Georg Simmel: La moda (Sobre la aventura) [1911]

La moda

Georg Simmel

Georg Simmel: La moda. Sobre la aventura
Georg Simmel: Sobre la aventura

Tomado de Simmel, Georg. Sobre la aventura. Ensayos de estética. Ed. Penímnsula, Barcelona, 2002.


La vida como dualismo

Nuestra manera de interpretar los fenómenos de la vida nos hace sentir en cada punto de la existencia una pluralidad de fuerzas. Cada una de éstas se nos presenta como aspirando a ser ilimitada, rebosando de su manifestación real; pero al quebrar su infinitud contra las demás, queda convertida en mera tendencia y anhelo. En toda actividad, aun la más fecunda y que más parezca agotar su potencia, advertimos algo que no ha podido llegar a plena exteriorización. Como esto es debido a la mutua limitación que los elementos antagónicos se imponen, resulta que, precisamente en su dualismo, descubrimos la unidad de la vida integral. Porque en esta tendencia de toda energía íntima a trascender la medida de su manifestación visible es donde adquiere la vida aquella característica riqueza de posibilidades nunca agotadas que completa su realidad, siempre fragmentaria; sólo en virtud de ello nos permiten sus apariencias sospechar fuerzas más profundas, tensiones más contenidas, colisiones y paces de especié más dilatada que las patentes en el aspecto inmediato de la existencia.

No es posible describir directamente este dualismo. Hay que contentarse con mostrarlo en cada una de las típicas contraposiciones que pueblan nuestra vida, contraposiciones que aquel dualismo conforma y regula. La base fisiológica de nuestro ser nos ofrece la primera indicación; necesitamos del movimiento no menos que de la quietud, de la productividad como de la receptividad. En la vida espiritual se prolonga esta doble exigencia y nos guía el afán de generalización, a la par que la necesidad de captar lo singular; aquél proporciona la quietud a nuestro espíritu, mientras que la particularización le hace moverse de caso en caso. Lo propio acontece en la vida afectiva: no procuramos menos nuestro tranquilo abandono a hombres y cosas, que, viceversa, la enérgica afirmación de nuestra persona frente a unos y otras. La historia entera de la sociedad puede desarrollarse al filo de las luchas y compromisos, de las conciliaciones lentamente logradas y pronto deshechas que tienen lugar entre el impulso a fundirnos con nuestro grupo social y el afán de destacar fuera de él nuestra individualidad.

La oscilación de nuestra alma entre ambos polos podrá corporizarse filosóficamente en una oposición doctrinal: de un lado, la tesis según la cual todo es uno; de otro, el dogma para el que cada elemento del universo es incomparable y algo aparte; podrá asimismo manifestarse prácticamente en el combate entre socialismo e individualismo; siempre se tratará de una y misma dualidad, que, a la postre, se revela en la imagen biológica de la oposición entre herencia y variación. Aquélla es el agente de lo genérico, de la unidad, de la tranquila igualdad de las formas y contenidos vitales; ésta, de la movilidad, de la variedad de elementos particulares que producen la inquieta evolución y tránsito de un contenido individual a otro. Cada forma esencial que la vida ha presentado en la historia de nuestra especie significa una manera peculiar de conseguir, dentro de su órbita, la reunión de la permanencia, unidad e igualdad con sus contrarios, mutación, particularismo y singularidad.


Moda e imitación

Esta contraposición toma también cuerpo en el orden social. Y allí, uno de sus lados suele estar sostenido por la propensión psíquica a la «imitación». Podría considerarse la imitación como una herencia psicológica, como el tránsito de la vida en grupo a la vida individual. Su fuerte está en que nos hace posible obrar con sentido y de manera conveniente, aun en los casos en que nada personal y original se nos ocurre. Podría llamársela la hija que el pensamiento tiene con la estupidez.

La imitación proporciona al individuo la seguridad de no hallarse solo en sus actos, y, además, apoyándose en las anteriores ejecuciones de la misma acción como en firme cimiento, descarga nuestro acto presente de la dificultad de sostenerse a sí mismo. Engendra, pues, en el orden práctico la misma peculiar tranquilidad que en el científico gozamos cuando hemos subsumido un fenómeno bajo un concepto genérico. Cuando imitamos, no sólo transferimos de nosotros a los demás la exigencia de ser originales, sino también la responsabilidad por nuestra acción. De esta suerte se libra el individuo del tormento de decidir y queda convertido en un producto del grupo, en un receptáculo de contenidos sociales. El instinto imitativo, como principio de la vida, caracteriza un estadio de la evolución en que existe ya el deseo de actuar de modo adecuado por propia cuenta, pero falta aún la capacidad de dar a ese deseo contenidos individuales.

El progreso sobre este estadio se verifica cuando, además de lo conocido, pasado y tradicional, comienza el futuro a determinar el pensamiento, la acción y el sentimiento. El hombre teleológico, es decir, el hombre que obra en vista de finalidades, es el polo opuesto al hombre imitador, que actúa, no “para” lograr tal o cual fin, sino meramente “porque” los demás obran así. En todos los fenómenos donde es un factor influyente, corresponde, pues, la imitación a una de las tendencias básicas propias a nuestro ser; a aquella que se satisface en la fusión de lo singular con lo general y que acentúa lo permanente en lo que cambia. Por el contrario, dondequiera que se busque el cambio en lo permanente, la diferenciación individual, el distinguirse de la generalidad, obrará la imitación como un principio negativo y una rémora. Ahora bien, el afán de persistir en lo conocido y hacer lo mismo y ser lo mismo que los otros es un enemigo irreconciliable del ansia opuesta, que quiere avanzar hacia nuevas y propias formas de vida. Y como estos dos principios son igualmente ilimitados cada uno por sí, la vida social se convierte en el campo de batalla donde cada palmo es disputado por ambos, y las instituciones sociales vendrán a ser conciliaciones —siempre efímeras— donde su persistente antagonismo toma el cariz de una cooperación.

Con esto quedan circunscritas las condiciones vitales que hacen de la moda un fenómeno constante en la historia de nuestra especie. La moda es imitación de un modelo dado, y satisface así la necesidad de apoyarse en la sociedad; conduce al individuo por la vía que todos llevan, y crea un módulo general que reduce la conducta de cada uno a mero ejemplo de una regla. Pero no menos satisface la necesidad de distinguirse, la tendencia a la diferenciación, a cambiar y destacarse. Logra esto, por una parte, merced a la variación de sus contenidos, que presta cierta individualidad a la moda de hoy frente a la de ayer o de mañana. Pero lo consigue más enérgicamente por el hecho de que siempre las modas son modas de clase, ya que las modas de la clase social superior se diferencian de las de la inferior y son abandonadas en el momento en que ésta comienza a apropiarse de aquéllas. No es de esta suerte la moda más que una de tantas formas vitales en que se compagina la tendencia hacia la igualación social con la que postula la diferenciación y variedad individuales. La historia de la moda se ha hecho hasta ahora sólo desde el punto de vista de la evolución de sus «contenidos»; pero si en vez de esto se estudiase históricamente su «significación» para la forma del proceso social, veríamos en ella la historia de los ensayos hechos para adaptar al estado de cada cultura individual y social la satisfacción de aquellas dos opuestas tendencias. A este carácter esencial de la moda se subordinan los demás rasgos psicológicos que en ella observamos.

Es ella, como be dicho, un producto de la separación por clases, y se comporta como muchos otros fenómenos parejos, sobre todo como el honor, cuya doble función consiste en formar un círculo social cerrado y, a la vez, separarlo de los demás. Del mismo modo, el marco de un cuadro da a la obra de arte el carácter de un todo unitario, orgánico, que forma un mundo por sí, y, a la par, actuando hacia fuera, rompe todas sus relaciones con el espacio en torno. La energía de estas formas es, en rigor, simple; pero no podemos expresarla si no la dividimos en una doble actividad que opera hacia dentro y hacia fuera. Análogamente, el honor deriva su carácter, y sobre todo, sus derechos morales, de que el individuo representa y salvaguarda en su propio honor el honor de su círculo social, de su «estado». Claro es que esos derechos, desde el punto de vista de quienes no pertenecen a la clase, son tenidos más bien por injusticia. Significa, por tanto, la moda nuestro ayuntamiento a los pares, la unidad de un círculo que ella define y, consecuentemente, la oclusión hermética de este círculo para los inferiores, que quedan caracterizados por su exclusión de él. Unir y diferenciar son las dos funciones radicales que aquí vienen a reunirse indisolublemente, de las cuales, la una, aun cuando es o precisamente porque es la oposición lógica de la otra, hace posible su realización.


Arbitrariedad de la moda.

La prueba más clara de que la moda es un mero engendro de necesidades sociales, mejor aún, de necesidades psicológicas puramente formales, está en que casi nunca podemos descubrir una razón material, estética o de otra índole, que explique sus creaciones. A sí, por ejemplo, prácticamente se hallan nuestros trajes, en general, adaptados a nuestras necesidades; pero no es posible bailar la menor huella de utilidad en las decisiones con que la moda interviene para darles tal o cual forma: levitas anchas o angostas, peinados agudos o amplios, corbatas negras o multicolores. A veces son de moda cosas tan feas y repelentes, que no parece sino que la m oda quisiese hacer gala de su poder mostrando cómo, en su servicio, estamos dispuestos a aceptar lo más horripilante. Precisamente, la arbitrariedad con que una vez ordena lo que es útil, otra lo incomprensible, otra lo estética o prácticamente inocuo, revela su perfecta indiferencia hacia las normas prácticas, racionales, de la vida. Con lo cual nos transfiere a la única clase de motivaciones que restan, excluidas las antedichas, a saber: las típicamente sociales. Esta índole abstracta, exenta de toda conexión racional, que radica en la última esencia de la moda y le presta el “cachet” estético, anejo siempre a la despreocupación por la realidad, se hace patente también en forma histórica. Refiérese a menudo de tiempos pasados que la humorada o el privado menester de una personalidad creó una moda. Así, los zapatos de largo pico que se usaron en la Edad Media se originaron en el deseo de un señor distinguido de hallar para el exceso de su pie una forma de calzado apropiada; el guardainfante surgió de que una alta dama quiso ocultar su embarazo, etc. En contraposición con este origen personal, la invención de las modas va quedando en nuestro tiempo sometida cada vez más a las leyes objetivas de la estructura económica. N o aparece aquí o allá un artículo que luego se hace moda, sino al revés: se producen desde luego artículos con la intención de que sean moda. En ciertas ocasiones, hay como la exigencia a priori de una nueva moda, y al punto se encuentran inventores e industrias que trabajan exclusivamente en llenar ese hueco.

La relación entre este carácter abstracto de la moda, esa ausencia de motivación concreta, y la organización social objetiva, se manifiesta en la indiferencia de la moda, en cuanto forma general de ciertos productos, frente a toda significación determinada de éstos y en su entrega progresiva a estructuras económicas de producción social. La moda es, en su íntima esencia, sobreindividual, y este carácter se imprime también en sus contenidos; la prueba decisiva de ello es que la creación de modas se La convertido en una profesión pagada y constituye en las grandes empresas un «puestos tan diferenciado de la personalidad que lo ocupa como cualquier otro empleo objetivo del sujeto que lo sirve. Claro es que la moda puede en ocasiones adoptar contenidos prácticamente justificados; pero en cuanto moda, actúa sólo en la medida que se deja sentir positivamente su independencia de toda otra motivación. D el mismo modo que nuestro acto sólo parece plenamente moral cuando no nos mueve a obrar su fin y contenido exteriores, sino exclusivamente la consideración de que es un deber. Por esta razón, el imperio de la moda es más intolerable que en parte alguna en aquellos órdenes donde sólo deben valer criterios sustanciales. La religiosidad, los intereses científicos, basta socialismo e individualismo, han sido cuestión de moda; pero los motivos únicos que debieran influir en la adopción de estas posiciones vitales están en absoluta contradicción con la perfecta insustancialidad que gobierna el proceso de las modas, y asimismo con aquel atractivo estático que presta a éstas su alejamiento de todas las significaciones prácticas de las cosas. Esto último es tan inaceptable como momento que pueda influir en aquellas últimas y graves decisiones, que cuando interviene toman ellos un aire de acusadora frivolidad.


Moda y clases.

La moda mantiene en constante mutación las formas sociales, los vestidos, las valoraciones estáticas, en suma, el estilo todo que usa el hombre para expresarse.

Sin embargo, la moda, esto es, la nueva moda, solo ejerce su influjo específico sobre las clases superiores. Tan pronto como las inferiores se la apropian y, traspasando las fronteras que la clase superior ha marcado, rompen la unidad de ésta que la moda simboliza, los círculos selectos la abandonan y buscan otra nueva que nuevamente los diferencie de la turbamulta. Sobre esta reciente moda actúa otra vez el propio mecanismo, y así indefinidamente. Porque, naturalmente, las clases inferiores miran y aspiran hacia lo alto. ¿Dónde conseguirán mejor satisfacer este anhelo que en las cosas sujetas a la moda, las más asequibles a una externa imitación? El mismo proceso se desarrolla entre las diversas capas de la clase superior aunque no sea siempre tan evidente como entre las señoras y las criadas—. Es más: con frecuencia se advierte que cuanto más próximos se bailan los distintos círculos, más loca es la carrera de los unos por imitar a los otros, y de éstos por huir en busca de lo nuevo. La intervención del capitalismo no puede menos de acelerar vivamente este proceso y mostrarlo al desnudo, porque los objetos de moda, a fuer de cosas externas, son muy particularmente asequibles por el simple dinero. Es más fácil establecer por medio de ellos paridad con la capa superior que en otros órdenes, donde es forzosa una adquisición individual, imposible de lograr con dinero.

La esencialidad de este momento eliminatorio —junto al imitativo— en el mecanismo de la moda aparece clara donde la estructura social carece de capas o rangos superpuestos. En algunos pueblos salvajes, grupos vecinos que viven bajo las mismas condiciones crean modas, a veces muy dispares, merced a las cuales subrayan el hermetismo interior del grupo, juntamente con su diferenciación hacia afuera.


La moda y lo extranjero.

Por otra parte, se advierte gran predilección en importar la moda del extranjero, y dentro de cada círculo se la estima más cuando no ha sido producida en él. Ya el profeta Zephanya habla irritado de los elegantes que se visten con trajes extranjeros. Ello es que el origen exótico de la moda parece favorecer la concentración del círculo que la adopta. Precisamente por venir de fuera, engendra esa forma de socialización, tan peculiar y extraña, que consiste en la referencia común de los individuos a un punto situado fuera de ellos. Parece en ocasiones como si los elementos sociales, a manera de los ejes oculares, convergiesen mejor dirigidos a un punto poco próximo. Entre los salvajes suele consistir el dinero por tanto, el objeto de más vivo interés general*— en símbolos importados de lejos; tanto, que en algunas comarcas (las islas Salomón, Ibo en el Níger) existe la industria ele elaborar con conchas u otro material monedas que circulan como dinero, no en el país donde se han fabricado, sino en aquellos adonde se las exporta— 'justamente como las modas de París son a menudo producidas con la sola intención de que sirvan de moda en otras partes. (£n París mismo muestra la moda una tirantez y conciliación máximas de sus elementos dualistas. El individualismo, la adaptación al hábito personal son más hondos que en Alemania; pero al mismo tiempo se mantiene con rigor un amplio margen de estilo general, de moda vigente, de suerte que el aspecto de cada uno no se sale nunca de la norma común, pero se destaca siempre sobre ella.)

Cuando falta cualquiera de estas dos tendencias sociales— la de concentración en un grupo y la de apartamiento entre éste y los demás—, la moda no llega a formarse, su reino termina. Por esto, las clases inferiores tienen escasas modas específicas; por esto, las modas de los pueblos salvajes son más estables que las nuestras. El peligro ele la mezcolanza y confusión que mueve a las clases de los pueblos civilizados a diferenciarse por sus trajes, maneras, gustos, etc., falta a menudo en las estructuras sociales primitivas, que, por una parte, son más comunistas, y por otra, mantienen rígida y definitivamente las diferencias establecidas.


El traje nuevo.

Estas diferenciaciones son a su vez instrumento para mantener la cohesión en los grupos que desean permanecer separados. Los andares, el tempo, el ritmo de los gestos son influidos muy esencialmente por las vestiduras. Hombres trajeados de la misma manera se comportan con cierta uniformidad. En este punto se advierte un peculiar nexo entre los fenómenos. El hombre que quiere y puede seguir la moda, gasta a menudo trajes nuevos. Ahora bien, el traje nuevo determina nuestra compostura en mayor grado que el viejo; éste ha sido ya conformado en el sentido de nuestros gestos individuales, accede sin resistencia a todos ellos y permite que en mínimas peculiaridades se revelen nuestras inervaciones. El hecho de que en un traje viejo nos sintamos más “a gusto” que en uno nuevo, significa simplemente que éste nos impone la ley de su propia forma. Después de llevarlo algún tiempo, la relación se invierte, j somos nosotros quienes le imponemos la ley formal de nuestros movimientos. Por esta razón, presta el traje nuevo al talle de sus llevadores cierta uniformidad sobreindividual. La prerrogativa que, en la medida de su novedad, posee el traje sobre el que lo lleva, da un aspecto como uniformado a los hombres estrictamente a la moda.

En una época de dispersión individualista como la moderna, adquiere una gran significación este elemento de homogeneidad propio a la moda. Y si la moda tiene menos importancia y es más estable entre los salvajes, atribúyase a que en ello es mucho menor el ansia de novedad en las impresiones y modos vitales, aparte por completo de sus efectos sociales. El cambio de la moda indica la medida del embotamiento a que ha llegado la sensibilidad. Cuanto más nerviosa es una época, tanto más velozmente cambian sus modas, ya que uno de sus sostenes esenciales, la sed de excitantes siempre nuevos, marcha mano a mano con la depresión de las energías nerviosas. Esto es ya por sí una razón para que las clases superiores se constituyan en sede de la moda.

Concretándonos a los motivos puramente sociales que la originan, puede comprobarse su finalidad de producir a la vez inclusión en un grupo y exclusión de los restantes en el ejemplo que ofrecen dos pueblos primitivos próximos entre sí. Los cafres poseen una jerarquía social muy graduada y en ellos se encuentra un cambio bastante rápido de las modas, no obstante bailarse trajes y adornos sujetos a ciertas limitaciones legales. Por el contrario, los bosquimanos, que no kan llegado a formar una articulación en clases, tampoco conocen la moda, es decir, no ha podido observarse en ellos afán por variar de trajes y ornamentos. Estas mismas razones negativas kan impedido a veces en las cimas de la cultura, bien que entonces con plena conciencia, la creación de una moda. Parece que hacia 1390 no existía en Florencia ninguna moda dominante de traje masculino porque cada cual procurara acicalarse a su manera. En este caso faltaba uno de los factores, la necesidad de conjunción, sin la cual no nace una moda. Por otra parte, se cuenta que los nobili venecianos no tuvieron moda alguna porque, en virtud de una ley, tenían todos que vestirse de negro, a fin de no hacer demasiado visible a la plebe la escasez de su número. En este caso quedaba nonata la moda por falta del otro elemento constitutivo, porque se evitaba deliberadamente el distinguirse de los inferiores. Mas, aparte de esta eficacia negativa hacia los de “fuera”, la igualdad de traje simbolizaba la interna democracia Je esta corporación aristocrática. Tampoco en su interior se toleraba la moda, que hubiera sido el correlato visible de una formación de capas diferentes entre los mismos nobili.


El traje de luto.

El traje de luto, sobre todo el femenino, pertenece igualmente a estos fenómenos negativos de la moda. Claro es que no faltan en este caso ni la exclusión o resalte, ni la reunión o igualdad. El simbolismo de las negras vestiduras coloca al enlutado aparte del abigarrado tráfago de los demás hombres, como si su solidaridad con el muerto le incluyese en cierto modo dentro del reino de lo exánime. Pero como lo mismo acontece en principio con todos los enlutados, resulta que esta su separación del mundo de los que, por decirlo así, gozan plenamente de vida, les hace formar una comunidad ideal. Sin embargo, falta la posibilidad de una moda porque esa comunidad no es Je índole social; es sólo igualdad, pero no unidad*.

Este fenómeno confirma el carácter “social” de la moda; en él la vestimenta presenta sus momentos de disyunción y reunión; pero la falta de una intención social lleva a la consecuencia más opuesta: a que, en principio, el traje de luto sea invariable, por lo menos en cuanto al color.


* Para Simmel es “social” sólo aquello que forma o contribuye a formar un grupo. Ahora bien, para que un grupo exista, hace falta un principio unificador. En el ejemplo de arriba, los enlutados son entre si iguales, pero carecen de un principio interno que los una.


La tragedia dé la moda.

Trae consigo la esencia de la moda que sólo participe de ella una parte de la sociedad, mientras el resto se baila siempre camino de ella, sin alcanzarla nunca. Tan pronto como se ha extendido por todos lados, es decir, tan pronto como lo que al principio sólo algunos hacían es empleado por todos, como acaece con ciertos elementos del traje y el trato social, pierde su condición de moda. Cada nueva expansión de que goza la empuja más a su fin, porque va anulando su poder diferenciador. Pertenece, pues, al tipo de fenómenos cuya intención es extenderse ilimitadamente, lograr una realización cada vez más completa, pero que al conseguir esta finalidad absoluta caerían en contradicción consigo mismos y quedarían aniquilados. Así se cierne sobre la aspiración moral la meta de una perfecta santidad, inmune a toda seducción, siendo así que el genuino mérito de la moralidad tal vez reside sólo en el esfuerzo hacia esa meta y en la lucha contra una seducción, a que más o menos somos sensibles. Parejamente, el trabajo económico se cumple a fin de ganar el goce perdurable del reposo y el ocio; mas al lograrlo plenamente, suele la vida, con su vacuidad y anquilosamiento, descalificar su movimiento hacia él. Del mismo modo se oye con frecuencia afirmar que las tendencias socialistas son valiosas mientras se propagan en un régimen aún individualista; pero se convertirían en un absurdo y una ruina si el socialismo triunfase íntegramente. La moda cae bajo la fórmula universal de este tipo de fenómenos. Va en ella vivo, desde luego, un impulso expansivo, como si cada una hubiese de subyugar a todo el cuerpo social; mas al punto de lograrlo moriría en cuanto moda, víctima de la contradicción lógica consigo misma, porque su expansión total suprime en ella la fuerza eliminatoria y diferencial.


Moda y ritmo vital

El predominio que la moda adquiere en la cultura actual —penetrando en territorios basta ahora intactos, y en los ya poseídos intensificándose, es decir, intensificando el tempo de su variación — es puramente concreción de un rasgo psicológico propio a nuestra edad. Nuestra rítmica interna exige que el cambio de las impresiones se verifique en períodos cada vez más cortos. O dicho de otro modo: el acento de cada estímulo o placer se transfiere de su centro sustancial a su comienzo o su término. Comienza esto a vislumbrarse en los síntomas más nimios; por ejemplo, en la sustitución, ' cada vez más generalizada, de los cigarros por cigarrillos; se revela en la manía de viajar, que sacude la vida del año en el mayor número posible de períodos breves, con la acentuación de las despedidas y los recibimientos. Es específico de la vida moderna un tempo impaciente, el cual indica no sólo el ansia de rápida mutación en los contenidos cualitativos de la vida, sino el vigor cobrado por el atractivo formal de cuanto es límite, del comienzo y del fin, del llegar y del irse. El caso más compendioso de este linaje es la moda, que, por su juego entre la tendencia a una expansión total y el aniquilamiento de su propio sentido que esta expansión acarrea, adquiere el atractivo peculiar de los límites y extremos, el atractivo de un comienzo y un fin simultáneos, de la novedad y al mismo tiempo de la caducidad. Su cuestión no es “ser o no ser”, sino que es ella a un tiempo ser y no ser, está siempre, en la divisoria de las aguas que van al pasado y al futuro, y, merced a ello, nos proporciona durante su vigencia una sensación de actualidad más fuerte que casi todas las demás cosas. Aun cuando la culminación momentánea de la conciencia social en el punto que la moda designa arrastra consigo el germen mortal de ésta, su destino de desaparecer, no la descalifica en conjunto tal caducidad, antes bien, agrega a sus encantos uno más. Al menos, no queda degradado un objeto porque se le califique como «cosa de moda» más que cuando se le aborrece por otras razones de fondo y se le quiere despreciar; en este caso, ciertamente la moda se vuelve concepto de valor y toma una significación peyorativa. Por lo demás, cualquiera otra cosa igualmente nueva y que se extienda súbitamente sobre los usos de 1a vida no será considerada como moda si se cree en su persistencia y sustantiva justificación. Sólo la llamará así quien está convencido ele que su desaparición será tan rápida como lo fue su advenimiento. Por esto, entre las causas del predominio enorme que hoy goza la moda, es una la creciente pérdida de fuerza que kan experimentado las grandes convicciones, duraderas e incuestionables. Queda el campo libre para los elementos tornadizos y fugaces de la vi da. £1 rompimiento con el pasado, en que la humanidad civilizada se ocupa sin descanso desde hace un siglo, aguza más y más nuestra conciencia para la actualidad. Esta acentuación del presente es, sin duda, una simultánea acentuación de lo variable, del cambio, y en la misma medida en que una clase es portadora de la susodicha tendencia cultural, se entregará a la moda en todos los órdenes, no sólo en la vestimenta.


Moda y envidia.

En el hecho antes subrayado de que la moda como tal no puede extenderse sobre todo el cuerpo social, brota para el individuo la doble satisfacción de sentirse por ella realzado y distinguido en tanto que se siente apoyado no sólo por un conjunto que hace o usa lo mismo, sino también por otro que aspira a hacer y usar lo mismo.  l estado de ánimo que el hombre a la moda encuentra en torno suyo es evidentemente una sabrosa mixtura de aprobación y de envidia. Se envidia al hombre a la moda en cuanto individuo, y se aprueba en cuanto ser genérico. Pero aun esa envidia toma aquí un matiz peculiar. Existe una tonalidad de la envidia que incluye una especie de participación en el objeto envidiado. U n instructivo ejemplo se nos presenta en la situación espiritual del proletario que desliza una mirada en la Resta de los ricos. La base de esta situación consiste en que un objeto percibido, simplemente en cuanto percibido, ocasiona placer, con entera independencia de que, en cuanto realidad, sea poseído por un sujeto; es en cierto modo comparable a la obra de arte, cuyo rendimiento de agrado tampoco depende de quien lo posea. Este don de separar el puro contenido de una cosa de la cuestión posesiva (paralela a la facultad que el conocimiento tiene de separar el contenido objetivo de la existencia del mismo objeto) hace posible aquella participación que la envidia ejercita. Y acaso no es esto un matiz insólito de la envidia, sino que actúa como elemento dondequiera que ésta tiene lugar. Cuando se envidia a un hombre o un objeto, no se es ya del todo extraño a él, se ha alcanzado cierta conexión con él. Estamos a la vez más cerca y más lejos de lo que envidiamos que de aquellas cosas cuya posesión nos es indiferente. La envidia mide, por decirlo así, nuestra distancia de la cosa y esto implica siempre cierta lejanía junto con cierta proximidad. Lo indiferente, en cambio, está situado más allá de esa oposición. De tal suerte viene a integrar la envidia cierto apoderamiento ideal del objeto envidiado, como acontece con la felicidad peculiar que yace en el fondo de un amor infeliz. Este ingrediente obra a menudo de contraveneno que muchas veces evita las peores degeneraciones del sentimiento envidioso. Ahora bien, los contenidos de la moda ofrecen muy especial oportunidad para que nazca este matiz conciliador en la envidia, por la sencilla razón de que no están vedados de manera absoluta para nadie, antes bien, siempre es posible que un giro de la fortuna los conceda a quien, por el pronto, ha de atenerse a envidiarlos.


El frenético de la moda.

Esta misma estructura básica hace de la moda la palestra adecuada para individuos que carecen de íntima independencia, menesterosos de apoyo, pero que, a la vez, por su orgullo, necesitan distinguirse, despertar atención y sentirse como algo aparte. A la postre, se trata de la misma constelación que lleva a algunos a complacerse en las banalidades que todo el mundo repite porque su repetición les proporciona el sentimiento de demostrar una listeza poco común que los encumbra sobre la masa —me refiero a las vulgaridades del tipo crítico, pesimista o paradójico—. La moda eleva al baladí, haciéndole representante de una colectividad, concreta incorporación de un espíritu común a muchos. Como según su concepto mismo es la moda una norma que no todos pueden cumplir, da simultáneamente posibilidad a una obediencia social y a una diferenciación individual. En el esclavo de la moda llegan las exigencias sociales de ésta a intensidad tal, que adquiere por completo el aspecto de algo individual y peculiar. Le caracteriza la exageración de las tendencias de moda más allá de la medida que los demás guardan: si se llevan zapatos puntiagudos, dará a los suyos rema¬tes como puntas de lanza; si son la moda cuellos altos, los usará basta las orejas; si la moda va a oír las conferencias científicas, no habrá una donde no se le encuentre, etc. Consigue así dar a su conducta verdadera individualidad; pero nótese que esta individualidad consiste en la mera ampliación cuantitativa de elementos que, por su cualidad, son bien común del círculo respectivo. Va delante de los demás, pero por idéntico camino. Al representar en su persona la última extremidad a que en cada instante llega el gusto público, parece marchar a la cabeza de la sociedad. En rigor, vale para él lo que tantas veces define la relación entre individuos y grupos: que el guía es, en verdad, el guiado. Los tiempos democráticos favorecen evidentemente esta constelación, basta el punto de haber declarado hombres como Eismarck y otros egregios jefes de partido de países constitucionales que por ser los guías de un grupo tenían que seguir a éste. La presunción del que exagera las modas viene a ser la caricatura de esta clase de relación entre individuo y colectividad que la democracia fomenta.

Pero es innegable que el frenético Je las mojas significa por su notoriedad, conseguida por medios puramente cuantitativos que fingen una diferencia cualitativa, un equilibrio muy original entre el impulso social y el individualizador. Esto nos explica la manía por la moda, incomprensible si se mira desde fuera, de personas sobremanera inteligentes y nada frívolas. Y es que les proporciona una combinación Je relaciones con cosas y personas que, sin ella, sólo se dan por separado. Los factores que en este caso actúan son, no sólo la mezcla de distinción individual e igualdad social, sino, en forma por decirlo así más práctica, la coyunda del sentimiento dominador y el de sumisión, o, en otro giro, el principio masculino y el femenino. Precisamente, el hecho de que en la órbita de la moda la actuación de estos principios se verifica sólo como en un medio idealmente enrarecido, pues sólo se realiza la pura forma de ambos en un contenido indiferente, da a aquélla un especial atractivo sobre naturalezas sensibles que no se las arreglan bien con la robusta realidad. El sesgo de vida que la moda inspira adquiere su peculiar carácter en una aniquilación continua de lo que se ha hecho o usado anteriormente, y posee una genuina unidad donde no es posible separar la satisfacción del instinto destructor y el instinto de gozar contenidos positivos.


La anti-moda.

Como no se trata de la importancia singular que cada cosa pueda poseer ni del logro concreto de esto o aquello, sino precisamente del juego entre lo uno y lo otro y su mutua contraposición, es evidente que la misma combinación obtenida por una extremada obediencia a la moda se consigue oponiéndose a ella. Quien se viste o comporta en estilo demodé cobra, sin duda, cierto sentimiento ele individualismo, pero no por auténtica calificación de su individualidad, sino por mera negación del ejemplo social. Si ir a la moda es imitación de ese ejemplo, ir deliberadamente demodé es imitar lo mismo, pero con signo inverso. No es, pues, la hostilidad a la moda menor testimonio del poder que sobre nosotros ejerce la tendencia social. En forma positiva o negativa, nos hace sus súbditos. La anti-moda preconcebida se comporta ante las cosas lo mismo que el frenético de la moda, sólo que rigiéndose por otra categoría: mientras éste exagera cada elemento, aquél lo niega. Hasta puede ocurrir que en círculos enteros, dentro de una amplia sociedad, llegue a ser moda el ir contra la moda. Es ésta una de las complicaciones de psicología social más curiosas. En ella primeramente el afán de distinción individual se contenta con una simple inversión del mimetismo social, y, en segundo lugar, nutre su energía apoyándose en un pequeño círculo del mismo tipo que el negado. Si se formaje una 'asociación Je los enemigos ele toda asociación, tendríamos un fenómeno no más imposible lógicamente ni psicológicamente más verosímil que el antedicho. Del mismo modo que se ha hecho del ateísmo una religión con idéntico fanatismo, igual intolerancia, igual satisfacción de sentimentales necesidades que la religión normal contiene; del mismo modo que el liberalismo con que fue derrocada una tiranía suele conducirse luego tan tiránica y violentamente como el vencido enemigo, aquel fenómeno del antimodismo tendencioso revela cuán predispuestas están las formas fundamentales de la vida para recibir los contenidos más contradictorios y mostrar su fuerza y su gracia precisamente en la negación de aquello a cuya afirmación parecían un momento antes irrevocablemente ligadas. Los temperamentos a que ahora nos referimos se afanan tras de valores donde lo único importante es ser igual y hacer lo mismo que los otros, pero de otra manera, síntesis que se obtiene muy fácilmente con cualquier modificación formal ele la misma cosa que la generalidad adopta.

Resulta, pues, a veces inexplicable resolver si en la compleja causa de ese antimodismo predomina el factor de la fortaleza o el de la debilidad personales. Puede engendrarse en la exigencia de no tener nada común con la muchedumbre, exigencia que ciertamente no implica verdadera independencia ante la muchedumbre, pero sí cierta íntima actitud soberana frente a ella. Puede también ser síntoma de una sensibilidad enclenque si el individuo teme no poder salvar su poco de individualidad acomodándose a las formas, gustos y reglas de la generalidad. La oposición contra ella no es siempre signo de reciedumbre personal. Más bien propende ésta, cuando es efectiva, a tal convencimiento de que es su valor singular e indestructible por toda externa connivencia, que no sólo se acomoda sin reparo a todas las formas comunales, la moda inclusive, sino que justamente en ese acatamiento parece cobrar plena conciencia de la espontaneidad libérrima con que éste se otorga y de todas las energías sobrantes que más allá de él quedan.


La moda y la mujer.

La moda da expresión y como acento a las dos tendencias contrapuestas, igualamiento e individualización, al placer de imitar y al de distinguirse. Esto explica tal vez el hecho de que las mujeres en general sean muy especialmente secuaces de la moda. En efecto, la debilidad de la posición social a que las mujeres han estado condenadas durante la mayor porción de la Historia engendra en ellas una estricta adhesión a todo lo que es «buen uso», a todo lo «que es debido», a toda forma de vida generalmente aceptada y reconocida. Porque el débil elude la individualización, el descansar sobre sí mismo con todas las responsabilidades que esto acarrea. Le angustia la idea de tener que defenderse con sus exclusivas fuerzas. Las formas típicas de vida le prestan un amparo, así como, viceversa, estorban la expansión de las fuerzas excepcionales con que cuenta el temperamento recio.

Sobre este terreno firme que crean el buen uso, la costumbre, la norma, el nivel medio, se esfuerzan las mujeres por conseguir la cantidad de singularización y realce de la personalidad que, dentro de él, es aún posible. La moda les ofrece a este efecto la más afortunada combinación; por un lado, constituye un círculo de imitación general, permite navegar tranquilamente por los grandes canales de la sociedad y descarga al individuo de la responsabilidad respecto a su gusto y conducta; por otro lado, da ocasión a distinguirse, a subrayar la personalidad mediante un atuendo individual.

Diríase que para cada clase de hombres y aun para cada individuo existe una proporcionalidad determinada entre el impulso de individualismo y el de inmersión en la colectividad, de suerte que si la expansión de uno de ello« es estorbada en un orden de la vida, el impulso reprimido busca otro campo donde le sea colmada la medida. Ello es que también los datos históricos nos invitan a ver en la moda el ventilador, por decirlo así, donde irrumpe el afán de la mujer por distinguirse más o menos y destacar su persona singular, ya que en otros órdenes no le es dado satisfacerlo. En los siglos XIV y XV tiene lugar en Alemania un desarrollo de la individualidad sobremanera poderoso. Las organizaciones colectivistas de la Edad Asedia fueron quebrantadas por la liberación de las personas. Sin embargo, en este avance individualista no tuvieron puesto las mujeres; les fue rehusada la libertad de movimientos y de personal desarrollo. Buscan entonces una indemnización en las modas indumentarias más extravagantes e hipertróficas. Por el contrario, vemos que en la misma época las mujeres italianas gozan de toda amplitud y pleno margen para el desarrollo de su individualidad. Las mujeres del Renacimiento poseían tales facilidades para cultivarse y actuar exteriormente, tales medios de diferenciación personal, que —muy bien puede decirse— no han vuelto a tenerlos durante centurias. La educación y la libertad de movimientos eran casi las mismas para ambos sexos, sobre todo en las clases superiores. Pues bien, tampoco se Labia nada acerca de extravagancias notables en las modas femeninas de la Italia de entonces. La necesidad de comportarse en este orden con cierto individualismo y conseguir así una especie de distinción queda anulada porque el impulso que a esas cosas lleva Labia bailado en otras cabal satisfacción.

En general, la historia de las mujeres muestra que su vida exterior e interior, individual y colectivamente, ofrece tal monotonía, nivelación y homogeneidad, que necesitan entregarse más vivamente a la moda, donde todo es cambio y mutación, para añadir a su vida algún atractivo. Y esto, no sólo para encontrar ella mejor sabor a la existencia, sino también para que los demás las encuentren a ellas más sabrosas.

Del mismo modo que entre el impulso individualizados y el colectivista, existe una determinada proporcionalidad entre nuestra necesidad por conservar un carácter homogéneo a nuestra vida y la que nos lleva a desear su variación. Estas necesidades son transferidas de uno a otro orden vital, y cuando les es vedada en un lado la congrua satisfacción, tratan de compensarse forzándola en otro.

Hablando en conjunto, es preciso reconocer que la mujer, comparada con el hombre, es por esencia más fiel. Mas justamente esta fidelidad, que en el orden sentimental representa la homogeneidad y unidad de la persona, exige, en virtud del susodicho contrabalanceo de las tendencias vitales, una mayor variación en otros órdenes menos céntricos. Al revés, el hombre, más infiel por naturaleza, guarda menos rigorosamente y con menor concentración de todos los intereses vitales el compromiso del lazo sentimental que una vez anudó. Por lo mismo, no le es tan necesaria esa forma de cambio más externa. Hasta el punto de que la evitación de variaciones de orden externo y la indiferencia frente a las modas del talle exterior son específicamente masculinas. Y no porque posea un carácter más unificado, sino, al contrario, porque es más multiforme, puede prescindir de esas modificaciones meramente exteriores. Por esta razón, la mujer emancipada de nuestro tiempo, que quiere avecinarse a la índole varonil y participar de su mayor diferenciación, de su personalismo e inquietud, acentúa también su indiferencia hacia la moda.

Por otra parte, viene a ser la moda para la mujer el sustitutivo de la situación dentro de un gremio o clase que el hombre goza. Al fundirse éste con su gremio, entra, claro es, en un círculo de relativa nivelación; dentro de él es igual a otros muchos, quedando en cierto modo convertido en un mero ejemplar del tipo que ese estado u oficio representan. En cambio, y como «i se tratase de una compensación, queda aumentado con toda la importancia, con toda la fuerza material y social de ese estado; a su significación individual se agrega la de su participación en el gremio, la cual, a veces, cubre los defectos y deficiencias de la persona.

La moda efectúa esto mismo, bien que en área muy diferente: completa la significancia de la persona, su incapacidad para dar por sí misma forma individual a la existencia, con sólo hacerle miembro de un círculo que ella crea y que aparece ante la conciencia pública claramente definido y destacado. Claro es que también aquí queda inclusa la personalidad en un esquema genérico; pero este esquema tiene en el respecto social un matiz individual y sustituye por tanto, merced a este rodeo social, lo que la persona sería incapaz de conseguir por medios puramente individuales.

El curioso fenómeno de que sea a menudo la demi-mondaine quien abre la brecha para la nueva moda se origina en su manera de vivir, tan peculiarmente desraigada.

La existencia Je paria a que se ve consignada por la sociedad suscita en ella, tácito o paladino, un terrible odio contra lo ya legitimado y firmemente establecido, odio que baila en su afán por formas de atuendo siempre nuevas su expresión relativamente más ingenua. En la continua aspiración kacia mojas nuevas e inauditas; en el modo resuelto con que son apasionadamente abrazadas las más opuestas a las usadas, se reconoce el disfraz estético que adopta el instinto destructor alojado en todo paria cuando su intimidad no ha sido esclavizada por completo.


La moda como máscara.

Si intentamos ahora perseguir estas directivas del alma en sus últimas y más sutiles actuaciones, encontraremos siempre el mismo juego Je antagonismos, el mismo esfuerzo por construir en proporcionalidades nuevas un equilibrio siempre roto. Es ciertamente esencial a la moda someter toda individualidad como a una tonsura igualitaria. Pero ello de suerte que nunca se apodera del hombre entero, sino que queda siempre en su exterioridad, aun no tratándose de modas puramente indumentarias.

La razón de ello es que la variabilidad en que la moda consiste se contrapone siempre al sentimiento permanente de nuestro yo. Este sentimiento cobra conciencia de su relativa duración precisamente en aquella contraposición, y viceversa: la variabilidad revela su carácter de tal y emana su peculiar atractivo en contraste con aquel elemento permanente. Todo ello indica que la moda se mantiene en la periferia de la personalidad, la cual se siente o al menos puede, en caso necesario, sentirse frente a ella como piéce de réaiatence.

Este sentido de la moda es el que la hace ser adoptada por hombres delicados y originales: usan de ella como de una máscara. La ciega obediencia a las normas del común en todo lo que es exterior les sirve deliberadamente de medio para reservar su sensibilidad y gustos personales. Quieren a tal extremo guardar éstos para sí, que se resisten a manifestarlos haciéndolos asequibles a todos. Un delicado pudor, una exquisita resolución a no revelar por alguna peculiaridad del aspecto externo la peculiaridad de su íntimo ser son causa de que muchos temperamentos selectos se acojan a la nivelación ocultadora de la moda. Con ello se logra un triunfo del espíritu sobre las circunstancias de la vida, que, al menos en su forma, es uno de los más altos y sutiles, a saber: que el enemigo quede convertido en un auxiliar; que precisamente lo que parecía violentar a la personalidad sea libérrimamente aceptado en su beneficio. Porque la nivelación aplastante puede ser en la moda reducida a las capas más externas de la vida, sirviendo así de velo y amparo para todo lo íntimo, que queda en mayor libertad. E l conflicto entre lo social y lo individual se allana aquí mediante una separación de zonas para ambos poderes. A este género de fenómenos pertenece cierta trivialidad en las maneras y en la conversación tras de la cual hombres muy sensitivas y pudorosos suelen ocultar su alma individual.


Moda y vergüenza.

El pudor nace al notarse el individuo destacado sobre la generalidad. Se origina cuando sobreviene una acentuación del yo, un aumento de la atención de un círculo Lacia la persona, que a ésta le parecen inoportunos. Por este motivo propenden los débil es y modestos a sentir vergüenza apenas se ven centro de la atención general. Dentro de su ánimo comienza entonces el sentimiento de su yo a oscilar penosamente entre la exaltación y la depresión. Y como este realce sobre los demás, fuente del pudor, es independiente del contenido particular que lo ocasiona, resulta que muchas veces se avergüenza uno de lo mejor y excelente. En lo que suele llamarse por antonomasia la sociedad», es de buen tono la banalidad, no sólo porque la mutua consideración baria parecer una falta de tacto que alguien se destacase con alguna manera individual y exclusiva que los demás no pudieran imitar, sino también por el temor a esa vergüenza que, como espontáneo castigo, acomete al que ha querido salirse del tono general en que todos pueden mantenerse. La moda, en cambio, permite destacarse a la persona de una manera que siempre parece adecuada. La manifestación más extravagante, si se pone de moda, libra al individuo de ese penoso reflejo que suele acometerle cuando se siente objeto de la atención de los demás.

Los actos de las masas se caracterizan por su desvergüenza. El individuo de una masa es capaz de hacer mil cosas que si se le propusieran en la soledad levantarían en él indomables resistencias. Uno de los fenómenos sociopsicológicos más curiosos en que se revela mejor el carácter de la masa es las impudorosidades que la moda a veces comete; si cada cual fuese individualmente solicitado a ellas, protestaría con indignación; pero presentadas como ley de la moda, son dócilmente seguidas. El pudor queda en la moda —que no es sino un acto de la masa— tan extinguido como el sentimiento de responsabilidad en los crímenes multitudinarios, crímenes ante los cuales el individuo aislado retrocedería con horror. En cuanto el factor individual de la situación predomina sobre el social o de moda, comienza de nuevo a actuar el pudor. Muchas mujeres se azorarían de presentarse en su cuarto y ante un solo hombre extraño con el descote que llevan a una reunión donde hay treinta o cien varones. Pero es que en una “reunión” la moda, el factor social, impera.


La liberación por la moda.

No es la moda sino una de las muchas formas que intenta el hombre para salvar en lo posible su libertad íntima, abandonando lo externo a la esclavitud social. Libertad y sumisión son una de aquellas antítesis cuya lucha perpetua, cuyo ir y venir de un orden de la vida al otro, prestan a ésta mayor riqueza y amplitud que pudiera obtenerse con un equilibrio de ellas logrado de una vez para siempre. Sostenía Schopenhauer que corresponde a cada hombre una cantidad fija de dolor y placer: esta cantidad ni puede quedar falta ni sobrada, y en todas las variaciones y vaivenes de las circunstancias interiores y exteriores cambia sólo su forma. Parejamente, pero con menos misticismo, podía observarse en cada época, en cada clase, en cada individuo, una proporción constante de libertad y de sumisión frente a la cual sólo nos es dado cambiar las zonas en que sus dos elementos se reparten. Y el problema de una vida superior no es otro que procurar una repartición tal que los valores sustanciales de la vida consigan, mediante ella, su más favorable expansión. Una misma cantidad de libertad y sumisión puede en un caso fomentar sobremanera los valores morales, intelectuales, estéticos, y en otro, sin previa variación cuantitativa, por un mero cambio de las áreas donde se distribuyen ambos factores, producir un efecto contrario. En general, puede decirse que el resultado más favorable para el valor total de la vida se logra cuando la irremediable sumisión es transferida todo lo posible a la periferia de la existencia, a sus exterioridades. Tal vez es Goethe en su última época el más claro ejemplo de una existencia magnífica que conquista, un máximum de íntima liberación y conserva intactos sus centros vitales, merced a que aceptó la cantidad de sometimiento inevitable. Goethe se acomoda a los demás en todo lo exterior, practica estricta observancia de las formas y se inclina de grado ante las convenciones de la sociedad.

La moda, pareja en esto al derecho, actúa sólo sobre las exterioridades, sobre las facetas de nuestra vida orientadas Lacia la sociedad. Esto Lace de ella una forma social de una admirable utilidad. Ofrece al nombre un esquema en que puede inequívocamente demostrar su sumisión al común, su docilidad a las normas que su época, su clase, su círculo próximo le imponen; con ello compra toda la libertad posible en la vida y puede tanto mejor, concentrarse en lo que le es esencial e íntimo.


La moda dentro del individuo.

Pero es curioso advertir que dentro del sujeto mismo y en materias donde nada tienen que ver las imposiciones sociales se produce también ese antagonismo entre la unificación igualitaria y el afán de destacarse que engendra la moda. En los fenó-menos a que aludo se manifiesta el paralelismo muchas veces notado entre lo social y lo individual. Las relaciones que se dan entre individuos se repiten entre los elementos psíquicos de un solo sujeto.

Más o menos deliberadamente suele crearse el individuo ciertas maneras, cierto estilo que por el ritmo de su manifestación, por su modo de resaltar y acentuarse, tiene el mismo carácter que la moda. Sobre todo la gente joven presenta a veces una manera extravagante y súbita de interesarse injustificadamente por algo que tiraniza todo su ámbito espiritual, y a poco desaparece no menos irracionalmente. Podría calificarse esto como una moda personal, caso límite de la moda social. Procede, por una parte, de la necesidad individual de distinción, es decir, de la misma tendencia que actúa en la moda social. Por otra parte, la necesidad de imitar, dé buscar lo homogéneo, de fundirse con la generalidad, se satisface aquí dentro del mismo individuo. La concentración de la propia conciencia hacia aquella forma o contenido da a todo el ser un matiz homogéneo, lo unifica mediante una especie de imitación de sí mismo.

En círculos reducidos se observa a menudo un estadio intermediario entre la moda individual y social. Hombres banales suelen adoptar una expresión —casi siempre la misma de los de un grupo— que emplean constantemente, venga o no a pelo. Esto es, de un lado, moda de grupo; pero de otro, moda individual, porque significa que el individuo ha sometido a esa fórmula la totalidad de sus representaciones. La individualidad de las cosas es brutalmente allanada y borrados los matices por esa única manera de calificar todo. Por ejemplo, cuando a todo lo que agrada, sea cualquiera el motivo, se le llama chic o «estupendo». De esta suerte queda sometido a una moda el mundo interior del sujeto, repitiéndose dentro de él la forma que toma un grupo influido por una moda. La semejanza entre ambos fenómenos es más aguda si se atiende a la absurdidad de tales modas íntimas, que revela el predominio del momento unificador, puramente formal, sobre los motivos racionales y objetivos. Del mismo modo, ocurre que para muchas gentes y círculos lo único importante es que sean dominados por una fuerza unitaria; la cuestión de cuál sea y qué valor contenga ese poder dominante es de orden secundario. Pero no puede negarse que esa violencia hecha a las cosas al designarlas con una sola expresión de moda, al igualarlas y nivelarlas, cubriéndolas con la categoría única que se arroja sobre ella, proporciona al individuo un raro sentimiento de soberanía y prepotencia. E l yo queda acentuado, exaltado, frente a ellas.

Este fenómeno, que presentado así toma un aire de caricatura, puede observarse más moderado en casi todas las relaciones del hombre con los objetos. Sólo los hombres verdaderamente grandes sienten lo más hondo y enérgico de su yo cuando respetan la individualidad propia a cada cosa.

Frente al poder insuperable del cosmos, frente a su gesto de independencia e indiferencia, el alma siente una inevitable hostilidad. De ésta han nacido los esfuerzos más sublimes y meritorios de la humanidad, pero también los ensayos para conseguir una dominación meramente externa y ficticia sobre las cosas. E l yo se afirma frente a ellas no aceptando y dando forma a su energía peculiar, no reconociendo su individualidad para luego servirse de ellas, sino forzándolas a entrar en un esquema subjetiva. Con ello, claro está, no logra un positivo señorío sobre las cosas, sino sólo sobre su propia y fraudulenta fantasía. E l sentimiento de poderío que, no obstante, tal ficción provoca, revela su falta de fundamento, su ilusionismo, en la rapidez con que pasan esas expresiones de moda. Es tan ilusionario como el sentimiento de íntima unidad que parecía fundarse en esa esquematización de las fórmulas y giros.


Moda rápida, moda barata.

De nuestro análisis resulta que es la moda una peculiar convergencia de las dimensiones vitales más diversas; que es un complejo donde, más o menos, todas las tendencias antagónicas del alma están representadas. Esto hace comprensible que el ritmo general con que se mueve cada individuo y cada grupo influya también en su relación con la moda. Las distintas capas de un cuerpo social se comportan diferentemente respecto a la moda por el mero hecho de que sus procesos vitales se desenvuelven en tempo conservador o retardatario, o en rauda variabilidad, cualesquiera sean esos procesos y las posibilidades externas del grupo. A sí, las masas inferiores son menos móviles y evolucionan más lentamente. Por otra parte, sabido es que las clases superiores son conservadoras y basta arcaizantes. Suelen temer todo movimiento, toda variación, no porque el contenido de éstos les sea antipático o nocivo, sino simplemente porque es variación y les parece sospechoso y de peligro todo cambio del común, que, en su actual constitución, les asegura la posición más favorable. Ningún cambio puede aumentar su poder; de cualquiera que él sea, más bien podrán temer que esperar. Por esta razón, la verdadera variabilidad en la vida histórica proviene de la clase media. La historia de los movimientos sociales y de cultura ha adquirido muy otra aceleración desde que el tiers état dirige la sociedad. Esta es la causa de que la moda, forma de los cambios y contraposiciones vitales, se Laya hecho en los últimos tiempos más inquieta y de más amplia influencia. Además, el cambio frecuente en las modas significa una terrible esclavización del individuo, y, por lo mismo, es uno de los complementos necesarios para una madura libertad política y social. Una forma de la vida en cuyos contenidos es el momento de culminación a la par el de su decadencia— y esto acaece en las modas—, tiene que encontrar su propia sede en una clase que, como la media, es tan variable, de ritmo tan inquieto, en tanto que las capas inferiores están dominadas por un oscuro, inconsciente conservatismo, y las superiores por el suyo, no menos terco, pero más deliberado. Clases e individuos que se afanan tras un cambio incesante, que a la velocidad misma de su proceso interior deben su aventajamiento sobre los demás, kan de encontrar en la moda el mismo “tempo” de sus movimientos psíquicos. Basta aquí con aludir al conjunto de motivos históricos y psicosociales que Lacen de la gran ciudad el ámbito más propicio para la moda: la infiel vertiginosidad en el cambio de impresiones y circunstancias; la nivelación y, simultáneamente, la acentuación de las individualidades; la condensación de las personas en poco espacio, que Lace forzosa cierta reserva y distancia. Sobre todo el progreso económico de las capas inferiores, que en las ciudades marcha con rápido compás, habrá de favorecer la mutación vertiginosa de las modas, que Lace posible a los menores una pronta imitación de los más altos. Con esto adquiere insospechada amplitud y vivacidad el proceso complementario que antes hemos descrito: la clase superior abandona la moda en el momento que se apodera de ella la inferior.

Pero, sobre todo, esta vertiginosidad en la variación trae consigo una mayor baratura de las modas que modera inevitablemente su extravagancia. No hay duda que las modernas son menos extravagantes que las de otros tiempos, en que la carestía de su adquisición y la laboriosa reforma de gusto y maneras era compensada por una mayor duración de su reinado. Cuanto más rápido es para un artículo el cambio de la moda, mayor es la demanda de baratura en los productos de su especie. Y es que, en primer lugar, las clases menos ricas pero más numerosas tienen capacidad de compra muy suficiente para arrastrar tras sí la mayor parte de la industria, dando ocasión a que se produzcan objetos que, cuando menos, finjan las verdaderas modas. Pero, además, las capas superiores de la sociedad no podrían seguir la rauda variación a que el empuje de las inferiores las obliga si los objetos de la nueva moda no fuesen relativamente baratos. Resulta, pues, un curioso círculo. Cuanto más de prisa cambia la moda, más baratas tienen que ser las cosas, y cuanto más baratas son éstas, tanto más incitan a los consumidores para cambiar de moda, tanto más obligan a los productores para crearlas.


Moda y eternidad.

Lo más peregrino es que, frente a este su carácter fugitivo, tiene la moda la propiedad de que cada nueva moda se presenta con aire de cosa que va a ser eterna. El que se compra un mobiliario que va a durar un cuarto de siglo suele elegirlo a la última moda y desdeña por completo lo que era moda dos años antes. Y el caso es que, al cabo de otros dos años, la atracción de moda que ese mobiliario tiene hoy se habrá evaporado, como ha acaecido con el de ayer, y el agrado o desagrado que ambos produzcan a la postre depende de consideraciones prácticas ajenas a la moda. Parece imperar aquí, por tanto, un proceso psicológico muy peculiar. Existe siempre una moda, y como tal concepto genérico, como factum universal de la moda, es, sin duda, inmortal. Esta inmortalidad del género parece reflejarse sutilmente sobre cada una de sus manifestaciones, a pesar de que el destino de cada una es precisamente no ser imperecedera. El hecho de que el cambio mismo no cambia presta a cada uno de los objetos en que se cumple cierta aureola de perdurabilidad.

Este carácter de permanencia en el cambio aparece, en cada objeto de moda, en virtud de otro mecanismo. A la moda, ciertamente, lo que le importa es variar; pero, como en todo lo demás del mundo, hay en ella una tendencia a economizar esfuerzo; trata de lograr sus fines lo más ampliamente posible, pero, a la vez, con los medios más escasos que sea dado; de suerte que la podido compararse su ruta con un círculo. Por este motivo, recae siempre en formas anteriores, cosa bien clara en las modas del vestir. Apenas una moda pasada se ha borrado de la memoria, no hay razón para no rehabilitarla. La que la ha seguido atraía por su contraste con ella; al ser olvidada permite renovar este placer de contraste oponiéndola a su vez a la que por la misma causa le lúe preferida.

Por lo demás, este poder de movilidad que nutre a la moda no es tan ilimitado que permita someter a él igualmente todas las cosas de la vida. Aun en las zonas dominadas por la moda, no todo es parejamente idóneo para convertirse en moda. Es algo semejante a la diferente capacidad que ofrecen los objetos de la intuición externa para ser transformados en obras de arte. E s una opinión seductora, pero ni sostenible ni profunda, la de que todas las cosas de la realidad contengan idéntica aptitud para servir de objetos al arte. Las formas artísticas no se bailan de ningún modo situadas en una imparcial aptitud sobre todos los contenidos de la realidad. Condicionadas por mil azares históricos, se han desarrollado a veces unilateralmente bajo el imperio de perfecciones e imperfecciones técnicas. Lejos de aquella imparcial indiferencia, guardan una relación más estrecha con tales o cuales objetos: unas cosas, como preformadas nativamente para ciertas formas artísticas, entran sin dificultad en ellas; otras se resisten tercamente, como propuestas por naturaleza a ser modeladas en aquellas formas. La soberanía del arte no significa en manera alguna la capacidad de abarcar igualmente todos los contenidos de la existencia. Fue éste un error del naturalismo y de muchas teorías idealistas.


Lo afín y lo indócil a la moda.

La moda puede, aparentemente y en abstracto, recibir en sí cualquier contenido. Cualquiera forma concreta de traje, de arte, de maneras, de opiniones, puede ponerse de moda. Y, sin embargo, yace en la íntima esencia de ciertas cosas una peculiar disposición para caer en la moda que contrasta con la resistencia no menos íntima que otras revelan. A sí, por ejemplo, todo lo que se llama «clásico» parece estar relativamente lejano y como extraño a la moda, aunque no la eluda por completo. Y es que la esencia ele lo clásico consiste en una concentración de los elementos en torno a un centro inmóvil. e1 clasicismo es siempre como recogido en sí mismo, y, por decirlo así, carece de puntos flacos donde pueda prender la modificación, el rompimiento de equilibrio, el aniquilamiento. Es característico de la plástica clásica la contención de los miembros. El conjunto está dominado absolutamente desde el interior; el espíritu del todo mantiene en su poder cada trozo con igual plenitud. Por esta razón suele hablarse de la «tranquilidad clásica» del arte griego. Se debe exclusivamente a esa concentración del objeto, que no permite a ninguna de sus partes ponerse en relación con fuerzas y destinos extraños a él, dando la impresión de que tal objeto se baila inmune a las mudables influencias de la existencia universal. Por el contrario, todo lo barroco, desmesurado, extremoso, propende íntimamente a la moda.

Sobre cosas de este tipo no parece caer la moda como un sino extranjero, sino que viene a ser la expresión histórica ele sus propiedades internas. Los miembros disparados de la estatua barroca están siempre como en peligro de quebrarse. La vida interior de la figura no los domina suficientemente, sino que los abandona a los azares de la realidad externa. Las creaciones barrocas llevan en sí mismas esa inquietud, esa accidentalidad, esa sumisión al momentáneo impulso que la moda realiza en la vida social. Añádase que las formas excesivas, caprichosas, de individualidad muy acusada, fatigan muy pronto y basta fisiológicamente impelen a esas variaciones que en la moda encuentran esquema adecuado. Yace aquí una de las más profundas relaciones que entre lo clásico y lo “natural” suele advertirse. El concepto de lo «natural» es ciertamente vago e induce con frecuencia a errores; pero cabe por lo menos usar de él por su lado negativo y decir que ciertas formas, propensiones, ideas, no pretenden el título de «naturales». Pues bien, éstas serán las que caigan más fácilmente bajo el dominio cambiante de la moda, ya que lea falta esa conexión con el centro permanente de las cosas y la vida que justificaría la pretensión de perdurabilidad. La moda de que las mujeres se comportasen y se las tratase como hombres y los hombres como mujeres llegó a la corte de Luis XIV por su cuñada la princesa palatina Isabel Carlota, que era una personalidad completamente varonil. Es evidente que costumbre tal sólo puede vivir como moda fugazmente, porque supone un alejamiento excesivo de aquella imprescindible sustancia de las relaciones humanas a que inevitablemente tiene que volver siempre la forma de la vida. No puede decirse que la moda sea una cosa antinatural —puesto que la forma vital de la moda es natural al hombre en cuanto ser sociable—; pero cabe en cambio decir que lo antinatural puede llegar a subsistir, al menos en forma de moda.


Georg Simmel: La moda. Sobre la aventura
Georg Simmel: Sobre la aventura

Simmel, Georg. Sobre la aventura. Ensayos de estética. Ed. Penímnsula, Barcelona, 2002.


Título original: Philosophische Kultur (1911)




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