo se dispone a analizar, encontrará pocas razones para oponerse a la idea de que son tomadas en cuenta. Por el contrario, descollarán mucho más y de una manera más penetrante en nuestras vidas ocupando un lugar mucho más importante del que creíamos antes del análisis sociológico. Este aspecto de la perspectiva sociológica puede aclararse estudiando dos importantes áreas de investigación: el control social y la estratificación social.
[Control Social]
El control social es uno de los conceptos que se usan con más frecuencia en sociología. Se refiere a diversos métodos empleados por una sociedad para poner de nuevo en línea a sus miembros recalcitrantes. Ninguna sociedad puede existir sin un contra) social. Incluso un grupo reducido de personas que se reúnen sólo ocasionalmente tendrá que desarrollar sus mecanismos de control a fin de que el grupo no se disperse en poco tiempo. Se sobreentiende que los medios de control social varían enormemente de una situación social a otra. La oposición a los métodos característicos en una organización de negocios puede significar lo que los jefes de personal llaman una entrevista final, y en la pandilla criminal, el último paseo en automóvil. Los métodos de control varían según el propósito y el carácter del grupo en cuestión. En uno y otro caso, los mecanismos de control funcionan para eliminar al personal indeseable y (como lo expresó clásicamente el rey Cristóbal, de Haití, cuando hizo ejecutar a uno de cada diez hombres en su batallón de trabajo forzado) para “estimular a los demás”.El medio de control social fundamental e, indudablemente, el más antiguo, es la violencia física. En la sociedad salvaje de los niños éste es todavía el más importante.
Pero inclusive en las sociedades gobernadas cortésmente bajo el sistema de las democracias modernas, el argumento final es la violencia. Ningún estado puede existir sin una fuerza policiaca o su equivalente en poder armado. Esta violencia final no puede emplearse con frecuencia. Antes de su aplicación, pueden tomarse innumerables medidas en forma de amonestaciones y reproches. Pero si se desatienden todos los avisos, incluso en cuestiones tan fútiles como el pago de un boleto de tránsito, lo último que sucederá es que un par de policías se presentará en la puerta con unas esposas y el transporte para presos. Incluso el polizonte moderadamente cortés que entrega la primera notificación de infracción de tránsito, es muy probable que vaya armado únicamente por previsión. Y hasta en Inglaterra, aunque generalmente no lo hace, en caso de necesidad sacará su pistola.
En las democracias occidentales, con su énfasis ideológico en el acatamiento voluntario de las reglas legisladas popularmente, la presencia constante de la violencia oficial es un factor al que se le resta importancia. Su importancia se reduce a que todos estén enterados de fa existencia de esta violencia. Este factor es la base fundamental de todo orden político. La opinión del común de la sociedad así la considera y esto tiene algo que ver con la renuencia popular ampliamente difundida a eliminar la pena capital del derecho penal (aunque esta renuencia probablemente también se basa en la estupidez, la superstición y la bestialidad congénita que comparten los juristas con la masa de los ciudadanos). Sin embargo, la afirmación de que el orden político se apoya fundamentalmente en la violencia es igualmente cierta en los estados que han abolido la pena máxima. En ciertas circunstancias, a los soldados de caballería del estado les está permitido el empleo de sus armas en Connecticut en donde (muy a su satisfacción, como lo han expresado libremente) una silla eléctrica adorna la principal institución penal; sus colegas tienen esta misma posibilidad en Rhode Island, en donde la policía y las autoridades de la prisión tienen que pasarse sin esta ayuda. Se sobreentiende que los países que cuentan con una ideología menos democrática y humanitaria, se exhiben y se emplean los instrumentos de violencia con mucho menos cautela.
Puesto que el uso constante de la violencia resultaría impracticable además de poco eficaz, los organismos oficiales encargados del control social confían principalmente en la influencia restrictiva que ejerce la disponibilidad, generalmente conocida, de los medios de violencia. Por diversas razones, esta confianza está justificada como regla general en cualquier sociedad que no se encuentra al borde de una disolución catastrófica (como por ejemplo, en casos de revolución, derrotas de guerra o desastres naturales.) La razón más importante es el hecho de que, incluso en los estados dictatoriales y terroristas, un régimen tiende a lograr aceptación y hasta apoyo con el simple paso del tiempo. Este no es el sitio adecuado para discutir la dinámica sociosicológica de este hecha En las sociedades democráticas la mayoría de la gente tiende por lo menos a compartir los valores en cuyo nombre se emplean los medios de violencia (esto no significa que estos valores sean admirables; por ejemplo: la mayoría de los blancos de algunas comunidades sureñas pueden estar de acuerdo con el empleo de la violencia administrada por los organismos policiacos con el fin de defender la segregación; pero esto no significa que la masa del pueblo apruebe el empleo de los medios de violencia). En cualquier sociedad en funcionamiento la violencia se usa parcamente y como último recurso, ya que la simple amenaza de esta violencia final basta para el ejercicio cuotidiano del control social.
Para nuestro objeto en este tema, lo más importante de subrayar es que casi todos los hombres viven en situaciones en las que, en caso de fracasar todos los demás medios de coacción, la violencia puede emplearse contra ellos oficial y legalmente.
Si se entiende de esta manera el papel de la violencia en el control social, se hace evidente que, por decirlo así, los penúltimos medios de coerción la mayor parte del tiempo son los más importantes para la mayoría de la gente.
Aunque existe cierta tediosa identidad acerca de los métodos de intimidación considerados por los juristas y los policías, los medios menos violentos de control social ponen de manifiesto una gran variedad y algunas veces cierta imaginación. Probablemente inmediatamente detrás de los controles políticos y legales deberíamos colocar la presión económica. Existen pocos medios de coacción tan efectivos como los que amenazan nuestra subsistencia o nuestras ganancias. Tanto las empresas como los obreros utilizan eficazmente esta amenaza como un medio de control en nuestra sociedad. Pero los medios económicos de control son igualmente eficaces fuera de las instituciones llamadas correctamente la economía. Asimismo, las universidades y las iglesias usan las sanciones económicas con igual eficacia para refrenar a su personal de entregarse a una conducta descarriada que, de acuerdo con la opinión de las autoridades respectivas, va más allá de los límites de lo aceptable. De hecho, puede no ser ilegal el que un clérigo seduzca a su organista, pero la amenaza de ser excluido para siempre del ejercicio de su profesión será un control mucho más efectivo para su tentación que la posible amenaza de ir a la cárcel. Indudablemente, no es ilegal que un sacerdote exprese su opinión sobre cuestiones respecto á las cuales la burocracia eclesiástica preferiría guardar silencio, pero la posibilidad de pasar el resto de su vida en parroquias rurales con una remuneración insignificante constituye en verdad un argumento muy poderoso.
Naturalmente, tales argumentos se emplean con más libertad en las instituciones económicas propiamente dichas, pero la administración de sanciones económicas en las iglesias o universidades no difiere mucho en sus resultados finales de la que se emplea en el mundo de los negocios.
Allí donde viven o trabajan seres humanos en grupos compactos, en los cuales son conocidos personalmente y con los que están vinculados por sentimientos de lealtad personal (la clase que los sociólogos llaman grupos primarios), se ejercen mecanismos de control muy potentes y al mismo tiempo muy sutiles para atacar el descarrío efectivo o potencial. Estos son los mecanismos de persuasión, de escarnio, de murmuración y de oprobio. Se ha descubierto que en las controversias de grupo que se prolongan durante cierto período de tiempo, los individuos modifican sus anteriores opiniones para ajustarse a la norma del grupo, la cual corresponde a una especie de punto intermedio aritmético de todas las opiniones representadas en el grupo. El punto de incidencia de esta norma depende obviamente de los elementos que forman el grupo. Por ejemplo, si tenernos un grupo de veinte caníbales discutiendo sobre canibalismo con un individuo no caníbal. Lo más probable es que al final éste comprenda su argumento y, con ciertas reservas para guardar las apariencias (relacionadas, por ejemplo, con el devoramiento de parientes cercanos), se pasará completamente al punto de vista de la mayoría. Pero si tenemos una discusión de grupo entre diez caníbales que consideran la carne humana de un individuo de más de sesenta años demasiado dura para un paladar culto y otros diez caníbales que se empeñan melindrosamente en fijar el límite no más allá de los cincuenta años, lo más probable es que el grupo convenga con el tiempo en que los cincuenta y cinco años es la edad que divide el déjeuner (almuerzo) del débris (desecho) cuando se trate de seleccionar a los prisioneros. Estos son los prodigios de la dinámica de grupo. La causa de esta presión aparentemente inevitable tocante a un consenso tal vez sea un profundo deseo humano de ser aceptado, quizá por cualquier grupo de los que se encuentran en torno nuestro. Como es bien sabido por los terapeutas de grupo, los demagogos y demás especialistas en el campo de la dirección del consenso, este deseo puede manejarse de manera más eficaz.
El ridículo y la murmuración son instrumentos potentes de control social en todas las clases de grupos primarios. Muchas sociedades se valen del ridículo como uno de los principales controles sobre los niños: el niño obedece, no por temor al castigo, sino para que no se rían de él Dentro de nuestra propia cultura más amplia, este método de “bromear” ha constituido una importante medida disciplinaria entre los negros del Sur. Pero la mayoría de los hombres han experimentado el temor glacial de hacer el ridículo en alguna situación social. La murmuración, de la que prácticamente no necesitamos dar detalles, resulta especialmente eficaz en las comunidades pequeñas, en donde la mayoría de la gente pasa su vida en un alto grado de notoriedad social y sujeta a inspección por parte de sus vecinos. En tales comunidades, la murmuración es uno de los principales canales de comunicación, esencial para el mantenimiento de la estructura social. Tanto el ridículo como la murmuración pueden ser manejados deliberadamente por una persona inteligente que tenga acceso a sus líneas de transmisión.
Finalmente, uno de los medios más devastadores de castigo a la disposición de la comunidad humana es el de someter a uno de sus miembros al oprobio y al ostracismo sistemáticos. ; Resulta un poco irónico manifestar que este es uno de los mecanismos de control favoritos para su aplicación a los grupos que se oponen en principio al uso de la violencia. Un ejemplo de ello sería la práctica de la “exclusión” entre los menonitas de Amish. Un individuo que viola uno de los principales tabús del grupo (por ejemplo, el de tener relaciones sexuales con un forastero), es “excluido”. Esto significa que, aunque se le permite continuar trabajando y viviendo dentro de la comunidad, ningún soltero deberá dirigirle la palabra nunca. Es difícil imaginar un castigo más cruel. Pero éstos son los prodigios del pacifismo.
Un aspecto del control social que debe recalcarse es el hecho de que con frecuencia esté basado en pretensiones fraudulentas. Luego nos ocuparemos más ampliamente de la importancia general del fraude en una comprensión sociológica de la vida humana; en este momento, recalcamos simplemente el hecho de que cualquier concepto del control social es incompleto, y por tanto engañoso, a menos que se tome en cuenta este elemento. Un niño puede ejercer un control considerable sobre el grupo de sus iguales, si tiene un hermano mayor al que pueda recurrir en caso de necesidad para que se pelee con cualquiera de los rivales. Sin embargo, a falta de tal hermano, es posible inventar uno. En ese caso, todo dependerá del talento del niño en relaciones públicas para que logre traducir su invención en un control efectivo. En todo caso, esto es indudablemente posible. En todas las formas de control social que hemos expuesto se encuentran presentes las mismas posibilidades de fraude. Este es el motivo de que la inteligencia tenga cierto valor de supervivencia en la competencia con la brutalidad, la malicia y los recursos materiales. Más tarde regresaremos de nuevo a este tema.
Por lo tanto, es posible imaginamos como si nos halláramos en el centro (o sea, en el punto de presión máxima) de un conjunto de círculos concéntricos, cada uno de los cuales representa un sistema de control social. El círculo exterior bien podría representar el sistema social y político bajo el cual nos vemos obligados a vivir. Este es el sistema que, totalmente contra nuestra voluntad, nos gravará con impuestos, nos reclutará para la milicia, nos hará obedecer sus innumerables leyes y reglamentos, en caso necesario nos meterá en la prisión y en último recurso, nos matará.
No es necesario que seamos republicanos con tendencias derechistas para sentirnos preocupados por la expansión siempre creciente del poder de este sistema en todos los aspectos concebibles de nuestra vida. Un ejercicio saludable sería el de anotar durante el lapso de una semana todas las ocasiones, incluyendo las que atañen a problemas fiscales, en las que nos encontramos en desacuerdo con las demandas del sistema político-legal. Podemos dar por terminado este ejercicio añadiendo a la suma total las militas y los períodos de encarcelamiento que podrían acarrearnos las desobediencias del sistema. Inciden talmente, el alivio con que podríamos recuperamos de este ejercicio nos lo proporcionaría quizá el recordar que los organismos de ejecución de las leyes normalmente son corrompidos y de una eficiencia sólo limitada.
Otro sistema de control social que ejerce sus presiones sobre la solitaria figura del centro es el de la moral, las costumbres y los modales. Sólo los aspectos aparentemente más apremiantes (para las autoridades, claro) de este sistema, son investidos de sanciones legales. Sin embargo, esto no quiere decir que sin peligro alguno podamos ser inmorales, excéntricos o groseros. En este caso, todos los demás medios de control social entran en acción. La inmoralidad es castigada con la pérdida de nuestro empleo, la excentricidad con la pérdida de oportunidades para encontrar uno nuevo, y la mala educación con la imposibilidad de que se nos invite a participar en grupos que respetan lo que ellos consideran buenas maneras. El desempleo y el aislamiento pueden ser penas menores comparadas con la de ser arrastrados por los policías, pero en realidad no los juzgan así los individuos que los sufren. La oposición extrema a las costumbres de nuestra sociedad particular, que es totalmente refinada en sus instrumentos de control, puede acarrear una consecuencia más: la de que se nos defina, de común acuerdo, como “enfermos”.
Una dirección burocrática ilustrada (tal como, por ejemplo, las autoridades eclesiásticas de algunas sectas protestantes), ya no arroja a la calle a sus empleados descarriados, sino que los obliga a someterse a un tratamiento impuesto por sus siquiatras consultores. De esta manera, el individuo que tiende a descarriarse (o sea, aquel que no se ajusta a los criterios de normalidad establecidos por la dirección o por su obispo) es amenazado aún con el desempleo y con la pérdida de sus vínculos sociales, pero además de eso es estigmatizado también como una persona que muy bien podría salir del grupo formado por un conjunto de hombres responsables, a menos que dé pruebas de remordimientos (“discernimiento”) y de “resignación” (“respuesta al tratamiento”). Así, los innumerables programas de “consejo”, “dirección” y “terapia” desarrollados en muchos sectores de la vida institucional contemporánea, fortalecen enormemente los instrumentos de control de la sociedad en conjunto y especialmente de aquellas partes de ella en que no pueden invocarse las sanciones del sistema político-legal.
Pero además de estos sistemas ampliamente coercitivos que todo individuo comparte con grandes cantidades de compañeros sometidos también a control, existen otros círculos menos amplios de control a los cuales se encuentra sujeto. Su elección de un oficio (o, lo que a menudo es más exacto, la ocupación a la que por casualidad llega a parar), subordina inevitablemente al individuo a una diversidad de controles que a menudo son bastante severos.
Existen controles formales de juntas encargadas de conceder licencias, de organizaciones profesionales y de sindicatos obreros; por supuesto, esto además de los requisitos formales establecidos por sus patronos particulares. Los controles informales impuestos por colegas y colaboradores resultan igualmente importantes. Por .otra parte, prácticamente no es necesario detenernos demasiado en este punto.
El lector puede idear sus propios ejemplos: el médico que participa en un programa de seguro social, con gastos pagados, de grandes alcances; el empresario de pompas fúnebres que anuncia funerales económicos; el ingeniero industrial, que no toma en cuenta en sus cálculos el que un diseño se haga anticuado; el clérigo que afirma que no está interesado por el número de miembros de su iglesia (o mejor dicho, el que actúa en conformidad, ya que decir, casi todos dicen lo mismo); el burócrata del gobierno que gasta invariablemente menos del presupuesto que se le ha asignado; el ensamblador que se excede de las normas que consideran aceptables sus colegas, y así sucesivamente. Por supuesto, las sensaciones económicas son en estos casos las más frecuentes y eficaces: el médico se ve excluido de todos los hospitales disponibles, el empresario de pompas fúnebres puede ser expulsado de su organización profesional por “conducta poco ética”, el ingeniero puede que tenga que sentar plaza como voluntario del Cuerpo de Paz, al igual que el clérigo y el burócrata (en Nueva Guinea, digamos, en donde hasta ahora no hay diseños anticuados, donde los cristianos son muy escasos y están muy alejados entre sí y en donde la maquinaria gubernamental es lo bastante pequeña para ser relativamente racional), y el ensamblador descubre que todas las partes defectuosas de maquinaria en la fábrica han hallado la manera de congregarse en su banco de trabajo. Pero las sanciones de exclusión social, de desprecio y de ridículo pueden ser igualmente penosas de soportar. El desempeño de cualquier oficio en la sociedad, incluso en empleos humildes, trae consigo un código de conducta que es realmente difícil de contravenir. Generalmente la adhesión a este código resulta tan esencial para el curso de nuestra carrera como la capacidad técnica o la preparación.
E1 control social de nuestro sistema de ocupaciones es tan importante porque el empleo determina nuestra conducta en casi .todos los demás aspectos de nuestra vida: a cuáles asociaciones voluntarias podremos incorporamos, quiénes serán nuestros amigos y el lugar donde podremos vivir. Sin embargo, totalmente aparte de las presiones de nuestro oficio, nuestros demás compromisos sociales imponen también sistemas de control, muchos de ellos menos inflexibles que el del oficio, pero algunos bastante más.
Los códigos que rigen la admisión y continuada pertenencia a muchos clubes y organizaciones fraternales son tan severos como los que determinan quiénes pueden llegar a ser funcionarios ejecutivos 0 1 el manejo de máquinas IBM (algunas veces, afortunadamente para el atormentado candidato, los requisitos pueden ser, de hecho, los mismos).
En las asociaciones menos exclusivas, las reglas pueden ser más flexibles y muy rara vez es excluida alguna persona, pero la vida puede ser tan totalmente desagradable para el inconforme permanente con las costumbres locales de los miembros del grupo, que el seguir participando en él se toma humanamente imposible. Los detalles que abarcan estos códigos no escritos varían, por supuesto, enormemente. Pueden incluir maneras de vestirse, lenguaje, gusto estético, convicciones políticas o religiosas, o simplemente modales en la mesa. Sin embargo, en todos estos casos constituyen círculos de control que circunscriben efectivamente el radio de acción posible del individuo en una situación particular. Finalmente, el grupo humano en el que transcurre lo que llamamos nuestra vida privada, o sea, el círculo de nuestra familia y amigos personales, constituye también un sistema de control. Sería un grave error dar por sentado que éste es forzosamente el más débil de todos, sólo porque no posee los medios formales de coacción de algunos de los demás sistemas de control. Es en este círculo en el que normalmente un individuo tiene sus vínculos sociales más importantes. La desaprobación, la pérdida de prestigio, el ridículo o el desprecio en este grupo íntimo, tiene una importancia sicológica mucho mayor que el encontrar estas mismas reacciones en otra parte. Puede resultar económicamente desastroso que nuestro jefe llegue finalmente a la conclusión de que somos una persona sin valor alguno, pero el efecto sicológico de tal dictamen resulta incomparablemente más destructor si descubrimos que nuestra esposa ha llegado a la misma conclusión. Es más, las presiones de este sistema de control más íntimo pueden aplicarse en los momentos en que estamos menos preparados para ellas. Generalmente, en nuestro trabajo nos encontramos en una posición más adecuada para rehacernos, para estar en guardia y para aparentar que estamos en nuestro elemento. El concepto contemporáneo estadounidense de la “familia”, un conjunto de valores que subraya enérgicamente que el hogar es un sitio para refugiarnos de las tensiones del mundo y un lugar de realización personal, contribuye eficazmente a este sistema de control.
El hombre que cuando menos se encuentra relativamente preparado sicológicamente para luchar en su empleo, está dispuesto a hacer prácticamente cualquier cosa para proteger la precaria armonía de su vida familiar. Por último en orden pero no en importancia, el control social de lo que los sociólogos alemanes han llamado “la esfera de lo íntimo”, resulta especialmente poderoso debido a los mismos factores que entran en la formación de la biografía del individuo. Un hombre escoge a su espesa y a un buen amigo en actos de definición vital de sí mismo. Sus relaciones más íntimas son aquellas con la que debe contar para mantener los elementos más importantes de su imagen propia. En consecuencia, arriesgarse al desmoronamiento de estas relaciones significa arriesgarse a una pérdida total de sí mismo. Por lo tanto, no es extraño que muchos déspotas en su trabajo obedezcan rápidamente a su esposa y retrocedan ante el arqueo de las cejas de sus amigos.
Si regresamos una vez más a la imagen de un individuo colocado en el centro de un grupo de círculos concéntricos cada uno de los cuales representa un sistema de control social, podremos comprender un poco mejor el hecho de que la posición en la sociedad signifique situarse a uno mismo con respecto a muchas fuerzas que los comprimen y coaccionan. El individuo que piensa consecutivamente en toda la gente a la que debe complacer, desde el recaudador de rentas interiores hasta su suegra, concibe la idea de que todos los miembros de la sociedad colocados en una situación superior a la suya harían bien en no descartar esta idea como un desvarío neurótico momentáneo. No es probable que de todos modos el sociólogo fortalezca esta idea, sin importarle lo que otros consejeros puedan decirle para que se desprenda de ella.
[Estratificación Social]
Otro campo importante del análisis sociológico que puede ser útil para explicar todo el significado de la posición en la sociedad, es el de la estratificación social. El concepto de la estratificación se refiere al hecho de que cualquier sociedad se compondrá de niveles que se relacionan entre sí en términos de superordenación y de subordinación, ya sea en poder, privilegios o rango. Para exponerlo de manera más simple, la estratificación significa que toda la sociedad tiene un sistema de jerarquía. Algunos estratos ocupan una posición más alta y otros más baja. La suma de todos ellos constituye el sistema de estratificación de esta sociedad particular.
La teoría de la estratificación es una de las partes más complejas del pensamiento sociológico y sería totalmente ajeno al presente contexto darle cualquier tipo de introducción. Basta decir que las sociedades difieren enormemente en los criterios según los cuales se asigna a los individuos los diversos niveles que han de ocupar, y que los distintos sistemas de estratificación, empleando criterios totalmente diferentes de colocación, pueden coexistir en la misma sociedad.- Evidentemente, son factores muy diferentes los que deciden la posición de un individuo en el esquema de estratificación de la tradicional sociedad de castas hindú de los que determinan su posición en una moderna sociedad occidental. Y los tres galardones principales de la posición social —el poder, los privilegios y el prestigio— a menudo no se superponen recíprocamente, sino que existen lado a lado en los distintos sistemas de estratificación. En nuestra sociedad, a menudo la riqueza conduce al poder político, aunque no ocurre inevitablemente así. También existen individuos poderosos con una riqueza muy escasa. Y el prestigio puede estar relacionado con actividades totalmente ajenas al rango económico o político. Estas advertencias pueden resultar útiles con fines preventivos cuando procedemos a examinar la forma en que la posición en la sociedad implica al sistema de estratificación, con su enorme influencia en toda nuestra vida.
El tipo de estratificación más importante en la sociedad contemporánea occidental es el sistema de clases. El concepto de clase, como la mayoría de los conceptos en la teoría de estratificación, ha sido definido de maneras diferentes. Para nuestros fines, basta considerar la clase como un tipo de estratificación en el que nuestra posición general dentro de la sociedad se determina básicamente por criterios económicos. En una sociedad corno ésta, la posición que alcanzamos generalmente es más importante que aquella en la que nacimos (aunque la mayoría de la gente reconoce que la última ejerce una enorme influencia sobre la primera). Además, una sociedad de clases es una en la que existe por regla general un alto grado de movilidad social. Esto significa que las posiciones sociales no están establecidas de manera inmutable, que mucha gente cambia sus posiciones por una mejor o una peor en el curso de su vida y que, en consecuencia, ninguna posición parece totalmente segura. Como resultado de ello, los atavíos simbólicos de nuestra posición son muy importantes. Esto es, mediante el uso de diferentes símbolos (tales como objetos materiales, maneras de comportarse, gustos y lenguaje, tipos de asociación e incluso opiniones apropiadas), seguimos demostrando ante el mundo la posición a que hemos llegado. Esto es lo que los sociólogos llaman simbolismo de la condición social, y es un factor importante en los estudios de la estratificación.
Max Weber ha definido la clase en función de las esperanzas que puede abrigar razonablemente un individuo en la vida. En otras palabras, nuestra posición desde el punto de vista de la clase nos da ciertas probabilidades u oportunidades de vida, respecto a la suerte que podemos esperar en la sociedad. Todos reconocen que esto es así en términos estrictamente económicos. Una persona perteneciente a la clase media superior de, por ejemplo, veinticinco años de edad, tiene mejores probabilidades de poseer un hogar en un barrio residencial, dos automóviles y una casa de campo en el Cabo dentro de diez años, que su coetáneo que ocupa una posición de clase media inferior, Esto no quiere decir que éste último no tenga absolutamente ninguna oportunidad de lograr estas cosas, sino simplemente que actúa con una desventaja estadística.
Esto difícilmente puede sorprender a nadie, puesto que para empezar, la clase fue definida en términos económicos, y el proceso económico normal garantiza que los que tienen ahora, en el futuro tendrán mucho más. Pero la clase determina oportunidades de vida en aspectos que no se limitan a la situación económica propiamente dicha. Nuestra clase determina la cantidad de educación que probablemente recibirán nuestros hijos. Determina las medidas de atención médica de que disfrutamos nosotros y nuestra familia y, por lo tanto, nuestra longevidad o expectativa de vivir: oportunidades de vida en el sentido literal de la palabra. Las clases más elevadas de nuestra sociedad están mejor alimentadas, mejor alojadas, poseen una educación mejor y viven más en promedio que los ciudadanos menos afortunados. Estas observaciones pueden ser perogrulladas, poro nos parecen más importantes si observamos que existe una correlación estadística entre la cantidad de dinero que ganamos per annum y el número de años que podemos esperar permanecer en la tierra. Pero la importancia de la ubicación dentro del sistema de clase llega aún más lejos que esto.
Las diferentes clases en nuestra sociedad no sólo viven de manera diferente desde el punto de vista cuantitativo sino también desde el cualitativo. Un sociólogo de méritos, contando con dos índices básicos de clase tales como el ingreso y el oficio, puede hacer una larga lista de predicciones acerca del individuo en cuestión, aun cuando no cuente con ninguna otra información. Gomo todas las predicciones sociológicas, éstas tendrán un carácter estadístico. Esto es, serán afirmaciones basadas en probabilidades y tendrán un margen de error. A pesar de ello, pueden hacerse con una buena dosis de seguridad. En posesión de estos dos detalles de información respecto al individuo, el sociólogo podrá hacer inteligentes conjeturas acerca dé la parte de la ciudad en que reside el individuo, así como respecto a las dimensiones y estilo de su casa.
También podrá proporcionar una descripción general de la decoración interior de la casa, y conjeturar la clase de cuadros que adornarán las paredes y los libros o revistas que encontraremos probablemente en las repisas de la sala. Además, podrá adivinar el tipo de música que le gusta oír al individuo en cuestión, y si satisface este gusto asistiendo a los conciertos, poniendo el tocadiscos o la radio. Pero el sociólogo puede .hacer mucho más. Puede predecir en qué asociaciones voluntarias ha ingresado el individuo y a la iglesia a que pertenece. Puede calcular el vocabulario del individuo, formular ciertas reglas aproximadas de su sintaxis y demás usos del lenguaje. Puede adivinar la afiliación política del individuo y sus puntos de vista acerca de algunos asuntos públicos. Puede predecir el número de niños engendrados por él y si éste tiene relaciones sexuales con su esposa con las luces prendidas o apagadas. Será capaz de hacer ciertas afirmaciones acerca de la probabilidad de que el sujeto sufra algunas enfermedades, tanto físicas como mentales. Como ya hemos observado, estará en condiciones de colocar al hombre en la tabla de cálculos de un actuario en la cual se registra su presunta longitud de vida. Finalmente, si el sociólogo se decide a verificar todas estas conjeturas y solicita una entrevista al individuo en cuestión, puede calcular la probabilidad de que éste se niegue a concedérsela.
Muchos de los elementos a que acabamos de referimos son puestos en vigor por controles externos en el medio ambiente de cualquier clase determinada. Así, el ejecutivo de una compañía que tiene una casa y una esposa “inconvenientes”, se verá sujeto a grandes presiones para que cambie ambas. Al individuo de dase obrera que desea afiliarse a una iglesia de la clase media superior se le hará saber en términos inequívocos que “podría ser mucho más feliz en otra parte”. O el niño de la clase media inferior que gusta de la música de cámara se verá sometido a grandes presiones para que cambie esta aberración por intereses musicales que estén más de acuerdo con los de su familia y sus amigos. Sin embargo, en muchos de estos casos la aplicación de controles externos resulta totalmente innecesaria, porque en realidad existen muy pocas probabilidades de que alguien se desvíe. La mayoría de los individuos que tienen por delante una carrera ejecutiva, se casan con la clase de mujer “adecuada” (el tipo de mujer que ha llamado David Riesman “vehículo de posición social” actuando prácticamente de manera instintiva; y la mayoría de los niños de la clase media inferior tienen formados sus gustos musicales desde temprana edad de tal manera que son relativamente inmunes a los halagos de la música de cámara. £1 medio ambiente de cada dase social forma la personalidad de sus miembros mediante innumerables influencias que comienzan desde su nacimiento y los conducen hasta la graduación de la escuela preparatoria, o hasta el reformatorio, según el casó. Solamente cuando estas influencias formativas dejan de alcanzar por alguna razón su objetivo, es necesario que entren en acción los mecanismos de control social. Por lo tanto, al tratar de comprender la importancia de la clase, no sólo estamos considerando otro aspecto del control social, sino que empezamos a captar la forma en que la sociedad se introduce en lo más profundo de nuestra conciencia, tema que expondremos más ampliamente en el siguiente capítulo.
A estas alturas es necesario subrayar que estas observaciones sobre la clase no intentan de ninguna manera ser una denuncia indignada de nuestra sociedad. Indudablemente, existen algunos aspectos de las diferencias de clase que podrían modificarse mediante ciertos tipos de dirección social, tales como la discriminación de clases en la educación y las desigualdades de clase en la atención médica. Pero ninguna mayor o menor cuantía de dirección social cambiará, el hecho básico de que los distintos medio ambientes sociales ejercen diferentes presiones sobre sus miembros, o de que algunas de estas presiones conducen al éxito más que otras, tal como se ha definido el éxito en esta sociedad particular. Existen buenas razones para creer que algunas de las características fundamentales de un sistema de clase, tal como el que acabamos de delinear, se encontrarán en todas las sociedades industriales o en proceso de industrialización, incluyendo las dirigidas por regímenes socialistas que niegan la existencia de la clase en su ideología oficial. Pero si la situación en un estrato social en contraste con otro tiene estas consecuencias trascendentales en una sociedad relativamente tan “libre” como la nuestra, podemos imaginar fácilmente cuáles serán las consecuencias en sistemas más “cerrados”. Recurrimos aquí una vez más al instructivo análisis de Daniel Lemer acerca de las sociedades tradicionales del Medio Oriente, en las que la posición social- determinaba la identidad y las esperanzas de un individuo (incluso en la imaginación) hasta un punto que la mayoría de los occidentales hoy día encuentran difícil hasta de comprender. Sin embargo, las sociedades europeas antes de la revolución industrial no eran demasiado diferentes, en la mayoría de sus estratos, del modelo tradicional de Lemer. En tales sociedades, podemos inferir y recomponer la existencia integra de un hombre con sólo una mirada a su posición social, igual que podemos dar un vistazo a la frente de un hindú y observar en ella la señal de su casta.
Sin embargo, inclusive en nuestra propia sociedad, superpuestos, por decirlo así, sobre el sistema de clase, existen otros sistemas de estratificación mucho más rígidos, y por los tanto mucho más determinantes de la vida íntegra de un individuo, que el de clase. Un ejemplo notable de esto en la sociedad estadounidense es el sistema racial, que la mayoría de los sociólogos consideran como una variedad del de castas. En tal sistema, la posición social básica del individuo (esto es, su asignación al grupo de casta que le corresponde) es determinada al nacer. Cuando menos en teoría, no tiene absolutamente ninguna posibilidad de cambiar esta posición en el curso de su vida. Un hombre podrá llegar a ser todo lo rico que quiera, pero seguirá siendo negro. O un individuo puede caer tan bajo como es posible hacerlo en relación con las costumbres de la sociedad, y a pesar de eso seguirá siendo blanco. Un individuo nace en su clase social, debe vivir toda su vida dentro de ella' y dentro de todas las limitaciones de conducta impuestas por ésta. Y, naturalmente, debe casarse y procrear hijos dentro de esta clase social. En realidad, al menos en nuestro sistema racial, existen algunas posibilidades de “engaño”: o sea, la costumbre de los negros de piel clara que “pasan” por blancos. Pero estas posibilidades contribuyen muy poco a cambiar la eficacia total del sistema.
Las deprimentes realidades del sistema racial estadounidense son demasiado bien conocidas para que necesitemos dar muchos detalles a su respecto. Es evidente que la posición social de un individuo negro (por supuesto, esto sucede mucho más en el Sur que en el Norte, pero con menos diferencias entre las dos regiones de las que admiten generalmente los gazmoños blancos del Norte), entraña un encauzamiento de las posibilidades de subsistencia mucho más estrecho del que tiene lugar por el factor de clase. En realidad, las posibilidades de movilidad de clase del individuo son determinadas de manera mucho más definida por su posición racial, puesto que algunas de las incapacidades más severas de esta última tienen un carácter económico. Por lo mismo, la conducta, las ideas y la identidad sicológica de un hombre son determinadas en forma mucho más decisiva por la raza que por la clase.
La fuerza restrictiva de esta posición puede observarse en su forma más pura (si es que puede aplicarse tal adjetivo, inclusive en un sentido casi químico, a un fenómeno tan irritante) en la etiqueta radal de la sociedad tradicional de los estados del Sur, en los que cada caso aislado de acción recíproca entre miembros de las dos castas era regulado en un ritual estilizado cuidadosamente planeado para honrar a una de las partes y humillar a la otra. Por la más ligera desviación del ritual, un negro se arriesgaba al castigo físico y un blanco al oprobio más extremo. La raza era un factor infinitamente más determinante que el lugar en el que pudiera residir un individuo o las personas con las que pudiera asociarse. Determinaba el acento lingüístico, los gestos, los chistes, e incluso se adentraba en los sueños de salvación de un individuo. En un sistema semejante, los criterios de estratificación llegan a convertirse en obsesiones metafísicas, como en el caso de la dama sureña que expresaba la convicción de que su cocinera iría con toda seguridad al cielo de los negros.
Un concepto empleado comúnmente en la sociología es el de la definición de la situación. Inventado original mente por el sociólogo estadounidense W. I. Thomas, significa que una situación social es tal como la definen sus, participantes. En otras palabras, para los fines del sociólogo, la realidad es cuestión de definición. De ahí que el sociólogo deba analizar seriamente muchas facetas de la conducta humana que son absurdas y desilusionantes. En el ejemplo del sistema racial que dimos hace un momento, un antropólogo biólogo o físico puede echar una ojeada a las creencias raciales de los blancos del Sur y declarar que estas creencias son totalmente erróneas. En ese caso puede descartarlas considerando que no son sino una mitología más creada por la ignorancia y la mala voluntad humanas, recoger sus bártulos y regresar a casa. Sin embargo, la tarea del sociólogo sólo comienza en ese momento.
No es ninguna ayuda para él descartar la ideología racial del Sur por considerarla una imbecilidad científica. Muchas situaciones sociales son controladas eficazmente por las definiciones de los tontos. En realidad, la imbecilidad que define la situación forma parte del material del análisis sociológico. Así, la comprensión funcional que tiene el sociológico de la “realidad” es algo peculiar, y de esto nos ocuparemos de nuevo después. Por el momento lo más importante es señalar que los controles inexorables por medio de los cuales la posición social determina nuestras vidas no pueden suprimirse bajando del pedestal las ideas que rodean estos controles.
Pero hay algo más que añadir. Nuestras vidas no son dominadas únicamente por tas sandeces de nuestros contemporáneos, sino también por las de hombres que han muerto hace mucho tiempo. Es más, toda tontería gana crédito y reverencia con cada año que pasa después de su promulgación original. Como ha señalado Alfred Schuetz, esto significa que toda situación social en que nos encontremos no sólo es definida por nuestros coetáneos, sino que ya fue definida antes por nuestros antecesores. Puesto que no nos es posible hablar con nuestros antepasados, generalmente es más difícil librarse de sus interpretaciones erróneas que de las que se elaboran en nuestra misma vida. Podemos ver este hecho en el aforismo de Fontanelle de que los muertos son más poderosos que los vivos.
[Instituciones]
Es importante recalcar esto porque nos demuestra que incluso en las áreas en donde la sociedad nos permite aparentemente cierta facultad para elegir, la mano poderosa del pasado reduce nuestras alternativas. Volvamos, por ejemplo, a un episodio evocado anteriormente: la escena en que una pareja de enamorados se sienta a la luz de la luna. Imaginemos además que esta sesión iluminada por la luna resulta la decisiva, la entrevista en la que se hizo y fue aceptada una proposición de matrimonio. Ahora bien, sabemos que la sociedad contemporánea impone grandes limitaciones a esta elección, facilitándola enormemente entre parejas que encajan en las mismas categorías social-económicas y colocando considerables obstáculos en el camino de las que pertenecen a diferentes categorías.
Pero es igualmente evidente que incluso cuando los que viven aún no hacen intentos conscientes por limitar la elección de los participantes en este drama particular, los muertos dejaron escrito desde hace mucho tiempo el argumento o sinopsis de casi todos los pasos que se dan. La idea de que la atracción sexual puede transformarse en una emoción romántica fue concebida y aderezada por trovadores de melancólica voz que daban gusto a la imaginación de damas aristocráticas que vivieron alrededor del siglo XII. La idea de que un hombre debe fijar su impulso sexual permanente y exclusivamente en una sola mujer, con quien debe compartir el lecho, el baño y el aburrimiento de un millar de desayunos con los ojos nublados aún por el sueño, fue creada un poco antes por teólogos misantrópicos. Y la suposición de que la iniciativa en el establecimiento de este maravilloso convenio debería estar en manos del hombre, sucumbiendo graciosamente la mujer ante la impetuosa embestida de su galanteo, se remonta a épocas prehistóricas cuando los salvajes guerreros invadieron por primera vez alguna pacífica aldea matriarcal, arrastrando consigo a las chillonas hijas hasta sus cabañas maritales.
Lo mismo que estos venerables antepasados han decidido el marco de referencia básico dentro del cual se desarrollarán las pasiones de nuestra pareja ejemplar, así cada paso de su noviazgo ha sido definido y fabricado previamente y, si queremos decirlo así, “determinado”. No es únicamente que dé por sentado que se enamoren y celebren un matrimonio monógamo en el que ella renuncia a su apellido y él a su solvencia; que este amor deba ser manufacturado a toda costa o el matrimonio parecerá poco sincero a todos los interesados y que el estado y la iglesia vigilarán con ansiosa atención el ménage una vez que éste se establece: todas suposiciones fundamentales maquinadas siglos antes del nacimiento de los protagonistas. Cada paso de su noviazgo está proyectado también en el ritual social y, aunque siempre existe cierta libertad para las improvisaciones, es probable que tantas restricciones pongan en peligro el éxito de toda la operación. De esta manera, nuestra pareja progresa predeciblemente (con lo que un abogado llamaría la “celeridad debida premeditada”) de las citas para el cine a las citas en la iglesia, hasta los compromisos para reunirse con la familia; de tomarse de las manos hasta las exploraciones a manera de ensayo de lo que planeaban originalmente guardar para después; de los planes para pasar la tarde hasta los planes para la construcción de su casa suburbana, ocupando la escena a la luz de la luna su lugar adecuado en esta secuencia ceremonial.
Ninguno de ellos ha inventado este juego o una parte de él. Únicamente han decidido que lo compartirán uno con el otro, en lugar de hacerlo con otros posibles compañeros.
Tampoco tienen muchas alternativas acerca de lo que ha de suceder después del necesario ritual de intercambio de la pregunta y la respuesta. La familia, los amigos, el clero, los vendedores de joyas y de seguros de vida, los floristas y decoradores de interiores, aseguran que el resto de la partida se jugará también de acuerdo con las reglas establecidas. En realidad, estos guardianes de la tradición tampoco tienen que ejercer mucha presión sobre los protagonistas principales, puesto que las expectativas de su mundo social han sido erigidas mucho tiempo atrás dentro de sus propios proyectos para el futuro: ellos desean precisamente lo que la sociedad espera de ellos.
Si esto es así en los aspectos más íntimos de nuestra existencia, es fácil imaginar que lo mismo sucede en casi toda situación social con la que tropecemos en el curso de la vida. La mayoría de las veces el juego ya ha sido “determinado” mucho antes de que lleguemos a la escena.
Y la mayor parte del tiempo lo único que podemos hacer es jugarlo, con más o menos entusiasmo. El profesor que se planta frente a sus alumnos, el juez que pronuncia la sentencia, el predicador que fastidia a su auditorio, el comandante que ordena a sus tropas que entren en la batalla, todos estos personajes llevan a cabo actividades que han sido definidas de antemano dentro de límites muy estrechos. Y los poderosos sistemas de controles y sanciones permanecen en defensa de estos límites.
Tras estas consideraciones, podemos llegar ahora a una comprensión más profunda del funcionamiento de las estructuras sociales. Un concepto sociológico muy útil en el que podemos basar esta comprensión es el de la “institución”. Una institución se define comúnmente como un complejo distintivo de actos sociales». Así, podemos hablar de la ley, de la clase, del matrimonio o de la religión organizada como instituciones establecidas. Sin embargo, tal definición no nos dice de qué manera se relaciona la institución con las acciones de los individuos implicados.
Amold Gehlen, un científico social alemán contemporáneo, ha dado una respuesta sugestiva a esta pregunta. Gehlen considera que la institución es un organismo regulador que canaliza las acciones humanas en forma muy semejaste a la manera en que les instintos canalizan la conducta animal. En otras palabras, las instituciones proporcionan maneras de actuar por medio de las cuales es modelada y obligada a marchar la conducta humana, en canales que la sociedad considera los más con valientes. Y este truco se lleva a cabo haciendo que estos canales le parezcan al individuo los únicos posibles; Tomemos un ejemplo. Puesto que a los gatos no hay que enseñarles a cazar ratones, aparentemente existe algo en las dotes congénitas de un gato (un instinto, si les gusta el término) que lo hace comportarse de esta manera.
Presumiblemente, cuando un gato ve un ratón, hay algo dentro de él que le insiste: ¡Come! ¡Come! El gato no opta exactamente por obedecer esta voz interior. Simplemente sigue la ley de lo más profundo de su ser y arranca tras el desventurado ratón (que, suponemos, tiene una voz interior que le repite ¡corre! ¡corre!). Como Lutero, el gato no puede hacer otra cosa. Pero permítasenos desviamos de nuevo hacia la pareja de la que nos ocupamos anteriormente con tan manifiesta falta de benevolencia.
Cuando nuestro joven vio por primera vez a la muchacha destinada a provocar la representación a la luz de la luna (o, si no la primera vez, poco tiempo después), también se encontró escuchando una voz interior que le daba una orden clara y perentoria. Y su conducta posterior demuestra que también para él esta voz fue irresistible. No, esta orden no es lo que probablemente está pensando el lector — este imperativo que comparte congénitamente nuestro joven con los jóvenes gatos, chimpancés y cocodrilos, la cual no nos interesa por el momento. La orden que nos interesa es la que le dice ¡Cásate! ¡Cásate! Porque, a diferencia del otro, este imperativo no nació con el joven. Le fué inculcado por la sociedad, reforzado por las innumerables presiones de la erudición familiar, la educación moral, la religión y los medios publicitarios de masas. En otras palabras, el matrimonio no es un instinto sino una institución.
A pesar de ello, la forma en que encauza la conducta dentro de canales determinados con anterioridad es muy similar a cómo se comportan los instintos cuando se les mantiene dominados. Esto se evidencia si tratamos de imaginar lo que haría nuestro joven en ausencia del imperativo institucional. Por supuesto, podría hacer un número casi infinito de cosas.
Podría tener relaciones sexuales con la muchacha, abandonarla y no volver a verla jamás. Podría esperar basta que nazca su primer hijo y entonces pedir a su tío materno que lo críe. O podría acercarse a tres compañeros suyos y preguntarles si querrían tomar conjuntamente a la muchacha como su mujer común. O podría incorporarla en su harem junto con las veintitrés mujeres que viven ya en él. En otras palabras, en vista del impulso de su sexo y de su interés en esta muchacha particular, se encontraría verdaderamente en u n apuro. Inclusive suponiendo que haya estudiado antropología y que sepa que todas las alternativas mencionadas anteriormente son cosa normal en alguna cultura humana, todavía pasaría momentos difíciles para decidir cuál de esas alternativas sería más conveniente seguir en este caso. Ahora podemos comprender lo que hace por él el imperativo institucional. Lo protege de esta situación apurada. Le cierra todas las demás alternativas, en favor de la que su sociedad ha fijado previamente para él. Inclusive excluye estas otras opiniones de su conciencia. Le da a conocer una fórmula: lo que debe hacerse cuando se ama es casarse. Todo lo que debe hacer ahora es volver sobre los pasos preparados para él en este programa. Esto puede tener de por sí bastantes dificultades, pero son de un orden muy diferente de aquellos a que se enfrentaba un protohombre que se encontraba con una protomujer en un claro de la selva primitiva teniendo que lograr a fuerza de trabajo un modus vivendi viable con ella. En otras palabras, la institución del matrimonio sirve para canalizar la conducta de nuestro joven y para hacer que obre de acuerdo con el modelo. La estructura institucional de la sociedad suministra la tipología a nuestras acciones. Sólo muy rara vez estamos en posición de idear nuevos tipos para que nos sirvan después de modelo.
Casi todos tenemos la alternativa máxima entre el tipo A y el B, los cuales han sido definidos para nosotros a priori Así, podríamos preferir ser artistas en vez de hombres de negocios. Pero en cualquier caso, nos encontraremos con definiciones bastante precisas de lo que debemos hacer después. Y ninguno de los dos modos de vida habrán sido inventados por nosotros mismos.
Otro aspecto más del concepto de la institución de Gehlen en el que debemos hacer hincapié, porque será de gran importancia en nuestro argumento, es lo inevitable que son aparentemente sus imperativos. El joven de tipo promedio en nuestra sociedad no sólo rechaza las opciones de poliandria y poligamia, sino que, al menos en lo que se refiere a sí mismo, las considera literalmente inconcebibles.
Cree que el método de acción determinado institucionalmente es el único que se sería posible adoptar, el único para el que está ontológicamente capacitado. Posiblemente el gato, si reflexionase sobre sus persecuciones a la caza de ratones, llegaría a la misma conclusión. La diferencia es que el gato tendría razón de llegar a esta conclusión, en tanto que el joven no. Por lo que nos es dado conocer, un gato que se negase a cazar ratones sería una monstruosidad biológica, posiblemente el resultado de una alteración maligna, y sin duda alguna un traidor a la esencia misma de la raza felina. Pero todos sabemos muy bien que tener muchas esposas o ser uno de los muchos maridos de una mujer no es una traición a la humanidad, en cualquier sentido biológico, ni siquiera a la virilidad. Y puesto que para los árabes es biológicamente posible tener lo primero y para los tibetanos ser lo segundo, también debe ser biológicamente posible para nuestro joven. En realidad, sabemos que si a éste lo hubiesen raptado de su cuna y lo hubiesen embarcado con rumbo a costas lejanas a una edad lo bastante temprana, no habría sido criado para ser el muchacho animoso y bastante sentimental de nuestra escena a la luz de la luna, sino que se habría convertido en un vigoroso polígamo en Arabia, o en un satisfecho marido múltiple en Tibet. O sea, que se está engañando a sí mismo (o, más correctamente, está siendo engañado por la sociedad) cuando considera inevitable su método de acción a este respecto. Esto significa que toda estructura institucional debe depender de un engaño y que toda existencia en sociedad lleva consigo un elemento de mala fe.
A primera vista, esta idea nos puede parecer totalmente deprimente, pero como veremos, en realidad nos ofrece la primera visión de un aspecto de la sociedad menos determinista del que hemos obtenido hasta ahora.
Sin embargo, por el momento, nuestras consideraciones de la perspectiva sociológica nos han llevado hasta un punto en el que la sociedad se parece más a una prisión, una gigantesca Alcatraz, que a cualquier otra cosa. Hemos pasado de la satisfacción infantil de tener una dirección, unas señas, a la comprensión adulta de que la mayoría de las cartas son desagradables. Y la comprensión sociológica tan sólo nos ha ayudado a identificar más de cerca a todos los personajes, muertos o vivos, que tienen el privilegio de sentarse en lugar más prominente que el nuestro.
El enfoque de la sociología que se acerca más a la expresión de este tipo de aspecto de la sociedad es el enfoque asociado con Emile Durkheim y su escuela. Durkheim subrayó que la sociedad es un fenómeno sui generis, es decir, nos pone frente a una realidad muy sólida que no puede reducirse ni traducirse a otros términos. Afirmó después que las realidades sociales son “cosas” que poseen una existencia objetiva ajena a nosotros tal como los fenómenos de la naturaleza. Lo hizo principalmente para proteger a la sociología de ser engullida por los sicólogos de mentalidad imperialista, pero su concepto tiene una importancia que va más allá de este interés metodológico. Una “cosa” es algo parecido a una roca que, por ejemplo, se atraviesa en nuestro camino y que no podemos mover por el hecho de desear que no exista o imaginando que tiene una forma diferente. Una “cosa” es algo contra lo cual podemos arrojamos en vano, algo que existe contra todos nuestros deseos y esperanzas y que, finalmente, puede caer sobre nuestra cabeza y matamos. Es en este sentido en el que la sociedad es una colección de “cosas”. La ley ejemplifica esta cualidad de la sociedad tal vez más claramente que cualquier otra institución social.
Si seguimos atentamente la concepción de Durkheim, entonces la sociedad se presenta ante nosotros como un artificio objetivo. Está ahí, como algo que no puede negarse y que debemos tener en cuenta; La sociedad es externa para nosotros. Nos circunda, rodea nuestra vida por todos lados. Estamos dentro de la sociedad, ubicados en sectores específicos del sistema social. Esta ubicación determina y define de antemano casi todos nuestros actos, desde el lenguaje hasta la etiqueta, desde las creencias religiosas que defendemos hasta la probabilidad de que cometamos un suicidio. Nuestros deseos no se toman en consideración en este problema de la ubicación social y nuestra resistencia intelectual a lo que la sociedad prescribe o proscribe a menudo no tiene ningún valor y, en el mejor de los casos, vale muy poco. La sociedad, como un hecho objetivo y externo, se enfrenta a nosotros especialmente en forma de restricción. Sus instituciones modelan nuestros actos e incluso plasman nuestras esperanzas. Estas nos recompensan en la medida en que permanezcamos dentro de los límites de las funciones que se nos han asignado. Si nos salimos de estos límites, la sociedad dispone de una variedad casi infinita de instrumentos de control y de coerción.
Las sanciones de la sociedad, en cualquier momento de la existencia, son capaces de mantenemos aislados en medio de nuestros compañeros, de exponemos al ridículo, de privarnos del sustento y de nuestra libertad, y en el último de los casos, de despojamos de nuestra propia vida. El derecho y la moral de la sociedad pueden crear amplias justificaciones para cada una de estas sanciones y la mayoría de nuestros semejantes las aprobarán si son empleadas contra nosotros en castigo por nuestro descarrío. Finalmente, estamos situados dentro de la sociedad no sólo en espacio sino también en tiempo. Nuestra sociedad es una entidad histórica que se extiende temporalmente más allá de cualquier vida individual. La sociedad nos precede y sobrevivirá después de nuestra muerte. Existía ya antes de nuestro nacimiento y existirá después de nuestra desaparición. Nuestras vidas no son sino episodios en su marcha majestuosa a través del tiempo. En resumen, la sociedad es la muralla que nos aprisiona en la historia.
Peter Berger: El hombre en la sociedad [Control social, Estratificación social e Instituciones] |
Introducción a la sociología
Peter Berger
Cap. 4: La perspectiva sociológica: El hombre en la sociedad.
1963
Fuente: Berger, Peter. Introducción a la sociología. Editorial Limusa Wiley, México, 1967.
Índice de textos de Introducción a la sociología o Invitación a la sociología de Peter Berger (1963)
Peter Beger: Alternación y biografía (Cap. 3 de Introducción a la sociología, 1963)
Una reseña de la obra 'Introducción a la sociología' de Peter Berger (1963)
Introducción a la sociología de Peter Berger (1963)
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